domingo, 30 de diciembre de 2007

2008, mal pie y buena mano



Foto: I.N., Mirlo en Belair, Luxemburgo, 2007

Mientras iba a comprar jamón a aquel hombre que lee a Chateaubriand, no he visto un escalón y me he torcido el tobillo. Al principio he seguido andando, pero unas horas después, al volver a casa de acompañar a G. con P. a su visita traumatológica (!), el dolor se ha vuelto insoportable. No podía poner el pie en el suelo y me he puesto de color gris y el pie sombreado en negro, con un dolor intenso que me arrancaba lágrimas. G. me ha traído sus muletas y mientras contemplaba mi avance por el pasillo, ha dicho: "¿Quién hace ahora el ruido del capitán Ahab?" Me sentía tan torpe con ellas que he decicido andar a la pata coja (para regocijo de los amigos que han llegado después) o desplazarme de lado con un solo pie en una especie de twist.
En cuanto a mis problemas estomacales, se han desvanecido ante el dolor del pie, un poco como decía Séneca, citado por Montaigne en francés: ""J'étais trop torturé par le mal de mer pour songer au danger", cuando, enfermo de mareo en el barco, decide ganar la orilla a nado.
En el momento peor de la crisis y desaliento, he llamado a mi sabia homeópata, le he dicho: "Tendré que ir a que me vean..." Me ha dicho: "Nooo... ahora te tomas Rhus toxicodendrum 30ch en una disolución, y mañana, si sigues así, ya irás al traumatólogo". ¿Cómo lo supo sin verme? Ella es así. Efectivamente empecé a mejorar al cabo de dos horas. ¡El dolor se desvanecía! He puesto música y he visto que podía bailar con un solo pie. Han venido mis amigos con sus películas, su champagne francés, su maravillosa quiche "de todo" y su chispeante conversación. He tenido que recibirles tal como iba, en vaqueros y camiseta negra, hemos cenado, hablado y hablado, y claro, a la hora del cine medio dormitábamos. Hemos visto una de las primeras pelis que hizo Scorsese (Who's That Knocking at My Door), muy formalista y godardiana (¡no pasaba casi nada! Una escena interesante y triste sobre la misoginia y los celos, que me hizo volver a Coetzee, que en su Boyhood muestra tan claramente esa raíz edípica de la misoginia), incluso buñueliana o lynchiana! Con un Harvey Keitel jovencísimo y asombroso. Luego hemos revisto Peeping Tom, un clásico (no recordaba que salía Moira Shearer, Miss zapatillas rojas! otra película de Powell). Se nos han pasado las 12 y nos hemos comido nuestros arándanos y frambuesas tarde, cantando unas imaginarias campanadas entre risas. Y hasta le he echado las cartas a uno de los invitados (aunque echarlas sin saber de qué se habla es siempre peor, no se puede decir apenas), y D. nos ha leído un horóscopo numerológico que todos menos D. (¡a él le favorecía!) hemos tachado de equivocado para 2008. Y con las horas, no sé si por la homeopatía o por los amigos o por una combinación feliz de las dos cosas, mi pie ha ido mejorando y ahora, abandonadas las muletas, voy cojeando, pero ya apoyando ligeramente el pie en el suelo y puedo decir que no empiezo el año con tan mal pie. En medio de los sms que iban llegando como pequeña lluvia con sus interferencias, ha llegado uno especial de G., que hablaba de mi libro balcánico y me hizo pensar una vez más en la suerte que he tenido con él.
Sigo pensando que no dejo de buscar maneras de no ir a la casa de mi infancia, donde hay que despejar y vaciar.
Y ahora quería dejar aquí, como celebración de este año, uno de los brindis de Li Bai, ese poeta chino favorito que me descubrió V (no se pierdan su post de fin de año, ni el Tanguy de Cachodepan), ese autodesterrado libre, traducido por Anne-Hélène Suárez.

La hierba vernal, como intencionada,
se extiende a la sombra del pabellón.
La brisa oriental trae melancolía,
del cabello cano sufro el asalto.
Solitario bebo, invito a mi sombra,
retirado canto al bosque oloroso.
¿Qué sabéis vosotros, pinos vetustos?
¿Para quién lanzáis los suaves rumores?
A la luna danzo sobre las rocas,
mi cítara taño en medio de las flores.
Fuera y más allá de esta única jarra,
no hay preocupación que turbe mi mente.

sábado, 29 de diciembre de 2007

Apropiaciones, correcciones, fin de año

Foto: I.N., Sombras en Luxemburgo, 2007

Cuando G. era muy muy pequeño, una vez escuchamos el relato de un atraco callejero y más tarde, G. me preguntó: "Pero esos ladrones, si no tienen dinero ¿por qué no van a la Caixa?" La idea de que los perversos y avaros Bancos repartieran generosamente a todo el mundo me encantó. El mundo de G. siempre parecía más agradable que éste. A veces, cuando estoy de viaje y sueño con una vida distinta en esos otros lugares, como no puedo mirar el estado de mi cuenta y simplemente saco dinero sin ver las consecuencias, me acuerdo de la idea de G., y me imagino viviendo en una ciudad elegida, sin tener que buscarme un modus vivendi, cogiendo dinero del cajero cuando me hiciera falta, sin opulencia, un poco como aquel zurrón mágico con tres monedas de oro que se reponían inmediatamente al sacarlas. Se lo contaba el otro día al librero de la calle Berlinès, que sigue ocupado con sus metáforas.
Volver a Barcelona es también volver a lo real. En Luxemburgo pude andar hasta el bosque con nieve y viento helado, pude salir de noche y recorrer la calle desierta con temperaturas gélidas, o descender a la humedad verde de río y patos y piedra fría del Gründ y salir indemne. Llego a Barcelona, a un buzón lleno de facturas, visito la casa de mi madre y me pongo inmediatamente enferma... Ayer estuve todo el día tirada como un jergón (como dijo mi amiga Inés), agotada y sin nervio. Mi gata Gilda siguió conmigo, expandiendo sus buenas vibraciones gatunas, que tanto acompañan en la enfermedad, y hoy me he levantado con mucha más energía, aunque no puedo comer como antes. He salido a la calle y he subido en el ascensor con una niña vecina, que llevaba ¡una varita mágica plateada en la mano! "Un día de estos te la voy a pedir prestada", le he dicho, y me ha mirado perpleja, tal vez preguntándose si yo me habría vuelto loca (o acaso porque yo no sabía que ¡las varitas mágicas no se prestan!).
Mientras, un blogger argentino incluyó un post mío sobre la cineasta Heddy Honigmann (yo hablaba de sus películas O Amor Natural y Good Husband, Dear Son) en su blog, y lo puso como si yo se lo hubiera mandado en forma de comentario. Ahora El País lo ha publicado en blogs invitados y aparece mi texto (unas 25 líneas) entrecomillado pero sin firma, mientras que su texto sólo ocupa las primeras 5 o 6 líneas de introducción. Yo me he escandalizado. Le he escrito a él, pero me dice que ha sido cosa de El País y que no puede hacer nada. He escrito a El País, y espero que enmendarán pronto ese error. Ya sé que no es tan grave, pero es injusto, digan lo que digan sus amigos, con lo fácil que es poner un link. Aún más perpleja me deja la lluvia de insultos e interpretaciones psicologistas baratas que eso ha provocado, como algunos comentarios insultantes que llegan hasta aquí, todo en un lenguaje delirante y sin firma; pero sería absurdo darles acceso o intentar razonar con ellos. Yo siempre defenderé lo que me parezca justo, y como siempre me gustó citar las fuentes, me gustan los blogs, ¡espacios idóneos para citar!
Ayer avancé con János Székely, que al principio me parecía una especie de Lazarillo húngaro y luego empezó a atraparme, aunque temía que mi estado semifebril, a ratos de auténtica duermevela, mediatizara la lectura. Leía y dormitaba. Alguien me trajo manzanas reinetas y compota con los periódicos. Más tarde, tuve la compañía de G. y P., y hubo también, además de las turbulentas, otras llamadas amigas. Empezamos a planear con qué películas celebraríamos la noche de san silvestre.
Siguen lloviendo las felicitaciones para 2008. Ojalá ese cambio de año sirviera realmente para traer buenas rachas y épocas propicias. Ojalá encontrase la manera de cumplir propósitos y objetivos. Y ojalá lograse mágicamente sortear esos obstáculos que todos nos ponemos en el camino, aunque fuese con un feliz rodeo. "¿Qué tal el año nuevo?", me preguntó mi antiguo y lujoso dentista hace dos o tres eneros, cuando puede decirse que yo trabajaba para pagarle. "No sé", le dije, "No he notado nada. Tal vez mejore con el Año Nuevo Chino..." Esa idea le encantó ¡y además era en febrero! Pero también está Rosh Hashaná, el año nuevo judío, con ese nombre tan prometedor... Siempre, mientras vivamos, nos quedarán esos otros años nuevos... (con sus músicas encontradas, como bien sabe V., sus caracteres elegidos, traducidos...)

jueves, 27 de diciembre de 2007

Volver... y caer enferma

Foto: I.N., una corneja en una zona industrial, cerca del Bämbesch

No sé si fue el descubrimiento de que podía atravesar de noche la zona desierta y helada que me separaba del centro y llegar a los bares sin sufrir una pulmonía o fue más bien la particular celebración profana e inesperada de mi navidad semicanadiense y políglota en la Vieja Europa, pero algo me llenó de un ánimo energético, y al día siguiente, a mediodía, cuando casi todos los luxemburgueses celebraban la navidad o en cualquier caso habían desaparecido en la niebla, yo decidí irme al bosque. Recordé una frase de N.: "Podrías ir andando, pero tardarías una hora y en cambio, en autobús..." Decidí ir andando. Mi amigo canadiense intentó disuadirme, ya que no podía acompañarme, dijo que con ese tiempo, podía ser dangereux, y aunque se reía, parecía preocupado. Yo había dormido poco, pero me sentía capaz de llegar a cualquier parte con el gran mapa de N.
Mi recorrido era sinuoso y complejo, no quería cruzar la autovía, dejé atrás las casas históricas, la plaza con Churchill rodeado de hielo, los jardines frondosos y solitarios, atravesé barrios distintos, de casas nuevas, con árboles siempre magníficos, no se veía ni se oía a nadie. ¿Estarían los luxemburgueses siguiendo los rituales anunciados por las campanas matinales o se habrían ido todos a alguna otra parte? Recordé la queja de un africano que conocí en el tren de Figueres, que prefería Barcelona a París porque, solo en su habitación, se sentía menos solo con el ruido de los vecinos... Tuve que cruzar una zona industrial donde las calles ya no aparecían señaladas en el mapa con nombre. Allí fotografié a esta corneja: los pájaros y yo éramos los únicos que circulábamos por aquel lugar desierto y silencioso. Y algún avión. Por fin llegué al principio del bosque, pero la calle que me habría redirigido a las Sept Fontaines, cerca de la Faïencerie y de los lavaderos del siglo XVII, allí donde N. me había recomendado pararme a tomar un plato de sopa o un té y así seguir vigorizada hacia el bosque, estaba cortada por obras. Dudé un momento, pero decidí adentrarme en el bosque a ciegas. Nada más dar los primeros pasos empezó a nevar en serio y a soplar un viento de nieve, lo que los anglosajones llaman blizzard. Iba a hacer una foto, pero a mi cámara se le acabó la memoria: tenía que borrar alguna. En ese momento me sonó un mensaje canadiense en el móvil. Decía sólo: Qu'est-ce que tu fais? Me entró la risa. Tenía razón.
Di media vuelta y atravesé de nuevo el barrio industrial de las cornejas, y vi en el mapa que más abajo había un cementerio. Como me encantan los cementerios, aunque no era uno de los históricos de la IIGM, sino uno moderno, entré. La puerta de reja estaba abierta y era inmenso, pero sólo había pájaros, tumbas y yo, que estuve visitándoles, leyendo sus nombres y dejando allí algo de mí misma. Luego volví a casa a por mi lechuga y queso y los tomates cherry mejores que he probado nunca. No tenía mucho tiempo y las mejillas me ardían por el cambio de temperatura. Fue un paseo feliz.
Esa noche, en cierto momento, empezó a llover y la lluvia repiqueteaba furiosamente contra las ventanas de mansarda sobre la cama. Hasta que se fue acallando y volvió el silencio. Por la mañana lo comprendí. La lluvia había continuado, convertida en nieve. Había una capa gruesa y crujiente, y zonas de peligroso hielo.
Habían anulado unos cuantos vuelos por el mal tiempo, y la cola del aeropuerto era inmensa. A mí me gusta volar, pero muchas veces, cuando vuelo sola con mal tiempo, pienso por un momento en la posible despedida del mundo, en lo que dejo pendiente si no vuelvo, y siempre me sorprende poder pensarlo con cierta quietud, tal vez porque sólo dura unos instantes. Pregunté a la azafata si podía ponerme sola ("Ne me mettez pas un gros monsieur à coté", diría la osada N. Yo sólo pregunté si el avión estaba muy lleno y si habría algún asiento delantero solitario. Y lo había. Me puso en segunda fila. Pude mirar los valles de nubes en cuanto atravesamos la turbulencia de abajo. Y el mar y la costa al llegar.
En Barcelona, me pareció que hacía calor, aunque la gente se quejaba del frío. La ciudad se veía sucia y fea, llena de grúas y edificios vulgares, con árboles escasos y escuálidos y sobre todo, enormemente ruidosa. En el buzón sólo había facturas y ofertas de rebajas. "Has trobat la casa impecable, no?", me dijo G. A mí me pareció que reinaba el caos y que todo estaba polvoriento. "Ets pitjor que el meu pare", dijo G (su padre es un hombre ordenado y en su casa cada objeto tiene su sitio decidido y pensado). Tan agudo me pareció el desorden que mientras la gente celebraba el dinar de sant Esteve, yo pasaba el aspirador. Luego empecé a poner lavadoras. Vino G. y le encantó la estatuilla de Ganesh que le había comprado en un anticuario de Luxemburgo. "Si no t'agrada, no et preocupis", le dije. "Me'l quedaré jo". Pero lo puso enseguida en su estantería y aunque siempre he querido tener uno, la idea de que le gusten esos objetos me hace recordar por qué me gustaba tanto viajar con él, a pesar de nuestras peleas de entonces.
Y a "s'hora baixa", tenía una especie de no-cena en una casa amiga, donde curiosamente, todos se habían enterado de mis andanzas y me hicieron reír. Empezaron ofreciéndonos cosas dulces y turrones, más tarde salió el foie, y al final acabamos con sopa de miso. Fue una de esas cenas donde la conversación múltiple se agita y brilla y hace pensar. Sin duda la mejor manera de reconciliarme con lo real y de soportar la nostalgia que vendría. Al llegar leí unas páginas de Tentación de János Székely, que reseñaré para La Vanguardia, con una vistosa portada de Van Dongen (a mí me encantan las portadas de Van Dongen de la edición de La Recherche de Folio. Al verlas recuerdo mi emoción cuando acababa cada tomo y sabía que vendría otro... qué placer y qué descubrimiento único fue para mí Proust... En realidad siempre prefería que nadie hablase de él, me parecía que Proust me pertenecía secretamente!). Por la mañana me he despertado melancólica, pero en el espejo me he detectado los rastros de mi celebración luxemburguesa en la cara, diría que con esa misteriosa sonrisa interna que recomiendan los profesores de yoga.
De madrugada...
Anoche, mientras escribía este post, caí enferma. Mi hermana me había contado que acababa de superar un virus horrible y agudo y me lo "contagió por teléfono"... O tal vez a otra hermana le quedaran miasmas y los capté en la casa de mi madre, o tal vez la estancia allí y la idea de que ya no podremos volver (la casa se vende) me enfermase. O fue la compensación a la supuesta independencia con que puedo alejarme de un rapto deEuropa. Pero fue espantoso, y en medio de la noche, "quan los malalts creixen de llur dolor" yo dudaba si me estaría muriendo de insuficiencia hepática et je me raisonnais recordando las palabras de mi hermana sobre "un dolor en la boca del estómago..."

Un baño de agua caliente no mitigó el dolor de estómago tan extraño y que parecía espasmódico, empecé a vomitar violentamente, era muy amargo, la merienda familiar de té yogi y panettone de mi hermana italiana, la comida de mediodía, el desayuno, y la infancia y los recuerdos polvorientos que poníamos en cajas ante la perplejidad pasiva de mi madre, y luego pura bilis (la bilis de la niñez, del maltrato y la complacencia general, y de mi rabia de entonces), con un dolor en la boca del estómago que no me dejaba respirar y con temblores de fiebre, muy débil y mareada, ninguna postura me aliviaba el dolor, y qué dolor al vomitar también, y helada y sudorosa en el lavabo, temiendo caerme, volvía una y otra vez, y lo eliminaba todo... No podía ni tocarme el estómago hinchado...Recordé que tenía regaliz pura y la tomé... Y ahí empezó el cambio. ¿O fue la homeopatía? Ahora son las 5 y el dolor ha mitigado mucho, me he repuesto pero no puedo dormir, al fin puedo beber agua sin sacudidas virulentas, aunque estoy mareada...
La gata Gilda, ahora tan plácida y agradecida de mi visita matinal, me miraba antes con extrañeza (pocs animals no cloen les palpebres) mis violentos ruidos y quebrantamiento...
Tal vez me enfermó todo junto... estoy débil e insomne y ando como un fantasma por la casa quieta...

lunes, 24 de diciembre de 2007

Scrooge, el espíritu de la Navidad pasada

Ilustración: Arthur Rakham, Alice in W.
Es difícil, casi imposible resistir a Scrooge. Yo huyo todos los años y no sólo de la zafiedad callejera con que se celebra por aquellos lares, sino también de otras cosas. Hace muchos años me fui a la India y allí realmente desaparecía el paisaje navideño, radicalmente y era como entrar en El río, aquella película maravillosa de Renoir. Luego descubrí que me bastaba con cambiar de ciudad. No hace tanto, pasé una nochebuena en Portbou con mi amigo serbio, en una celebración alternativa y algo salvaje, y luego cogimos un tren fantasma que corría vacío mientras todos comían con sus familias. El año pasado estuve en Belgrado, donde la navidad ortodoxa empieza justo cuando se acaba la nuestra, con la nochevieja, y no me quedé tanto, pero allí me visitaban otros espíritus más poderosos que Scrooge, en mi particular entrevista con el vampiro, y luego vino la resaca, que conté en la clausura del Año Freud. Este año acepté la generosa oferta de N. y me refugié en su casa de este lugar de la Vieja Europa, rico e ilustrado, donde en lugar de toscos villancicos, se escuchan conciertos de campanas, música antigua bien tocada, misas de Mozart.
Pero ayer, las llamadas matinales me devolvían a otra realidad más vieja, donde al parecer, al menos antes de cenar, en los prolegómenos de ese encuentro tan mediatizado, todo sigue siendo difícil. "La Navidad es sólo simbólica, pero duele", le dije yo a un comensal visitado por Scrooge, "por eso estoy yo aquí y por eso me voy todos los años. Sólo hay que saber qué le duele a cada uno, qué desea y qué hace y no hace para lograrlo".
Pero notaba en la cabeza el zumbido de ese espíritu de las navidades pasadas, no en vano yo tuve una infancia dickensiana, por lo menos en mi percepción, así que salí a la calle. Pasé un momento por el centre ville, donde todo el mundo se felicitaba, como también en el correo electrónico y las listas, incluso los más ateos y descreídos buscan fórmulas para extender esos anhelos de felicidad, algunos paródicos e inteligentes. Recibí de una psicoanalista amiga un buen cuento de navidad de Calders donde parodiaba la burocratización y reglamentación de la vida cotidiana. Me felicitaron en ese kiosco burlón donde los tres que atienden saludan siempre al unísono con un Bonjour!!! tan exagerado que parece de guasa. "Joyeux Nöel, Madame, voulez-vous un petit bombon?" Me felicitó el anticuario armenio al que le compré un pequeño Ganesh de bronce con verdín para G.
Para olvidar el rincón de Scrooge, me fui a visitar el "otro" Luxemburgo. El barrio de La Gare, donde ya no se veían los visones de princesas rusas (sólo vi dos y se parecían más a esos vulgares y mal cortados que se ven tanto en España) ni los tacones de aguja con anoraks lustrosos, y había muchos más transeúntes africanos y portugueses, y bares y tiendas más baratos, aunque la arquitectura era la misma, vetusta y conservada dignamente (sin disneyficar, insisto) junto con algunos edificios feos, como también en la otra parte (qué fea es la pobre famosa y céntrica Place Hamilius). Estuve considerando vagamente la idea de coger el tren a Bruselas. O a Amberes..., siguiendo las recomendaciones de una amiga anticuaria madrileña. Pero me pudo la pereza, o Scrooge o cierta absurda predestinación final. Leí un buen artículo realista y crítico de Enrique Gil Calvo ("Familias"), donde censuraba la política asocial y la falta de inversión educativa y social del partido que gobierna, y me escandalicé de que un tal Claudi Pérez tratara de convencer a los lectores de que la subida de precios del euro, "según demuestran las estadísticas europeas", "es más una impresión que una realidad". Como el día antes se había revelado que en nuestro país, la subida ha sido del 40% en seis años, sin duda la dirección del periódico decidió matizar para evitar el pánico y convencer a los más incautos.
Volví a casa y en medio de la lluvia de felicitaciones más o menos paródicas inteligentes, apareció en gmail un amigo prestado, canadiense, amigo de amigo, que parecía perdido en Luxemburgo, y en un impulso sin duda debido a Scrooge, acepté su invitación tardía. Pero la niebla empezó a caer mientras corregía mi libro balcánico, otra vez feliz, y la idea de salir empezó a parecerme una locura.
No entiendo dónde o cuándo cambié de idea, no sé cómo fue que volvió Scrooge y me arrojó a la calle vacía: resonaban mis botas en la rue 10 de septembre, por la avenue Monterey, hasta llegar a los bares felizmente desiertos, aunque luego se fueron llenando de refugiados aparentemente contrarios a la fiesta, pero que brindaban igualmente, y yo acabé otra vez cerrando los ojos a la trasposición canadiense en una celebración alternativa, porque nadie puede sustraerse a la visita del fantasma. Y para eso, en Luxemburgo, están las campanas, que hoy no paran. Un email de un poeta amigo, titulado Matem el gall, me dice: "Un altre dia et parlaré dels concerts de campanes..." Ya no sé si iré al bosque, aunque se está abriendo la niebla...

domingo, 23 de diciembre de 2007

Lux...emburg




Foto: I.N. Montée du Gründ, Luxemburgo, 2007



Esta mañana pensaba irme al bosque, al Bambësch.

Como nuestros políticos municipales insisten en afirmar que Barcelona es la ciudad con más árboles de Europa, yo concluyo que no han venido por aquí (ni van a París, ni a Berlín, ni a Belgrado, ni a Zurich...), o que tal vez en cuanto salen de Barcelona, se colocan una tupida venda sobre los ojos. Más de una cuarta parte del territorio de la ciudad de Luxemburgo está cubierto de bosques y espacios verdes, con árboles altísimos y una frondosidad para nosotros desconocida. No es sólo el clima, es también la política ambiental. Los árboles que llenan las calles tienen alcorques gigantescos (y yo me fijo en ese detalle de los alcorques porque me lo dijo el ingeniero agrónomo que más nos asesoró para defender a nuestro pobre azufaifo en un desierto arboricida llamado BCN).

El Bambësch es el macizo boscoso más importante, 680 hectáreas de bosque sin amenazas de construcción, con algunos senderos para atravesar a pie y otros a caballo, rutas cerca de las liebres y los zorros, lugares de búhos y lechuzas, bosque de hayas y abedules. Se puede ir andando, pero se tarda una hora, y en autobús son unas pocas paradas. Es un bosque histórico. Pensaba bajar en la Faïencerie, la antigua fábrica de cerámica famosa que no citaré, y ver unos lavaderos públicos del siglo XVII que hay por allí antes de adentrarme en el bosque.

Pero siempre surge algo inesperado, así que he acabado cambiando de planes y para consolarme, me he metido en el Musée National d'histoire et d'art de Luxembourg, uno de esos museos donde las piezas valiosas e interesantes alternan con otras absurdas o excesivas, en una combinación que recuerda el origen de los museos, los extravagantes gabinetes de curiosidades (en San Petersburgo queda uno de esos gabinetes en estado puro, incluyendo el horror de fetos de dos cabezas conservados en recipientes de cristal, pero lleno de fragmentos de belleza, humor y sorpresas). Desde los orígenes arqueológicos, la ocupación prehistórica, el periodo galo-romano, la era merovingia, la abadía y el monasterio de Echternach, donde ya se inauguró una tradición de iluminadores y copistas, he visto esas salas llenas de asombrosa pintura sobre cristal (Hinterglassmalerei, qué bonita palabra en alemán, "pintura por detrás del cristal"), o habitaciones llenas de mobiliario, paredes forradas de madera con molduras, camas-alcobas cerradas de madera con cortinas, secreteres llenos de compartimentos, chimeneas de faïence, una farmacia entera de madera con sus archivadores de fórmulas magistrales, sus frascos con inscripciones, sus dibujos, joyas, retratos, relicarios, qué asombrosas piezas de miniatura y filigranas de tela y brocados pegados en cuadros minúsculos y estampas, unos maravillosos y otros inquietantes (o incluso escalofriantes, que diría L.), o las piezas funerarias romanas con inscripciones siempre dedicadas a todos los dioses penates (siempre me gustaron lares y penates), o el mosaico coloreado y sutil de esa misma era galo-romana, alguna pieza española (Luxemburgo estuvo bajo todos los poderes, incluyendo la entonces poderosa corona española, que no supo retener nada de su imperio donde no se ponía el sol, a diferencia de ingleses y alemanes y franceses), un mueble muy delicado y abarrocado de madera y hueso, luego los primeros talleres artesanos y primeras fábricas, con fotos de obreras textiles posando muy formales en los años treinta, y todo eso mientras por las ventanas el paisaje helado era igualmente antiguo, de manera que la trasposición que siempre busco -vivir otras vidas, imaginarlas- era fácil de hacer. Me he divertido contemplando los trajes del archiduque Guillermo II (algunos interesantes, otros ridículamente pomposos y militares), he pasado de largo de interminables vitrinas de monedas. También había pintura, ese pintor expresionista sombrío de la ciudad, Joseph Kutter, que murió bruscamente, y algunos otros. Aunque las dos plantas superiores, dedicadas a la pintura y beaux arts, estaban cerradas por reformas. Y aún así, me he perdido por el interior de esas habitaciones y no encontraba la salida, y he tenido que recorrer a uno de los fornidos vigilantes, que leía en silencio y con gesto ceñudo, obviamente molesto por ser interrumpido.

Al salir, por desgracia, la calle estaba tomada por los consumidores navideños, algunos de muy mal gusto, muchos visones y martas cibelinas, y una combinación terrible: anoraks lustrosos (en los escaparates los venden por 700 y 800 eurillos) con botas de tacón de aguja, un revulsivo. Daban ganas de hacerse punk. Seguramente se trataba de esa fauna racista de la que me habló un traductor y editor que vive aquí. Incluso en el bar Urban, donde va gente normal, el público era espantosamente burgués. Sobre todo, daban ganas de salir corriendo a refugiarse para leer a Montaigne, o mejor aún, a Babel. Porque hoy domingo no estaba abierta la magnífica Bibliotheque Nationale.

Dicen que aquí, de cada dos edificios, uno es un Banco, y tal vez sea cierto. Lo asombroso es que a veces, son mansiones decimonónicas bien conservadas, pero sin esas restauraciones salvajes que se hacen en la península ibérica, disneyficadoras, sino elegantemente desaliñadas, con jardines enmarañados de árboles invernales, un tanto asilvestrados, a la manera inglesa, y si uno se molesta en acercarse, en la placa diminuta y borrosa por la nieve, en vez de "Madame Lavallier, avocat", dice "Banque de Luxembourg" (el mismo que tiene esa sede tan indiscreta más allá). Supongo que en parte es por seguridad y discreción, pero no puedo evitar reconocerles el buen gusto, pese a mi disgusto por esa versión actualizada y legalizada de los malignos usureros (si hubiera infierno, estaría lleno de ellos). En mi país, cuando una entidad bancaria o empresarial compra una mansión decimonónica, o la restaura a lo bestia y pela el jardín (Plaza Bonanova o Via Augusta Vallmajor son sólo dos ejemplos entre cientos) talando todo árbol que haga sombra y cubriéndola de agresiva pintura como poco, o bien la tiran para construir algo bien feo. Aquí, no. Son detestable e injustamente ricos, pero viven en un lugar lleno de belleza y donde el patrimonio se conserva. Al lado de Luxemburgo, Barcelona parece Pristina, Kosovo.

Aquí, los árboles y parques lo llenan todo.

Mientras andaba, ya fuera de la vieille ville, me he parado ante un escaparate inmobiliario, por curiosidad. He visto que por 1,5 millones de euros, el mismo precio de los feos pisos triplex del bloque gris sin ventanas que Supportis pretendía construir sobre el cadáver del azufaifo, se podía comprar un caserón de 1920 restaurado con discreción y con todas las garantías de étancheité et isolation necesarias.

He leído que al fin, gracias a la publicación de Minúscula, se empieza a descubrir al escritor Varlam Shalamov. Media paginita donde apenas se esboza su escritura valiosa. En cambio, me parece desproporcionado dedicarle ese espacio a Soljenitsin, que para rematar, defiende a Putin. Yo comprendo que su gulag marcó un descubrimiento, pero literariamente no hay color. Shalamov es lo contrario, él nunca se quejó ni moralizó como Soljenitsin, él hizo literatura, y sus relatos de Kolima convencerán a cualquier ex comunista recalcitrante de lo que fue el terror de Stalin (y hablo por mí), porque lo hace a la manera chejoviana, sin lágrimas, sin juicios de valor, con una sobriedad económica y una intensidad en el despojamiento total, sólo mostrando a sus personajes con una contención que lo hace todo emocionante y le da una intensidad poética que nunca tuvo Soljenitsin y que cualquier buen escritor desea para sí. Él hace que incluso Kolyma aparezca luminoso, con la luz de su inteligencia poética, de su humor. Pero no sobrevivió. Al cabo poco de salir del infierno helado, escribió sus relatos, pero no se rehizo, y no mucho después le internarían en un manicomio. Einaudi (si mal no recuerdo) hizo una selección maravillosa de esos relatos, eligió los mejores y los tradujo magníficamente al italiano. Cuando yo los buscaba en vano en castellano y aún no los había encontrado en inglés, me compré esa maravillosa edición italiana (no quería arriesgarme a una edición francesa; los franceses traducen con tal libertad que los libros originales se transforman en otra cosa, o esa es mi visión, sin duda parcial) y de paso aprendí algo de vocabulario.


También he leído del traslado de Manolo Borja Villel (para quien trabajé en la Fundació Tàpies y luego le vi transformar el MACBA), al Reina Sofía. Seguro que lo hará muy bien, el problema es quién le relevará en el MACBA y qué será del museo.

Por cierto, me dicen que los pájaros que yo tomé por cuervos y que se posan en los tejados de pizarra, son cornejas. Y otro detalle que me gusta de esta ciudad casi tanto como los pájaros son los arándanos, a un precio accesible (supongo que estos bosques están llenos). Quedan buenísimos solos, pero también acompañados de una copa de vino del lugar.

Ah, y qué sugerentes y brillantes los dos capítulos que Sloterdijk dedica a "Derrida y Freud" y "Thomas Mann y Derrida", del libro que cité en mi entrada Frío de este blog. A lo mejor mañana me da tiempo a comentarlos. O el día de Navidad que, si nieva, dedicaré a la lectura.

sábado, 22 de diciembre de 2007

Pizarra nevada, cuervos y humo de chimenea


Willy Ronis, París, 1945
El humo constante de las chimeneas me recuerda a Nueva York, sólo que allí la ciudad no para, ni duerme, siempre hay lugares abiertos y vigilantes y excéntricos en la calle a cualquier hora. Pensarlo me produce nostalgia, me prometí que no volvería hasta que no se fuese Bush, aunque Linda me dice que eso es injusto para ellos y que lo mismo nos pasaba a nosotros cuando Franco, y tiene razón, pero el forcejeo de la frontera sigue siendo más exagerado allí que en ninguna parte.
Tras comprar El País en una plaza navideña que huele horriblemente a salchichas hervidas, he cometido la heroicidad de ir al MUDAM, el Musée d'Art Moderne Grand-Duc Jean. Nadie sabía decirme dónde estaba y los conductores de autobús no parecían conocerlo, aunque todos concluían que cogiera el 18. Yo quería saber si podía ir andando. Mi cicerone del primer día me dijo: Sobre todo, si llueve, no vayas a pie. Tendrías que cruzar aquel puente y con lluvia, nieve o viento, te sentirías... no acabó la frase. Hoy ya no nevaba y había salido el sol, pero el frío me mordía la cara, las rodillas y los dedos que salían de los mitones. He esperado casi media hora al 18, he subido, pero el conductor era un hombretón profundamente antipático, que tal vez desaprobaba la idea del museo (realmente, ese museo habrá costado una fortuna y no va nadie; claro que aquí, con ese PIB, se lo pueden permitir). Le he preguntado Quel arrêt? Me ha respondido, perezoso, que había tantas... Hemos salido del centre ville, hemos dejado atrás todo lo conocido y al cabo de un rato, temerosa de llegar hasta el aeropuerto, me he acercado y le he vuelto a preguntar: Ici, me ha dicho bruscamente, abriendo las puertas como para deshacerse de mí. O yo era vidente o me estaba tomando el pelo. Le he repreguntado si estaba seguro, ha asentido. He bajado a la nada, un desierto de edificios inmensos y descomunales, empresas vacías en sábado, autopista y ni un alma. Me habría echado a llorar. El frío arreciaba. He buscado signos de vida, señales, nada. He echado a andar en dirección contraria hasta que al fina han aparecido dos siluetas humanas, dos jóvenes abrigados, también con mitones y mapas. Hablaban sólo alemán. Tenían un mapa con nombres que no coincidían con los míos. Tras un estudio detenido, muy germánico, han concluido que debía cruzar la autovía y buscar otra más allá.
Tenían razón. Al fin he encontrado, en la siguiente autovía, un edificio habitado, sin placa, con controles de seguridad y rayos X, donde me han dicho que enfrente, cruzando la carretera, estaba la Philarmonique, y detrás, là où il y a les drapeaux, estaba el museo. Andar, andar hasta llegar al peral.
Lo he encontrado. Había tres exposiciones, para mí, nada memorables, una colectiva portuguesa, otra de un artista de Houston, otra de un francés, que no mencionaré. Nada del fondo, por desgracia. Me lo he recorrido. Era un edificio impresionante, pero pequeño. Me he quedado en el restaurante semidesierto a comer unas verduritas y el vino de Burdeos, 5 eurillos la copa, me ha consolado. El camarero era pecoso y tatuado y me guiñaba el ojo enigmáticamente.
J. me ha llamado dos veces, con dos preguntas sobre regalos para G. Sé que V. también andaba comprando regalos, que serán inspiradísimos. Creo que en Barcelona todo el mundo está abrumado comprando regalos. Yo me preguntaba por el aburrimiento de los vigilantes del museo, todos muy fornidos. Con esas obras. Espero que de vez en cuando, expongan lo que dicen tener en el fondo del museo. Si no, acabarán haciéndose el sepukku en los alrededores del edificio, un bosque de árboles enmarañados y olor a humedad fría.
La vuelta ha sido muy fácil, un autobús rápido (con un conductor amable y burlón, más civilizado) en esa autopista solitaria, me ha devuelto al Boulevard Royal. He llegado a tiempo a Alinea, a mirar la pequeña sección filosófica (arriba, como en la casa parisina de Derrida, que tenía una buhardilla con escalera de caracol y mansardas donde guardaba lo más elevado, Heidegger, Hegel... Pero Lévinas matizaría, le encantaba y dolía Heidegger porque sabía... y él era superviviente de un campo de concentración, no podía perdonarle) de comprarme el III volumen de los Essais de Montaigne, que aquí son sensiblemente más baratos que en Barcelona. Tuve que preguntarle a mi vecino, porque yo sólo he leído el II y él me dijo que uno de los tres era mucho más aburrido; espero que tenga razón, porque el I parecía más interesante. Espero que le seigneur de Montaigne me ilumine también con alguno de sus pensamientos. Por cierto, dice Isaac Babel (o Babely, como dicen los serbios y tal vez por tanto los rusos) al empezar estos Récits traducidos al francés: "Vivre à Tiflis au printemps, avoir vingt ans et ne pas être aimé, c'est un grand malheur." Ese principio me recuerda curiosamente a Roberto Arlt, cuyo Juguete rabioso me salvó un diciembre de la desolación en Belgrado, con el tono de aquel joven ladrón soñador que siempre echo de menos.
Se está poniendo el sol. Hoy es la noche más corta del año. He leído un estupendo artículo de Manuel Delgado en El País sobre la Navidad, donde estaban mis consideraciones de ayer en el blog de Cachodepan, pero más elaboradas, aunque acababa salvando la fiesta, tal como me imaginaba, porque seguro que él lo pasa bien. Dice Amélie Nothomb, que nunca me gustó demasiado, pero me parece inteligente y esta vez me atrapó por el título: Les catilinaires: "On ne sait rien de soi. On croit s'habituer à être soi, c'est le contraire..." Y finalmente, para que me excusen, dice Montaigne: "Personne n'est exempt de dire des fadaises. Le malheur est de les dire curieusement (avec soin, aclara la nota)."
Intento en vano fotografiar a los pájaros que se me acercan o me llaman, pero mi cámara no tiene teleobjetivo y ellos se me escapan, burlones, tras su visita. Los cuervos se ríen de mí y vuelan a lo loco, descansan en los tejados de pizarra nevados y humeantes y de pronto me sobrevuelan alegremente.
Le he dicho a N. que agradezco su hospitalidad sobre todo porque estar aquí, en su casa, me permite imaginar otra vida, que es lo que a mí más me gusta. A veces tengo que limitarme a imaginar esas otras vidas mirando por las ventanas desde las calles de ciudades otras.
Ah, en cuanto a la foto, es un recuerdo de la exposición que vi hace un año o dos en Madrid, del gran Willy Ronis y su París popular y revolucionario.
Y ahora vuelvo a mi libro balcánico y pienso tirarme al sofá de N. a leer, ya que cuento con su permiso.

viernes, 21 de diciembre de 2007

Vieja Europa


Foto: I.N. Universidad de Luxemburgo, 2007

Era impresionante atravesar el Montblanc volando, las montañas durísimas refulgiendo de nieve con sus clapas muy negras, montañas arquitectónicas y capricornianas, con un avión tan peligrosamente pequeño, y sus turbulencias. Alguien me llamó antes de despegar y me dijo que me quería, y yo, que conozco su ligereza declarativa, generosa y casi desparramadora, le di tímidamente las gracias (la mujer sentada al otro lado del estrecho pasillo no me perdía de vista; ¡ella no era europea! sino de la España profunda), y me quedé pensando que tal vez él quería despedirse por si el avión caía. Y mientras miraba de cerca aquellas montañas, pensé que no importaba morir en esa belleza y de una forma tan rápida (aunque también recordé a Tchang y al yeti y a Tintín buscándole), pero enseguida pensé: "No, aún no puedo dejar solo a G.", y luego enseguida me di cuenta de que quería escribir un poco más, aunque mi amigo serbio habría convenido conmigo en que si muriese, este blog se haría famoso y los editores que lo ignoran se pelearían por publicarlo en papel.

Al iniciar el descenso, Luxemburgo se veía precioso desde el aire, solo bosques bien peinados y rodeados de prados, ciudades ordenadas y las casas antiguas y las torres de las iglesias bordeando ríos y lagos y bosque, un tren... Era como un scalextric antiguo y vivo. Llegar al aeropuerto diminuto (están construyendo otro más grande al lado) bien diseñado, gris e impecable, salir del avión y recoger la maleta en cuestión de minutos, sans souci.
En el aeropuerto estaba por sorpresa el hermano de N., que me haría de cicerone, con su luminosa mujer traductora y el niño de las pestañas largas; los dos últimos se iban ya hacia Iberia. Ella me dijo que siempre quería escribirme porque mi libro Crucigrama le gustó mucho y prometió hacerlo en 2008 para explicarme lo que vio. Camino de la city, pasamos en coche junto a las instituciones europeas, enormes edificios contemporáneos, aparcamos civilizadamente en un parking del centro y fuimos a la biblioteca de una universidad a devolver unos libros: un edificio de enmarañado y elegante descuido, con un magnífico árbol invernal en la entrada. Cruzamos la Place Guillaume II, la Place des Armes, Hamilius, él a paso ligero y yo corriendo tras él con mi bolso que pesaba toneladas, con los árboles altísimos, edificios vetustos y regios de gran ducado junto a otros modernos. Él hablaba despotricando de aquí y de allí, muy bernhardiano, con su amabilidad huraña y radical, demasiado savateriano para mí, al estilo de mi amiga madrileña, y explicándome lo que veíamos. Con su humor serieux, me contó que había vivido en la Place des Armes y que le molestaba el bullicio de terrazas y fanfarrias, y cuando empezaron a gustarle las marchas militares, pensó: Tengo que marcharme. (Aunque como iría L., ¿a quién no le gustaría la Marcha turca de Mozart, por ejemplo?). En cierto momento, señaló alrededor y dijo: "Todo esto, aunque no se anuncie ostentosamente, son bancos, y estamos andando por encima de cámaras acorazadas inmensas, de las más grandes fortunas y tesoros del mundo..." Parecía material para una película de atracos. Y es que aquí tienen el PIB más alto del mundo...
Luego, mi improvisado cicerone me dejó en la casa de N., cálida y llena de libros, discos, mapas, papeles y fotos en las estanterías, su padre editor, su madre literaria... Salí a buscar mi futuro desayuno al colmado de los portugueses y nadie andaba por la calle, sólo algunos coches, pero las ventanas mostraban pantallas de lámparas bien diseñadas, luces cálidas anaranjadas, cortinas sugerentes, atmósferas decontractés de gente culta, nada que ver con la zafia fealdad española, pero eso sí, todo recogido y lejano y un frío que helaba los huesos...¡Por eso hay que andar deprisa!
Entonces me llamó Cachodepan, que estaba leyendo a Tsvietáieva y se había acordado de mí, y mientras me lo decía vi en la estantería, el primer libro, Tsvetaeva, L'eternelle insurgée... Su espiritu nos visita, dijo Cacho. Y llamé un momento a G., que cuida de la gata en mi ausencia...

Hoy he atravesado el río para ver el Gründ, ese barrio tan húmedo y frondoso donde según me dicen vive gente con menos recursos, ya que la humedad es insoportable, pero las casas son regias y está lleno de pájaros y árboles gigantes (yo sigo recordando la falacia de nuestros políticos de que Barcelona tiene más árboles, ¡si son ramitas raquíticas! Aquí los árboles no sólo son gigantes, sino que están protegidos, los parques son bosques hippiosos, desmelenados, y los troncos tienen una altura de vértigo), allí estaba amazon.eu, luego he cogido el ascensor que te devuelve a la parte de arriba, con o sin bicicleta, he visto la oficina del Ombudsman (al que escribí protestando por los controles policiales nazis en los aeropuertos, y me ha hecho ilusión verlo, pese a su decepcionante respuesta, tal vez porque en el fondo, sigo siendo de Figueres, y me hace gracia ver incluso las oficinas inmensas de la agencia Reuters, aunque no les crea inocentes), y al salir de ver fotografías de ciudades de Gabriele Basilico y Giacomo Costa, he escuchado en la Place Claire Fontaine ¡un concierto de campanas! Estaba acordándome de mi padre, que decía que en España habían fundido las campanas en la guerra y nunca las habían repuesto como antes y que en Alemania sonaban mucho mejor, y estaba pensando que aquí tañen claras y enérgicas, y sentía como siempre no poder decírselo cuando ha empezado esa composición de música antigua, y la gente se paraba y sonreía o fumaba allí delante... Luego he pescado Le Monde y me he ido a un café chocolatier a ver mis librillos encontrados en Alinea, y al salir, en la iglesia de enfrente una orquesta tocaba una misa mozartiana. En la rue des Capucins, un coro cantaba más música religiosa. Si esto es la Navidad, he pensado yo, no me molesta...

Y vuelvo a casa de N., y pienso que para mí las leyes de la hospitalidad son sagradas y he contraído una deuda de gratitud con ella, espero tener ocasión de devolverla sin cortarme el meñique como los Yakuza o como la buena hermanilla de los Siete Cuervos de Grimm, y vuelvo a mi libro balcánico. Ayer estuve corrigiéndolo y podándolo, y lo que en Barcelona era bloqueo y postergación, aquí se convirtió en felicidad. ¿Habré tenido que venir aquí para terminarlo?

martes, 18 de diciembre de 2007

Frío

Frederic Edwin Church, Floating Iceberg, 1859
Hace un frío horrible en toda Europa y me temo que allí donde voy será el crujir y rechinar de dientes, al menos para una pobre mediterránea en baja forma. He mirado las previsiones meteorológicas de esa ciudad del norte y todas coinciden, temperaturas bajo cero, cielos grises, lluvia y nieve, tal vez tormenta de nieve. No puedo recordar mi entusiasmo de irme para allá, dos meses antes, cuando compré el billete, aunque sí sé que pensaba en mi síndrome de abstinencia europeo, envilecida por la burramia española, las calles llenas de polvo, grúas y ruido de obras, contaminación y sirenas (temas de los que hablo en mi otro blog hoy, bajo un cuadro misteriosamente contemporáneo de Caspar David Friedrich). Espero que, como me dice L., se me pasen todos estos pensamientos negros al bajar del avión, y entrar en una ciudad civilizada, con bonitos museos, cafés y librerías...
Naturalmente, vuelvo a concentrarme en mi maleta. Los libros que me llevaría son casi todos pesados, con tapas duras, así que he pescado entre ellos Derrida, un egipcio, de Peter Sloterdijk, que encontré ayer en el Librero de la calle Berlinès, cuando iba a buscar ese increíble y gigantesco Barthes, La préparation du roman, que tanto me atrae. Compré ese Sloterdijk por pura identificación, porque leí hace tiempo esa frase que aparece al dorso: "Jamás olvidaré el momento en que mi editor alemán me preguntó, a mi paso por la feria de Frankfurt, en octubre de 2004: '¿Sabes que Derrida ha muerto?'. No lo sabía. Tuve la impresión de ver caer un telón frente a mí. El ruido del pabellón donde se realiza la feria quedó de improviso relegado a otro mundo. Yo estaba solo con el nombre del difunto, solo con un llamado a la fidelidad, solo con la sensación de que el mundo se había vuelto súbitamente más pesado y más injusto, solo con el sentimiento de gratitud por lo que ese hombre había demostrado...". Esa sensación podía parecerse a la mía, en mi caso dividida hasta una milésima parte, pues yo me sentí desamparada con la muerte de Derrida. Y es cierto que el mundo parece más injusto sin él. Tengo la sensación de que mueren los que han sido mis maestros, de cerca y de lejos, todos aquellos que había admirado, esos cuyas opiniones me confortaban porque consideraba afines. Van desapareciendo y mi orfandad intelectual es una sensación dura, como de quien anda bajo un sol agresivo y por el asfalto sin sombras de árboles amigos ni soportales donde refugiarse. Por otra parte, Sloterdijk hace en ese librito (de nombre freudiano, pues alude al artículo de Freud "Moisés y la religión monoteísta") interesantes parejas de pensadores y escritores: Derrida y Freud, Derrida y Mann, y Regis Debray, y Hegel, y Boris Groys...
Otro libro manejable, de bolsillo, que puedo llevarme son las Cartas de la guerra de António Lobo Antunes, y el tercero es La amistad de Maurice Blanchot, que ya cité aquí. No puedo llevarme (no sin sentirme culpable por el peso) Escritoras al frente de Aránzazu Usandizaga, ni mucho menos Sobre la guerra de Rafael Sánchez Ferlosio, ni el Autorretrato de Man Ray. Si me contengo con la maleta, podré regalarme algún librito que encuentre en aquellas librerías.
Y hablando de Sánchez Ferlosios, debo decir que me bajé la película documental de Trueba sobre Chicho SF y empecé a verla y me quedé vivamente impresionada. Cuando la vea entera, a mi vuelta, la comentaré. Sí quería decir aquí que el otro día fui a ver la última de Ang Lee. Creo que el núcleo de la historia me interesó: la protagonista, que se mete en una misión revolucionaria y peligrosa como quien sube a un escenario, intentando ser la mejor actriz, espoleada por la mirada de un camarada que nunca osa abordarla y que claramente no está a su altura; ella sigue jugando hasta el fin, y arrastrada por el deber, se enzarza en la relación física con un jefe de policía perverso, un torturador, y sigue intentando ser la mejor espía, la mejor amante, y se conmueve un momento, tal vez sólo para desempeñar el papel de víctima y morir con los demás presos tiroteada en una cantera, sin aprovechar su pastilla de cianuro. Ese núcleo de la historia me gustó, pero yo hubiera hecho un corto y la película duraba muchísimo más. Me parecía estar en los años setenta, viendo Portero de noche o Il mistero de Oberwald. Tal vez lo que valiera la pena era el cuento que la inspiró.
En cuanto a mis pensamientos negros, se deben al estado en que me ha dejado el accidente de G., una especie de temblor interno, como las ramas de los árboles cuando los pájaros echan bruscamente a volar. Lo cual se añade a otras cosas más innombrables. Y a la propia fecha, que nunca es buena para mí. Echaré de menos no sólo a los amables bloggers que dejan por aquí sus comentarios, sino también a todos esos lectores silenciosos, lectores misteriosos, que sólo el contador registra (y que sólo advierto cuando me molesto en anotar el número), y siempre me sorprende que sean tantos, y la gratitud, que es una de mis fuentes más sólidas de felicidad, me invade con esas cifras.
En cuanto a G., ha cambiado por completo. Vio al traumatólogo, que le arrancó el apósito y le quitó las muletas y recomendó aire y esfuerzo. Anda sin ayuda, ya no se ve obligado a hacer cabriolas para dar un paso evitando el dolor, y precisamente la mueca de dolor ha desaparecido de su cara. La herida va mejorando y le ha cambiado la expresión. P. ya no lleva vendas en las manos. Son los pájaros que remontan el vuelo (y yo el árbol estremecido). Nada como su edad para recobrarse (y pese a todo, me da la sensación de que, cuando se van sus amigos, se abandona un poco, renquea y vuelven a oírse esos gemidos que le consuelan).
En otro orden de cosas, me confirman que en febrero saldrá el libro de la escritora croata (amiga) Slavenka Drakulic, No matarían ni una mosca, que he traducido al castellano y prologado, y sobre todo, que se publica gracias a mi argumentación a favor, aunque fuese indirecta (o precisamente por eso). Ese libro está también en el mío, y para mí, es una buena forma de comprender la guerra de los Balcanes. Se trata de los artículos que ella escribió sobre algunos juicios a criminales de guerra en La Haya. Su análisis es brillante y su elección de personajes muy inteligente. Aunque naturalmente, es un libro terrible y hay que estar en forma para resistirlo, por supuesto, como ocurre con Primo Levi, Victor Klemperer, Imre Kertesz...
Para consolarme, además de ese cuadro maravilloso que he puesto más arriba, cada noche leo al menos un poema de Li Bai (traducido por Anne-Hélène Suárez, naturalmente) y tendré que meterlo en la maleta porque lo necesito. "Las hierbas enjutas invaden el patio yermo, / los musgos oscuros cubren el pozo ruinoso. / Sólo se recrea un airecillo refrescante / que de vez en cuando se alza en la fuente y las rocas.

sábado, 15 de diciembre de 2007

Humor y convalescencia

Meretriz de Babilonia. Ilustración del códice del Beato de Girona, s. X. (Comentarios del Beato de Liébana al Apocalipsis de S. Juan, s.VIII. Iluminado por la monja Eude con Emeterio, s. X.

"Todo lo que se cae no puedo recogerlo", dice G., que se siente ahora culpable de no poder cumplir ninguna tarea doméstica, incluso las que incumpliría aunque no llevara muletas. Ayer le dejé la cena en la cocina, sin pensar que no podría llevar la bandeja, y se le rompió una de mis tazas favoritas para el té, una taza bajita de porcelana fina, esas que no encuentro en ninguna parte, porque todas son altas y más cerradas, incluso las hermosas de Mariage Frères. Todo lo que él no hace me toca hacerlo a mí, aunque G. se excusa y me da las gracias todo el tiempo. A ratos viene P., pero ella tiene las manos enfermas y vendadas, así que se complementan poco.

Esta mañana me despertó el teléfono. G. me llamaba desde su móvil, desde la habitación contigua (no puede acceder a su cama alta estos días), para decirme que la gata Gilda le miraba, maullaba y pedía su comida. Yo estaba profundamente dormida y en mi sueño tenía que hervir un mueble grande, diría que una cama ¿hervirlo cómo?, pensaba yo, si no cabe en una olla, ni en una bañera... pero ya veía lo bonita que quedaba la madera al hervirse, caía un feo barniz y se convertía en una superficie maravillosa...

El sonido de las muletas de G. por el pasillo me recuerda a Moby Dick, pienso, y de la risa paso al escalofrío. Dice G. que esta casa no está habilitada para discapacitados. "Píllate un tacataca de esos de viejo", le dice al teléfono su primo madrileño, que tuvo una convalescencia importante. "Da vergüenza, pero es lo mejor."

"Haz visualizaciones", me dice E., "imagínalo sobre cuatro soportes, bañado en luz azul, sonriente, imagínalo andando como antes y repite el mantra de la curación: Om taré tu taré turé sohá." Todos mis amigos, muchos conocidos, mi ex familia política llaman y escriben para preguntar por él. Su padre llama constantemente. Ese bullicio solícito y reparador hace más estridente el silencio de mi propia familia, que bailaría sobre mi tumba (y ahora pienso en Stevenson, claro, cómo me gusta esa escena tan alegre de los 15 hombres bailando sobre el ataúd de un muerto y esa rima... Una vez la revisitaron en Popeye. Y cuando mi amigo serbio se rompió una pierna, me mandó un mensaje contándome que un amigo se lo había llevado de fiesta y yo le contesté alguna broma sobre él bailando con la pierna rota y nos reímos un tiempo con eso). También me gustaba el viejo título de Boris Vian. Otra vez, cuando mi amigo serbio estaba deprimido y bromeaba sobre su suicidio, empezamos a hablar de nuestros propios funerales; yo había decidido dejar un testamento prohibiendo la asistencia a mi familia, pero me entró la risa cuando pensé que no haría falta porque seguro que se les olvidaría ir, y cuando alguien les preguntara: ¿Cómo no fuiste?, dirían: "¿Qué me dices? "Se me olvidó por completo!"

Anoche volví a casa con a brisky walk, como diría mi amiga americana, desde la colina del Putxet, tras una cena junto al parque, con un gato atigrado precioso. Su dueña editora me dijo que, si alguien lo llama gordo, ella se ofende. A mí me pasa lo mismo con Gilda, que no tiene la esbeltez de su gato, tal vez porque ella no puede huir al parque, con esa excelente combinación de libertad y riesgos. Una noche, la editora dueña del gato elegante olvidó dejar abierta la ventana por la que entra y el gato se coló dentro de un coche a dormir y desapareció durante tres días. Desesperada, ella colgó carteles por los alrededores, y junto a los suyos encontró carteles del hombre que lo había encontrado. Le preguntamos si el hombre era guapo, porque parecía una historia de comedia americana; pero no.

No lo he contado aquí. Cuando esperaba que su padre trajese al pobre G. dolorido a mi casa, el jueves al oscurecer, e iba renunciando a mi clase de yoga, a las lámparas mágicas de la colina y a todo lo demás, me llegó un sms de JC. Me decía que había comprado una edición inglesa de la Anatomía de la melancolía, ¿te la compro?. Qué detalle, le dije, pero ya me compré la que prologa Alberto Manguel. Entonces llegó G., pálido de dolor y agobio, contando fragmentos del accidente y el hospital. Y otro sms. "Estoy en Laie", decía JC. "Tengo dinero y es casi navidad. ¡Dime qué libro quieres que te compre!" Ese mensaje me llenó de felicidad. Yo estaba sumida en la sombra del peligro pasado y el dolor de G., intentando cuidarle, y de pronto me pareció que alguien me cuidaba a mí desde lejos. Le di varias opciones y una era L'amitié de Blanchot, amigo de Lévinas (y de Bataille; de hecho escribió ese libro a raíz de la muerte-pérdida de Bataille), que a su vez fue amigo de Derrida, y lo encontró, traducido pero bien editado, y me lo compró. ¿Como habría adivinado yo que contendría esos capítulos escritos para mí? "Traducir... Guerra y literatura... Soñar, escribir..." Además, el título era tan adecuado... No quiero acabarlo para podérmelo llevar a Luxemburgo.

Al volver de la cena de ayer, pretendía empezarlo, pero no resistí abrir el celofán del Autorretrato de Man Ray que la editora anfitriona me había regalado y me quedé prendida leyendo sus historias del principio, con Duchamp y Berenice Abbot y etcétera (y pensando inevitablemente en las lecturas y conferencias de Lydia Oliva), sin dinero, pintando y empezando a probar con la foto, en el Nueva York de esa época efervescente... hasta que vi que eran más de las 3.

Por cierto, no se pierdan el post maravilloso de V. sobre el silencio y tantas otras cosas, tan sugerente como sólo ella puede ser, ni tampoco el microcuento que Només Ploraria ha puesto en su sitio.

jueves, 13 de diciembre de 2007

G



A los ocho años o así, G. tuvo una época en que dormía muy mal. Se despertaba sonámbulo, con unas pesadillas terribles, parecía aterrado en su lenguaje rápido y onírico, nunca descodificado, y costaba calmarle, había que hablarle con firmeza, abrazarle. Por la mañana no recordaba nada, pero le costaba mucho irse a dormir, nos decía "Bona nit" incansablemente y preguntaba otras tantas veces: "Dormiré bé?" Y sólo quería que yo le contestara como un mantra: "Sí, dormiràs bé..."

Así que le propusimos ir al psicoanalista. Recuerdo que, cuando se lo dijimos, íbamos andando por la calle Muntaner. Preguntó si alguien conocido había ido, pero alguien "de la meva època". Le dimos el ejemplo de un niño que conocía. Preguntó si era obligatorio. Le dijimos que no. "Bueno", dijo, "entonces, iré".

Su psicoanalista parecía hecho a su medida: nada invasivo, hablaba en un tono suave, discreto e inteligente. G estuvo yendo durante un curso. Unos minutos antes de salir, se ponía a buscar frenéticamente dos muñecos recién escogidos entre los cientos de personajes diminutos de plástico que llenaban sus cajones. "Llegaremos tarde", le decía yo... "¿No puedes coger otros?" Pero él insistía: "No, han de ser aquests!" Él, que hablaba sin tasa, no decía nada de aquellas sesiones, pero salía saltando por las escaleras como si volara. Sólo un día me dijo: "És interessant perquè l'Alberto (el psicoanalista) posa en relació el que somio i el que jugo amb el que em passa per dins." Me impresionó que dijera "poner en relación" e "interesante", porque era muy pequeño. Tenía muy claro lo que era aquel análisis.

Al principio yo no podía evitar sentirme mal, culpable, como si fuera un fracaso mío, o como si alguien fuese a juzgarme y condenarme. Y aquel silencio de G., que podía entender en los análisis adultos, me parecía un muro. Tuve la suerte de corregir en aquella época un buen libro de psicoanálisis infantil (que alguien había traducido y destrozado literalmente y yo tuve que arreglar, incluso buscar las citas de Freud, porque la osada traductora, que no sabía nada de psicoanálisis, ¡¡las había traducido del francés!! y pude hablar con la autora) que me ayudó a desculpabilizarme y entender. En el libro se decía que el espacio de la consulta era como la habitación del niño, donde se desanudaban sus sueños y sus deseos y su parte no razonable, y esa idea era justo lo que yo necesitaba.

Al cabo de poco tiempo, G. dijo: "Si queréis, sigo yendo a dibujar y jugar allí, pero yo el problema ya lo he resuelto." El psicoanalista nos explicó que G. era demasiado razonable durante el día, se portaba demasiado bien, y temía las noches, porque se enfrentaba a sus demonios. Pronto empezó a ser un poco más "malo" y revoltoso, en el colegio, etc. Al principio, dijo el psicoanalista, todos sus muñecos estaban enfermos, vendados o encerrados dentro de una cerca. Al final todos estaban curados y libres, fuera de la valla... Así que acabó su análisis, aunque siempre conservó ese espacio y en momentos claves de su evolución, ha vuelto a ver a A.

De ese espacio le quedaron muchas cosas. Su capacidad para mirar dentro de sí, sin grandes alharacas. Su conciencia de tener múltiples yos en su interior. Su facilidad para ver y admitir espontáneamente sus errores. Su reflexividad. Un espacio donde poder ir a consultar o a verbalizar sus momentos de confusión. Y el afecto por esa experiencia, que le ha permitido incluso ayudar a otros.

Pienso en todas estas cosas ahora que G está recuperándose de una caída en moto, magullado y dolorido, aunque por suerte parece que sin nada roto ni seriamente lesionado y con su partner también salvada. Las pienso además, porque hace poco, G. me confesó que se estaba haciendo una pregunta sobre su futuro, un cambio de rumbo. G. tiene un tiempo para pensar, para que su pregunta pregunte su propia interrogación.

Y eso me lleva a Chicho Sánchez Ferlosio, hermano de Rafael, diría que tan preclaro, pensante y especial como él, aunque con otro registro. Este Chicho grabó, hace muchos años, A contratiempo para sus amigos, alguno de los cuales era amigo de mi ex., de manera que teníamos una cassette en la era de las viejas tecnologías y siempre la escuchábamos. Y un día, cuando ya no usaba cassettes, quise ponerla y se me borró una de mis canciones preferidas, la que canté para los presos en el recital poético-múltiple de la cárcel de 4 Camins, basada en un poema del Romancero Anónimo. Y yo buscaba el disco de vez en cuando en Internet, siempre en vano. Hasta que un día, en la cola de un cine Renoir, oí a un hombre que cantaba una de sus canciones y no pude resistir. "Perdona", le dije, "pero eso que estás cantando ¿es Chicho Sánchez Ferlosio?" Él y su partner eran adeptos y eso me salvó. Hablamos un momento y me prometieron mandarme por email una dirección donde bajarme el disco. Al poco recibí un email "Soy el que tararea canciones de Chicho SF en las colas de los cines..." Incluso acabó firmando mi reivindicación para salvar al azufaifo. Y hace unos días me avisó de que se puede encontrar en emule la película que Fernando Trueba hizo sobre él, dice que no es hagiográfica y que vale la pena. Le he encargado a G. que me la baje...

(a la mañana siguiente...)
"Lo peor de ser actor..." decía un titular de La Nación esta mañana, y yo he pensado enseguida: Lo peor de tener hijos... es esa sombra que cae cuando algo les pasa, y que no se acaba nunca. Ese sufrimiento desproporcionado, ese terror a que les pase algo. Yo siempre he sobrevivido bien a cualquier ruptura amorosa, a cualquier abandono, pero éste es un terreno mucho más difícil, ya lo dijo Marguerite Duras.
G. no me dijo nada (ni a su padre), estuvo tres o cuatro horas en urgencias sin llamar, no me avisó por la tarde, ni después, cuando yo salía del seminario de Lévinas pensando abstractamente en el Otro y en realidad me esperaban aquí los dos, accidentados y aún en el temblor post-clínico, los dos flacuchos y doloridos, la guapa chica dibujante que se miraba las manos heridas, con un cansado desvalimiento.
Mientras G. me contaba el desarrollo del accidente y ese despertar tras la caída, el protocolo de los enfermeros de la ambulancia para comprobar que las vértebras estuviesen bien, imitaba sus tonos de conversación, como él suele hacer al contar, escenificaba el panorama de urgencias incluyéndose a ellos dos accidentados, yo me sentía morir un poco. No fui a yoga, no fui a ver las lámparas mágicas a la colina, no fui a nada. Le compré aperitivos y meriendas, le observé de soslayo mientras la cena se enfriaba, me quedé aquí escuchando esos gemidos que a él le consuelan y a mí a veces me inquietan y otras me hacen burlarme, mientras intenta arrastrarse por el pasillo sin poner el pie en el suelo, en un enredo donde es difícil distinguir entre el dolor físico profundo, el superficial, su miedo aprensivo y su propia capacidad de reírse de sí mismo.