miércoles, 31 de octubre de 2007

Paréntesis



Foto: La mítica Spiral Jetty, pieza terrestre monumental del también mítico Robert Smithson.


El lunes por la tarde pasé por el kiosco de flores más cercano, que estaba a punto de cerrar. Tenía dalias amarillas y me ofreció dos ramos bajando el precio. Uno para Oriol y otro para mí, pensé. Y me los llevé. Ese hombre es andaluz, de una familia de floristas que ocupan varias esquinas y plazas del barrio. Una vez, en la campaña electoral, le habían puesto un garito de CIU al lado de su kiosco. "No te dejes convencer", le dije mientras le compraba flores. "¿Yo?", se rió. "Soy pobre pero no soy tonto. Debo de ser el único de izquierdas en este barrio...", añadió. "Hay algunos más", le dije yo, "pero están escondidos, derrotados". A su lado, el kiosco de periódicos ha sido durante años de un hombre de extrema derecha que, por suerte, ya se ha jubilado.


Cogí el autobús y luego eché a andar por la desventrada calle Rosselló hasta la Casa del Tíbet. Allí, le pregunté a la recepcionista por las cenizas de Oriol. "Aquí hay cenizas, pero no sé si están las suyas", me dijo. Y añadió que alguien como Chang no sé qué, el monje que se ocupaba, estaba de viaje. Llamó a otro que tampoco sabía. Al fin me dijo que entrase en la sala y hablase con el monje que había dentro. "Ya se entenderán", dijo, con intención. Dejé los zapatos en la puerta y entré al templo, lleno de figuritas, ofrendas y velas. Había un monje tibetano joven, en camiseta, que limpiaba y colocaba unas vasijas. Le pregunté y me señaló la urna de Oriol, con unas rosas ya envejecidas que le había llevado tal vez Guiomar. Puso mis dos ramos en un cubo, al pie. "Sé que ustedes piensan que el espíritu no está con las cenizas", le dije. Y entonces él, en un castellano bastante ininteligible, sembrado de palabras tibetanas de la jerga de los monasterios, me contó (por lo que pude descifrar) que Oriol había estado allí, que habían hecho varias ceremonias, no por él, sino por todos, con trescientas personas, que había estado muy bien, tan acompañado, y que luego, a los 19 días (insistió varias veces en ese número) se había ido, e hizo un gesto con el brazo como si un pájaro saliera volando.


Yo saludé silenciosamente a lo que allí quedara de Oriol, le regalé los dos ramos de preciosas dalias amarillas y me fui. "Habrá visto que tiene problemas con el castellano", me dijo la recepcionista al salir, refiriéndose al monje. Nohiko me dijo más tarde, por email, que Oriol me estaba agradeciendo la visita. Dijo: "La distancia que hay entre este mundo y el otro no cuenta. No es lo que parece. Así que cuando pienses en Oriol, es cuando te conectas con él."


Yo seguí pensando en el a-dieu de Derrida a Levinas, cuando dice que la muerte no significa la nada, sino que el que se queda asume la responsabilidad y lleva al otro consigo. Sé lo que tengo que escribir, en cuanto pueda. Eso me recuerda a Katherine Mansfield en sus diarios, cuando decía que tenía tantos cuentos en la cabeza, pugnando por salir... "Mañana". Así me siento yo siempre, desde hace un tiempo.


Mi amiga la escritora Slavenka Drakulić me invitó ayer a asistir a la Feria del libro de Pula, en Istria, que este año trata de los Balcanes fuera del mito, y en la que participarán el triestino Claudio Magris, Matvejevic, la propia Slavenka, algunos autores turcos (el año que viene Turquía es el país invitado en Frankfurt). Istria está cerca de la joyceana Trieste y tiene que ser un lugar propicio adonde ir, como diría el I Ching. Pero me temo que mi periódico no esté interesado. La feria es a principios de diciembre. Veremos... Y de noche, tarde, escuché la entrevista bloggeriana que una radio inquieta le hizo a Només Ploraria, y él contestaba a las preguntas con esa plácida ironía suya, que no puede ocultar una radical visceralidad, tan reconfortante en tiempos tan tibios (y eso me lleva al magnífico "Que nadie se lamente de que los tiempos son malos..." de Kierkegaard en su Diapsálmata, citado por Eugenio Trías en su Tratado de la pasión, si mal no recuerdo, donde sigue: "yo me quejo de su mediocridad, puesto que ya no se tienen pasiones. Las ideas de los hombres son sutiles y frágiles como encajes... Por eso mi alma vuelve siempre al Viejo Testamento y a Shakespeare... Ahí se odia y se ama de veras, se mata al enemigo y se maldice a su descendencia por todas las generacíones; ahí se peca.").


Ayer, en medio de agitadas conversaciones de compra-venta, negociaciones y cambios de planes telefónicos que culminarán este mediodía, tuve que estar rehaciendo, como involuntaria Penélope , mi corrección de tres o cuatro entrevistas balcánicas transcritas. Al pasarlo de noche, tarde, de un ordenador a otro, me equivoqué y guardé el fichero antiguo sobre el nuevo. Y aún no he acabado. El trabajo penelopiano cuesta muchísimo más que el otro. Casi se apagó mi emoción de descubrir que dos entrevistas que hasta entonces había desdeñado eran casi las mejores, las más personales y sorprendentes, y una de ellas, para mí, escenifica o encierra sin saberlo lo que ha sido la guerra de los Balcanes. Al descubrirlo me siento tan feliz que no comprendo por qué me cuesta tanto y doy tantas vueltas antes de ponerme. Es mi Enigma, que diría V. "Parece que estás señalando algo..."


sábado, 27 de octubre de 2007

Los agujeros del camino

Foto: IN., yo, con mi mal aspecto de anoche y las botas de siete leguas, o de urbano motorista, según se mire.

Desde mis tres últimas casas (y hablo de muchos años, porque hasta ahora me he movido poco), el camino a la casa de mi madre, la casa de mi infancia, no había variado, aunque pronto ese trayecto se desvanecerá también. Hacia la mitad de ese camino, estaba la que fue casa de mi padre, y cuando paso, las veces que decido no esquivar esa esquina espinosa, siento esa mezcla de recuerdos doloridos y nostalgia y pensamientos alegres y tristes, amargos y burlones que cada vez más llena la memoria de los que envejecen, como calidoscopios imposibles de reproducir y en los que a veces sobresalen esos cuentos apretujados que debería escribir y que aplazo, hasta que uno de ellos sale con tal fuerza que me obliga a abordarlo y a forcejear hasta darle una forma posible (todo eso, con gran lentitud).


También en ese camino, un poco más abajo de la casa de mi padre, estaba la casa de Oriol, el amigo que acaba de morir. En realidad, estaba ya muerto mientras yo le llamaba y le enviaba emails en vano. Hablamos por última vez en agosto, se murió el 11 de septiembre, pero yo sólo lo he sabido ayer, en el mismo momento en que estaba pensando en llamarle porque sabía que su silencio podía significar exactamente eso, y entonces entró un mensaje con firma japonesa y su nombre, y lo supe, y supe dónde están sus cenizas, aunque mi interlocutora japonesa me dice que para los budistas, las cenizas son sólo cenizas y el espíritu está en otra parte.


Y apretujé como pude esa tristeza sin querer pensarla, me puse un vestido abrigado y las botas de siete leguas mientras hablaba con la siempre inspirada V, que decía estar como si le hubieran pasado por encima ocho camiones, y salí con mi mal aspecto por el sueño retrasado y las noticias, olvidé el paraguas, cogí los ya peligrosos ferrocarriles y en el andén llamé a nuestra amiga común para poder hablar aunque fuera un poco de Oriol, mientras me dirigía a una fiesta de cumpleaños, con el espíritu encogido y casi aprensivo, opuesto a todo lo festivo.


En la fiesta, en ese trozo de palacio Maldà, contemplados por los antepasados Vilallonga desde las paredes, había un montón de amigos de mis amigos, y entre ellos la profesora de filosofía y estudiosa de poetas Julia Manzano, orgullosa y feliz de que todo el mundo escuchara a su hija cantaora, Alba Guerrero, que se arrancó por bulerías rompiendo el aire y abandonando el micrófono, apoyada por un fino guitarrista lleno de sentido. Y mientras escuchaba su voz lorquiana y energética y veía las ondulaciones flamencas de sus manos y sonreía con las letras tan bien dichas, a veces poniendo el drama en lo más cotidiano y convirtiéndolo todo en poético e irónico, donde hasta la pregunta al platero cuánto vale inscribir sus letras está llena de un misterio sencillo (hablaré de ellos aquí en cuanto me pasen unas fotos), notaba mi agujero dolorido, ese nuevo agujero del camino a la casa de mi infancia.


No sé mucho más. Creo que sometí a un pobre interlocutor dibujante, a escuchar la historia completa de nuestro azufaifo y le conté a otro un poco los entresijos del blog, hablé con mi amigo Joan y escuché algunas historias, y vi a la amiga del cumpleaños con los ojos brillando de negro y transfigurada por la fiesta y multiplicada por su hija, tan parecida a ella y en esa edad que las chicas parecen flores recién aparecidas, con sus mariposas y abejorros y todas las texturas que enseñan Nomesploraria y Frikosal y Treehugger. Y Julia Manzano me invitó a su seminario de Lévinas y acepté, y mi amigo Joan se quejó de que él llevaba años intentando invitarme a esos seminarios y en un sólo intento (pero andaluz, y la conexión de mis ancestros aún funciona), ella lo había conseguido. Veremos si resisto, por la falta de tiempo, la lectura, etc. Pero es que él me había invitado al de Agamben, que a mí, pobre ignorante, me daba pereza, y en cambio Lévinas me recuerda a lo que Derrida decía de él (y también a su a-dieu, donde habla precisamente de esa perplejidad o ese escándalo ante la muerte del Otro: ¿Pero realmente es posible que esté muerto? y de la ética, en un tono que me resulta tan afín), y a lo que me alejaba de entender a Heiddegger, y me gusta esa idea de que el infinito es (el encuentro con) el otro, siempre he querido leerlo.


Así que cuando la elegante y científica Carlota, con su abrigo nuevo, que en su cintura de avispa recordaba a los talleres de costura parisinos de los años cincuenta y a Balenciaga, me dijo: "Bel, nos acompañan a casa en coche", yo pensé en la lluvia, que me había sorprendido sin paraguas al salir del metro y atravesar el circo de las Rambles, y me arranqué de allí con ellos. Y sólo cuando entré en casa empezó a llover con rabia, como diría G., y mientras le abría la puerta a la gata (que en esos casos siempre refunfuña un poco), me sentí acompañada, como si el cielo se hubiera enterado también tarde de la muerte de Oriol y le estuviera llorando conmigo, y no sólo a él, sino también todos esos pedazos de mi vida que se van, convertidos sólo en agujeros y esquinas dolorosas de mis trayectos.


Conocí a Oriol en otra fiesta de cumpleaños de una amiga astróloga y metafísica, hace mucho tiempo. Oriol, que había sido hippie en los sesenta y empresario de moda en Japón tiñendo pieles sintéticas y había aprendido astrología a fuerza de consultar, y escribía en una especie de divertido esperanto, me preguntó si no me importaría darle mi fecha y hora de nacimiento porque creía que teníamos algunos puntos en común (y era verdad) y yo le dije: Ah, yo soy completamente impúdica y no me importa nada decírtelo, y los que nos escuchaban se reían. Y al cabo de unos días me llamó y me dijo: "Oye, tienes un horóscopo increíble, es como una pagoda, todo está conectado, se parece al horóscopo de Marilyn Monroe, ¿pero cuántos amantes has tenido? ¿Y qué me dices de esos peligros que te han rozado? Y esa suerte de salvarte de todo... ¡Pero también te lo has pasado pipa!" Naturalmente eso era sólo su exótica visión de las cosas.
Luego nos hicimos amigos y él me enseñó su astrología matemática y me dio un programa y me contó historias de maestros hindúes que calculaban todo hasta tu muerte con papel y lápiz y me mandaba extractos de una lista muy loca de astrólogos americanos que supuestamente predijeron todo, el 11S, la cruzada antiterrorista y muchas cosas más, y de uno que quería patentar una máquina en la que le metías tus datos y calculaba la fecha de tu muerte, e historias similares, y a veces acertaba en todo y otras veces se equivocaba por completo, como una vez que me vaticinó un día muy especial de suerte y "compra lotería" y me lo pasé entero con mi madre en ambulancias y hospitales tras pelearme con un amigo ruso, pero eso sí, me permitió escribir un cuento. Sus predicciones eran muy curiosas (lo que él llamaba su "quickie" era lo mejor, intuiciones rápidas y certeras), comparaba por ejemplo con asuntos financieros o empresariales, que dominaba. "Vas a estar como el dólar en los ochenta..." O "tu situación es como la de Japón en los Juegos de Sapporo: no puedes ir a por el oro, pero sí quedarte con el bronce y ofrecer una organización impecable"... Yo le mandaba amigos que buscaban predicciones, más que nada para que se pagase el teléfono. Porque Oriol llevaba años arruinado, vendiendo su patrimonio y le iban embargando su lujosa casa. Mientras hablábamos por teléfono un día me dijo: "Perdona un momento, ahora te llamo", y al rellamarme, me dijo, sólo de paso, en su tono tranquilo y matter of fact: "Perdona que te haya cortado, es que venían esos que quieren quedarse con la tele y el ordenador... pero les pagado algo y se ha arreglado de momento... Bueno, sigamos con Saturno..."
No tengo ninguna foto de Oriol, pero serviría una de Gombrowitz (que no encuentro), al que se parecía muchísimo. Cuando se lo enseñé, quiso saber más de él, leerle incluso, seguramente el asombroso parecido no le parecía producto del azar. Pero es difícil explicar aquí la curiosa mezcla de espíritu de los sesenta -él contaba que había estado al borde de la muerte una vez y le habían curado unos lamas tibetanos y de paso le habían despertado el saber matemático- y su obsesión con los negocios, en los últimos años con China, y su incapacidad de renunciar a lo grande o de trabajar en algo normal, y su extraña mezcla de reserva, ingenuidad y grandeur con un humor templado, o frío, muy del país. Y recuerdo algunas descripciones suyas exactas de las cosas, como cuando le dijo a alguien cercano que tenía una roughness terrible, que cuando le interesaba algo era capaz de pasar por encima de todo y de todos como una apisonadora para conseguirlo, y ella se reconoció y lloró.

Y ya no puedo seguir más. De momento.

jueves, 25 de octubre de 2007

Escribir, recordar, editar, enseñar


Foto: Ade Maio, Manuela y yo junto a la iglesia, en Cadaqués, en 1975. Hace poco he escrito un cuento sobre ese tiempo, cuando yo cuidaba a dos niños italianos en ese pueblo. No me gusta mucho mi aspecto ahí, deslumbrada del sol y con el pelo mojado, si acaso las alpargatas y el aire nature del verano. Tampoco se ven los ojazos azules de Manuela.

Esta mañana silenciosa a pesar de las obras, de cielo opaco, con la gata hecha un ovillo y expandiendo sus ondas somnolientas, he robado tiempo a los demás quehaceres para ponerme a escribir lo que yo suponía que era una tentativa de cuento sobre un viejo amigo americano, pero la carga que ha empezado a aparecer en esa escritura, el desbordamiento largo, que no me ha permitido siquiera llegar a lo que yo consideraba el tema del cuento, o no, la anécdota del cuento porque como he dicho muchas veces aquí, escribo a ciegas (como Carver, como Flannery O'Connor, como Jeff Noon), y a veces sólo tengo un paisaje, una frase, una sensación, algo que me arrastra y no sé cuál es el tema del cuento hasta que está escrito, o peor, hasta que lo discuto con uno de mis críticos-interlocutores... Pues todo eso ha empezado a atropellarse y multiplicarse de forma que no parecía, difícilmente podía ser un cuento, sino que ese escrito tenía un aire inconfundible de novela. Y la novela de mi infancia, lo que siempre quiero evitar y abordar al mismo tiempo, ese crujir y rechinar de dientes no-bíblico, pero sí endemoniado, siempre pendiente y al acecho, "revenir à l'enfance dont il n'avait jamais guéri, à cet secret de lumière, de pauvreté chaleureuse qui l'avait aidé à vivre et à tout vaincre..."
Por cierto que dicen que la viuda de Carver, Tess Gallagher, quiere publicar ahora sus cuentos sin editar, sin pasar por la criba correctora o las tijeras implacables de su primer editor, Gordon Lish, que según cuentan lo convirtió en minimalista, aunque sólo se refiere a What We Talk About When We Talk About Love, porque en Cathedral ya se había librado de él. Y los lectores nunca sabemos si se trata de sacar más dinero de los cajones del escritor difunto o si realmente vale la pena el esfuerzo. Es cierto que en algunos cuentos de Call If You Need Me, publicados póstumamente por Gallagher, estaba ya el mejor Carver, aunque otros fueran fallidos. A mí, en cualquier caso, me gustó mucho la parte de ensayo de ese volumen, que desapareció en la edición española de Anagrama, donde Carver contaba cómo escribía, quiénes eran sus maestros, qué frases pegaba en post-its alrededor de su mesa de trabajo, por qué creía que no había escrito novelas, etc. Yo tengo un amigo serbio , escritor y editor, que ha llegado a cortar decenas y decenas de páginas de la novela de un autor para publicarle, y ha reordenado y reestructurado el material hasta conseguir una novela digna de lo que era un bodrio: él sabe hacer ese trabajo de recosido, tiene un talento especial para ello, siempre que el autor lo acepte, claro.

Y volviendo a mi disyuntiva inexistente cuento-novela, y a mi mania de quedarme siempre en ese género que detestan los editores de estos lares, tal vez precisamente por eso, porque me siento más libre haciendo lo que nadie quiere, debo confesar que tengo miedo de la novela, aunque algunos amigos novelistas me dicen que es un género más fácil y menos implacable que el cuento, que en la novela puedes mezclar géneros, puedes introducir fragmentos ensayísticos, todo cabe, y en cambio en el cuento hay que amputar todo eso dolorosamente cada vez (con esa felicidad fugaz del resultado) y la estructura es tan importante y el clavo de Chéjov... Pero el cuento sólo exige acompañarlo durante días, semanas, a veces meses... mientras que la novela... Hay que pasar años encerrado en un tema, ¿cómo no detestar ni cansarse de un tono, un tema, una estructura, un lugar simbólico? Y en cambio, en el cuento, la felicidad dura tan poco y hay que esperar a que surja el siguiente para recobrar ese placer. Y uno puede levantarse todos los días durante meses y años con la mente llena de posibles ideas para una novela, dormirse siempre anotando en ese cuadernillo obligado de la mesita de noche para las ocurrencias de último minuto (yo he llegado a escribir a oscuras para no molestar a otro durmiente y sin querer despertarme del todo trasladándome a otra habitación, atropellando unas frases con otras y por la mañana, qué galimatías indescifrable a veces...), con esa sensación incomparable en que se disparan las ideas para un solo objeto, una historia, en que salen a la superficie como burbujas del agua y sólo hay que pescarlas, anotarlas para que no se pierdan ni olviden y encontrarles su lugar...

Y eso que he escrito esta mañana entroncaría con un viejo intento, lo sé, y me pregunto si debería probar a juntarlo y si... Pero tal vez me falte valor y acabe dejándolo languidecer y morir. Chissà. Entre tanto, esta tarde me toca dar mi clase anual en el posgrado de traducción literaria del IDEC. Espero poder iluminar o dar más recursos a esos traductores futuros. Para el año que viene he propuesto otro curso, menos técnico que el de este año, más literario y por tanto, más gozoso para mí.

domingo, 21 de octubre de 2007

Las manías del desayuno y una mañana perdida



Foto: I.N. Bandeja de desayuno, 2007

Me da la sensación de que muchos mostramos nuestras manías de una forma más intensa en el desayuno. Tengo un amigo que no se atrevía a desayunar con nadie porque había tenido una pareja que le regañaba muchísimo por lo que tomaba en el desayuno. La verdad es que a mí me sorprendió: "Por mí, tú puedes tomar lo que quieras, siempre que no pretendas que yo desayune lo mismo", le dije. Es cierto que su desayuno me resultaba curioso -leche con colacao y pan con foiegras de cerdo o con embutidos-, y su anterior pareja le calificaba de infantil, seguramente por el colacao, pero yo sé que también soy rara en mi desayuno, al menos por estos lares. No tomo café, sino aproximadamente un litro de té en dos teteras distintas, una con uno de esos tés de Ceilán que los ingleses llaman breakfast, últimamente de una marca muy popular en UK (con unas bolsitas en forma de pirámide), que suelo poner en una tetera de cristal , y la otra tetera, de hierro y china, llena de un té chino Lung Ching (si puede ser, de primavera), y además tengo una máquina para hacerme el pan al estilo alemán, siempre integral, de espelta o centeno, con semillas, y tomo tostadas con mantequilla (siempre ecológica, no de vacas locas) y miel.
Naturalmente, cuando viajo, hago concesiones. Me llevo mi té, por si acaso, y pido pan integral y me resigno más o menos. En Serbia, el té es bastante bueno (mucho mejor que esas horribles marcas españolas, o inglesas de desecho: creo que Lipton hace un té malísimo que sólo usa para exportar a países como éste, porque en Inglaterra venden tés mucho más dignos), pero en esos lugares rurales de la Vojvodina adonde fui, me traían una tacita pequeña o un vasito y tenía que pedir una y otra vez, hasta que al fin opté por dibujarles una tetera y una taza y me entendieron. Pero allí tienen unos panes integrales magníficos, con cominos, de tonos grisáceos, tiernos o compactos, estilo austrohúngaro, que aquí sólo existen si uno sabe hacérselos en casa.
En Barcelona nunca tomo té fuera de casa. Primero, hay que convencerles de que lo hagan con agua mineral, y pagarla aparte, pero aún así, todo resulta malísimo en casi todos los bares. Por otra parte, para mí, el desayuno es la comida más importante del día. Es el único momento en que siempre tengo hambre. De hecho sólo me levanto para desayunar: si no fuera por la expectativa del desayuno, no sé si saldría nunca de la cama. Y el olor a café de mis vecinos me gusta muchísimo (nunca me sentó bien el café, ni siquiera me gustaba, salvo en Italia (en cualquier barucho de autopista el café era increíble, y yo intenté comprar las mejores marcas: me faltaba la máquina y el procedimiento), pero ese olor me parece maravilloso, podría vivir en él).
Ayer me citó un empresario argentino, conocido de alguien que ha ayudado decisivamente en la campaña del azufaifo. Quería contarme un proyecto suyo asociado al azufaifo y quedamos a tomar café. Debo decir que mi atracción por todo lo lejano y extranjero y mi afición a escuchar el acento argentino me hizo aceptar demasiado pronto porque mi tiempo no crece, sino que mengua.
Naturalmente, yo pensaba llegar desayunada y tomarme un agua mineral, como suelo hacer a esas horas, pero las circunstancias me lo impidieron. El pan que había puesto en la máquina programado para la mañana fracasó (no estaba ajustada la hélice y no se hizo). Me había olvidado comprar mantequilla y él me llamó antes de poder tomarme un té. Para rematar, la gata del vecino se había quedado aprisionada en su terraza y saltó a la mía y ellos estaban fuera, así que tuve que llamarles al móvil y devolverla a su lugar. Debería haber retrasado la cita, era sábado, pero a veces no tengo reflejos. Así que bajé a la pastelería donde me había citado porque, dijo, "hacen un café muy bueno".
En la pastelería no comprendieron lo de hacer el té con agua mineral, y cuando al fin accedieron, no es que no la llevaran a ebullición, es que la pusieron tibia. Mientras el empresario, que era una persona amable, y conocedor de la misteriosa filosofía tibetana aplicada a los negocios, hablaba y me contaba con detalle el proceso de su negocio y pedía el segundo café, yo empezaba a ponerme nerviosa. Me moría de hambre -el croissant estaba hecho con manteca de cerdo y el agua tibia con la bolsita sin reaccionar era imbebible- y necesitaba mi dosis de teína matinal. Así que le dije: "Mira, yo tengo que irme a casa a desayunar..."
Pero él insistió, sin duda por su naturaleza comprensiva. Conocía un bar muy agradable en Balmes, más arriba, donde tienen toda clase de tés y saben poner el agua y etcétera. Y yo, debilitada por el hambre, accedí. Efectivamente en aquel bar había muchas cajas metálicas que anunciaban tés, pero no parecía haber ninguno de desayuno, y el único donde ponía Ceilán, que me sirvieron al cabo de un cuarto de hora, cuando yo ya estaba desesperada, era de frutas y sin teína. O bien llevaba tanto tiempo allí que la teína se había desprendido. A mí no me gusta el té de frutas, pero al menos era una bebida caliente y me resigné, aunque el empresario insistía en que me hicieran otro y yo me maldecía por no haberme callado.
Nos fuimos. El empresario, que gentilmente pagó las consumiciones de los dos bares, me sugirió que probase las bebidas energéticas como sustitución. ¿Pero por qué?, le dije yo. A mí me gusta desayunar en casa, tomar una bebida caliente, mi té preferido, yo disfruto así y mi trabajo me lo permite, ¿por qué iba a cambiar esa felicidad por una (horrible y fría) bebida energética? "Por si a veces te ocurre esto", me sugirió él, sin duda cada vez más convencido de mi incapacidad para vivir en el mundo. Seguramente él y los del bar concluyeron que yo era una neurótica.
Por otra parte, su propuesta me dio que pensar, porque es la tercera que me llega de este tipo. Tal vez me equivoque en mi percepción, pero creo que, al haberme dedicado a defender al azufaifo, algunas personas, sobre todo comerciantes, concluyen que deseo trabajar gratis. Me ofrecen que les ayude en sus proyectos de negocios, como si yo obtuviera algún beneficio de todo esto, como si el árbol me pagara una comisión o como si yo sacara dinero de mi blog o sus lectores. Naturalmente, se trata de negocios vinculados de un modo u otro al árbol, es decir, que ellos intentan contribuir a la causa mientras se ganan sus habichuelas. Lo cual es irreprochable. Pero tal vez piensan que este blog debería apoyar sus negocios, sin cobrar nada, ni siquiera un pequeño banner. Y a mí no me sirve de nada que una empresa ponga un link a mi blog en su página web, puesto que yo no gano una tasa por lector. Me gusta mucho tener lectores, pero esa es otra cuestión: prefiero que mis lectores vengan por la literatura y/o los árboles. Al parecer, yo debería agradecer la sensibilidad ambiental de esos industriales, pero sigo sin comprender por qué. Tal vez, en estos países tan arboricidas e indiferentes al medio ambiente, cuando un industrial emprende un negocio respetuoso con el medio ambiente o aprovechando una buena causa, cree que los activistas, gente incomprensible que no necesita dinero para vivir, tienen que apoyarles sin compartir beneficios ni recibir nada a cambio.
A mí me da pereza buscar un patrocinador para este blog. La sola idea de mandar unas tarifas a un editor o a un propietario de vivero me produce sarpullidos. Dice mi antigua psicoanalista que quizás haya interiorizado la idea de que si me pagan, perderé la libertad, como si todo comercio fuera prostitución. Algo de eso hay. Por eso en cierto momento incluso acepté publicar mis libros con editores no-comerciales. Pero al menos, sí tengo garantizado utilizar libremente mi blog y hablar sólo de lo que me dé la gana. Si alguien quiere poner un banner, que lo ofrezca y decidiré (sólo aceptaría temas que me gustaran). La publicidad no debería ser gratis, a menos que responda a un deseo espontáneo y libre. De hecho, he eliminado Ad-Sense porque no me llegaba el dinero y me resultó imposible comunicarme con ellos. Hubo un jardinero amante de los árboles y propietario de un gran vivero que ofreció ayudarme en el blog y por un momento tuve la esperanza de que hubiera alguien en el ámbito industrial de este país con una visión europea o con criterio propio, capaz de darse cuenta de que aquí también hay un mercado. Con un banner suyo, no me habría costado tanto ofrecérselo a otros, pensé. Me dijo que lo hablaría con su hijo y después, se hizo el silencio. Tal vez su hijo opinó que no les interesaba. Que preferían anunciarse en medios más convencionales. O que a él no le importaba como al padre que se protegiera a los árboles. Pero nunca me dijo nada y ese silencio me desanimó tanto que ya nunca llamé al siguiente, un vivero aún más grande y dirigido, según me dijeron, con mentalidad poco española. Y es que este país es tan rígido y estrecho y cuesta tanto encontrar alguien que entienda lo que se sale un poco de la norma... Yo me doy cuenta de que lo que es natural en Europa aquí siempre es raro. Como pedir un té con agua caliente, no tibia, y que no sepa a jabón. O tomar pan integral. O defender a los árboles aunque no se haga ningún negocio con ellos.
Por cierto, que en el ELLE francés, una página muestra la actitud tan distinta de nuestros vecinos gabachos. Explica cómo encontrar patrocinadores para blogs, del mundo de la cultura, la literatura, etc. Distintos canales y procedimientos que reflejan esa diferencia, un mundo cultural e industrial receptivo y alerta a lo nuevo. Todo lo contrario que aquí.

sábado, 20 de octubre de 2007

Magdalenas



Foto: Toni Riera. Yo, a los veintifú, desde un mal ángulo y con un colocón considerable, en la inauguración del Studio 54, con las botas de Francis Montesinos, la falda de gamuza y un chaleco que encontré no sé dónde. Ah, y unos posavasos de piel de vaca como pendientes. A mi lado estaba una de mis hermanas, escultural y mucho más fotogénica que yo, pero no he querido incluirla sin su autorización. En la revista del Studio 54, el pie de foto de Carlos Bosch nos calificaba de "sabrosas"con nuestros nombres y apellidos, lo que entonces me pareció indignante y ahora me da risa.


Yo procuro hablar de Proust lo menos posible porque mi pasión por todo lo que escribió es uno de los escasos territorios que suscitan mi posesividad (con Baudelaire o con Maeve Brennan), y nunca querría compartirlo. Me costó mucho soportar que otros lo leyeran y me hablasen de él, para mí era algo secretamente mío y casi me consolaba que la gente dijera: "Oh, nunca pude con la Recherche..." Conozco a alguien que siempre quiere que todos lean lo que le ha gustado. Aunque últimamente nunca cumple sus amenazas de regalarme sus libros favoritos, ¿será que también se ha vuelto posesivo en ese terreno que le faltaba?


La cuestión es que hay desencadenantes de la memoria que producen una emoción incompartible y es inevitable pensar en la madeleine, pero la que se mojaba en la infusión de tila, y no la de Merimée.


Por ejemplo, un olor levemente dulce y ferruginoso que alguien me ayudó a identificar como la grasa de ascensores antiguos se encuentra en cada vez menos portales y a mí me aceleraba las pulsaciones y me trasladaba inmediatamente a la casa de mi abuela paterna (la materna nunca simpatizó conmigo, sino que más bien apoyó mi maltrato a manos de la Bruja de mi infancia), Maria Luisa, especie de princesa andaluza (cordobesa) siempre vestida de seda (todo lo demás le picaba), en invierno y verano, y preferiblemente de lunares, ella contándonos con su acento maravilloso el cuento de "Las tres monas" y enseñándonos sus aguamarinas, hasta que se retiraba a ordenar su mítico armario. Mi padre me dijo una vez que su madre parecía guardar algo muy interesante y misterioso con su armario, objeto de ocupaciones ocultas. "Bueno, os tengo que dejar, porque no podéis imaginar cómo tengo el armario..." Y su tono anticipaba un placer indescriptible, un entretenimiento lleno de contenidos interesantes, todos guardados en los estantes de aquel armario suyo.

También me recordaba a mi abuela el acento de Ocaña y su manera de contarme cosas del sur, y las yemas de Santa Teresa, que a mi abuela le perdían. De hecho, con su estilo dulce y aniñado, se murió después de un atracón. Dijo: "Ay, he comido demasiados dulces", se fue a echarse la siesta y ya no se levantó. Durante años, cada vez que iba a Madrid notaba el vacío al no poder ir a verla. También al pasar por la calle de Ayala, donde estaba su antigua casa, que ya no existe, la del portal con ascensor de hierro que olía dulce y fresco.

Ayer surgió otra de esas madeleines trempées dans le tilleul. Fui a ver a una amiga joven y embarazada que llevaba un vestido con botas marrones y sin medias. "Qué buena idea", le dije, porque en este tiempo tan inestable, donde el calor sucede al fresco o la tormenta, las medias molestan, y prefiero pasar del jersey a la seda de mi abuela, pero sin esas fibras intermedias que se pegan al cuerpo. Y los zapatos que acompañarían a mis vestidos corren peligro si de pronto arranca a llover. Ella me dijo que había descubierto esa posibilidad en una foto de Jennifer Aniston(!) Camino de casa, de pronto me di cuenta por qué me gustaba tanto la idea: no tenía que ver con un aspecto práctico, sino con mi obsesión por la memoria. De pronto surgieron, como aquella lluvia seca de ositos que caían del armario de G, o los secretos del armario de mi abuela Maria Luisa, muchas combinaciones de indumentarias de mi historia: a los 16 o 17, un vestido estampado en negro muy fino y algo hippioso, sin medias y con botas camperas; uno de seda amarilla con pájaros y flores chinas, con las mismas botas, o bien otro muy muy corto, negro, con pliegues casi monacales y manga corta abullonada que yo llevaba con unas Pielsa de caña baja (gentileza de mi tío Perico), y mucho más tarde, a los veintifú, unas botas planas de lona verde con minifalda en un avión, volviendo de Menorca con un artista conceptual con quien no recordaba haber ido nunca a Menorca, a un hotel ajardinado y solitario donde sólo había ingleses (ese recuerdo surgió también de mi amiga I. y su vestuario siempre estiloso). Y más tarde aún, en una época más punkie, las botas hasta medio muslo de imitación piel de vaca que me regaló Francis Montesinos con un trozo de gamuza atado a modo de falda, en la inauguración de la famosa discoteca neoyorquina en BCN. Y con esos atuendos, caían a la memoria las sensaciones de esas épocas donde la desesperada melancolía y la urgencia de evasión no podían separarse de los sueños atropellados y el hedonismo adolescente, y una pequeña pero honda convicción de que debía escribir, avasallada por mis sentimientos de culpa y mi baja autoestima...

Y ahora vuelvo a mis quehaceres, que he renunciado al concierto de piano de Rachmaninov matinal de mañana para preparar mi curso de posgrado de traducción en la UPF de la semana que viene, además de escribir y comprimir el texto de mi eterna conferencia madrileña y podar y espigar mi libro balcánico. Ayer leí una biografía maravillosa de la Ginzburg y se la he recomendado vivamente a una editora. On verra bien.


Por cierto, no se pierdan el vídeo freudiano-chino-sex-in-the-city que la sorprendente V ha colgado en su blog...

martes, 16 de octubre de 2007

Heddy Honigmann en la Filmoteca



Foto: I.N., Čortanovci, familia en el Danubio, 2007

He visto Forever, el documental que HH hizo en el cementerio de Pere Lachaise, en París, donde encuentra mujeres que riegan las flores de sus muertos, o bien hombres y mujeres que cuidan las tumbas de Proust, Apollinaire, Modigliani y tantos otros escritores y artistas, o el guía del cementerio que indaga en la obra de una cantante allí enterrada, o el iraní que canta versos de un poeta persa, o la mujer española que acaba contando las atrocidades del franquismo y cómo tuvieron que huir y lo agradecida que está a Francia y el mal recuerdo que guarda de España (su testimonio es el reverso de las palabras de Mayor Oreja, por cierto, que vivía plácidamente las ejecuciones en masa, las torturas y las cárceles, o esa escena que cuenta la mujer del Pere Lachaise, con un cura dando el tiro de gracia a los fusilados. "Por eso yo no creo", dice ella. La película es magnífica, otra vez su escucha especial, sutil, sin imponerse pero con una presencia natural, contradiciendo una vez a un dibujante para afirmar su vitalidad, esa vitalidad que se afirma en medio de testimonios de muerte.

Al acabar la película, ella ha contestado a nuestras preguntas y escucharla me ha dado claves para entender su trabajo. Me ha dicho que era verdad que la pérdida -el amor y la vida a través de la pérdida- es un tema que está en la mayoría de sus películas, y ha contado un poco cómo creó la atmósfera de confianza para escuchar esas revelaciones, sobre todo en su película bosnia, que sigue siendo mi favorita (y la suya, por lo visto). Como ha dicho Pere Alberó, aquí ya hay que hablar de don. Y sí, su escucha es un don. Para mí, la clave está en las historias que escuchó de pequeña, de su familia, supervivientes de la Shoah. Sus personajes detectan esa sensibilidad suya y van hacia ella, atraídos como las mariposas nocturnas por la luz, y le cuentan. Y ella, que aparece en las películas fuera de cámara, su mano, su voz, a veces su espalda, es siempre ella misma, natural, y favorece la confesión con su curiosidad sensible e inteligente.

Una suerte. Mañana por la tarde, si alguien quiere verlas, ponen las tres piezas sobre la comida y la memoria: Food For Love, una pequeña joya. Yo me he quedado sin ver Crazy y Metal y melancolía. Espero que pronto se comercialicen en DVD.

Y esta vez he tenido suerte. Ha empezado a llover de verdad cuando yo entraba en casa.

Conversaciones domésticas




Foto: I.N., el pasillo desde la habitación de G.

Dice G. que le reconforta ver mis libros en esa pequeña estantería desde su cama. Yo lo comprendo. A mí me pasa igual. Le conté de la maravillosa ilustración de Sempé que el librero de la calle Berlinès puso para anunciar sus vacaciones, donde se ve una pareja que duerme rodeada de libros (y con un diván, precisó el sagaz librero), confortada por los libros. Hacía días que G. y yo apenas nos veíamos y empezamos a hablar, primero a actualizar información, repasando las últimas cosas que nos habían pasado, incluyendo algunas películas y libros, él me contó una película muy graciosa, me hizo reír sólo contándomela (decía que yo no le haría caso y no iría a verla, así que la traería a casa, pero ese es un argumento que usamos los dos en ambos sentidos, ambos con razón y sin ella), yo le pedí que leyera un cuento corto de Dorothy Parker, que yo había releído para una conferencia que preparo y sabía que le gustaría, él lo leyó a regañadientes, a cambio de que yo viera uno de esos cortos geniales de animación de los Aardman. El cuento de Dorothy disparó la conversación (sobre parejas y autoconocimiento y recursos varios). Se llama The Sexes, Los sexos (he visto una película basada en ese cuento, pero no me gusta, es demasiado explícita y se elimina esa magia parkeriana en que las palabras dicen otra cosa de lo que pretenden y el lector es como un analista que desentraña su significado; en la película se ve demasiado). Muestra una pareja que discute y se pelea sin decirse nunca por qué, qué es lo que siente y le molesta a cada uno, aunque el lector puede verlo, y la discusión es más difícil y dolorosa precisamente porque no se dice. Por supuesto, el cuento es satírico, pero con ese realismo tan económico y afinado de Parker. Yo le hablé de otro cuento muy en ese estilo, más amargo, de una madre manipuladora y neurótica que lleva esa actitud al extremo, muy victimosa, lo que llaman pasivo-agresiva, y le dije que yo alguna vez había discutido así con él, aunque él, más benevolente, no lo recordaba. Pero en mi entorno original, esas actitudes eran el pan de cada día y yo tuve que desaprenderlas, me libré de ellas gracias al psicoanálisis. Lo cual fue un gran grandísimo alivio y me hace feliz sólo pensarlo, ese gran peso que me quité de encima...

En cuanto a nuestra conversación, que siguió a trozos hasta entrada la madrugada, me interesó tanto que me desveló. G. cree mucho en mi capacidad de entender y explicar las cosas, pero a mí me parece que él tiene un insight sorprendente (que yo no tuve a su edad ni por asomo). Creo que él siempre tuvo una capacidad de observación muy aguda con las personas, las relaciones, es mucho más ecuánime que yo y desde muy pequeño veía cuándo algo le molestaba a otros, y podía reconocer sus propios errores él sólo, al cabo de un rato, y venía a decirlo.

Claro que a veces me exasperaba que le importase tanto la opinión de los otros. Siempre me hacía bajar la voz para que nadie nos oyera y siempre que me hacía comentarios sobre gente conocida, luego añadía (ya era una broma entre nosotros): No l'hi diguis. Y cuando íbamos a casa de alguien, antes de entrar, me decía, siempre medio en broma: "No expliquis res del que he dit i he fet des d'aquest matí..." Y por la calle o en lugares públicos siempre temía que yo llamase la atención o que me quejase de algo, etcétera. Al pobre le costó asumir mis excentricidades, pero ahora que su timidez mercuriana ha desaparecido, ya no le importa.

También hubo una época en que me decía, por la calle: "T'acompanyo, però només fins a la cantonada. Més enllà no, algú em podria veure!" Y es que en esa edad, era casi una humillación que alguien le viera con su madre. Durante un tiempo viajamos juntos, pero en los dos últimos viajes nos peleábamos todo el tiempo. Yo sólo quería aventurarme y buscar, él tenía miedo de que nos perdiéramos o me pasara algo (sobre todo en Estambul), y sólo quería ir a los lugares donde había turistas, cenar muy pronto y retirarnos al hotel a leer. Discutíamos, y yo le decía: "No sé perquè m'agrada tant viatjar amb tu", y él me decía: "A mi em passa igual..." Y es que cada vez que descubríamos algo, venciendo sus barreras continuas, él entendía exactamente lo que yo quería enseñarle y me enseñaba otras cosas... Pero era muy difícil. Y luego llegó la época en que él habría preferido estar en un sotanillo hermético y húmedo con sus amigos que dar la vuelta al mundo conmigo o con su padre... Y ahora es otra fase, en la que nos alegramos mucho de vernos, pero él tiene su vida absorbente y lejana...
Una amiga triestina, lectora siempre despierta y con cierta tendencia a la literatura del Este europeo, me habla de su fascinación por la Ostalgie, esa moda nostálgica (de Ost, Este), el llamado Soviet chic de la parafernalia comunista que se está extendiendo por la antigua Europa del Este (en los Balcanes es la Yugonostalgia), y aunque se supone que sólo es algo superficial, de objetos, vestuario, insignias, camisetas, etc., para mí forma parte de la nostalgia por lo perdido: todos idealizaban la "libertad" del mundo occidental, sin darse cuenta de que perderían los beneficios y la tranquilidad del Estado paterno: casa, escuela, Universidad, atención médica, tv, teléfono, todo gratuito o muy barato, y que aterrizarían en un "sálvese quien pueda" mercantil, justo en el momento del fin del Estado del bienestar (o de su destrucción sin razón, como demuestra Viçenç Navarro). En el fondo, piensan muchos, no se vivía tan mal en el comunismo... El autor de la Ostalgie por excelencia es Ingo Schulze, que pronto aparecerá publicado también aquí. Yo misma le traje a G. un bonito busto de Lenin de yeso, cuando fui a San Peterburgo; entonces aún eran muy baratos, y él se compró una camiseta con las letras cirílicas del PCUS. Yo sigo pensando que el marxismo era una buena idea mal aplicada y G. siente nostalgia de las esperanzas que generó en una época que él no ha vivido...

Y ahora vuelvo a mi conferencia y a mi libro balcánico, ya no sé en qué orden... Esta tarde, sesión de Heddy Honigmann en la Filmoteca...


domingo, 14 de octubre de 2007

Patchwork







Fotos: I.N., serie Las cosas de Ade, 2007


Mirando esas piezas de patchwork que Ade Maio hace casi sin darse cuenta, juntando fragmentos de texturas distintas como pedazos de la memoria y vendiéndolas a los amigos (en forma de bolsos, bufandas, colchas), pensaba que el patchwork es el collage doméstico y encaja asombrosamente con mi manera de ver el mundo (envidiaba algunos collages de Carlos Pazos, o la pieza de sobres y correspondencia de On Subjectivity de Muntadas) o de acumular y rodearme de sus piezas y vestigios, siempre reacia a deshacerme de los trozos de belleza encontrada en envoltorios, jirones de ropa envejecida y única, cintas de regalos, sobres de cartas extranjeras, dibujitos o servilletas antiguas de bares, cajas de cerillas, cartones de horquillas, postales viejas, dibujos de cuando Gui dibujaba, fotos y recuerdos de momentos estampados que lo cubren todo en un proyecto de colcha penelopiana nunca terminada o sólo esbozada a modo de paisaje. Objetos y fragmentos que me hablan e interpelan o que cuentan una parte de mí.
Como Ade no tiene página web, no puedo poner un link, pero le hago aquí un pequeño homenaje, porque su mundo me reconforta y contrasta con la dureza del libro que acabo de reseñar y con la fuerza que necesito para oponer mi opinión crítica, siempre tentativa, a la de quienes opinan todo lo contrario.
Y es que en mis reseñas, tal vez porque me considero intrusa en casi todos los ámbitos -y no me molesta, de hecho he llegado a disfrutar de esa posición, como quien se balancea en un columpio colgado de los árboles, soy crítica intrusa como también traductora intrusa, escritora intrusa y tantas otras intrusiones sólo justificadas por la curiosidad, la pasión y el tiempo-, trato de mostrar cómo es el libro y de explicar por qué a mí me parece que no logra su objetivo o por qué lo veo fallido, o por qué me interesa, conmueve y entusiasma, en qué cambia o amplía mi percepción, para que lectores distintos puedan decidir que ellos tendrían una opinión distinta y decidan leerlo aunque a mí no me guste o no leerlo aunque yo lo defienda, porque mis razones no son las suyas.
Lo cierto es que, como lectora, me asombra la posición de esos críticos que se sitúan en una especie de Olimpo donde lo bueno y lo malo están claros y son indiscutibles. Unas veces me admiran y otras me repelen. Nabokov demostró que en literatura también cuenta la subjetividad, en sus Strong Opinions o en su Curso de literatura europea: él detestaba a Thomas Mann (yo no olvidaré mi lectura, con gripe, de La montaña mágica ni a Hans Castorp, ni la impresión de Confesiones del estafador Felix Krull) no le gustaba Jane Austen (aunque sabía explicar muy bien sus telarañas finísimas de trama, que a mí me subyugaron y arrastraron a leerme las Complete Novels) y la música le parecía puro ruido, pese a los esfiuerzos de su madre llevándole a la ópera en coche de caballos, abrigados con manta de pieles en la fría San Petersburgo. Nosotros mismos leemos distinto en cada época. Entonces yo, que soy bastante autodidacta y he leído caprichosamente, no de una forma sistematizada y rigurosa, sino guiándome sobre todo por el deseo y el accidente, ¿cómo iba a sentirme autorizada a sentar cátedra? Prefiero contar un poco el libro, describirlo y en esa exposición, ir repensándolo y desgranando mis pensamientos para llegar a una conclusión de forma transparente, como en aquellos problemas matemáticos donde había que mostrar todos los cálculos previos.
Pero hay algo emocionante en lo arriesgado, tentativo e intruso, como en mis viajes balcánicos, donde siempre me alienta el espíritu libre del poeta chino autodesterrado del mundo académico y oficial, Li Bai. Sin darme cuenta, me he acabado instalando a vivir en mis particulares montañas rusas, donde la imposibilidad de las cosas muestra huecos insospechados y abre puertas mágicas diminutas como las de la carrolliana Alicia, aunque a veces me pueden el frío, la intemperie, la absoluta falta de seguridad y todas esas cosas. Y así, cuando en mi posición de equilibrista tengo que oponerme a la mayoría de críticos y arriesgarme a disgustar a quien sea, el vértigo crece, y sólo me consuela una sensación moral (la del buen persianero, reconciliado consigo mismo cada noche) y libre (el espíritu de Li Bai).
Me dice V que cuente también de mi forcejeo con la reducción del espacio que ha significado el cambio de formato de La Vanguardia. Y lo contaré sin duda, cuando ya haya salido mi reseña. Por cierto, vale la pena visitar la casa virtual de V con su delicado ikebana y sus consideraciones sobre el pensamiento en China.
Hoy me han ofrecido que proponga la invitación de algunos poetas balcánicos para la Semana de Poesía, se me ocurren unos cuantos y la verdad es que me hace ilusión proponerlos y presentarlos (si se aceptara mi proposición).

jueves, 11 de octubre de 2007

Un regalo delicado


Foto: Albert Buendia (aún no sé cómo se llama la mariposa, ya que el fotógrafo que me la manda la ha rebautizado para mí como Zbelna isabelae. En cualquier caso, me encanta esa mariposa humilde y majestuosa, como mis árboles preferidos, tan sobria y con esa especie de joya sutil en un rincón de su falda). Plus tard... El fotógrafo ha confesado, se llama Leptotes pirithous. ¿Quién no desearía un vestido como el suyo?


Es un día casi aciago, debido a las malas noticias políticas amenazantes para el azufaifo, por la grisaille y la ventisca desapacible y algunos otros incidentes de índole pesante. El remate es la carta que he recibido de la gloriosa Institució de les Lletres Catalanes donde me confirma, con varios meses de retraso, que no me conceden la beca que pedí para terminar mi libro balcánico y añaden al pie el motivo de que mi proyecto "tiene un nivel inferior". Naturalmente, esa frase, antes del desayuno, ha movilizado a mi parte autofustigadora, que ha imaginado a los becados "superiores" como sabios doctores de Oxbridge, con proyectos de Heidegger para arriba (yo "sólo" recurro a Hannah Arendt). Por suerte, mi parte pragmática, más memoriosa, recordaba la lista de los becados en años anteriores -algunos reciben becas con mucha frecuencia-, entre los cuales había bastantes escritores mediocres con libros mediocres, eso sí, todos ellos de probada catalanidad.
Sobre estas exclusiones, un interesante artículo de Bru de Sala, ayer, en La Vanguardia Cultura/s, hablaba de escritores catalanes -en lengua catalana- excluidos de Frankfurt por sus disidencias o divergencias con el nacionalismo y abogaba por una gestión cultural donde primase la buena literatura y no la ideología, como yo misma intenté explicar al dorso de Polis el otro día, donde un comentarista me acusó de tener criterios homogeneizadores y de alguna otra cosa peor.

También por fortuna, el Institut Català d'Antropologia y la Fundació Jaume Bofill, que apadrinaron el proyecto en su primera fase, no lo consideraron inferior sino lo bastante interesante como para decidirse a apoyarlo, aun cuando no entraba en los objetivos -del ámbito estrictamente educativo- de la Fundació Jaume Bofill.

Pese a todo, me consuela mi trabajo de escritura, hoy precisamente balcánico (Corrijo y transcribo entrevistas a escritores que hablan sobre la guerra y la verdad es que sí me interesa ese material, desde mi criterio seguramente inferior o en cualquier caso, no tan alto como el de la Institució). Y la visita virtual de Leptotes pirithous, naturalmente.
Espero que esta noche, la lluvia no me impida llegar a la cena, como me ocurrió ayer. ¡Y es que en esta ciudad, cuando llueve no existen los taxis! La primera cena, cerca del Park Güell, en una casa moderna y con vistas espectaculares, tuvo que anularse por la lluvia, uno de los invitados se quedó atrapado en la estación del metro, observando el agua caer, otro sin batería en el coche y yo sin taxi, y se aplazó para hoy. Entonces otros amigos me invitaron a una cena más lejana, la lluvia había amainado y era previsible que encontrase algún taxi. La cena estaba en el otro extremo de la ciudad, cerca del cine Icària, en un apartamento acristalado con vistas a una ciudad que parece Manhattan, especialmente de noche. Llamé a todas las compañías de taxis que encontré, incluyendo una genial llamada Taxi Libertario, cuyo contestador decía ¡Taxi Anarquía! pero el horario no era anárquico, sino restringido. No encontré ninguno y me quedé leyendo con mi gata, que ronroneaba en el sofá, mientras fuera el agua caía.
Le han dado el Nobel a Doris Lessing y yo recuerdo una pieza pequeña autobiográfica suya que leí en Granta hace años sobre su primera época recién llegada de Rodesia (Zimbabue) en Londres, con dificultades económicas, y el estado de semivigilia y ensoñación en que escribía, tan parecido a mi propia experiencia. También recuerdo una pieza suya en Maternidad y creación, que yo reseñé para La Vanguardia sobre galeradas pero cuyo libro nunca recibí, por esos olvidos extraños de las editoriales, donde decía que no había nada tan aburrido para una mujer joven y llena de energía y talento como empujar un cochecito. Aunque creo recordar que ella intentaba escribir mentalmente mientras se entregaba a esa tarea. Yo recuerdo que en esa época mía de empujar cochecitos, tenía tanto sueño que sólo imaginaba echarme en cualquier acera a dormir.

lunes, 8 de octubre de 2007

Tormenta



Foto: I.N., Self-portrait reading and taping, 2007.


No pude llegar a la filmoteca. De camino tenía que recoger un cartucho para la impresora y al salir, rompió a llover a mares. En un momento, Muntaner era una ríada. La gente, por la falta de costumbre de lluvia en un país tan seco, chillaba. He subido a un autobús hasta la Diagonal, pero al bajar y andar un poco, he decidido dar la vuelta y refugiarme en el metro. No había taxis y mi estado era lamentable. Los zapatos eran barcos naufragados. A pesar de mi discreto y recio microparaguas, de la viejísima gabardina London Fog y el eficaz gorro francés, me faltaban botas de pocero. Tenía las piernas como si las hubiera metido en el mar hasta los muslos, la zona lumbar húmeda, los dobladillos de mi pobre pantalón verde chorreando. Dos horas en aquel cine refrigerado habrían significado pulmonía doble. Así que me he vuelto y me he puesto a escribir, intentando encontrar un camino para un texto en el que sé que hay algo, pero aún no sé cómo darle salida, y dando unos últimos toques felices a un cuento que ya encaja, ya fluye, intentando olvidar a H.H., y la película perdida.


Así que ahora vuelvo a la biografía de Melville, que está en el momento apasionante de creación de Moby Dick, en esa fase en la que todas las influencias y agitaciones y maceraciones coinciden en una reforma completa de esa profética novela americana. No tardaré en escribir mi reseña en La Vanguardia. Pero mientras, mi brazo dolorido descansará del ratón. Cuando me vea instalarme en el sofá, la gata Gilda vendrá a la cabecera, su lugar preferido mientras yo leo.

sábado, 6 de octubre de 2007

El jueves, en la Filmoteca


Foto: I.N., Cortanovci frente al Danuvio, Vojvodina, Serbia, 2007


Vi otras tres piezas cortas de Heddy Honigmann, Food For Love. Mientras su madre cocina una receta judía familiar (A Shtetl that's no longer here), recuerda la tragedia de su pueblo en Polonia durante la persecución nazi, mezclando ingredientes e idiomas de su éxodo. En Saudade es una receta portuguesa, con recuerdos de una infancia pobre en Lisboa, de la que huyeron madre e hija a Holanda, durante la dictadura de Salazar, y la hija canta fados mientras componen la figura del abuelo y su forma de cocinar el conejo, y por fin, en A Recipe For Reconciliation, un iraní exiliado en Holanda, recuerda a su moderna e interesante abuela, que jamás cocinó y sí se dedicó a la vida intelectual y no prestó nunca atención a su hija, madre del cocinero, y una sola vez, ya mayor, decidió ser por un día una buena madre y buena abuela y les hizo esas berenjenas deliciosas que él intenta reproducir en su restaurante y escuela de cocina, y cuenta como esos platos le consuelan de su nostalgia de Irán y su familia. Sentí un impulso intenso de irme a Irán, incluso pensé si preguntarle a mi amigo persa-canadiense si no le importaría que le acompañase en uno de sus viajes a Teherán. Sobre todo porque en la película, con aquella receta y la historia de aquellas mujeres, se hablaba de una Persia mediterránea y de vida más libre, muy lejos de Ahmadineyad y de los estereotipos que nos cuentan aquí, y el paisaje que entreví en un documental durísimo ya me despertó una vez el deseo de ir, pero por desgracia, no creo que sea un sitio para viajar sola, sin conocer la lengua, y sobre todo, con ese gobierno de ahora.


Hoy he visto un concierto mediano en el Auditori, el que llevarán a Frankfurt como representación catalana. En mi confusión característica, creí que el programa de hoy era el de mañana. Según mi humilde opinión, es una lástima que hayan seleccionado precisamente algunas de esas piezas, porque sin duda hay otras mejores. Otras sí merecían estar (Lamote Grignon me gustó, Gerhard era interesante, Vivancos a trozos también, Mompou no muy bien escogido, tiene piezas mucho mejores y la soprano no ayudó a mejorar las cosas, Toldrà y Guinjoan no me interesaron en absoluto). Nos reímos mucho después, comentando nuestras observaciones de los miembros de la orquesta y su gestualidad. Uno de ellos parecía disfrazado de león. Al fondo, uno de los vientos parecía hablar y hacer guiños. Como estaba todo semivacío, nos fuimos acercando hasta la cuarta fila de platea. De cerca, los que desde arriba parecían interesantes, dejaban de serlo. Curiosamente, desde arriba, el primer violín parecía delgado, alto y huesudo y muy germánico, pero al llegar abajo había engordado considerablemente. Después de todo un día luchando con la escritura, buscando un tono, intentando disciplinar lo demasiado sentido (trying to learn to use words, and every attempt/ Is a full new start, and a different kind of failure... And so, each venture/ Is a new beginning, a raid on the inarticulate), no estuvo mal ir. Incluso dormité un rato, lo cual, según mi acompañante, no era mal indicio, porque si la música es muy mala ni siquiera se puede dormir.
Por cierto que después hemos ido a tomar algo a un local de tapas de la Diagonal llamado Bar Mut, que no era mudo sino notoriamente ruidoso y donde no tenían ni un vino decente, ni un queso comestible, ni ninguna consideración en el trato a los clientes. Nos han traído sin pedirla una sardina requemada y hasta el pan era incomestible. El lugar estaba a tope y había cola. ¿Qué se puede esperar de una ciudad que no sólo tolera ese nivel tan bajo de trato sino que hace cola para recibirlo? Contra lo que opinan los comentaristas anónimos que me visitan, yo no idealizo Europa, pero sé que aquí, salvo quizás el clima, casi todo es peor. Y en cuanto al clima, si nuestros ayuntamientos siguen talando árboles con tanta alegría, pronto dejará de ser una razón para vivir aquí.

Nos hemos despedido frente al azufaifo. Hay que prepararse para la segunda fase -negociadora- de la batalla para protegerlo. Ayer, hablando con alguien que trabaja en un departamento municipal, se extrañaba mucho que en el distrito se nos hayan puesto en contra, que no hayan apoyado nuestra iniciativa. Generalmente suele ser al contrario...
El árbol está tan bonito de noche, con la calle quieta, sin coches... La gente se para a verlo y a leer los carteles de la esquina. Siempre oigo pasar a alguien que comenta sobre el ginjoler. Me gustaría poder atravesar la alambrada para quitarle esas basuras que le arrojaron los zafios y abrazar su viejísimo tronco bicentenario. Es una suerte que haya llovido.

miércoles, 3 de octubre de 2007

La voz humana


Foto: I.N., Autorretrato en la colonia de escritores de Čortanovci, Vojvodina, Serbia, 2007
Un editor me ha propuesto incluir fragmentos de mi blog en una antología de narradores contemporáneos. La propuesta me ha hecho ilusión: ya era hora de que algún editor de este lento país empezase a valorar este medio. Hablaré de ese libro en cuanto me autoricen, de hecho no tardará mucho en salir, pero además, tiene otra vertiente interesante. El libro va acompañado de un CD con los relatos leídos por sus autores.
Hoy he ido al estudio de grabación, no muy lejos de mi casa. Una representante de la editorial estaba allí, para templar mi tendencia a la aceleración en la lectura, sabida por todos los que me han escuchado alguna vez. La técnica de sonido que regenta ese estudio era una fina profesional, tenía el oído de un gato y detectaba cualquier intrusión de timbres o roces indeseables, aunque el criterio era una grabación cercana, no perfecta ni de actores, donde no importaba demasiado oír pasar una página. Además, ella sabía cortar y pegar sin costuras cuando hacía falta.
A mí me gusta leer en voz alta, aunque sea el resultado de un absurdo entrenamiento de pequeña (yo era la narradora de todas las representaciones teatrales y lectora de todas las ceremonias en el colegio de monjas del que luego me expulsarían, me hacían leer evangelios en misa, y textos en el aniversario de la fundadora, etc. Cuando me negué, empecé a caer en desgracia. Pero había algo gracioso en marcar con mi voz los gestos y rituales de tanta gente). Y es verdad que leer los propios textos es algo especial, porque cada palabra se colorea con la intención, con el sentido que le ha dado quien la eligió en un texto, y el texto se llena de una vida fogosa y ardiente, de humor o de cualquier clase de pasión. Así que lo hemos pasado bien las tres y yo estoy contenta por este blog, que empieza a ser reconocido.
Antes, a mediodía, he tomado algo con un amigo agente literario. Él es medio alemán, así que estaba muy de acuerdo con mi anterior post sobre Heddy Honigmann y la desmemoria de este país. Me ha comentado, con su humor inteligente y tranquilo, que aquí, últimamente, los editores no se atreven, no se arriesgan a descubrir ningún talento extranjero y prefieren esperar a que se haga famoso en el resto de Europa Occidental, teniendo que pagarlo a precio de oro y perdiendo la posibilidad de tener derechos mundiales. Se supone que la función del editor es descubrir talentos, pero aquí casi nadie lo hace (se hacía en los setenta). Él había intentado vender a un autor del Este durante años, a bajo precio y con derechos mundiales. Cuando ya lo han comprado en dos países europeos y ha salido una poderosa crítica llena de elogios en uno de esos países, entonces un editor que antes no lo quería, ha dicho que quería comprar todas sus obras (que ahora valen más, y los derechos ya no son mundiales).
"Deberíamos emigrar", me ha dicho, ya en la calle, en medio del fragor del tráfico y sus humos imposibles en la Travessera de Gràcia, y hemos hablado de la vida en Berlín, donde la vivienda, los restaurantes, la comida son bastante más baratos que en Barcelona, pero los trabajos culturales se pagan bastante mejor, hay mucho menos tráfico y contaminación, parques frondosos con árboles de verdad (no de juguete, no ramitas como aquí) y con el cambio climático, ya ni siquiera hace el frío de antes. "Mi problema", le he dicho yo, "es que no sé alemán. Si no, hace tiempo que viviría allí..."

2 minute stilte a.u.b., Dos minutos de silencio, por favor


Foto: Isaias Fanlo, Retrato con azufaifo, 2007

Otra película de Heddy Honigmann en la Filmoteca (esta vez me he abrigado). El cine estaba casi desierto, éramos ocho. Un documental sobre el ritual conmemorativo que se hace en Holanda cada 4 de mayo para recordar a las víctimas de la II Guerra Mundial. HH habla, con la contención elegante que caracteriza sus películas y su escucha extraordinaria, con algunos hombres y mujeres que asisten, la hija de unos colaboracionistas, algunos supervivientes, una psicoanalista que habla de la violencia que llevamos dentro y que hay que sacar, músicos, un hombre que no puede contar lo que más le duele y llora mientras su mujer le observa en silencio absoluto, una mujer en un geriátrico que cuenta a todos los que honra cada 4 de mayo, a los niños muertos y perdidos, a su tío, etc., y siempre esa atmósfera empática y de respeto de Heddy Honigmann (ella también descendiente de supervivientes de la Shoah, cuenta que creció escuchando historias de personas desaparecidas y aprendió cómo con cada persona se perdía un universo de cuentos, ideas, anécdotas), que se atreve a escuchar los silencios de esa gente y sus interrogaciones sin imponerse, el reverso de tantos entrevistadores, con una delicadeza casi psicoanalítica. La elegancia de Honigmann le permite contar con imágenes y silencios y no sólo con palabras o mostrar cómo las palabras ayudan a unos pero no pueden servir a otros. Todo está en los gestos de los que hablan, esa mujer judía que va poniendo las flores en un jarro mientras habla entrecortada y brusca de sentimientos difíciles, o esa chica desconcertada por el peso de la historia y su dificultad para abordar algo que no vivió, su mirada durante el paseo ritual, con su padre, o la canción que ha compuesto la hija de los colaboracionistas, su manera de rememorar sola en casa, o el poema de la psicoanalista y su interpretación del Réquiem de Verdi y las flores y el ritual íntimo y filmado de cerca, sin grandeur, sino con una proximidad casi táctil y las imágenes, las flores, el movimiento de los árboles, la gente andando y sus miradas pensativas en ese momento de reflexión de unos y dolor puro de otros, contando lo que no se dice en palabras, esa mezcla de pesar, conciencia, pensamiento sobre la condición humana, ambivalencias, la carga de la culpa que pesa sobre tantos, y la carga de las víctimas... Todo me hacía pensar una y otra vez en lo que aquí no se hace, no se ha hecho nunca: recordar lo que ocurrió, expresar eso en un ritual íntimo, reconocer a los que lucharon y sufrieron, reconocer lo que hizo cada uno.

El nuestro es un país que no piensa ni participa en esas cosas. Un país donde mucha gente que se considera progresista o posmoderna defiende que hay que olvidar y pasar página. De tal forma que los traumas del silencio pasan de una generación a otra. La culpa colectiva o el dolor colectivo, las dos cosas. Y esa falta de verbalización y recuerdo, esa falta de reconocimiento es la base de una ignorancia mucho más amplia, que lo engulle todo: no saber, no pensar, no reconocer. Porque sin historia no hay identidad posible, ni conciencia, ni reconciliación, ni curación, ni siquiera puede haber una verdadera cultura. En ese sentido, España no es Europa.

Cada vez estoy más convencida, y ayer la película holandesa de HH me lo confirmó, de que la ignorancia y la zafiedad semianalfabeta que reina en este país no se debe sólo a la falta de inversión en la educación, sino que a un nivel más profundo, está conectada con la negación del drama principal que se jugó en este país, no sólo durante la guerra, sino también durante la terrible posguerra. Creo que al renunciar a pensar y hablar de ello, se renuncia también en lo profundo a todo pensamiento, a toda reflexión, a toda dificultad o esfuerzo intelectual, y uno se dirige a la evasión más superficial, a la pura banalidad. Creo que ese es el mal de este país, donde me siento siempre tan ajena.