viernes, 12 de enero de 2007

La Campana

Una amiga morena (seguramente una de las mujeres más guapas que he visto de cerca), habita desde hace poco en ese otro mundo de sueño cambiado que Paul Auster llamó Babylandia. Hoy me dice que tiene que ir a La Campana a revisar el coche y le da muchísima pereza. Le digo habría que pensar sólo en el nombre, como aquella otra amiga (también nacida en Poisonville y más parecida a Gene Tierney-) que estudiaba el código de circulación fijándose sólo en las palabras bonitas, como ámbar. Mi padre decía que las campanas españolas sonaban muy mal porque las fundieron para aprovechar el bronce en la guerra y ya nunca las hicieron de buen material, pero que en Múnich y Salzburgo sonaban maravillosamente. También está The Bell Jar (http://www.sylviaplath.de/plath/belljar.html ), la campana de cristal triste pero talentosa de Sylvia Plath-, y yo sigo leyendo a pequeñas dosis nocturnas esa especie de magnífica biografía de biografías o antibiografía de Plath-Hugues que leo a trocitos, de janet malcolm, The Silent Woman. Y hablando de campanas, también está mi nombre Is a bel(l), teóricamente yo sería una campana, aunque no una campanilla (más alegre), ni unas castañuelas ni la alegría de la huerta, o eso solía decirme mi ex partner, que yo no era la alegría de la huerta. Es verdad que antes era más triste, me di cuenta leyendo el Infierno de Dante ( dante s inferno-) una vez, ¡y no era la primera! Con el Tristi fuimmo, los tristes estaban condenados al infierno, por haber estado tristes cuando el sol brillaba. En la primera lectura me había parecido muy injusto, ¡condenar el spleen baudelairiano, condenar a Poe y a toda la melancolía literaria! Pero la segunda vez me di cuenta de que, en mi caso, tenía razón. ¿Y por qué estaba yo triste? Me sentía prisionera y además, me había convertido en funcionaria de prisiones. Creo que después he estado mucho más alegre... Este es un relato para mi guapa amiga que va a La Campana. Aunque cuando lo lea, ya habrá vuelto...

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