domingo, 25 de marzo de 2012

Ayer

Foto: Alicia Núñez, Yo en 1975
Vi Guest, de Jose Luis Guerin y habría querido ponerme a escribir inmediatamente mis impresiones porque temía que los acontecimientos y la vida social barrieran las imágenes o los pensamientos que me suscitó. Pero aún están conmigo. Fue la Belle Elaine que, al enterarse de que tenía la película, se empeñó en que fuese a comer a su casa y allí fui y la vimos las dos maravilladas. Me pareció tan atinada y lógica la respuesta de Guerin a esa experiencia de ser invitado sin fin a un gran número de festivales del mundo, reaccionando a la vida, como decía su amigo Jonas Mekas, convirtiendo esa perplejidad y ese asombro en una película y ofreciendo su mirada y sus interrogaciones al espectador. ¿Cómo decir? La película es un viaje constante, desde la pequeña belleza casi metafísica y a la vez cotidiana, la belleza entrevista y gozosa, los países de nubes desde el avión (como siempre, volví a L'Étranger, ese poema de Baudelaire de quien no cree en nada y a quien nada importa salvo las nubes: J'aime les nuages... les nuages qui passent... là-bas... là-bas... les merveilleux nuages !), las gotas de agua en el cristal, las imágenes del tren, las calles, los cambios de luz, los itinerarios de las palomas, el charco, la música, y también es un recorrido asombroso por la pobreza del mundo, por la locura callejera, por el fanatismo, por las chabolas y la vida que late entre barro y goteras y ropa tendida, y en una sucesión de ciudades del mundo no es el glamour lo que busca Guerin, sino que su mirada curiosa y a la vez contenida, respetuosa, se va a buscar a esa otra mitad de Jacob Riis, y habla con quien quiera hablar y muchos le abren las puertas de sus casas precarias y le cuentan, como esa chica triste en Cuba que ni siquiera sabe de su tristeza y que habla desmañadamente desde la cama o las mujeres viejísimas peruanas que lavan en fregaderos públicos o tantos otros. No es extraño que Heddy Honigmann adore sus películas porque pese a las diferencias grandes de estilo hay una afinidad entre sus dos miradas. Me encantó Guest, me pareció que sugiere muy bien la interesante idea del cine de Guerin, esa frontera desdibujada entre realidad y ficción que anuncia su presentador en la Biennale de Venezia, o la actitud vital que sugiere Mekas, o el brío de una mirada que va cambiando y matizando y dibujando con una curiosidad propia y homenajeando o irradiando tal vez sin proponérselo esa larga tradición del cine del que ha bebido y que comprende con pasión e inteligencia. Guest tiene el encanto de un itinerario personal, sin arrogancia y con cierta autoironía, y a la vez es una sutil lección de cine. Si éste fuera un país normal en lo cultural, la película habría durado más en cartelera. Espero que la Filmoteca dará ocasión de verla a un público más amplio de amantes del cine.
Mientras, dimos la segunda sesión de mi curso Correspondencias entre escritores y esta vez fueron los espíritus de Hannah Arendt y Mary McCarthy los que llenaron el aire con su amistad inteligente y apasionada y sus afinidades y exigencia intelectual y sus distintas actitudes vitales en lo personal. Me gustan los alumnos de ese curso, el ambiente que se crea y aunque tenemos poco tiempo de discutir (tuvimos que reducir dos horas a una y media), ese curso me alegra y siempre pienso que si encontrase un centro que me acogiera me gustaría dedicarme más a dar clases y menos a traducir y añoro esos países donde las universidades acogen y no expulsan y donde la excelencia todavía importa (como muchas universidades americanas o como la UNAM mexicana) y no sufren recortes tan tremendos.
Fui a la asamblea por el nuevo proyecto de Xoroi, en torno al librero de la calle Berlinès y algunas intervenciones me contagiaron su entusiasmo. Yo quiero seguir ahí porque me gusta esa idea de "la casa de las palabras" y de "la casa del psicoanálisis", me gusta la idea de una ciudad donde la escucha psicoanalítica esté presente en lo que ocurre y dialogue con las demás materias y contribuya un poco a compensar esa aridez y esa falta de lo judío, esa falta de análisis y pensamiento que hace este país tan vulgar y triste, tan sumiso, tan volcado sólo a la comida y el parking. 
Mi malaise continúa y ciertos encuentros colaboran a intensificarlo. Hay gente que nunca nos entendió ni nos entenderá, que nunca simpatizó con nosotros, sino todo lo contrario. Gente que nos sienta mal, como algunos alimentos, que no digerimos. Sobre todo, cuando tienen que ver con un tiempo en el que no podíamos defendernos y su actitud, inmutable, nos recuerda a aquello. También la angustia material que he pasado estos meses ha contribuido a que me sintiera mal. Ahora pienso que el panorama va a  clarear, al menos en ese aspecto. Esta semana volveré a ver qué dicen los expertos y si me proponen algún remedio que mi cuerpo y yo podamos aceptar.
Los mirlos empiezan a cantar por las tardes y ayer vino a verme por primera vez en este año uno de ellos, me llamó y le contesté, me miró un momento y luego se fue volando y yo no pude evitar preguntarme si era el mismo que el año pasado me estuvo visitando a diario durante toda la primavera y parte del verano. A pesar del acecho de Rufus.
Pero se ha muerto Tabucchi.
El librero de la calle Berlinès me trajo Aire de Dylan, la nueva novela de EVM, al que citó en su intervención, y aunque no pude resistir empezarla, me esperaré a acabar con un libro gozosa y oscuramente poético y distinto de Julien Gracq que voy a reseñar y luego me adentraré en lo de EVM. El libro llegó después de una mañana en la que yo, mientras traducía secreta y caóticamente antes de mis abluciones, con esa sensación de ociosidad que da trabajar escondido en el propio nido, me preguntaba si no tendríamos todos algo de Oblomov, o si al menos una parte de mí no sería deliberada y totalmente oblomoviana, a pesar de que haya tenido que trabajar tanto (sin que estuviera previsto) y de que muchas veces, al entregar un trabajo urgente me han felicitado diciéndome "Ets una màquina" o que alguna gente se asombra de que haga tantas cosas a un tiempo cuando tal vez, en realidad, no haga nada. O esa es mi impresión. Tal vez los dos lados de mi parte oblomoviana y mi parte eficaz estén entrelazados sin superponerse como la oposición entre significante y significado en los signos según Saussure, como el haz y el envés de una hoja de papel. Y digo esto influida por un texto de Benjamin Buchloh que acabo de traducir y que me ha interesado insospechadamente, más allá de sus extrañas sinapsis y de esas barreras sintácticas que hay que atravesar para traducirle, interpretando su escritura porque su mente va más aprisa que las palabras y éstas se le rebelan y anticipan y repiten extrañamente. Y es que el texto de Buchloh, explicando una pieza fílmica de Coleman, me ha devuelto al Fausto de Sokurov, porque hablan de lo mismo, de esa misma banalidad del mal de nuestro mundo que yo maldigo tanto en este espacio, y lo hacen con un fulgor y un insight esperanzadores pese a todo.
Yo lo pensaba hoy mientras escuchaba a una traductora y sinóloga brillante y me preguntaba por milésima vez qué país de zoquetes es éste que no la tiene en un pedestal y a la vez me maravillaba de la suerte de estos amigos míos que me permiten refugiarme en un mundo alternativo y tal vez oblomoviano, un paréntesis ensoñado como aquellas noches de mi época alocada en que todo parecía posible. Por cierto que he puesto en facebook una foto poderosa, de una teatralidad intensa y negra, que Colita nos hizo a cinco de las hermanas en 1978 y Mariscal ha hecho un dibujo magnífico sobre la foto.

viernes, 23 de marzo de 2012

Una reseña de "mi" Giono en La Nación, por Eduardo Berti


Foto: I.N., Lincoln Inn Fields, Londres, 2012
Narradores / Un autor aún vigente

El escritor que amaba la naturaleza

La obra del francés Jean Giono (1895-1970), en alza, empieza a ser rescatada para los lectores de lengua española
Por Eduardo Berti  | Para LA NACION

Más conocida fuera de Francia que en su país natal, El hombre que plantaba árboles es una hermosa fábula que Jean Giono escribió a pedido de la revista Reader's Digest en 1953, a punto de cumplir 58 años de edad. Narra la vida de un solitario pastor que, tras perder a su único hijo y después a su mujer, considera que la región se está muriendo porque le faltan árboles y se dedica a plantar encinos, hayas y arces hasta lograr que todo cambie, "incluso el aire". La revista, que le había pedido a Giono un texto protagonizado por un personaje real, rechazó el cuento, porque dudaba de la existencia del pastor. El relato fue publicado finalmente por la revista Vogue y Giono, que al principio había negado la invención de este personaje, terminó admitiéndola. "Siento mucho decepcionarlo, pero Eleazar Bouffier es un personaje inventado", escribió en 1957, en una carta al director del Departamento de Aguas y Bosques de Digne-les-Bains. "El objetivo de esta historia es lograr que se ame a los árboles o, más precisamente, que se ame plantar árboles (lo que después de todo, es una de mis ideas más preciadas)."

En la última década, El hombre que plantaba?(suerte de manifiesto poético-ecologista) se ha convertido en un impensado best-seller. Si la consecuencia esperada por Giono era que la gente saliera a reforestar, el éxito de su fábula es relativo. Pero, en un nivel muy diferente, el libro de Eleazar Bouffier ha tenido otra consecuencia: la de volver merecidamente popular a su autor, aunque a un precio un poco alto: el árbol ha tapado el bosque (empleando una metáfora a medida) y el cuento, pese a su innegable encanto, eclipsó para muchos lectores no franceses el resto de una obra por momentos magistral y muy poco traducida al castellano, fuera de excepciones como la edición que Anagrama hizo de la novela El húsar en el tejado (1951) en el año 1995, mientras el director Jean-Paul Rappeneau estrenaba la versión cinematográfica, con Juliette Binoche y Olivier Martinez.
En estos últimos meses, dos nuevas traducciones de obras de Giono acaban de aparecer y en ellas los árboles cumplen un papel nada secundario. Se trata de dos libros muy distintos: mientras que Un rey sin diversión (Impedimenta, traducción de Isabel Núñez) es una novela madura, los cuatro pequeños cuentos de El hueso de albaricoque (Duomo Ediciones, traducción de Palmira Feixas) corresponden a la etapa de aprendizaje. En ellos se descubre al Giono amante de la tradición de Las mil y una noches , el Giono que alguna vez le dijo a André Gide que concebía la literatura como un narrador callejero obligado a hechizar a su audiencia, a lo que Gide habría repuesto: "Si hiciese eso, me moriría de hambre".
Un pequeño cuento incluido en El hueso? pinta bien la fe de Giono en el poder persuasivo del narrador de cuentos. Un hombre "humilde, pobre y feo" tiene el don de hipnotizar a sus compañeros con relatos que hablan de "la belleza de las sultanas enamoradas, la suavidad de la brisa que se desliza entre los melocotoneros en flor" y demás cosas por el estilo. Sus compañeros razonan: "¡Está loco! Él, tan feo, jamás ha sido amado por una sultana; él, tan pobre, no tiene vergel, y no ve el sol más que un día a la semana, si no llueve". Pero el hombre prosigue con los relatos y sus compañeros lo espían una tarde, mientras regresa a su casa. "El hombre se detuvo frente al puesto de un librero -escribe Giono-. Lo vieron sacarse del bolsillo unas cuantas piezas de bronce ganadas con gran esfuerzo a lo largo de la jornada, y comprar un libro: Vergel, sultana y sol ."
La novela Un rey sin diversión (1946), una de las obras más celebradas de Giono, casi al nivel deEl húsar en el tejado , fue escrita en menos de siete semanas -aunque parezca mentira-, sin un plan previo. Logra hechizar desde las primeras páginas con la descripción de un árbol que el narrador compara con Apolo ("No es posible encontrar en un haya, ni en ningún otro árbol, una piel tan lisa ni de color más bello, una anchura más exacta, proporciones más justas, ni más nobleza, gracia y juventud eternal"), con el siguiente arribo del invierno ("A las nubes de octubre, ya ennegrecidas, se sumaron las de noviembre aún más negras, y luego las de diciembre, por encima, muy negras y cargadas. Todo se condensaba sobre nosotros, sin moverse") y con la anhelada caída de la nieve, omnipresente en casi todas las páginas: "Una hora, dos horas, tres horas; la nieve sigue cayendo. Cuatro horas; es de noche; se encienden los hogares; nieva. Cinco horas. Seis, siete. Se encienden las lámparas; nieva. Fuera, ya no tierra ni cielo, ni pueblo, ni montaña; no hay más que los montones hundidos de esa densa polvareda helada de un mundo que ha debido de estallar".
Pocos autores del siglo XX rinden a lo largo de su obra un tributo tan vital a la naturaleza. Uno piensa en Willa Cather, especialmente en su novela Mi Ántonia (casualidad o no, un personaje muy menor de Un rey sin diversión se apellida Cather), porque, al igual que ella, Giono exalta la flora y fauna sin caer en paraísos pastorales y mientras boceta personajes humanos inolvidables, como el jefe de los gendarmes, Langlois, que posee un don de comprensión más allá de lo normal. Henry Miller, que lo admiraba, comparó a Giono con otro escritor estadounidense: William Faulkner. Es cierto que ambos crearon su "propio territorio" (un "sur imaginario", decía Giono) con esa suerte de mirada bíblica que también se detecta en el primer García Márquez; pero la prosa de Giono en sus novelas posteriores a 1940 es más contenida, sus frases son menos sinuosas y muestran incluso, en libros como Les grands chemins (1951), una parquedad digna de Hemingway.
Alguna vez le preguntaron a Giono por qué sus novelas escritas tras la Segunda Guerra Mundial eran tan distintas de las previas. Su respuesta fue que toda esa variedad siempre había estado presente en él, pero que los lectores no la conocían. Una especialista en su obra (Claudine Chonez) ha dicho que la gran diferencia estriba en el estilo, que libro a libro pierde énfasis y privilegia la concisión en reemplazo de las "grandes frases". Al mismo tiempo, mientras que en el primer Giono -el autoproclamado "artesano de imágenes" de Colline (1929) o, más aún, de El canto del mundo (1934)- hay una celebración whitmaniana de las fuerzas naturales (largas enumeraciones que son, en efecto, un canto al mundo), en los libros posteriores es más frecuente hallar imágenes pesadillescas y escenas de crueldad humana como las que suscita la epidemia de cólera de El húsar en el tejado, novela cuyas descripciones de cadáveres y aldeas abandonadas presentan una belleza perturbadora, una poesía de la violencia y de la muerte que hace pensar en los recuerdos de la Primera Guerra Mundial que se leen en testimonios de ex combatientes, como Louis Barthas.
Las dos grandes guerras del siglo XX fueron determinantes en la vida y obra de Giono. Tras combatir en la Primera, a la que le consagró Le grand troupeau (1931), abandonó el comunismo, se volcó al pacifismo y publicó alegatos antibélicos: No puedo olvidar o Refus d'Obéissance. "Nada nos consolará de aquella guerra -escribió-. Por eso yo me arrojé salvajemente al lado del árbol, de la nieve y de la bestia." Un profundo malentendido hizo que se lo acusase de colaboracionista durante la Segunda Guerra. Se lo excluyó del Comité Nacional de Escritores Franceses y no fue rehabilitado hasta 1950.
Tras la Segunda Guerra Mundial, Giono se lanzó a escribir dos ciclos novelísticos diferentes: el que inauguró El húsar. es de influencia stendhaliana, colmado de viajes y peripecias (no es azaroso que Giono tradujera al francés La expedición de Humphry Clinker, de Tobias Smollet, pieza clave de la picaresca inglesa) y tiene como protagonista a un piamontés llamado Angelo, inspirado en la figura del abuelo del escritor: un italiano que llegó a trabajar en una empresa que el padre de Émile Zola tenía en Aix-en-Provence. El segundo ciclo novelístico, el que se inaugura con Un rey sin diversión, lo concibió en principio como una suerte de ópera bufa para "hacer dramas con personajes cómicos". La intención original de Giono era que estas obras "alimentarias" fueran escritas al vuelo, con una narración más lineal y un estilo "más seco" (sin tantos excesos líricos), pero el segundo ciclo terminó siendo tanto o más relevante que el otro.
Suele resumirse que el así llamado "ciclo del húsar" (que completan Angelo, Le bonheur fou y Mort d'un personnage) pone más énfasis en el hombre, mientras que el ciclo de las crónicas (que incluye libros como Le Moulin de Pologne) pone más énfasis en la naturaleza. Más allá de las posibles diferencias, muchos puntos unen a El húsar. con Un rey., tal vez porque este último fue escrito durante una pausa (un periodo de incertidumbre) en el extenso proceso de concepción del primero. Las dos novelas muestran cómo una pequeña ciudad de Provenza sufre un hecho singular (una epidemia en el primer caso, una ola de delitos misteriosos en el segundo) y recibe la llegada de un forastero (el italiano Angelo o el misterioso Langlois) que, típico héroe de Giono, parece en fuga o en busca de algo. Las dos novelas están pobladas de seres solitarios que hablan a regañadientes, para "sentir la presencia del otro" y que surgen como "manchas", como cosas poco menos que excepcionales, en medio de un vasto paisaje de cuestas, valles y bosques en el que debe hacerse un esfuerzo colosal para que los ojos se adapten al pasar de una zona de luz a otra de sombra.
Griegos y latinos en Manosque
El centro del universo ficcional de Giono es su ciudad natal, Manosque (a unos setenta kilómetros de Marsella), y los pueblos aledaños: Banon, Peyruis, Carpentras, Vachères, Sisteron. Una zona donde, escribió, "colina tras colina, se asciende por una ladera, se desciende por otra, pero cada vez se baja menos de lo que se ha subido". Un viejo documental en blanco y negro muestra a un Giono corpulento, severo pero bonachón, en su querido Manosque. Juega con una pipa entre los dedos gruesos; va a la imprenta de su pueblo y lo reciben con palmadas en la espalda; más tarde, con una delicadeza propia de los hombres fuertes, se sienta a escribir en su casa con una pluma. Teje una hilera de letras diminutas en un bloc de hojas sueltas. A sus espaldas se aprecia la biblioteca donde -cuentan- predominaban los antiguos griegos y latinos (en especial los bucólicos: Teócrito, Hesíodo, Virgilio), comprados en ediciones baratas gracias a su sueldo de empleado bancario.
Estas lecturas fueron decisivas para que Giono, "autodidacta y sin contacto alguno con el mundo intelectual" -como lo retrata Mireille Sacotte en el prefacio a El hueso de albaricoque-, forjase en los años 30 una trilogía (Colline, Régain y Un de Baumugnes) inspirada en Pan, el semidiós de los pastores de Arcadia, y especialmente en la idea panteísta de que todo es Dios o, en otras palabras, que el universo, la naturaleza y Dios son lo mismo. Desde estas primeras obras, Giono expresó la presencia de lo sagrado, de las fuerzas oscuras e incontrolables que sobrepasan al hombre y que suscitan, incluso, su pánico: cataclismos y desastres naturales, aparte del salvajismo humano. "Místico materialista", como lo define Chonez, Giono rechaza la noción del "buen salvaje" y se siente más sensible al "misterio del universo" que a la idea de Dios.
Se ha dicho que Giono viajaba por medio de su biblioteca, de su mitología personal y de su imaginación, ya que, por lo demás, prefería quedarse en su región natal, de modo que su Viaje por Italia, de 1951, fue algo más bien excepcional. Como su autor, las metáforas e imágenes viajan poco en Un rey sin diversión y las comparaciones encuentran sus símiles en el mundo circundante: una cabeza es "redonda como una calabaza", el cielo es "azul como una carreta nueva", ciertas alfombras son densas como el heno cortado.
El habla y el ingenio popular están presentes por doquier; la oralidad llega a extremos fascinantes en Les grands chemins, pieza fundamental de las crónicas, y descuella en Un rey sin diversión, novela en la que se suceden diferentes narradores (todos muy entrometidos, no todos capaces de comprender a fondo lo que ocurre) y en la que buena parte de la historia es relatada por una mujer apodada Salchicha.
Aun cuando emplea un narrador que no es un personaje, Giono elude la intermediación convencional y pinta ese mundo tal como lo expresarían sus habitantes. Todo esto lo acerca por momentos y no sin cierto peligro al lugar común ("brillaba como chorros de oro", "parecía recién salido de un huevo"), pero en torno a estas expresiones cotidianas la escritura del mejor Giono es sublime. Podría afirmarse incluso que, a mayor escala, sus novelas hacen lo mismo: lo que en la pluma de otro autor depararía un realismo más o menos convencional, una simple serie de novelas campesinas o regionales, acaba arrojando una obra claramente singular, que no les teme a las tramas abiertas ni a la mezcla de géneros y registros. Giono, que en su diario se alienta a "inventar y construir siempre con originalidad", decía que el mero costumbrismo lo aburría y que buscaba (y encontraba) libertad en la desmesura.
Tras una primera parte próxima a la novela policial, Un rey sin diversión se nutre muy pronto de elementos dignos de un cuento moral o de un relato de aventuras. Lo simple es engañoso en Giono y esconde una visión compleja del mundo: "Las motivaciones para los actos humanos son complicadas y diversas", dijo cierta vez explicando el escaso análisis psicológico en sus crónicas. "Lo mejor para el narrador es que se limite a la simple exposición de los hechos."
Tras la temprana lectura de los griegos (y tras El libro de la selva, de Kipling), Giono adoptó a Melville como uno de sus grandes modelos literarios. Tradujo Moby Dick por primera vez al francés, en colaboración con su gran amigo Lucien Jacques, y publicó casi enseguida, en 1941, el libro Homenaje a Melville, donde, como les ha sucedido a muchos escritores, hablando de cierta obra ajena tejió su propia teoría estética. Persuadido de que una de las funciones del novelista es -como quería Joseph Conrad- hacer ver, Giono narra allí un viaje en coche en el que Melville se enamora de una joven inglesa y, decidido a impactarla, le describe la poesía del mundo. "¿Había visto ella alguna vez un bosque semejante al que él le hacía ver? No", sostiene Giono. Lo mismo podría decirse del narrador que se pasea junto con Eleazar Bouffier, el hombre que plantaba árboles; lo mismo podría decirse del lector de Un rey sin diversión, que se topa, maravillado, con árboles que "hacen crujir incansablemente en la sombra pequeñas matracas de madera seca" o con un montículo "sobre el cual, por las grietas entre las casas derrumbadas, veíamos erguirse las ruinas de algo que debía de haber sido importante en su momento". Esos momentos tan concretos y sensuales, nada raros en sus novelas, permiten entender por qué Henry Miller llegó a afirmar: "Si tuviera que elegir entre Francia y Giono, me quedaría con Giono".

miércoles, 21 de marzo de 2012

Charla sobre SINRAZONES DEL OLVIDO en la Biblioteca Jaume Fuster


Mañana jueves 22 de marzo a las 19horas, Lydia Oliva y yo hablaremos en la Biblioteca Jaume Fuster (Lesseps, 20-22) sobre Sinrazones del olvido. Escritoras y fotógrafas de los siglos XIX y XX con Josep Anton Muñoz.

Están todos invitados, lectores silenciosos.

domingo, 18 de marzo de 2012

Quise


Foto: I.N. Sant Martí d'Empúries, 2012
Quise airearme de mi malestar (el contacto con la sombra de los personajes de mi infancia aún tiene el poder de enfermarme) y salí de casa para ver El caballo de Turín de Béla Tarr en los cines Girona. Aunque conocía un poco el cine de Béla Tarr, no sabía yo hasta qué punto iba a encontrarme con la desolación y la desesperanza en esa película oscura y quieta, ni cómo me dolería en ese momento. Y sin embargo, la belleza de esas imágenes pictóricas e intensas me subyugó impidiendo que ni un solo momento se me cerraran los ojos a pesar de mi agotamiento. Tras la alusión con esa voz baja, profunda y östeuropea del narrador, a ese momento en que Nietzsche es testigo de la violencia de un cochero que azota a su caballo y el corpulento y mostachudo Nietzsche se acerca vigorosamente impidiendo que la crueldad continúe, abraza al caballo llorando y vuelve a casa donde dice su última frase, "Mutter, ich bin dumm" (Madre, soy un estúpido) y enloquece, sigue ese arranque maravilloso del caballo que galopa arrastrando el carro: nunca había visto hasta tal punto el esfuerzo terrible del animal al acarrear su carga, ni sentido tan de cerca en unas imágenes el cuerpo del caballo y su sensibilidad y su pelo, porque Tarr parece acariciar lo que observa su cámara y sólo en ese plano ya está contenida toda la tristeza y la humanidad de la historia y toda su proximidad al caballo. Y después, la soledad de una tierra desnuda y yerma recorrida por el viento, la expresión loca del cochero, que a veces parece un enfebrecido Zeus y que mira a su hija con un violento deseo mientras ella le viste y desviste todos los días en un ritual idéntico y reducido, siempre en un despiadado silencio, desayunan aguardiente, comen una patata cocida con las manos (una patata que detestan como Chalámov llegó a detestarlas en Kolymá, y que acaban siempre dejando), y a veces miran por la ventana y el viento no deja nunca de rugir salvo que a veces se superpone la música repetitiva y exasperante (Mihály Vig, me dicen), y sólo dos veces una visita inesperada (la de un visionario que anuncia lo que vendrá, la de unos gitanos que preceden  la sequía del pozo) interrumpe la tediosa e implacable repetición hasta que todo empieza a anunciar una especie de final, una especie de apocalipsis, una especie de muerte de todo, que empieza anunciándose por pequeños signos y que los arrastra a una negritud aún más desesperanzada sin haberles arrancado apenas dos o tres palabras. Pero las imágenes, la cara de la hija mirando por la ventana vista desde fuera, la sencillez de la piedra, los bancos de madera, los baúles, el carro, la tristeza del caballo (recordaba a la nana de Lorca, el caballo fue a la fuente pero no quiso beber), la aridez de la falta de palabras, esa falta que duele en todos los gestos, que parecen reflejar la desesperanza del mundo.
Una de las amigas con quien vi la película había visto el día anterior Madre e hijo de Sokurov y aún venía cargada de su luminosidad esperanzada. La otra estaba sorprendida de que alguien le hubiera recomendado El caballo de Turín sin darle ni una sola pista de lo que iba a encontrar. Yo pensé en la Serbia profunda de este verano, pensé en Kolimá, pensé en Agota Kristof. Pensé en el caballo de Treskavica de Aleksandar Hemon que justamente he citado en mi libro Mis postales de Barcelona. Ese gesto del caballo suicida que contiene en sí mismo toda la carga de la guerra y que conmueve a alguien a quien la muerte de los demás ha dejado de conmover hace tiempo. 
Pero ahora empiezo a entender. Es una película dura de ver, y sin embargo, al día siguiente la belleza de ese arranque del caballo prevalece y esa multiplicidad de ángulos para contar la misma cosa y ese simbolismo del huracán y el deseo violento y la sumisión y el silencio entre padre e hija se han convertido ya en una especie de fábula poética, casi épica, de los orígenes del mundo y de su final.
Y como comentaba alguien en facebook, Tarr ha declarado que es su última película ("el trabajo está hecho", dice), y le creamos o no, parece un testamento terrible. Yo espero que Tarr hará otra película. Pero siento deseos de volver a ver la escena primera del caballo, tan hipnótica con su carga de tristeza casi metafísica y a la vez tan carnal, la vería indefinidamente y casi podría asociarla a La tormenta de nieve de Tolstói, rescatarla de su desesperanza con los pensamientos del escritor ruso, olvidar que Nietzsche no volvió a hablar.
Hablamos un momento en la puerta del cine y nos volvimos cada una a su casa y pasé una noche agitada. Pero esta mañana, con el sol inundándolo todo y un mensaje alegre de una amiga traductora orientalista y francófona que me recordaba las cosas buenas que pese a todo me rodean, me sumí en la preparación de mi curso, y leer apasionadamente a Hannah Arendt y a Mary McCarthy me ayudó a volver allí donde quería estar. G ha ido apareciendo y desapareciendo como el gato de Cheshire y Rufus me ha acompañado en el sofá, enterrando la cara en mi brazo con algún suspiro, o acomodándose en el almohadón junto al ordenador cuando me sentaba aquí. Mientras planchaba he visto Philosophie en Arte TV y se preguntaban sobre la muerte y su presencia constante en la vida. El otro día escuché una entrevista de la maravillosa Laure Adler a Sokurov en su programa Hors du champs de France Culture y se la pasé a la Belle Elaine. Vi una maravilla de reflexiones de Nicole Brenez sobre el cineasta (suicida) ruso Boris Barnet que JLG había puesto en facebook.
Ojalá esta semana se resuelva alguno de los asuntos que lo hacen todo tan difícil. Porque la pregunta aquella, ese ¿por qué? metafísico sigue rondándome cuando me despierto en plena noche y con él se arremolinan otros interrogantes (¿hasta cuándo? ¿podré resistir? y otra vez ¿qué sentido?).

sábado, 10 de marzo de 2012

¿Cómo decir?

Foto: I.N., Maraña sobre fachada, Eixample, 2012
En esta época tan salvaje, que trae todos los días una lluvia de desvalorización y recortes, de noticias que confirman el delirio psicopático en que se ha convertido la política -puro pillaje sin sentido común ni consideración-, en un paisaje donde personas mediocres y mezquinas  gozan afirmando su pequeño poder en un asombroso pisoteo a los demás, además del desierto material y la angustia intoxicante que lo acompaña y que parece imbricada a mi malestar fisiológico (María Zambrano lo contó mejor que yo, parecía que hablara de este tiempo, aquí de la mano de Albert Lladó), necesito más que nunca enterrarme en los libros y el cine, escuchar a los poetas y ver a algunos amigos, y a veces me tienta hacer el ejercicio conductista de enumerar todos los pequeños pero resplandecientes gestos de quienes no se identifican con lo que sucede,  de amigos de siempre y también de espíritus afines que siguen apareciendo en cualquier sector, humilde o lujoso, y me devuelven a aquellas páginas de Oscar Wilde sobre el agradecimiento en Epístola in carcere o De Profundis, aquella descripción celebrativa de la gratitud por aquel hombre que, mientras Wilde salía del juicio por escándalo en Reading y la multitud le abucheaba e insultaba, supo quitarse el sombrero inclinándose levemente para mostrar su respeto, sin importarle la furia mediocre que le rodeaba. Decía Wilde que toda su vida no sería bastante para pagar su deuda de gratitud por aquel pequeño gesto (por menos, otros han ganado el cielo, creo que decía) y que se sentía feliz por eso. Históricamente, la gratitud ha sido una  fuente de felicidad momentánea, como la hospitalidad, precisamente porque crecí en un lugar donde no era bienvenida. 
Este mediodía he vuelto a casa perezosamente desde el Eixample, atravesando el mercat de la Concepció, pasando cerca de casa de tres amigos y saludándoles mentalmente y fotografiando los últimos árboles que sombrean viejos edificios, intentando no mirar la fealdad que se extiende (comme des ganglions de laideur et de misère). Por la ventana de la casa donde estaba he visto el escenario de un documental que me gustó y he sabido que el gesto que lo desencadenó acabó rematado simbólicamente por la tala de un árbol. Me ha gustado la idea de JLG de que una imagen capturada provocase un compromiso con lo que luego ocurriera, un poco como ocurre en mi escritura con esos personajes que capturo y empiezan a reaparecer mágicamente.
Hace días que intento pensar en los pequeños gestos de amabilidad para contrarrestar la oscuridad, las amenazas, los disgustos, todo lo demás (incluso con el pescadero, que me hace precios especiales cuando paso a última hora) y que imagino rescatar  una vieja carpeta del pc, de antes de pasarme al mac, que titulé For Dark Moments, donde guardaba mensajes luminosos. Ahora incluiría un mensaje de Véronique, respondiendo a uno mío donde le daba las gracias por su entusiasmo supportive, en el que me decía algo como: "En realidad lo que generas a tu alrededor es lo tú misma emanas, así que yo feliz de seguir estando a tu lado para recibir esas radiaciones tan especiales que nos produces no sólo a mí, si no a todos los que de alguna manera tocas". Un poco como aquel prólogo de EVM en La plaza del azufaifo, que me animaba cada vez que lo leía. Ahora esos gestos me sirven para recordar quiénes somos y en qué mundo nos gustaría seguir viviendo. Por eso durante el fin de semana en el campo, chez la Belle Elaine, desapareció por completo el malaise físico que me acosa desde septiembre y que tantas noches me ha hecho pensar en la huida.
Me gustó mucho el artículo de EVM sobre Oblómov y L'homme qui dort y su actitud somnolienta como resistente. Yo lo pienso siempre contemplando a Rufus. Los gatos transmiten una lección de ociosidad todos los días. Pero para ser Oblómov "es propicio tener adonde ir" y que no puedan echarte si no pagas el alquiler, porque en la calle es difícil seguir durmiendo... A veces, Rufus me pone las dos patas en la frente como si quisiera transmitirme su calma o sus pensamientos siempre positivos o su capacidad de soñar doscientos minutos al día en lugar de los pocos minutos de los humanos.
La otra noche acabé haciendo una especie de cura nocturna de poetas y escuché en youtube una vez más a Juan Carlos Mestre, a Lêdo Ivo y a EC, leí a José Gorostiza, necesitaba esa metafísica de la poesía, esa pregunta a la que aludía EC y que esa noche era una pregunta doliente, casi de ahogo, de por qué, por qué todo esto y si haría falta que yo cayera por esa pendiente para ver y si realmente se trataba de una caída radical de la Casa Usher, donde yo no creía pertenecer, y sin embargo... Naturalmente, Rufus estaba conmigo y escuchó Cavalo morto y a todos los demás.
Ayer fuimos a ver el Fausto de Sokurov. Los tres amigos que venían conmigo están conectados con el cine en distintos grados. A ellos no les gustó nada la película, y sin embargo yo estuve gozando todo el tiempo y a pesar de las dos horas y media, no miré el reloj hasta que faltaba un cuarto de hora. Iba cansada, era tarde (yo siempre prefiero la sesión de las 20h y no pudo ser), temía dormirme, pero me mantuve allí con los ojos abiertos. Estaba fascinada. Es cierto que, como dijo P.A., era un Fausto sin épica, pero pese a esa iconografía y escenario medieval que tanto me gustaba, esas imágenes como cuadros de Rembrandt, ese barroquismo de algunas escenas, incluso el momento de feroz y salvaje visceralidad del principio, yo lo vi como un Fausto contemporáneo, que se parecía muchísimo a algunos personajes con los que por desgracia he topado últimamente en mi mundo de trabajo, era un Fausto que me hablaba directamente a mí y me consolaba de la tristeza y la soledad que he sentido en esos intercambios, una comida de la que salí como si me hubieran arrancado unas cuantas vísceras,  unos mensajes, unas conversaciones telefónicas, la visión de esos personajes con un comportamiento gemelo a la del mascullante Fausto rembrandtiano de Sokurov o a la de su Mefisto, personajes que no quieren detenerse a pensar  en las consecuencias de sus actos o apartan esos pensamientos mientras se dirigen acelerada y desenfrenadamente a ese "allí" de la película, siempre más allá, sin vuelta atrás, sin importar la destrucción que siembran ni el dolor que infligen. Personajes sin ética ni consideración, fijados en su meta constante, que empujan y pisan para acercarse a ese allá. Yo gocé con las imágenes y el sonido,  con los diálogos y con la tristeza amarga y oculta detrás, con la maravillosa dicción germánica. Ninguna de las tres críticas que leí antes de entrar en el cine me sirvió de nada y comprendía lo que decían mis amigos, pero claramente yo había visto otra película. Tal vez necesitaba que alguien me hablara de eso y que lo hiciera de una forma metafórica y medieval, con homúculus y monos en la luna vistos por telescopio y la persecución de la belleza para cortarla como una flor y la carrera hacia el infierno. Tal vez... Y qué maravilloso paisaje alegórico final.
También mi curso de Correspondencias me alegra. Ahora releo a Hannah Arendt y a Mary McCarthy con fruición. La escucha inspira lo mejor. Sólo con cursos podría vivir con más calma, sin sufrir las miserias de la traducción, la desvalorización y  el agotamiento y el estrés que implica. La primera sesión fue celebrativa, con los espíritus de Flaubert y George Sand flotando en el aire como en una sesión de Madame Blavatsky, rescatados por su conversación a través del tiempo.
Hace ya días volví a ver Miró, L'escala de l'evasió en la Fundació Miró con Tigridia. Es una maravilla y me preguntaba por qué me ponía de buen humor  y por qué me resultaba tan cercano Miró y al final concluí que la impresión envolvente es la libertad interior en la que reinó Miró, cómo había querido y logrado ser libre con su obra y en el mundo, y también me acordé de su tristeza final y le comprendí perfectamente. 
Han destruido otro parque por aquí cerca, en Tres Torres, los Jardins de Roig i Raventós, que los donó a la ciudad y no al aparcamiento privado del Col·legi de Metges, con lo cual parece un tanto irregular. Es una vergüenza que el Colegio de Médicos contribuya a acrecentar la contaminación y destruir el patrimonio verde de una ciudad que está muy por debajo del índice de verde por habitante que recomienda la OMS para la salud de los ciudadanos. Pero aún es más vergonzoso por parte del ayuntamiento, que cobra las comisiones y licencias. Todos los mercados de la ciudad  están en obras y son malogrados para ponerles supermercados y aparcamientos subterráneos. Todas las plazas verdes sacrificadas para más aparcamientos. Fomentan el transporte privado, al contrario de lo que se hace en todas las ciudades europeas. Y sacrifican árboles que han tardado cien, ochenta o cincuenta años, cambiándolos por escuchimizados palitroques. 
Sarinagara, ya tenemos fecha para la presentación de mi libro sobre la ciudad, Mis postales de Barcelona: será el 10 de abril, a las 19:30, en La Central de la calle Mallorca, con Pepe Ribas presentando y el editor de Triangle. El libro lleva un prólogo ilustrado de Mariscal, que también ha prometido estar con nosotros. Será una pequeña celebración resistente en medio de la desdicha de esta ciudad arrasada y sin sombra ni oxígeno.

domingo, 4 de marzo de 2012

En el campo

Foto: I.N., almendro en flor, 2012
Se estaba muy bien, pensé en JRJ (Era mayo y el campo estaba lleno de vida y de pasión. Yo iba con mis pensamientos negros hacia el mundo...). Nos perdimos y llegamos tarde, no vimos a Silvestre, el pastor filosófico, ni a sus ovejas. La Belle Elaine me cedió mis aposentos preferidos en la casa, una gran buhardilla que tiene estudio, dos dormitorios y un baño con vistas a tejados y pájaros, donde me siento feliz. Nunca me ha importado subir y bajar escaleras dentro de las casas. Paseamos por los lagos, fuimos a una playa solitaria donde se había parado el viento de siempre, tomamos tés y cafés en el hotel antiguo frente al mar, vimos las ruinas romanas y nos reímos de unas absurdas instrucciones donde se explicaba cómo andar y moverse a los transeúntes como si fueran estúpidos, recorrimos ese pueblo, siempre con nuestras puyas y conversaciones. Vi al fin el documental que Pere Alberó hizo sobre el pueblo de Oliete. La primera parte me pareció, no sé por qué, de una tristeza irresistible, pero luego algo hizo que fuese más allá y se diera la vuelta, con otro pastor que pensaba, con la mujer que recordaba y comparaba y describía las diferencias entre la vida de antes y la de ahora mientras el pastor ladeaba la cabeza para escucharla atentamente, y las imágenes, algunas se quedaron conmigo: un rebaño inmenso de ovejas atravesaba un bosque repoblado; había una película dentro de la película, y una escena en que unos niños contemplaban el desuello de una oveja entre la fascinación morbosa, la excitación, la tristeza y el rechazo; me gustó mucho verla. Había algo de la historia del país aunque se silenciara, algo de lo que no se hablaba y de lo que hablarían más tarde, en otra película. Pero ese no-dicho flotaba en el abandono y el desamparo de la gente de aquella tierra, en la piedra. También vimos una primera película de Castilla de Val del Omar, experimental y loca e interesante, acabé el libro que leía y escribí la reseña en mis aposentos, paseamos esta vez por las lagunas, comimos, nos reímos, escucharon mi reseña, y algo significativo: mágicamente los malaises que tanto me habían desesperado en estos tiempos se redujeron a su mínima expresión, no sé si porque la dieta y los remedios funcionan o por ese sosiego del paréntesis de quietud, árboles y pájaros y conversaciones de amigos tras una semana muy difícil.
A mí no me gustaría ser de esas personas que afirman su pequeño poder cortando el paso a los otros o contribuyendo a sus dificultades en estos tiempos tan salvajes, no me gustaría jugar ese papel de vigilantes del campo de concentración, ni ser de esos incapaces de generosidad ni de empatía, que olvidan que nada es eterno y que ellos también pueden caer sin red. Aunque alguien me decía: esa clase de personas suele remontarse, porque lo que se busca en estos tiempos es justamente esa mentalidad psicopática y esa mediocridad. Pero qué desagradable y triste es el contacto, escuchar algunas de sus frases. Y qué bien lo entendía V. cuando se lo conté. En esa semana oscura tuve que ascender por esas pendientes lanosas o acartonadas de mis sueños y me agoté tanto y me sentía tan mal físicamente y con tanta desesperanza de que se me pasara, que una madrugada llegué a contemplar la vieja idea de irme. Luego, como una mariposa en la quietud de esa hora extraña, se me acercó revoloteando un pensamiento, algo que me decía: no puedes, tienes un compromiso aquí. El hombre que escucha me dio dos claves, una que desculpabilizaba y desdramatizaba, otra que señalaba dos lugares del deseo. Y luego me fui al campo. Ahora leo la biografía de Balthus, también para reseñarla. Estos días hablábamos mucho de sueños. Uno de los niños de la Belle Elaine había soñado que iba en bici acompañado de una luz, a su vez montada en su bici. El camino era difícil pero la luz siempre iba con él. Ojalá me acompañe también a mí esa bici luminosa en esta semana.