jueves, 29 de noviembre de 2007

Lévinas


Foto: Boris Vasilevic Utkin, Padre e hijo, Leningrado, años 60 (enviada por mi amiga Laura Z.)

Empantanada en los lodos de mis tareas pendientes de escritura y exposición, por esos sospechosos bloqueos y rodeos que me acobardan y me impiden abordar directamente las cosas, obligándome a dar vueltas en torno a ellas en lugar de coger el toro por los cuernos, como dicen, y aunque no podía ir con los deberes hechos, fui al seminario de Lévinas. La lectura me resulta difícil, pero cada vez que concluía: no tengo cabeza para la abstracción, ni tiempo para intentarlo, me llegaba una frase suya, o bien consolando a aquellos lectores abrumados porque ésta es la parte difícil y luego vendrá otra cosa (un poco como aquella promesa de Hegel en la Fenomenología del espíritu de que aquellos que lleguen al final, comprenderán..., ahí Hegel cautivó a mi amigo Joan, que con su mente capacitada para la abstracción y la especulación, lo leyó como si fuera una novela policiaca!), o bien topaba con una de esas frases poéticas y luminosas, que recuerdan en medio de su mística, que su ética se construyó a partir del campo de concentración (como pude comprender gracias a Xavier Antich y su libro iluminador de Lévinas), y que la dualidad judía fecundidad y memoria engendra los adoquines de su camino empedrado, como esos suelos portugueses que en Berlín restauran y mantienen y aquí cubrieron de alquitrán y asfalto.

Así que fui, y Joan, que me había escrito hacía días (De fet, vaig pensar que si venies tu la cosa tindria nivell i vaig empollar com un brètol i m’ho vaig passar bé llegint Levinas, encara que respiri un tufillo reaccionari d’allò més, revestit del seu Otro que es déu i no EL OTRO, recordes? I recordant-ho he tingut una fiblada de por...) con sus deberes hechos en pocas horas (se levantó temprano y leyó en pocas horas, porque él tiene esa mente más apta para la vida especulativa que terrena, y cuando Lévinas se sitúa frente a Husserl o Heidegger o Cratilo, sabe de lo que le están hablando y no se detiene perplejo como yo), no estaba, había caído con gripe. Desde el vestíbulo le mandé un mensaje que decía "Traïdor" y él me contestó con otro que empezaba con "Si sabessis..." y aludía a sí mismo como ese "Otro" levinasiano. Naturalmente, yo estaba en clara desventaja respecto a los demás participantes, que al menos habían leído con método, y mis subrayados quedaron olvidados en la versión francesa porque había que guiarse por el paginado de la (más fea y cara) edición castellana. Yo seguía fijándome en los problemas de traducción (¿por qué l'Autre y Autrui se convertían siempre en "el Otro"? Si Lévinas decía "L'absolument Autre c'est Autrui, la traducción era "Lo absolutamente Otro es el Otro"), viendo las resonancias lacanianas y psicoanálíticas por todas partes, en el goce, el otro, la falta, el deseo insaciable, ese moi et le Même, en esa interioridad por la que el ser se resiste a la totalización, al concepto, a ser engullido por el Otro, ese psiquismo, ese alma como "dimensión de lo psíquico", ese "ser en relación a" (esa unidad de percepción kantiana). Pero Emília, que se niega a dar clases magistrales y nos ofrece "leer con vosotros", supo ir aclarando y añadiendo y desmenuzando el texto, apoyándose a veces en las percepciones o lecturas de otros y otras en su propia sagèsse para aclarar mis jeroglíficos (tode ti; memoria passionis...).
Me gusta esa pasión contradictoria y compleja de Lévinas al situarse frente a Heidegger: "Para mí, Heidegger es el filósofo más grande del siglo, quizá uno de los más grandes del milenio; pero esto me aflige enormemente, porque jamás puedo olvidar lo que él era en 1933, incluso aunque no lo fuera más que durante un breve período. Lo que admiro en su obra es Sein und Zeit. Es una cumbre de la fenomenología. Los análisis son geniales. En cuánto al último Heidegger, le conozco mucho peor. Lo que me asusta un poco es también el despliegue de un discurso en que lo humano se convierte en una articulación de una inteligibilidad anónima o neutra a la que se subordina la revelación de dios. En el Gevierte los dioses están en plural." Él también lo deconstruye como hizo Derrida.

Y la poética de Lévinas. Dijo Carlota que decía Rogelio que él leía la filosofía como si fuera poesía. Y en efecto, hay veces en que la fuerza poética de su escritura (prestada "La verdadera vida está ausente" o propia "El deseo metafísico no aspira al retorno, puesto que es deseo de un país donde no nacimos") palpitante de ética judía sagrada ("resurrección en el hijo en el que se engloba la ruptura de la muerte" o "según el tiempo del sobreviviente") desborda la percepción racional. O su ingenio. "Cronos cree tragarse un dios y sólo traga una piedra". Allí, todos, ilustrados de la vieja izquierda, nos debatíamos y forcejeábamos con los conceptos religiosos que Lévinas eticiza (Emília dixit); me pareció que tal vez la que menos se atragantaba era Carlota, que cansada de la izquierda, reconectaba en cierto modo con la antigua religión aprendida, ya sin prejuicios.

No es mi caso, pues estoy llena de prejuicios (o sólo son lógicos resultados de mi historia, de mis experiencias, ¿pero en el fondo, no se crea siempre el pensamiento a partir de la propia experiencia? ¿Cómo si no podría alguien conocer o comprender, si incluso al leer, ponemos la lupa del óptico de Combray allí donde hemos estado ya?). Yo sigo por (mi) Derrida y su a-dieu, y porque Lévinas no es católico sino judío y eso está más cerca de mis obsesiones, más cerca del psicoanálisis, más cerca de la ética que me construí yo también en mi campo de concentración simbólico de la infancia, más cerca de la obsesión de la memoria, del decir, para restaurar, para analizar, para comprender, y más lejos de ese olvido y negación tan católicos, o tan españoles.

Luego recibí un mensaje de V que echaba unas florecillas en mi camino, usando las palabras sin que yo le hubiera dicho, presabiendo como siempre, devolviendo o traduciendo como sólo los psicoanalistas saben hacer. Y decía: "Me alegro que Lévinas resonara y espero que vuelvas, yo creo que tienes un talento para escuchar y leer a los otros y luego hacer esa especie de tejido de palabras que es tu escritura y tu manera de estar en mundos diferentes, como el del psicoanálisis. Seguro que además Lévinas te permitirá darle otro discurso y otra lectura menos casposilla al psicoanálisis de esta ejpaña sin memoria ni gloria..."

Subí en autobús con Carlota, y hablamos del azufaifo y surgió de pronto, ya al separarnos, como una revelación, que la última fase podría generar un conflicto levinasiano que nos arrastrara a todos, por vía de una propuesta salomónica, sacrificando injustamente al Otro por la Totalidad.

Con las palabras de V y sus deseos para mis deberes pendientes (que disfrutes de tu trabajo de "poda" cual jardinero zen, bebiendo tu té, tu sake, y haciendo tu caligrafía), me siento algo restaurada de la inquietud que me ha despertado esta mañana.

domingo, 25 de noviembre de 2007

De la escena originaria y el deseo de escritura

Foto: Guillermo Aguirre, Nou llit de la Gilda, 2007

Espero que me perdonarán que tome dos expresiones robadas para utilizarlas a mi aire, desvirtuándolas, como hacen siempre los periodistas (a los que no hay que hacer mucho caso, según dice un artículo de Las Nubes).
A mí me gusta recordar la falsa escena originaria , acto primero de este espacio. La tarde en que mi ya londinense amiga Esther se empeñó en que yo hiciera un blog y yo me estuve resistiendo y forcejeando con el servidor y repitiendo: "¡No puedo!" y "Es imposible", dos frases habituales de mi padre (Cuando murió, alguien me pasó una carpeta de prensa con todas sus entrevistas y no pude evitar reírme al ver que en varias de ellas salía al menos la más impersonal de las dos. "'Es imposible', dijo Núñez..." Aún me pregunto si esa imposibilidad reiterada que siempre le escuché a mi padre estará asociada a mi atracción por las historias imposibles, en muchos ámbitos, y por los resquicios de sorpresa positiva y generosa que implican. Cuando algo es imposible de entrada, y empieza con un no, hay una corriente libre que domina y todo lo que se genere será un regalo inesperado...). Pese a mi rechazo, acabé consiguiéndolo técnicamente, pero todo el tiempo, durante los primeros meses amenazaba a la pobre Esther con abandonar, y aunque ella no ganaba ni perdía nada, simplemente le entristecía que no lo intentase porque estaba convencida de que yo debía tener un blog, y me hablaba todo el tiempo del blog de un escritor inglés gay y transgresor, que contestaba los comentarios, y cuando yo le decía que nadie leería el mío, me recomendaba que tuviese paciencia... (una virtud que yo nunca he tenido). Y de vez en cuando ella mariposea por aquí y me dice: ¿te acuerdas?
Hice el blog para apoyar a mi pobre libro, que nunca tuvo distribución de verdad y quedó limitado a unas cuantas librerías de esta ciudad, y aunque mis amigos madrileños, isleños y de algunos otros lugares del país lograron hacérselo llegar, la presencia era muy limitada. Así que al principio, éste era un blog de opiniones y artículos de prensa ajenos, y sólo la selección de las imágenes era mía. También lo hice para recomponerme en google, ya que la nueva Vanguardia digital había borrado todos nuestros artículos de la red y de pronto era como si nunca hubiera escrito nada, como si no existiese.
Y luego, poco a poco, guiada sin saberlo por el sueño escrito en El cec de l'Odissea, el bloqueig i un somni d'editors, fui descubriendo este extraño género libre, donde puedo hacer lo que quiero, con la sensación de un titiritero o de saltar de pequeña en una cama elástica, una especie de casa virtual y al mismo tiempo una revisitación de las postales que tanto me gustaba mandar y recibir hace años, en la época del correo terrestre.
En realidad, yo tardé mucho en saber algo de mis lectores. Pensaba que los únicos visitantes eran aquellos que dejaban comentarios, es decir, un puñado de bloggers otros que de esa forma me invitaban a ir a sus blogs/casas. Pero empezaba a encontrarme gente, conocida y desconocida, que decía leer mi blog. Una vez me presentaron a una poeta que me preguntó qué tal tenía el diente. Yo no entendía nada, pero ella había leído que en mi viaje de vuelta de Pristina se me había roto uno en el avión. Luego me llegaban emails: "Bel, he leído que tienes gripe. ¿Quieres que te traiga algo?" Hasta que un día puse el contador y me di cuenta de que entraba una media de 200 a 250 diarios y sentí una ráfaga de felicidad. Tal vez, de esos 250 de entonces (hace tiempo que no compruebo), algunos sólo mirasen las fotos o leyesen las negritas, como si fueran artículos de gossip. Tal vez algunos entrasen por error. Tal vez yo misma entrase en el cómputo. Pero aún eliminando todos esos, a mí me parecía mucha gente leyéndome y la idea me producía un efecto balsámico y excitante al mismo tiempo. Un poco como la radio, donde uno habla en la invisibilidad, imaginando, sin saber quién le escucha (no como la televisión, tan extrañamente obvia). Aún ahora, cada vez que descubro que cuento con otro lector inteligente, vuelve la ráfaga. Y en alguna ocasión, hasta me ha parecido que algunos personajes que me leían se guardaban mucho de decírmelo.
Lo cierto es que yo había propuesto una columna en La Vanguardia sobre la ciudad, que nunca fue aceptada. Incluso me había dibujado a mí misma sentada en lo alto de una columna dórica, o mejor corintia. Quería escribir escenas de mis trayectos, hablar de los vendedores que no querían vender, de la antigua cárcel, de los cementerios, de los transeúntes ruidosos, de tantas conversaciones oídas y escenas observadas en la calle, que siempre generan pensamiento especulativo. Quería hablar de lo que me apeteciera. Y este blog ha sido una manera. Naturalmente, tiene algunos inconvenientes que, como en el catecismo, se encierran en dos: no ser remunerado (¡eso me hace sentir culpable porque pierdo el tiempo!) y recibir visitas indeseadas.
Además, yo sólo escribo este blog para burlarme de mi bloqueo, de mi terror a la escritura, que no sabe convivir con mi deseo desaforado de escribir. Los relatos y las historias se apretujan en mi cabeza y pugnan por salir, pero cuando intento abordarlos, algunos desaparecen, se evaporan o rebelan insidiosamente, o bien me plantean nuevos problemas y una marea interna me lleva a abandonarlos con cualquier pretexto. Por eso, esta casa virtual donde escribir y ser leída me consuela mientras tanto. Y a veces pienso que, cuando pase la marabunta de estos días, en que no tengo tiempo ni de respirar, haré una selección de estas entradas y empezaré a proponérselas a algunos editores. Y si me lo publican, tal vez considere que ha llegado la hora de cerrarlo.
En cuanto a la foto, G le compró a Gilda por Internet una nueva cama muy confortable para su vida en el interior (en la terraza tiene dos más resistentes) y la gata, tras un misterioso proceso de inspección y gestos rituales, la ha adoptado felizmente. Cambia de postura con fruición. Duerme aún más profundamente, y cumple la que según una amiga inglesa es la función primordial de los gatos: dormir e irradiar vibraciones armoniosas y de relax a su entorno.

viernes, 23 de noviembre de 2007

Crónica atrasada

Foto: Lars Rudolph con el ojo de la ballena en Armonías de Werckmeister, de Béla Tarr
La noche del miércoles, a pesar de que teníamos la cita con "el hombre que decide" a las 9 de la mañana siguiente, me dejé llevar por mi lado temerario y fui a una sesión privada de cine húngaro, a una casa que siempre me gusta visitar. Uno de los amigos de mi amiga anfitriona, director de documentales, trajo la película de Béla Tarr Armonías de Werckmeister, basada en el cuento "La melancolía de la resistencia” de Laszlo Krasznahorkai, y eso fue lo que vimos. Dos horas y media de lenta belleza extraña, a veces coreográfica, otras operística, teatral en los diálogos -especie de recitaciones sintéticas y desconcertantes--, cinematográficamente sorprendente, y narrativamente poderosa.
La historia tenía un tono kafkiano (El Castillo), a veces herméticamente becketiano. En cualquier caso, es una melancólica y energética meditación sobre la soledad frente al poder, la violencia interna y colectiva, la locura, la amistad, el terror, la manipulación... encerrada en una metafórica ciudad. Un protagonista que, como dijo otro de los amigos de mi amiga, recordaba algo al Príncipe Mishkin de Dostoievski, empezaba demostrando a un montón de borrachos cómo la Tierra gira alrededor del Sol mientras la Luna gira en torno a la Tierra, haciéndoles girar suavemente a tres de ellos (la escena me trasladó a mis tiempos de maestra, muchos años ha, en una clase de niños, organizando la misma danza didáctica, dando una linterna a una niña que era el Sol y una tela que se iluminaba a la Luna). Era un joven de mandíbula contundente que me resultaba inquietantemente familiar, con la mirada cada vez más alucinada. Una ciudad de viejos, una ciudad helada y triste, a la que llega un circo, con una gran ballena disecada y simbólica, y un falso príncipe al que no llega a verse. Y esa llegada lo perturba todo, y también llega una mujer, aliada al jefe de policía, cuya ambición y manejos acabarán en un lugar central. El protagonista, Janos Valuska, sólo intenta ayudar y servir de mensajero a unos y otros. Hay una asombrosa y verdadera escena de hambriento sexo, y una escena de violencia ciega y casi muda contra los enfermos de un hospital (¿o es un manicomio?) blanquísimo, que desemboca en un momento de silenciosa conmoción, una visión desnuda y frágil y vieja que devuelve la razón o la empatía a los violentos.
Me pareció ver un fugaz homenaje al Hitchkock de Con la muerte en los talones, y diría que en ese momento, en que la mirada de Valuska se extravía, él gira sobre sí mirando al helicóptero que amenaza y ocupa el cielo como un insecto insidioso (me recordó inevitablemente la tortura sonora a la que nos someten en esta ciudad tantas mañanas, ya sea la policía como el paseo de los turistas), vuelve al punto planetario del inicio, para desembocar de nuevo en una blancura de hospital, pasando por la muerte de un personaje cercano, expresada en ese cuerpo triste y rígido del suelo y en la mujer que no sabe y en la noticia que no puede ser dicha y que al convertirse en secreto, le pierde en la blanca y abandonada locura. La película sigue las elucubraciones filosófico musicales de Werckmeister y se escribe (o se inscribe) ante nuestros ojos como una partitura sugerente y melancólica.
Aunque era larga, me desveló a medida que se iba cerrando la historia y después nos quedamos hablando un poco, hasta que reuní fuerzas y me fui para mi barrio. Me dormí a eso de las tres, y como yo necesito dos horas y media de abluciones y tranquilo desayuno y más abluciones y ritos domésticos, sumadas a la media hora para llegar al lugar, me quedaron tres horas de sueño.
Leo que Béla Tarr ha decepcionado a la crítica del último festival de Cannes, con una película basada en un libro de Simenon (!). Y que tiene otra película de siete horas de duración... Y que Armonías de Werckmeister se estrenó en un festival de Sevilla... Y he decidido comprarme un libro de László Krasznahorkai, a quien nunca he leído, y he escogido ya Al norte de la montaña, al sur del lago, al oeste del camino, espero que esté bien traducido. Mientras, sigo dando vueltas para no escribir lo que tengo que escribir. Aplazándolo peligrosamente. Qué extraños mecanismos nos gobiernan a veces...

De la memoria


Ilustración: Robert Motherwell, Elegy to the Spanish Republique n. 110, Easter Day, 1971

El sábado pasado, 17 de noviembre, estuve en la JORNADA "TRAUMA I TRANSMISSIÓ", donde Anna Miñarro y Teresa Morandi, psicoanalistas impulsoras de este necesario proyecto leyeron el informe REPRESSIÓ, SILENCI, MEMÓRIA I SALUT MENTAL. Fue un acto transgresor en un país donde el olvido, la negación y el tabú se han instaurado y han sido asumidos por la mayor parte de ciudadanos, y por los medios de comunicación, como algo "normal", a pesar de que se trate de un silencio tan estrepitoso, que calle los hechos más importantes ocurridos en este país en el siglo XX, los hechos que cambiaron el país para siempre.

¿Qué era nuevo? La perspectiva psicoanalítica, un terreno donde la memoria es necesaria, indispensable y donde se trata del saber inconsciente ("el saber no sabido", en palabras de María Zambrano que Teresa Morandi citó como definición del inconsciente), que incluye recuerdos negados y trauma. Cómo la muerte y el sufrimiento de los perdedores en la guerra y la posguerra, el silencio de los vencidos, etc. han afectado a tres (o cuatro) generaciones. Cómo esos traumas pueden asociarse incluso a conflictos considerados aparte (drogodependencias, violencia, trastornos alimenticios, etc.).
La exposición de Morandi y Miñarro fue brillante, inteligente, emocionante y sobre todo interesante por su perspectiva, capaz de abrir un camino restaurador. "Ahí es donde yo quiero estar", pensaba yo, en esos parámetros, y sentí una especie de alivio de oír al fin decir todo aquello, explicado, elaborado, de forma que encajaba con tantas cosas observadas, intuidas, sospechadas, vividas en este país. Distinguieron entre "el olvido indispensable para vivir" y el olvido impuesto e imposible de lo vivido, en un silencio obligado por el terror. Hablaron de una contradicción o una dialéctica del conflicto, en el trauma, entre el deseo de olvidar y el deseo de testimoniar, de dar sentido a lo vivido... Hablaron del síntoma como queja interminable, en un cuerpo siempre enfermo, o la negatividad como expresión de un malestar psíquico, de las heridas en el narcisismo (la estima), del desamparo, del miedo interiorizado, de la negación y dificultades para el duelo, de la desconfianza e incapacidad de compartir, de gestos cercanos a la pulsión de muerte, del dolor del trauma que afecta a las generaciones posteriores. Hablaron también de las palabras que siguen siendo tabú en los medios de comunicación, inexplicablemente, como por ejemplo, decir que el régimen de Franco, es decir la dictadura, era puro fascismo. Propusieron formas de articular un proyecto restaurador de esa memoria en la Salud Pública, trabajando de forma interdisciplinaria con Bienestar Social, Justicia, Cultura, Trabajo, Educación... ofrecer formación, crear grupos de reflexión, hacer talleres de intercambios de experiencias entre distintas generaciones... Este grupo de psicoanalistas, impulsado por Morandi y Miñarro, ha articulado su trabajo contando con proyectos similares en otros lugares del mundo. Han entrevistado a múltiples testigos, para observar la afectación en relaciones y en distintos estadios de la vida, en madres-hijas, en adolescentes, han leído y visto material documental, y han ido poniendo en común su trabajo de investigación y elaborando conclusiones.

Como siempre ocurre en esos actos de la memoria histórica, los aplausos eran especiales, cargados de emoción sin palabras. Casi nadie que acude a esos actos, casi nadie que trabaja en esos temas está libre de algún dolor, de algún duelo, de alguna pérdida relacionada o conectada. Y eso se nota. En las intervenciones del público también: un hombre que sufrió la guerra y el exilio para luego encontrar la tortura en Chile. Una historiadora que hizo su tesis en el estudio de los presos de la primera posguerra en las cárceles de Lleida, que contó que había encontrado una respuesta muy negativa, de bastante violencia en los políticos democráticos que gobernaban allí en los ochenta, en las personalidades que ocupaban cargos públicos... investigó y descubrió que todos eran delatores o familiares de delatores, gente que se había aprovechado de la guerra fraticida e intestina que desgarró Lleida.

Escuchar sus reflexiones y sus propuestas me hizo sentir por primera vez que podría haber una restauración para este país. Yo, que pienso que en la negación, el silencio y el no reconocimiento o la desmemoria de la guerra civil y la posguerra está también (además de otras conflictividades) la raíz del no-pensamiento, de la evasión cultural, de esa zafiedad que caracteriza a este país, por un momento me llené de esperanza de que las cosas pudieran cambiar para mejor. Y me alegró mucho incluso mi diminuta contribución a su proyecto (ellas tuvieron la generosidad de incluirme entre los colaboradores). Espero poder seguir ayudando de alguna manera. En cualquier caso, cuando cuelguen su texto en la web, pondré aquí un link ¡¡¡¡porque vale la pena!!!!

* * * * * * *
El martes, invitada por Helena Vilalta, fui a ver la exposición En transició del CCCB, comisariada por los historiadores Ricard Vinyes y Manel Risques y el escritor Antoni Marí, y vertebrada alrededor de la idea de que la transición a la democracia en este país se debió al impulso de los ciudadanos, en muchos ámbitos: las luchas obreras y sindicales y las luchas estudiantiles de una forma directa, y con una presión más indirecta, la agitación cultural en el teatro, el arte, los happenings y las nuevas formas de relación y de sexualidad, la redefinición de la locura y las transformaciones sociales. Tal vez lo más difícil, para los afortunados espectadores que no vivieron el franquismo, sea transmitir la atmósfera opresiva y ridículamente conservadora, la asfixia de la vida cotidiana sin libertad, el horror de la sociedad patriarcal sobre las mujeres, los jóvenes, los homosexuales y la restricción en el uso de la calle y los espacios públicos, que la gente tuvo que ir ocupando a la fuerza. Las fichas policiales y los cargos de detención dan una idea (además de los cargos de manifestación, disidencia, militancia, etc., hay gente multada por asistir a un baile ilegal, o procesada por adulterio), o la siniestra silla donde fotografiaban a los presos en comisaría, tan parecida al garrote vil. También hay un discurso de un Consejo de Ministros (lástima que en lugar de material grabado, sean actores los que leen). Se incluyen algunas piezas interesantes (una instalación de Brossa con el garrote, un fragmento de El desencanto de Chávarri, las de Francesc Abad sobre la tortura o la película sobre el montaje de Marat Sade de Marsillach, encontrada y recuperada de forma insólita. Un telegrama del padre de Puig Antich pidiendo clemencia, el retorno del Gernika y las cartas de Picasso, etc. Los que sí vivimos en aquellos años oscuros echaremos de menos muchas cosas, pero tal vez sea inevitable y la propia exposición se propone como una de las múltiples lecturas posibles. En cualquier caso, es una exposición necesaria, que deberían visitar sobre todo los estudiantes.

martes, 20 de noviembre de 2007

Yo nací en Figueres

Foto: J.A. Millán, el barranco de la torre Castanyer
... pero mi familia era castellana. Vivíamos en la Plaça de la Palmera (que el franquismo rebautizó con un nombre marcial), frente a la familia Dalí, pero mi tía Rottenmeyer no nos dejaba jugar fuera. "Con los niños de la calle, no..." Para mí, los niños de la calle estaban envueltos en una aureola de admirada felicidad. Jugaban con la tierra y el viento... Yo imaginaba que vivían siempre en la calle, especie de banda rebelde que se habría hecho fuerte como los perros abandonados, o como los Niños Perdidos de Barrie. Tal vez tuvieran una cueva de ladrones donde refugiarse, con tesoros escondidos, como Alí Babá...
De la lengua recuerdo poco (me fui a los 4 o 5 años), pero si aquellos niños hablaban en catalán, esa lengua tenía para mí el mismo simbolismo libre, y un componente de juego, a la inversa de lo que ocurrió después con los niños catalanes que jugaban en castellano, imitando a indios y vaqueros de las películas. En el colegio de Figueres, a veces jugábamos a uno de esos juegos de aburrimiento y repetición que tanto divierten a los niños, como aquel Je m'ennui de Camus (castigado a dormir la siesta, daba vueltas a la mesa del comedor repitiendo Je m'ennui, Je m'ennui, je m'ennui, y cada vez corría más y se aburría menos), nos pasábamos un brazo por los hombros y recorríamos el patio o la galería canturreando "Qui vol jugar a la pitu pitu pa?" Y se iban juntando niños, pero el pitu pitu pa era un juego que no existía o que consistía sólo en aquella pregunta colectiva que nos reforzaba y nos hacía reír. Como el cuento de María Salamiento.
Veíamos la televisión francesa y yo me sentí traicionada cuando, al llegar a Barcelona, en lugar de L'Homme invisible y los muñequitos del tiempo, en vez de mis dibujos preferidos y aquellas voces susurrantes y sutiles del país gabacho, me enfrenté bruscamente al tosco cutrerío español de la TVE.
En Barcelona, empecé en un colegio de monjas del que ya he hablado aquí. Era el crujir y rechinar de dientes, con retrato de Franco y unos comedores muy parecidos al manicomio de una película de Ken Russell. La belleza del edificio, lleno de secretos, y del jardín inmenso parecía transmitirme un mensaje distinto, que se repetía en mi niñez. Era como si mis dioses paganos me enviasen aquel espectáculo para consolarme de un mundo mezquino y hostil. Mientras yo intentaba en vano decidir qué era peor: la brutalidad de mi tía o la perversidad de las monjas, me llegaban aquellos mensajes de exuberancia y felicidad física que me llenaban de perplejidad y sueños.
Allí, todo el mundo se esforzaba por hablar un simulacro de castellano, bastante distinto del de mi casa. En mis primeras notas de párvula, escribieron "Habla muy bien nuestro idioma", lo cual era falso, porque aquellas extrañas mujeres camufladas bajo sus exóticas tocas (lo único interesante de aquellos hábitos era un cordón que quedaba oculto en su cintura, de donde colgaban tijeritas y otras pequeñas herramientas. Siempre les envidié aquella cinturilla tan útil), eran catalanas, aun renegadas.
Después de ser expulsada de aquel colegio y del siguiente, fui a parar, años después, al Thau de entonces, que era un colegio pequeño y familiar en la calle Anglí, donde cada uno pagaba según sus ingresos. Joan Triadú era mi profesor de catalán (además de director) y la tomó conmigo: me hacía leer en voz alta redacciones y textos, así que aprendí catalán en un trimestre y como no hacía faltas, él me ponía como ejemplo de integración... (hasta que decidió echarme también, por "revolucionar la clase"). Como el catalán estaba prohibido, había un código en el Thau. Cuando por los micrófonos decían, en castellano: "Hoy hay cine", todos teníamos que correr a cambiarnos de clase, separarnos chicos y chicas y arrancar y borrar todo lo que no estuviera en castellano en las paredes...
A mi hijo le hablé en catalán; una vez fui con él a París y los invitados de una fiesta me miraban horrorizados y escuchaban mis explicaciones sobre el asunto como si yo estuviera completamente loca. La idea era que su padre, madrileño de origen vasco, le hablase en castellano, y yo en catalán, pero desde el principio, G. se negó, y acabó forzando a su padre a balbucear en catalán. "Per què els rètols de les botigues NO estan en català?", preguntaba G. escandalizado, en cuanto aprendió a leer. Cuando íbamos a Madrid a ver a su familia paterna, si yo le hablaba en castellano para que los demás nos entendieran y no lo tomaran a mal, me espetaba: "No em parlis en castellà!". Los taxistas de la ciudad, que suelen ser de extrema derecha, nos querían linchar. Pero G era implacable en su espíritu de Terra Lliure. Cuando era muy pequeño, se quedó unos días con sus abuelos y ellos nos llamaban preguntando: "¿Qué quiere decir No vull dormir?"
Hoy he vuelto, con un equipo masculino de BTV, al colegio de monjas situado junto a la Torre Castanyer. Hemos filmado unos minutos sobre la nevada de 1962 en Barcelona, aunque el productor del programa me ha pedido que no hablara mal del colegio porque las monjas habían dado el permiso. "No puedo hablar bien de este sitio", he objetado yo, "excepto por la belleza". Así que he hecho lo que he podido. Al acabar, la directora (ahora vestida de calle) ha querido verme. Era la madre Palmira, o eso ha dicho ella. En mis tiempos estaba en la puerta y no era de las perversas, si no recuerdo mal. No me han dejado entrar mucho, sólo a la galería. ¡Cuántos recuerdos y fragmentos de sueños! Las escalinatas de mármol que bajábamos sentadas, las galerías, los dibujos de los mosaicos del suelo... Tantas veces he vuelto allí en sueños. Me pregunto si podría convencerlas para que me dejaran recorrerlo un día, antes de que caiga también bajo la piqueta de las mafias inmobiliarias que gobiernan este país. Sé que el jardín apenas existe. Las monjas también han hecho su negocio inmobiliario, y además les abrieron una calle en mitad del terreno. Yo le he recordado a la ex madre Palmira, ahora camuflada de seglar, que me expulsaron. Ella ha desdramatizado: "Claro, érais niñas alegres, movidas, que no os disciplinábais..."
Al salir me he parado un momento junto al frondoso y húmedo barranco melancólico del que hablaba Millán al reverso. Es tan hermoso y huele tan bien que duele mirarlo y pensar en su inmediato futuro. Me recuerda a aquella película de Wajda, El bosque de abedules. Ayer firmé contra los estragos que el ayuntamiento pretende hacer en el Tibidabo: acabar con el pulmón verde de Barcelona. ¿Qué les importa a ellos si el agua del Llobregat es cancerígena incluso absorbida en la ducha? ¿Qué les importa el cambio climático, la contaminación, todo lo demás? Una comentarista me dice que no me queje tanto, que Barcelona "és tan bonica". Yo no lo entiendo. No entiendo que alguien que tenga un mínimo afecto por esta ciudad no se preocupe por lo que le están haciendo... Yo ando inventariando los árboles, cuidándolos con la mirada, temblando por ellos y por nosotros...

lunes, 19 de noviembre de 2007

Hoy no estoy inspirada




Foto: Dante Bertini, Rambla Catalunya, 2007
A veces, andando por la ciudad, me sorprende que aún queden rincones con cierta belleza. O intervenciones contemporáneas que me guste mirar, como estas placas homenaje que se hicieron en las aceras, según me dicen, en la era Maragall y que recuerdan ingenuamente a los Stolpersteine berlineses. Sólo que aquí están dedicados al comercio y no a las huellas de la historia, que nuestros políticos procuran enterrar, con esa voluntad de convertir la ciudad en una pura tienda, sin rastros de bombas, de anarquía, de rebelión y revolución, de huelgas y derrota.
También sorprende que aún queden en el país lugares sin contaminación lumínica, donde algún fotógrafo experto registra cielos estrellados en noches frías. Dice Virginia Woolf que el cielo seguiría montando sus espectáculos dramáticos aunque todos viviéramos boca abajo y que muchas veces son sólo los enfermos quienes disfrutan de esos efectos desde su cama. Quién sabe, tal vez destruir del todo la ciudad y el mundo no sea tan fácil como parece. Tal vez ocurra como en aquella escena de Hitchkock donde dos protagonistas intentaban matar a un nazi y les resultaba casi imposible, a diferencia de aquella facilidad con que mataban en los westerns. O aquella extraña costumbre de abandonar las pistolas descargadas que desconcertaba a Jim Jarmusch. ¿O era Lou Reed?
A mí me gusta mirar las casas e imaginarme otra vida posible en su interior, y espiar en la semipenumbra de algunas ventanas baudelairianas para captar atmósferas y narrativas distintas de la mía. Hay edificios atrapados entre otras construcciones, que apenas ven cielo desde sus ventanas. Vivir atrapado por los vecinos, una palabra que en castellano se parece demasiado a mezquinos. Por cada vecino amable, silencioso e interesante que encontramos, surgen tres, mucho más activos y encontradizos, que se ocupan de espiarnos, de generar ruidos injustificables, de ser siempre encontradizos.
De ellos me llegan sonidos inquietantes, descomposiciones y alteraciones de voces televisivas o radiofónicas que, al anochecer, sustituyen a las grúas y excavadoras diurnas. Hoy, tras acabar y entregar mi reseña de Vollmann (comentar un libro de casi mil páginas en un espacio tan pequeño ha sido heroico), me he concentrado en transcribir a los balcánicos que me quedan. Me cuesta desplegar el montaje, enchufar la cámara a la televisión, buscar el canal, rebobinar la cinta... Pero de pronto... sus caras aparecen ahí y me vuelve instantáneamente la atmósfera de aquel momento, y escucho mis preguntas, y me veo buscando una vía para entrar en el mundo de mi interlocutor, a veces rodeándolos, envolviéndolos en citas y frases de otros para incitarles, abordarles, saltar el foso, subir sus muros, escucharles. Y pesco miradas y gestos que se me escaparon y también otros que vi y olvidé, y me invade esa extraña felicidad y otra vez me pregunto por qué me cuesta tanto sumergirme.
En la cola de una de esas películas ha aparecido mágicamente una escena en mi casa, alguien a quien no recordaba haber filmado, y menos en esa cinta. Es como si un fragmento de mi vida secreta se hubiera colado en mi proyecto balcánico, tal vez por uno de esos interesantes lapsus.
Después de cenar frugalmente, acompaño a mi amiga restauradora, que pasea a su perra (una elegante boxer llamada Lola), y vemos algún vestigio de árbol maravilloso, el jardín frondoso y el barranco de la Torre Castanyer, donde dicen que Machado se refugió camino de la frontera. Yo me encomiendo a dioses paganos para que no lo destruyan ni cubran de cemento. Mi amiga me cuenta que la Administración ha multado a su restaurante porque en la carta tenían los precios con el IVA aparte. Antes les habían multado por hacerlo al contrario. Cambian de normativa, pero no les mandan ninguna circular y así pueden multarles a todos y arañar más ingresos para sus arcas. Yo pienso inevitablemente en aquella pieza de Maeve Brennan, contando que en el internado de su niñez, las monjas siempre andaban buscando el pecado. Y era fácil, dice, todas pecábamos, pero ellas buscaban con toda su alma, perseguían al diablo y nos examinaban, intentando decidir a través de cuál de nuestros rostros había decidido manifestarse...
Me han escrito de una televisión por segunda vez para preguntarme teléfonos de albaneses de Kosovo. Por lo visto, en El País les dijeron que hablaran conmigo. Les he buscado y enviado los de mis amigos y entrevistados, escritores, editores, galeristas, pero ellos han olvidado avisarme de cuándo salía el programa. Los de otra televisión me llamaron para hablar de la nevada de 1962 en Barcelona. Alguien había leído mi post en este blog y le pareció sugerente. Como diría Perdita, es todo tan extraño...

viernes, 16 de noviembre de 2007

Llamada telefónica en una noche fría


Ilustración: Theo Van Rysselberghe, Portrait of Marguerite Van Mons (que me envía Laura Zumin)

Gracias a una consulta legal, he tenido una larga conversación telefónica nocturna con un amigo al que no he visto hace mucho, lector refinado y empedernido. Me dice que últimamente ha estado mal del menisco y que eso le ha sumido en un humor difícil. Dice que no lee, pero en cuanto empieza a hablar van saliendo como sartas de cuentas sus múltiples y siempre interesantes lecturas. También dice que me envidia, porque lee mi blog y me imagina siempre leyendo en un sofá y escribiendo sin tasa... mientras él trabaja. En cambio, yo tengo la sensación de que él lee mucho más y que su trabajo le permite llegar a su casa, frente a esa playa ahora solitaria del Maresme, cerca de un hotel antiguo y bonito que ya no existe, con unas palmeras que cimbrean para él, y sumergirse en lecturas y músicas. Pero las impresiones sobre la propia lectura y sus resultados son siempre subjetivos, y para demostrarlo, él me lee una frase de Robert Burton, del prólogo de su monumental Anatomía de la melancolía, donde Burton dice: "He leído mucho, pero con poco éxito". Por lo que me cuenta mi amigo, lo del poco éxito no es cierto, ya que Burton cita mucho y con pasión y transmite sus inmersiones con sensibilidad y genio.

Y es que él, tras aludir a Cormac MacCarthy y a la primera novela de la trilogía de Marías, me recomendaba una edición mexicana de algún libro, y eso me ha recordado a que Virginia Woolf, en su Estar enfermo, no tenía en cuenta que la enfermedad sí había sido un tema literario, no sólo para Thomas Mann, sino para Burton y para John Donne, de quien leo, instigada por mi amigo -que tiene su biblioteca desordenada como yo y olvida a veces los títulos, también como yo-: "A serious illness in 1623 inspired his Devotions, which are moving meditations on sickness, death, and salvation."

Y hemos hablado de filias y fobias librescas, yo le digo que hay tanto que leer y él matiza "Y tanto que no leer...", y se describe en la librería ahuyentando los cantos de sirenas de esas portadas tan sugerentes que luego resultarán ser libros superfluos. Él fue quien me regaló Los demasiados libros, de Zaid, hace años, y conserva ese espíritu. Durante una época, también me traía flores y el florista de la plaza debió de acostumbrarse a sus dudas y preguntas sobre lo cromático.

Me cuenta que se ha aventurado a leer en portugués los Contos da montaña de Miguel Torga y a Gonzalo M. Tavares, y mientras hablábamos (él siempre ha sido generoso con algunas llamadas escogidas, y a ratos se desconecta del teléfono, con un olvido sobrio), me he comido tres castañas deliciosas que al fin he encontrado a un precio abusivo y vergonzante en una tienda de mi calle, y él se ha dado cuenta de que comía, pero creo que me lo perdonará.

La noticia de que lee mi blog asiduamente me llena de alegría, dice que le gusta que no hable de actualidad y cuando le digo que tengo otro blog político, concluimos que a él no le gustaría. Él es ecuánime y reflexivo y siempre se sorprendía con mi tendencia a despotricar y quejarme en lo político. Además, me confiesa, "se ha quitado" bastante de los periódicos y la radio: sólo compra prensa los fines de semana. Eso multiplica mi admirada envidia, como la suya cuando me imagina leyendo y escribiendo toda la semana.

Y ahora volveré a sumergirme en ese libro excesivo (800 páginas de letra pequeña) de Vollman, que reseñaré para La Vanguardia y que ha entusiasmado a Rodrigo Fresán, seguramente a causa de esa atracción viril por la guerra. Y es que a los hombres les encanta ponerse las botas, como diría Cachodepan.

jueves, 15 de noviembre de 2007

Humo

Balthus, Thérèse
Llevo varios días sin fumar y me preocupa. Contra la idea general de que hay que abandonar el tabaco, yo preferiría mantener ese pequeño vicio. Sería horrible que acabase dejándolo justo ahora que los fumadores se han convertido en enemigos públicos y que nos engañan con la falacia del "espai lliure de fums" sin protegernos contra una contaminación cada vez más grave y a todos los niveles. O con la toxicidad de comida y medicamentos.
Mi problema es que el tabaco que me gusta ya sólo puedo comprarlo en Andorra, y como no conduzco, y allí no se llega en tren, la perspectiva de coger uno de esos autocares de precio excesivo con unos viajeros seguramente poco afines: ¿Quién puede ir a Andorra? Sólo gente equivocada, sin duda, "Andorra c'est le cafard", decía un amigo de mi padre (tan parecido a él que algunos los tomaban por hermanos), francés del sur, que había sido vecino y amigo "du vieux Claude Simon" y que en otra época vendía quesos y aprovechaba sus visitas para conversar con sus clientes y fumar sus puros por esos lares. Decía que al caer el sol, el sentimiento opresivo de aquel valle cerrado y la sola perspectiva de un consumo poco interesante le oprimía el espíritu y sólo le quedaba beber.
Al salir de la clase del posgrado, donde la literatura se fue filtrando y ensanchando un curso demasiado técnico y salí animada del deseo de leer de los estudiantes y de la idea de haberlo suscitado un poco, olí el humo de los que fumaban en la calle y se despertó mi propio deseo de fumar. Pero tenía ganas de llegar a casa y lo pospuse. Una vez allí, lo olvidé una y otra vez, como todos estos días. Me consuela el humo del tabaco en la calle, donde normalmente sólo se huele basura y un humo mucho más desagradable e irritante de los coches. Incluso echo de menos al fumador del ascensor de mi casa, porque con su cigarro mataba el horror de las colonias baratas y ese olor a lavanda que me produce náuseas, asociado al recuerdo de mi niñez y de mi implacable tía Rottenmeyer.
He seguido buscando tabacos posibles, pero ninguno me convence. Para mí, fumar es una fruición maravillosa, no una necesidad regular, sino una costumbre social animada por la compañía de otros fumadores. Tengo una amiga que, según dice, fuma incluso mientras duerme. Se despierta a media noche, varias veces, y se fuma un cigarrillo antes de volver a dormirse. En los Balcanes, donde fuman hasta las viejuzas y las pastoras de cabras, mis amigos y entrevistados me envolvían en una cortina de humo tan denso que abrigaba contra el frío.
Siempre pienso que un día buscaré uno de esos autocares horribles y me iré a Andorra. ¿Quién sabe? Patricia Highsmith decía que, cuando uno está bloqueado, cualquier viaje sirve, y si no tiene dinero, basta con coger un autobús a un barrio inusual. Me encanta ese pragmatismo de clase obrera americana. Yo sé que hay lugares que simplemente deprimen y no permiten l'envolée, pero es cierto que una luz distinta, otras caras, la observación de cualquier arquitectura desconocida, la lámpara entrevista con una silueta sentada por una ventana desde la calle, un fragmento de conversación escuchada de forma ilegítima (overhear, dicen los anglosajones, que tienen, con eavesdropping, dos palabras para esa práctica de espionaje auditivo, y nosotros ninguna, ¿será la pereza secular de nuestros académicos?), cualquier cosa puede rescatar el deseo de escribir. No hay más que ver esas piezas maravillosas de Maeve Brennan observando la vida callejera en Nueva York. Y la frase de Katherine Mansfield sobre todos esos cuentos apretujados en la cabeza, pugnando por salir. Mañana...
Hace poco, una tarde de agotamiento y falta de sueño, decidí dormir una brevísima siesta de media hora y puse el despertador del móvil. Y al oírlo, qué sorpresa, el sonido me produjo una sensación indefinida de felicidad y aventura. Tardé un momento en darme cuenta. Siempre me despertaba con ese sonido en los Balcanes, cuando tenía que levantarme para hacer alguna entrevista. Y a mí me encanta la vida de los hoteles y aún más, unida a la exploración viajera para hacer un libro.

domingo, 11 de noviembre de 2007

Del tiempo perdido y la repetición

Ilustración: Leonardo da Vinci, La dama del armiño.
En mi adolescencia, yo cuidaba a veces a unos niños inteligentes y talentosos, de aspecto anglosajón, a los que el padre había abandonado al hacerse hippie como un personaje de Nick Hornby, y la madre, ama de casa asombrosamente convencional en una familia excéntrica, se hizo ATS a toda velocidad para mantenerles. Sé que el mayor, entonces apasionado de las orcas y las ballenas, que un día sacó una sierra y se puso a cortar la esquina de una mesita del salón para proteger las piernas o cinturas de los que pasaban, con los años se sumergiría en los opiáceos, y aún no sé si salió bien parado. Del mediano no he vuelto a saber, pero recuerdo que una tarde trajo un álbum de la escuela y lo estuvimos mirando. En una gran página doble había hecho un dibujo de guerra espectacular, maravilloso, con una composición que recordaba a Hyeronimus Bosch o a Brueghel, lleno de color y de multitud de pequeños significantes y de figuras dramáticas que recibían o daban su merecido con intensidad teatral. Y no menos sorprendente era la inscripción en rojo de la maestra, que había escrito: Molt malament. Has perdut el temps. Cada vez que pierdo el tiempo en este blog me acuerdo de él y espero perderlo del mismo modo en que lo perdía aquel niño pelirrojo.
En nuestras televisiones, incluso las de pago, ahorran tiempo y dinero con la programación, de modo que siguen poniendo las mismas películas que siempre pusieron (y hay auténticas joyas del cine que nunca han puesto ni seguramente buscado). Hay películas tan vistas que nos aprendemos trozos de memoria. Yo tenía un ex cuñado amigo con quien a veces repetía un diálogo, doblado al castellano, de una famosa película con guapa pelirroja, guantes negros y aquella bofetada que consolaba a muchos hombres de la traición de sus madres. "Dos fichas. Dos pesos... Qué pequeño es el mundo, ¿eh Johnny?" De alguna forma, esas repeticiones nos obligan a volver a aquella fascinación reiterativa que marcaba la infancia. Yo recuerdo que mi hijo llegó a ver tropecientas mil veces sus películas (Super Ratón, Dumbo, Mary Poppins, La pantera rosa, como los cuentos y cómics mil veces leídos, Tintín, Lucky Luke, Spirou), y las observaba con gran atención y seriedad, como si quisiera ciertamente aprendérselas de memoria, inmutable, mientras que su padre soltaba lágrimas por Dumbo (como en la escena de El Padrino en que los mismos capos mafiosos que matan sin titubear lloran en la ópera a moco tendido). Pues bien. Esta mañana no ponían nada en la única cadena que veo mientras desayuno, la francogermana Arte TV, por la cual sigo pagando estúpidamente Canal Satélite aunque los demás canales me parecen infumables, pero en Arte ponían algo ininteresante, y en vano he recorrido los canales de cine, hasta que he dado con una de esas películas que habrán emitido también un millón de veces en todas las cadenas: La hija de Ryan. Y me he entretenido un rato viéndola, y en la repetición, he logrado ver otras cosas que nunca había visto. Por ejemplo, los silencios. Curiosamente, Lean no llenó todo de música banalizadora como en otros de sus éxitos. O la puso a menor volumen. Todo lo no dicho que es la clave de muchos de los dramas de esa historia, sustituido por gestos, expresión, respiración, paisaje, viento. Me he acordado de un joven partner al que mi amigo inglés llamaba The Silent Painter, que hablaba de todo menos de lo que pasaba entre nosotros. La primera mañana pensé que algo no le había gustado, pero al preguntarle, me dijo con su sonrisa etrusca: "Creí que se notaba en los gestos... Yo nunca digo nada..." Y añadió que sin palabras era más emocionante. Eso he pensado al ver a la magnífica Sarah Miles (la misma de El sirviente de Losey) y a Christopher Jones en la primera escena silenciosa del bosque. Y sí, al principio es más emocionante, pero luego, no decir significa muchas veces no poder decir, y a veces significa que ese silencio pesa en el otro, y por tanto es algo dramático; bueno para el cine y quizás no tanto para vivir.
Sobre el silencio, yo recordaba a medias una cita en un libro que leí, traducido y prestado, hace muchos años y decidí comprarlo en la red, y me ha llegado hoy y he encontrado la cita. Dice así: "You are right, said the Spaniard, drying his tears, 'joy is a convulsion, but grief is a habit, and to describe what we never communicate, is as absurd as to talk of colours to the blind'." (Tiene razón, dijo el español, secándose las lágrimas. La alegría es una convulsión, pero el pesar es una costumbre, y describir lo que nunca comunicamos es tan absurdo como hablar de colores a un ciego). Es de Melmoth the Wanderer, o Melmoth el errabundo, de Charles Maturin, esa novela gótica maravillosa de un inglés en la España de la Inquisición, con el diablo como personaje. Ahí, el inglés se sobrecogía ante la impudicia con la que el español intentaba contar su emoción ante un hecho, y le rogaba que abandonase el intento y continuase la narración.
Y dicho esto no voy a perder más tiempo y me voy a poner a lo mío, aprovechando ese otro silencio, siempre deseable, de los fines de semana en mi barrio. (Por cierto, la ilustración se debe a que ayer, Erika Bornay me dijo, mientras conversábamos en el bar de un hotel, "¡Tienes las manos como la dama del armiño de Leonardo!" Esta mañana lo he comprobado: en realidad, a pesar de toda su sapiencia iconográfica, Erika se equivocaba. Yo tengo las manos mucho más huesudas y con una forma distinta de esa dama. En cualquier caso, me dijo Erika que esa mano fue retocada y no por Leonardo, pero me gusta contemplar ese retrato...

jueves, 8 de noviembre de 2007

De la lectura

Ilustración: Albert Buendia, Cal·ligrafia, 2007

Yo aprendí a leer muy pronto, y ahí estaba ya la ambivalencia que marcaría mi vida, forzándome a entender que todo sería siempre contradictorio y complejo: la misma malvada tía Rottenmeyer que me encerraba me dio la única llave de salida: me enseñó a leer. En ese proceso, curiosamente no me maltrataba como en la comida o los demás ritos cotidianos, tal vez porque ella, maestra frustrada, notaba mi urgencia de aprender y en ese único terreno conectábamos. Porque a pesar de ella y sus maneras y de cómo yo la odiaba, sentía que en aquellas repetidas planas de letras que me impedían irme a jugar, había algo para mí, algo que yo deseaba, la puerta del conejo blanco carrolliano, la oruga fumando en su narguile, la sonrisa del gato de Cheshire en el aire.
"Cuando aprendas a leer, te regalaré un libro", me dijo. Y cumplió su palabra. Yo tendría cuatro años, quizás menos. (Tengo ese libro, lo encontré hace tiempo, en casa de mi madre y lo reconocí de pronto: la portada de un verde acuoso, era Almendrita y otros cuentos, de Andersen). Su lectura fue una revelación tan grande que me resulta difícil de explicar. Toda mi vida basculó, es decir, apareció un universo entero para mí, un mundo donde yo podía vivir, escapando de mi purgatorio (hasta entonces, sólo tenía el paisaje, la luz y los pájaros, que cantaban supuestamente para mí, y me permitían imaginar que tal vez una parte del universo estaba conmigo). Y de pronto, descubría que alguien escribía historias donde las malvadas madrastras y crueles hermanastras eran implacablemente castigadas (con chinelas ardientes y barriles de clavos que igualaban mi odio sin perturbarme demasiado), donde el tercer hermano mataba al dragón y vivía en palacio con la princesa, donde Almendrita escapaba a aquellos topos ahorradores y autocomplacientes con sus pellizas, su guarida oscura y sus planes de boda, y volaba a lomos de la golondrina azul hasta un jardín de flores raras y seres diminutos como ella. (Enseguida llegarían Grimm, Perrault, Madame d'Aulnoy, Elena Fortún, Matilde Ras y los que les siguieron, todos con sus castigos bíblicos y su fuerte carga simbólica). Alguien pensaba como yo y en el lugar que escribía había justicia. Desde aquel momento yo quise leer y escribir para poder vivir en aquel mundo donde ya no estaba sola ni mal acompañada.
Al llegar a Barcelona, fui a un colegio de monjas, un espacio magnífico que saldría en una novela de Mendoza, pero dejando aparte el decorado, la atmósfera encajaba con la definición de Coetzee de la infancia: "apretar los dientes y resistir". Pues bien, las monjas me escogieron para leer en voz alta en todas las funciones. Tenía que leer textos evangélicos en la iglesia, hacer de narradora en Peter Pan o El flautista de Hamelín, pero también leer discursos en ceremonias religiosas y protocolarias. Por ejemplo, cuando yo empezaba a leer, en el cumpleaños de la gran jefa de aquella orden oscura, y decía: "reverenda madre superiora", todas las niñas tenían que inclinar la cabeza, en un movimiento sincronizado y multiplicado hasta el infinito. Mi rebelión (y caída en desgracia) empezó cuando dije que no quería leer en misa (así podía escapar), ni ser cruzada (me temo que intentaban ficharme, con mi aire virginal, mis buenas notas y el hecho de que estuviera en el coro, y no me perdonaron que las traicionara) y al final me expulsaron por unos simples novillos.
Pero -de nuevo la ambivalencia- yo había descubierto el poder de la voz. En el siguiente colegio (que era peor, del opus, y del que también me expulsaron enseguida, porque cuando se empieza, es contagioso, te echan de todas partes), cuando llovía, yo me sentaba encima de una mesa y las otras niñas me pedían que contara cualquier cosa, una historia, una película, una sarta de mentiras, lo que fuera. Y a mí me gustaba contar para poder pensar. De ahí pasé a un colegio progre, y luego fui a parar al instituto, pero la lectura silenciosa, como vía de escape de mi purgatorio familiar, y la combinación de leer en voz alta y contar historias ya no desaparecerían.
En How To Be Alone, Jonathan Franzen cita a una antropóloga llamada Shirley Brice Heath para definir un tipo de lectores (algunos de ellos escritores) que leen para no estar solos. Yo también quise quedarme en el mundo de los libros porque allí no estaba sola, allí conectaba con pensamientos afines y reafirmaba mi fuerte -desmesurado- sentido de la (in)justicia. (Por cierto, que leí ese libro de Franzen en Nueva York y estuve a punto de llamarle porque su teléfono estaba en la guía y visitaba las mismas librerías, pero me contuve.
Pero además, estaba la magia de las palabras. Ahora que los editores infantiles de este país publican libros sin apenas palabras, procurando adaptarse a unos supuestos lectores idiotizados, han barrido de golpe la magia que yo conocí. Antes leíamos largas páginas de texto hasta llegar a una deseada ilustración, que sólo mostraba una escena y motivaba a imaginar el resto. Y aquellas palabras que yo no entendía, atrapadas en la atmósfera de la historia, adquirían unas connotaciones misteriosas que sólo allí podían tener. Un bosque frondoso o umbrío no era lo mismo que un bosque lleno de hojas o tupido y sin sol. Algo se movilizaba con aquellas palabras que me hacían tropezar y destellaban como pepitas de oro en el suelo de tierra.
Espero haber podido aclarar aquí lo que empezó en comentarios al dorso, al hilo del audiolibro de Funambulista.

martes, 6 de noviembre de 2007

Almendrita en la madriguera del topo



Ilustración: No sé de dónde la he sacado, si alguien puede ayudar...!?

Ayer fui al festejo del Premio Herralde de novela, uno de los pocos eventos de esa clase al que procuro ir casi todos los años, tal vez porque, para contrarrestar, allí suelo encontrar a unos cuantos amigos (que ayer no estaban), et pour le reste, me parece que cumplo heroicamente con la misión de que recuerden que aún existo. También porque siempre he tenido simpatía a Herralde y Anagrama, editorial para la que he traducido, escrito textos de dorso de portada, reseñado y defendido libros (criticado muy pocos) e incluso presentado alguno, y hasta diría que casi les he perdonado que rechazaran dos veces mis escritos.

Nada más llegar, me recibió Jorge Herralde diciéndome que había leído mi texto paródico sobre los editores, la plaquette publicada por Cafè Central, Del cec de l'Odissea, el bloqueig i un somni d'editors, y se divirtió aventurando la identidad de cada uno de los que salía, aunque sus errores me hicieron pensar que había otros editores barceloneses que podían responder a mis perfiles. Yo le revelé la identidad real de los que habían aparecido en mi sueño e inspirado mi microtexto y al final añadí: "Y tú...", y él me dijo, riéndose: "Nooo, yo no me he reconocido", lo cual tuvo gracia.

Luego vi a Enrique Vila-Matas, y su proximidad accidental, unida al Jujube Affair, me llevó a romper una estricta costumbre muy barcelonesa de no saludarnos nunca en mil años. Tuve el placer de hablar un momento con él de su palmera, mi azufaifo, mi blog y sus cada vez más sembrados artículos del País. Él me animó a publicar este blog en papel, y separadamente, La historia del azufaifo, y creo que debo hacerle caso. Aparte de eso, no sé si serán mis propias proyecciones sobre el éxito literario, pero veo a EVM rodeado de un aire decididamente feliz.

Después me encontré al traductor Jaime Zulaika, y a su lado había un personaje para mí desconocido que resultó ser el también traductor y poeta Daniel Najmías, quien me preguntó por qué me había retirado de una de las listas de traductores que él frecuenta, y añadió que mis aportaciones "no pasaban desapercibidas". Lo cual demuestra que tenía razón mi amigo Oriol con su one never knows, ¿de qué materia están hechos los silencios? Tal vez lo que yo tomaba como desdeñosa indiferencia fuese un silencio lleno de interés y atención... no verbalizados. O quizás quiso ser benévolo. Me gusta ser intrusa, pero para mí, la hospitalidad es sagrada y el bullicio de la lista, con sus pasiones y cruces de cuchillos virtuales (eso sí, seamos justos, uno sugería una duda e inmediatamente le contestaban veinte, ofreciendo soluciones generosas) me fascinó (entomológica y literariamente: ¡material de cuento!) la primera semana, luego me desconcertó y al final no se me ocurría ninguna razón para seguir recibiendo trescientos mensajes al día.
Volviendo al premio Herralde, hubo algunos problemas de sonido, multiplicados por el hecho de que nos habíamos refugiado en el piso de arriba, y en un momento dado, me volví al que estaba a mi derecha y le pregunté quién era el que hablaba al micro, pero la gente se había movido y me respondió el propio Luis Racionero, con una ironía sobre el Tripartit, ya que el orador era claramente extraliterario, con toda la grisaille de los funcionarios políticos antibartlebianos.

Lo cierto es que me reí bastante con el ingenio vasco del traductor que tenía a la izquierda, muy inspirado observando desde lo alto a otro escritor supuestamente plagiario, que se había puesto su jersey del altiplano, había caído en aparente desgracia, y apenas encontraba interlocutores. Por otra parte, el traductor resultó muy hábil para atrapar canapés al vuelo y reponer el vino. Y es que, fuera de las listas, los traductores pueden ser no sólo ingeniosos, sino también encantadores. O tal vez la proverbial y tímida antipatía de los barceloneses hace destacar enseguida a los que nunca se han contagiado del aire de aquí.

Ganó un argentino y quedó finalista un escritor de Guadalajara, México. Los periódicos lo cuentan mejor, y también seguramente Martín, que también estaba por allí, en su blog. En cualquier caso, yo acabé volviendo a casa en esa estupenda compañía traductora. Incluso tuve el privilegio de enseñarle a uno de ellos nuestro hermoso azufaifo, y al pie del árbol estuvimos departiendo sobre los nombres del árbol (giuggiolo, jujube tree, jujubier, ginjoler, azufaifo... ¿y cómo era en chino y en árabe? tengo que preguntar a V y a A.)

Por alguna razón misteriosa, el encuentro con el mundillo editorial casi al completo me produce una resaca importante, de la que apenas me repongo para llegar al año siguiente. Una resaca no alcohólica, sino espiritual. Ayer me convertí en libélula para revolotear por un invernadero entomológico... pero no impunemente.

Y una vez fuera de la madriguera del topo, quería decir que ya se ha hecho pública la edición de un libro de la editorial Funambulista, titulado La España que te cuento y editado por José Ovejero, una antología de narradores españoles que incluye unos fragmentos de este blog. Se trata de un audiolibro, y hemos leído y grabado los textos en 3 CDs, lo cual me gusta mucho. Lo pensé mientras grababa y tal vez ya lo dije aquí: que en los textos leídos, la voz del autor carga cada palabra de su máximo sentido. Sé que el título no va a gustar por estos lares y aquí cada cual tiene sus razones para la reserva. Ya lo expliqué en mi otro blog.
En el CD1, Enrique Vila-Matas (Los de abajo/Señas de identidad), el propio Ovejero (Julia, Pablo y el cubo de Rubik), Cristina Grande (Temperaturas), y José María Merino (El apagón). En el CD2, Rosa Montero (Tarde en la noche), Luisgé Martín (El álbum de fotografías) y Fernando Aramburu (La colcha quemada). Y en el CD3, Antón Castro (Cartas de domingo del más allá), Colectivo Todoazen (El año que tampoco hicimos la revolución [fragmentos]), José Machado (Dos chinos en una piscina hinchable y otras historias reales), Isabel Núñez (Verano. Fragmentos de un blog) y
Mercedes Cebrián (Mercado Común [poemas]). Como señala Eva Urúe en Divertinajes, citando el prólogo de Ovejero, se trata de ofrecer una panorámica del país posterior a la Transición, con los temas dominantes en la sociedad, sobre todo los que nos diferencian de los setenta. Con la idea de que la literatura no es una actividad aislada y desconectada de su contexto. Contar el país a través de una recopilación de cuentos.