domingo, 27 de febrero de 2011

Dejé

Foto: I.N., Fachada con 3 operarios, 2011
Dejé que las películas entrasen en mí con sus hilos, sin distanciarme, que se mezclaran con mis percepciones vitales, sin bordes, en una deliberada conciencia imperfecta, porque no sólo estaba cansada sino también asustada y doliente. No sabía (ni sé aún con certeza) qué había ocurrido, pero como en el dicho de Lenin, un paso para adelante, dos para atrás: vuelta atrás en mi proceso, y ojalá eso no signifique volver a la pesadilla radical. Así que me quedé en el sofá con Rufus y vi dos películas de hollywood -copias legales, especiales y no pirateadas- que estaban aquí por un azar encadenado y no sin su lógica generosa. Vi la de Clint Eastwood en malas condiciones porque faltaba una conexión y mi DVD no se veía, en el ordenador apenas se oía. Hasta que llegó G. y pudimos conectar ese trastito misterioso y al menos tuve sonido, aunque no hubiera subtítulos.
Me gustaron hilos, fragmentos de esa película, Thereafter, las visiones de allí, después (más literalmente aquí, después, pero yo habría traducido Allí, después) los momentos de luz que los supervivientes conocemos; me gustó ese niño triste e impávido, con su gemelo y luego solo, que recordaba a la película japonesa Dare mo shiranai, los niños abandonados por una madre dolorosamente desastrosa, y organizándose en sus ritos (muy bien contado, sin palabras apenas, sólo con unos pocos gestos reiterados), y también me gustó ese Matt Damon que intentaba quitarse de encima ese gift-curse, ese don que él vivía como una maldición. Me repelió el final (curiosamente Harry el Sucio se vuelve cursi cuando quiere hablar de lo amoroso o muy convencional, ya le pasó en los Puentes; un poco como al brillante Scorsese al meterse en literatura de 1800, estropeando a Wharton) ni me gustó la "parte francesa", ¿tan convencional, tan estereotipada idea tiene Clint Eastwood de ese país y sus personajes, que hablan demasiado alto para argumentar?, no me gustó seguir a esa protagonista jillclayburguiana porque había algo en esas imágenes tan preso de las convenciones que me irritaba. Tal vez, como sugería alguien, CE debería ver más Rohmer para dibujarlos.
Luego vi la de Sophia Coppola, Somewhere, ya en condiciones mejores, en el dvd, y con cada copia advirtiéndome concienzudamente de mis responsabilidades y riesgos. Me extrañó, sobre todo me produjo extrañeza esa crónica de un actor en Los Ángeles -aunque la ciudad me resultaba más familiar y reconocía los lugares, un hotel mítico, unas avenidas, unos árboles, la publicidad-, su pequeña vida horrible y vacía, sin apenas conversaciones ni momentos reflexivos, sin pensamiento y aparentemente sin dolor, con encuentros de un sexo mezquino, objetizado y fracasante, fármacos, alcohol, la parte absurda y esclava del trabajo, fiestas tontorronas, soledad, lujo exagerado y sólo una temporada con su hija para volver a la vida o a la infancia o recobrar la ilusión del lujo, y el poderoso rugido del motor del coche. Había algo que no estaba mal, aunque tampoco fuese my cup of tea, estaba bien contada, and so what? Sobre todo en este mundo donde hay tanto más... Dudé si el final era un loop o si se había vuelto a poner la película. Mi sensación es que Sophia C. es demasiado mimada para comprender el mundo, todo le ha sido dado por ser quien era y ella tal vez ni siquiera lo sepa y esa naturalidad descortés y desconsiderada con la que algunos hijos de privilegiados asumen su suerte me irrita un tanto, y tal vez me equivoque, pero me da la impresión de que eso le impide ir más allá de lo light. Ella no podría entender ni contar el dolor de Leaving Las Vegas, y cuando se le pierde algo en la traducción revela también su desdén típicamente americano por una cultura antigua y refinada (aún con todas las contradicciones de ese país) como la japonesa (quien cuenta muy bien ese encuentro es Sokurov en El Sol, ahí sí que están todas las contradicciones y a veces entendemos a los americanos, más demócratas y populares ante el horror del imperio y otras entendemos al emperador japonés, horrorizado ante la ignorancia, la descortesía y las maneras burdas de los yanquis), eso sí, Eugenides le prestó mucho a Sophia C. para contar The Virgin Suicides y yo encontré algo ahí de mi propia adolescencia, aunque sólo fuese la respuesta que daba una de aquellas chicas a la torpe pregunta de un médico que mi narradora de "Souvenir" no pudo contestar). Y pese a todo, no niego que he encontrado algo en esas dos películas, quién sabe si por mi extraño estado o la maldición de la Montaña mágica, esa sensación de que no puede uno salir del sanatorio de Hans Castorp (sin abandonar el mundo).
Dice mi homeópata que la indignación podría ser la causa de estos últimos males, así que intentaré volver al punto del abandono y la confianza. Ya no hay grisaille en el cielo, hace sol. G. tenía una calçotada. Rufus, que ayer vio las dos películas conmigo (cuando el dvd se abrió obedeciendo a la orden a distancia, Rufus fue hacia allí como quien intenta tomar cartas en el asunto, a estudiar quién se movía en ese aparato. Pero al cerrarse simpatizó con la máquina y se frotó contra ella), sigue prefiriendo el sofá al sol de la terraza, porque está en fase cuidadora. Es un gato especial, tal vez extraterrestre, y no me descuida. He leído a EVM sobre Salinger y las razones que le llevaron a alejarse de un mundo ya sin ética ni cortesía. Todo encaja, como diría mi amigo serbio. Querría que este silencio de domingo durase siempre, y recobrar mi salud, y andar por una playa solitaria...
Más tarde he visto la excesiva Black Swan, de Arofnosky, con su teatralidad reiterativa y torturada, a pesar del buen trabajo de NP, me ha saturado y quizás no era la mejor manera de encontrar lo que yo necesitaba. NP es tan buena como Moira Shearer en Las zapatillas rojas, pero la película no se puede comparar. Habrá que buscar en otra parte.

viernes, 25 de febrero de 2011

Ayer salí a la calle

Foto: I.N., A convenient shop in Venice Beach, 2011
Todo era cemento, basuras sembrando el suelo, grúas y rugidos de coches. Yo traducía a Giono, un pasaje donde un policía de montaña y un procurador real admiraban los magníficos tilos y decidían los caminos campestres que seguirían en su paseo. Acababa de leer un fragmento de Robert Pogue y sus jardines humanistas, y me sentía algo mejor, una vez entregado el texto que he tenido que acabar en pleno posoperatorio, encontrándome mal, porque las instituciones se han acostumbrado a exigir su dosis y a retrasar su pago cada vez más: no les importa que te estés muriendo y tienen gente con estómago para presionar más y más, sin ninguna empatía... Así que yo me sentía heroica, pero la calle salvaje de este país corrupto donde sólo se construye y destruye y los tirones de mis pobres órganos removidos de la operación, las aceras impracticables para los sufridos peatones, especie en extinción en Hereuville. G. me avisó de que van a tirar un bonito, vetusto y digno edificio en Muntaner, ya lo han vaciado entero, ¿adónde habrán ido sus viejos ocupantes? Recuerdo una señora a la que veía coser muñecas por una ventana durante años. Yo seguía renqueando en la calle despiadada, sudaba del esfuerzo, maldiciendo mi osadía. De pronto oí el organillo de antes, los tres gitanos con su cabra, que pasan el platillo y se ríen de todo, y me alegró ver que seguían ahí, a pesar de este mundo espantoso que nos esclaviza, y quise acercarme a saludarles y darles mi contribución, pero no pude dar con ellos.
Más tarde fui a la mesa redonda psicoanalítica sobre las parejas. Al llegar, el psicoanalista y psiquiatra Josep Monseny me felicitó por mi intervención en las jornadas de Plataforma Psicoanálisis siglo XXI (véase sección Otras lecturas en la revista del COPC) y declaró que era "un fan". También hablaba Vicente Mira. Sus dos intervenciones fueron muy interesantes, me gustó poder pensar así en ese perenne desencuentro de las parejas, con la falta y como dijo la psicoanalista Inés Rosales, lo que cada uno hace con la frustración, y en ese amor desengañado del que habría que partir según Monseny, para que las cosas funcionaran, en el cuento de las cabezas cortadas de Thomas Mann y los relatos de Mauriac que, según él, fueron su primera educación sentimental, la leída y casi lo que más me gustó fue cómo respondieron más tarde a mis objeciones sobre patrones misóginos, abiertamente e interrogándose. Yo leí unos fragmentos de Algunos hombres... y otras mujeres, introducidos por comentarios. Es la primera vez que hago algo así. Siempre prefiero hablar de otros escritores, pero el tema era tan contemporáneo y mis lecturas favoritas son tan del siglo XX que me vi impulsada a leerme. Fue una suerte porque el público psicoanalítico siempre es receptivo y pesca las palabras y las ideas que quedan flotando en el aire. Al salir comprobé que en esa librería no tenían ninguno de mis libros: no es casual, el ochenta por ciento del espacio lo dedican a best-séllers y el veinte por ciento restante a las novedades más comerciales. Creo que las tres intervenciones se publicarán en revistas psicoanalíticas.
Mientras, me recupero todavía arropada por la respuesta de mis amigos, que ha sido abrumadora. Tanta gente se ha ofrecido a ayudarme, tantos me han acompañado, la mujer más guapa del mundo y Tigridia vinieron conmigo el día de autos y Tigridia pasó incluso la noche allí, además de hacerme visitas médico-amistosas diarias, mi amigo seráfico y la Belle Elaine han venido a cocinar para mí, en el hospital me visitaron unos cuantos (a los que dejé), algunos, como J., me han hecho la compra y otros encargos esenciales, me han traído libros y audiolibros (la Belle Elaine me trajo un audiolibro de Felisberto Hernández que me encantó), revistas sesudas (Bel M. me trajo un estupendo número dostoievskiano de Shangrila, con un buen artículo suyo) y libros visuales o documentales musicales (un novelista y poeta me trajo Crossroads, además de mandarme músicas reparadoras) y películas, tantos me han escrito y llamado para preguntar, para hablar. Yo aprovechaba para andar por el pasillo mientras conversaba, siguiendo la recomendación médica. Incluso la única enfermera borde de la clínica, tal vez arrepentida, me llamó asombrosamente para ver cómo me encontraba y me dio un buen consejo práctico. Muchos se concentraban y me mandaban white light, un amigo de mi amiga americana, Diego Semprún, un artista que hace cristales maravillosos, encendió una vela especial para mí aquí y la madre de mi amigo seráfico le puso otra vela a la Virgen del parto, que a mí me recordaba a Tarkowski y a Nino Rota y a su Nostalghia, aquel monasterio romano maravilloso de las velas. "Por algo será todo eso", ha sugerido la mujer más guapa del mundo esta mañana. También me ha llamado la Esfinge; las conversaciones con ella me han ayudado mucho a separarme de la extraña amenaza y a seguir ordenando pensamientos. Los teléfonos no paraban de sonar y G. estaba entre desconcertado y desesperado de la constante interrupción y de que me llamasen todos a mí, pero no se quejaba. "Jo estaria orgullós", me dijo una noche. Y mi amigo serbio escribió: "Una reacción así de momento cambia la impresión -o la experiencia- que uno tiene de la raza humana, así que estoy de acuerdo: es increible, pero lo que importa es que sea increible para bien."
Me han dicho que Hereu amenaza con que, si gana CIU, muchos proyectos quedarán a medias. Ojalá. Por desgracia, Mas nos "consuela" prometiendo que esos proyectos (de destrucción) se llevarán a cabo (es decir, ellos seguirán haciendo negocios y cobrando comisiones y este país seguirá sufriendo talas y derribos). En facebook, algunos se lamentan de la destrucción del paisaje que han supuesto las autopistas innecesarias de Nadal en el Empordà. Y de los árboles cortados. Cerca de mi casa están talando los últimos pinos centenarios de la desdichada Vil·la Florida, con la perversa excusa de construir una biblioteca. Mientras, nos siguen asfixiando en este capitalismo feudal (en expresión de mi amigo serbio). Un juez dictó sentencia contra un Banco en el sentido de que cuando alguien pierde la casa por no poder pagar la hipoteca y el Banco se queda la casa, el pobre hombre desposeído quedaría libre de pagos. Pero el PP y el PSOE se niegan a que los Bancos pierdan una sola monedita y creen que ese ciudadano desposeído y en la calle debe seguir pagando al Banco forever and ever, además de darle la casa. Eso no es raro en el PP, pero en un partido que se llama obrero y socialista es increíble, ¿no creen? ¿Nos rebelaremos? ¿Hasta cuándo llega el umbral de resistencia de la gente en este país? ¿De dónde sacan algunos su orgullo patrio? Los griegos salen a la calle, como los árabes, ¿y aquí?
Esta noche he dormido mejor, quién sabe por qué. Y he tenido muchos sueños. En uno de ellos tenía que tirarme al mar y al asomarme por la ventana veía que el agua estaba agitadísima y turbulenta, claramente amenazante y sentía angustia, pero por alguna razón misteriosa era obligado ir a ella. Luego, en otra escena, me descubría en el mar pero sin haberme quitado la camisa (era una camisa finísima que tengo, tan delicada como ala de mariposa, de un azul celeste pero ligeramente violáceo y siempre a punto de deshacerse). ¿Y por qué estoy aquí en el agua?, les decía a otros que me acompañaban (un hombre y una mujer conocidos y a la vez anónimos), ¿por qué me he encontrado ya aquí, antes de poderme quitar la camisa?

Hoy viernes 25, mesa redonda en Bertrand, a las 17h

Foto: I.N., Playa, 2011 Espacio-Foro (organizado por la FFCLE-F7 y el Foro Psicoanalítico de Barcelona)
Mesa redonda: "Sobre las parejas en la actualidad. De lo que las une y desune".
Cuando dos se unen, no por eso hacen uno. Sin embargo, ya los una el amor o el estrago, el síntoma o el fantasma, para ellos —la pareja— se inaugura la creencia de que la relación entre los sexos es posible ¿Y cuando se desunen? Pretendemos que esta mesa, que cuenta con dos analistas y una escritora, y los participantes, nos digan tan fragmentariamente como sólo puede decirse sobre ésta y otras cuestiones de parejas... actuales o tal vez de siempre.
Apertura: Antonia Mª Cabrera, AME de la EPFCL presidenta de la FFCLE-F7 Ponentes: Vicente Mira, Isabel Núñez, Josep Monseny Coordinación: Mª Inés Rosales, psicoanalista AME de la EPFCL, miembro del FPB FFCLE-F7
Vicente Mira - Psiquiatra, psicoanalista, miembro del Foro Psicoanalítico de Madrid, docente del Colegio de Psicoanálisis de Madrid.
Josep Monseny - Psicoanalista y Psiquiatra, AME de la EPFCL. Docente en ACCEP e ICLES y Coordinador del IPB (Instituto para el diálogo del psicoanálisis con los otros discursos sobre los malestares en la cultura).
Isabel Núñez - Autora de Crucigrama (h2o, 2006), Algunos hombres… y otras mujeres (Menoscuarto, 2009), Si un árbol cae. Conversaciones en torno a la guerra de los Balcanes (Alba, 2009) y La plaza del azufaifo (Melusina, 2008).
Librería Bertrand - Rambla de Catalunya, 37, Barcelona ENTRADA LIBRE Organiza: Federación de Foros del Campo Lacaniano de España - F7 (FFCLE-F7) y Fòrum Psicoanalític Barcelona (FPB)

jueves, 24 de febrero de 2011

Allí

Foto: I.N., John Muir Woods, Árbol caído, 2011
Bajé en camilla, con una bata de quirófano azul ultramar (mejor que el mezquino verde de siempre), descalza, transportada por un camillero fortachón, con gruesa cadena dorada al cuello, que me hablaba muy alto y contaba anécdotas en el ascensor. Todo era tan extraño. Atravesamos una compuerta que parecía de aquellos submarinos de Viaje al fondo del mar. Al otro lado me esperaba todo el equipo del quirófano, con sus gorros, y yo les veía en alto, mareada, como los bebés deben de vernos desde sus cunas, pero el camillero me detuvo para traerme la manta prometida antes de pasar al otro lado. Yo tenía los pies fríos y pensaba en los dibujos de Kentridge de camillas, monitores y tubos. Me consolaba pensando que lo escribiría. Pero faltaban unas pruebas que yo no había llevado. El anestesista ruso, que era corpulento y no sonreía, dijo que él no podía actuar sin los análisis, y me abandonaron en un pasillo con cortina verde. Hacía mucho frío, el suero seguía entrando y yo no podía huir ni desbeber. A veces, la cortina estaba demasiado abierta y yo quedaba expuesta al horrible trasiego y las visiones de otros cuerpos y veía un quirófano donde todos se arracimaban. Otras veces cerraban la cortina del todo y sólo oía conversaciones asombrosamente banales mientras intentaba llamar en vano para que alguien me ayudara. Hablaron de una mujer a la que todos odiaban, pero a veces bajaban la voz, así que supuse que era alguien del hospital. La mujer de la que hablaban, a la que llamaban víbora y epítetos similares, estaba en un congreso en Washington y se había casado con alguien rico; decían que iba a desplumarle y luego le dejaría. Además, les parecía fea y con exceso de peso. Todos parecían sentir la misma rabia. Decían que era experta en pinchar y desmoronar a quien fuera. Cuando las voces masculinas hacían bromas machistas a su costa las voces femeninas también se reían. No había piedad ni consideración para ella. Nadie hablaba de ese poder suyo para desmoronar a alguien, en qué consistía, pero indirectamente se lo reconocían.
Cuando oía movimientos acercándose, llamaba, pero no me oían. Al fin se abrió la cortina y entró una enfermera compasiva, que aceptó traerme uno de esos instrumentos para desbeber. Cuando vas en camilla te conviertes en un cuerpo y toda esa gente, que ha aprendido a disociar para no contagiarse del sufrimiento de los otros, no te percibe como a un humano, ni se pregunta, te acepta sólo como un cuerpo, parte del mobiliario de ese no-lugar, o como objeto de su trabajo, pero sin consideración ni empatía. Y ese frío especial de los quirófanos. La espera parecía interminable; como faltaban mis pruebas -alguien había ido a avisar a mi habitación para que fueran a buscarlas a mi casa; yo no podía llamar a nadie, sólo decirle al enfermero que las encontrarían en tal lugar-, habían pasado delante a otra paciente antes al mismo quirófano. El anestesista ruso hablaba todo el tiempo en ruso por su móvil en el pasillo, pero tal vez no fuese exactamente ruso porque nunca dijo "jarashó". Y con todo, sonaba rushki.
Nadie me decía nada, pero me pareció que alguien llevaba el sobre de mis pruebas... ¿sería? Al fin el anestesista se acercó, colocó el sobre en mi camilla y me dijo, casi sonriendo: "Todo está en orden". Y sin embargo, la espera continuaba: oí decir que estaban limpiando el quirófano. Fueron dos horas y media, aunque yo no podía contar el tiempo: en mis monitores no había reloj. Por fin vinieron a buscarme, los mismos que me habían recibido en la compuerta misteriosa, y me llevaron al quirófano. Entrar horizontalmente y de espaldas a una habitación no es una experiencia agradable: ves las caras como en gran angular asomando y hablándote y la sensación de pesadilla es muy intensa. Me trasladaron a la camilla de operaciones, me conectaron a monitores, me adhirieron esas tres pequeñas ventosas en el pecho para el electro y un aparato que medía la tensión. Por el bullicio, el quirófano parecía una discoteca. Había mucha gente y todos se movían y hablaban extrañamente a voz en grito. Pero el anestesista ruso se acercó, me pinchó, enseguida noté un calor en la garganta, subió el sabor del fármaco y entonces me dormí sin transición, sin ese largo umbral del sueño al que estoy acostumbrada. Cuando me desperté, me llevaban a reanimación. Era un lugar triste, de iluminación siniestra, que me hizo pensar en mi padre, poco antes de su muerte, cuando le visité, con bata de quirófano, a un lugar así, y me pidió suavemente que le rascara en un hombro.
El dolor era muy fuerte, casi irresistible. Había otros cuerpos cerca, creo que el más próximo era un hombre, pero no llegué a verle. Pensé en el poema de Emily Dickinson y me pregunté si el musgo cubriría nuestros labios, borraría nuestros nombres. ¿Teníamos nombres? En el cartelillo de la muñeca, el mío quedaba asociado al de la cirujana. A los demás yacientes vinieron a verles sus médicos, les oía decirles que todo había ido bien. Mientras, yo seguía sin noticias. Le pregunté a una enfermera que andaba por allí, me dijo que no estaba autorizada a responderme. Al cabo de no sé cuánto tiempo le dije que me dolía. Me respondió que si me daba más morfina tendría que quedarme una hora más allí. Pero yo quería saber. Le dije que prefería ir a la habitación en cuanto fuera posible. Y al fin me liberaron. Un camillero amable me hizo atravesar la compuerta del submarino, me llevó al ascensor y llegamos al decorado humano de las habitaciones. Allí volví a ver a mis amigas seráficas y ellas me dijeron lo que esperaba saber: todo había salido bien.

domingo, 20 de febrero de 2011

Último día de mi era romántica

Foto: I.N., Questa mattina, fine de l'età romantica, 2011
Yo siempre pensé que podría vivir saludable con la medicina alternativa, sin tener que recurrir a los hospitales, la cirugía (y sobre todo, y ahí aún no he perdido la esperanza) sin convertirme en consumidora malgré moi de los despiadados negocios de Pharma. Me equivocaba (I thought love was forever. I was wrong). Hoy es el último día de esa era y mañana tendré que entregarme. Sarinagara... Algo ha cambiado de ayer a hoy. No sé por qué, mi extraña desolación, mi angustia, la sensación de haber entrado en una supersticiosa y fatídica corriente de desdicha que se haría crónica (Per què sempre endevines el futur? me preguntó una vez el perceptivo G. cuando era pequeño, hacia los 9 años, adivinando mi sempiterna fantasía de que todos los males se volverían crónicos) se han desvanecido y han dejado paso a una calma melancólica, tal vez por obra y gracia del sueño.
No se ha evaporado mi enfado por las amenazas arbitrarias con que una médica reaccionó a mis dudas, sintiendo tal vez que cuestionaba su omnipotencia con mi aprensión. Utilizó su conocimiento como un arma arrojadiza, pronunció las peores palabras, las asoció a lo que podía ocurrir dentro de pocos días y no dijo en cambio que todos los demás signos contradecían de momento esa mala previsión. Pero dejémoslo así. Algo me ha pacificado. He dado el paso que me sugirió la Esfinge, de confiar en quien tiene que intervenir, porque, dijo ella: "Somos nosotros quienes damos las órdenes a nuestros órganos y células para que todo salga bien y para ayudar al cirujano".
Me siento como si tuviera que emprender un largo viaje transoceánico y quisiera quedarme en casa, sola, para pensar en mi maleta. No quiero salir, aunque me consuela la lluvia de llamadas de amigos, de ofrecimientos de venir a la clínica, de promesas de mandarme white light o dedicarme rituales o rezos.
He mantenido una tímida socialidad tentativa (acudir sólo a lugares de los que podría huir en cualquier momento), anteayer fui a escuchar a Enric Casasses y Blanca Llum a ese local de los viernes en Topazi-Robí. Yo estaba agotada y poseída por mi angst, pero la escucha me repuso. Me gustó sobre todo la historia del padre científico, laico y descreído que sin embargo medía los espectros con su espectrógrafo, y la sombra burlona del abuelo alquimista. Y el concepto del rebost de l'infinit... Y el poema guerrero que ya había escuchado en la malograda plaça Joaquim Folguera. Y el brío del infierno de ikea y el examen de lengua española de B.Ll y sus citas fulgurantes de Rodoreda, Jacob y muchos otros. Ayer por la mañana fui a la librería Negra y Criminal donde Carlos Zanón presentaba una nueva edición de su buena novela Tarde, mal y nunca. Me gustó el lugar, me gustó la belleza del bar de tapas que hay enfrente, donde los lavabos se siguen llamando Excusados, me gustó ver los balcones con ropa tendida de las casas viejas de la Barceloneta, con su aire de Palermo aún mágicamente no destruido en la fatídica Hereuville. Y me gustó el consejo y el regalo que me trajo un amigo poeta y novelista, cuando me advirtió que persistir en cierto camino "supondría una capitulación", y yo recordé el final de una película de Agnès Jaoui y sentí que había dado en el clavo (el mismo amigo me ha enviado un poema matinal prácticamente perfecto). Hoy me quedaré en esta casa, que aún está en el aire y no quisiera tener que abandonar, porque aquí me siento acogida y dibujada. Cuando estaba en la fase angustiada, me sentí acogida no sólo en este espacio sino sobre todo en el lenguaje de la Esfinge, ese lenguaje que puedo compartir también con alguien igualmente hospitalario. La visita a la Esfinge lo cambió todo porque me permitió poner en orden mis pensamientos, pero además, esas conversaciones me producen el alivio de sentirme entendida.
En cuanto al fin del romanticismo, un amigo músico me recuerda que la música mejoró con el postromanticismo (Mahler, Richard Strauss, Puccini). Pese a todo a mí no ha dejado de gustarme Schubert, ni Chopin (oh ya sé que la música de Chopin tiene elementos singulares que van más allá).
Ayer estuve escribiendo mi novela, despacio, subrepticiamente, vuelvo a encontrar algunas hebras... Me falta rematar mi pequeña intervención del viernes. Me llamaron para invitarme a un estreno el martes, pero dudo que mi estado me permita algo tan arrojado. Ya me será peliagudo asistir a una firma el jueves... Y espero poder ponerme a traducir enseguida porque el trabajo crece y el tiempo disminuye...
Rufus lo sabe todo. Desde hace tres días me persigue para que vaya con él al sofá, abrazarme, enterrar su nariz en mis chales, y yo pienso: We embrace to be embraced. Luego se entrega a carreras desaforadas, patina arrugando las alfombras, salta y vuelve a llamarme, para ir al sofá o para ver la luna y el cielo nocturno. Esta mañana hemos escuchado juntos un concierto de piano de Leon Fleisher en Arte Tv (Nocturno de Chopin, una sonata en si bemol de Schubert, un preludio de Debussy titulado La puerta del vino... Era como ver a Coppola en su salón tocando el piano. Me gustaba cómo movía las manos sobre el teclado, como si hubiera encontrado unas migajas... ¡de oro! Con ese aire entre concienzudo y nonchalant... La música me envuelve como un manto protector. Estoy pensando en imprimir algún capítulo de mi novela y llevármelo a ese fantasmagórico no-lugar donde tendré que pasar la noche, para recordarme quién era yo... Me llevaré dos manzanas -siempre me horrorizó la comida de los hospitales, aunque Giuseppe insiste en que en esa clínica tienen un chef- y tal vez le pida a G. que me lleve uno de mis yogures para esa noche triste... Si todo va bien, volveré por aquí el martes... y el viernes intervendré en esa mesa redonda en la Bertrand.

martes, 15 de febrero de 2011

SINRAZONES DEL OLVIDO

Ensayo escrito a cuatro manos, con Lydia Oliva hablando de las fotógrafas y yo de las escritoras. La portada es una foto preciosa de Frances Benjamin Johnston, que recoge perfectamente el espíritu del libro...
¿Cómo surgió? Hicimos unas conferencias conjuntas en el Instituto de Cultura de Mapfre, en el Ateneu Barcelonès, el Institut d'Humanitats del CCCB, en CajaMadrid, en ACEC, las íbamos ampliando y transformando. Descubrimos el efecto hipnótico y sugestivo de mezclar imágenes y escritura... Nos fuimos contagiando una a otra: cada vez yo ponía más imágenes en mis conferencias (Lydia me ayudó a descubrirlas) y Lydia incluía fragmentos literarios en su parte... El público fue siempre muy interesante y entusiasta: nos pedían que continuásemos, que diéramos más cursos como aquellos y también que escribiéramos aquellas historias, que las publicásemos. Y así empezamos a escribir, Icaria quiso acogernos y surgió este libro...

lunes, 14 de febrero de 2011

Si la fiesta se acaba

Foto: I.N., Donde sí cuidan los árboles, 2011
Vuelve el duelo. Es bien extraño. Parecía casi como si ya no existiera, sarinagara... O quizás no sea un duelo, sino una estela de duelos de todo lo perdido, como aquellas figuritas que recortábamos doblando un papel en cien partes para hacer corros de bailarinas. Alguien lo decía hoy en un mensaje: la música duele.
Hace muchos años, unos treinta, alguien rompió la puerta de mi casa de entonces y me robó el tocadiscos. Llegué de Cadaqués de madrugada y me senté en el bordillo a esperar a la guardia urbana y los corpulentos bomberos porque mi puerta no podía cerrarse. Fue una sensación de agresión desoladora porque yo sabía bien quién había sido. Dentro del aparato había un vinilo de John Cale y la funda vacía se quedó conmigo, como un recuerdo melancólico de aquella agresión. Nunca más volví a escuchar ese disco, pero recordaba una canción primera en la que se oían las olas del mar y otra con título de ciudad europea. Y de pronto, el otro día compré el cd, con la misma portada pintada, en la inmensa Ameba Records. Al ponerlo, he descubierto que la canción de las olas no estaba en ese disco. Y la de la ciudad europea era Amsterdam y escucharla ha sido una sorpresa espinosa y feliz, sobre todo ahora que parecía significar otras cosas, un mensaje para mí. Digo feliz porque, por suerte, puedo cantarla. Un amigo, que confía más que yo en mi voz, insiste en que debería probar con un arpa.
Es verdad que hoy todo me duele. "Vas por la calle llorando... lágrimas de oro", cantaba Manu Chao. "Celebrating the end of the affair at St. Valentine's Day", he escrito en facebook, perpleja de la poética del azar o la ironía de las cosas. "Best way to", me ha respondido un francés amante del flamenco. Del fin de esa fiesta otra que había conseguido minimizar mi duelo hasta extremos casi invisibles. Yo sabía que estaba, pero no lo notaba. Como cuando, tras la anestesia del dentista, te tocas el labio y sabes que está ahí, lo tocas, pero no puedes llegar a él.
He pasado junto a la puerta regia de la casa de un artista a quien veía en otro tiempo y he echado intensamente de menos su voz y su ironía; incluso he pensado extrañamente en llamarle y decírselo, pero no lo he hecho. Habría sido un error. Es un estado de ánimo peligroso donde los haya. Podría llevarme a cualquier lugar, me convierte en una hoja empujada por el viento, lo cual tiene su gracia. Hasta que otra música me salva, arrastrándome a bailar.
Leo El rey Cophetua de Julien Gracq para reseñar (una suerte). Leo un fragmento de ese libro de Mauricio Wiesenthal sobre Tolstói. Leo aún a Cynthia Ozick y sus secretarias jamesiana y conradiana. Esquivo la fealdad de la plaça Joaquim Folguera, destruida sin su bosquecillo y bajo del metro lejos. En mi portal un cartel municipal anuncia con palabras mentirosas el sacrificio de los árboles históricos que quedaban en la pobre Vil·la Florida, con el pretexto perverso de hacer una biblioteca. El suelo de las calles y el jardín del azufaifo están llenos de basura. ¿De dónde sacan la arrogancia y la autocomplacencia los catalanes y españoles? Yo vengo de lugares donde no hay un solo papel en el suelo y donde los árboles llevan siglos creciendo a sus anchas, enseñoreándose de la tierra, como esculturas gigantes y libres.
Sigo bailando, ahora con Ben Harper. Traduzco para el museo. Se me cierran los ojos de mi síndrome transoceánico. He vuelto al gimnasio alemán: qué placer, a pesar de mi fragilidad. Echo de menos, pero no tengo derecho a decirlo; digamos que mi añoranza es ilícita, clandestina, bien ganada. Rufus intenta llenarlo todo con su presencia atigrada. Entierra la cara en mi codo, en mi hombro, se echa entre mis pies y la estufa, mira la oscurecida ventana. En la farmacia había un fox terrier muy joven y alegre que ha venido a saludarme; su dueña estaba convencida de que yo tenía perros, le he dicho que no, que tengo gato, pero les tengo simpatía. "Ellos enseguida lo notan", ha insistido ella.
Hoy una escritora me citaba en La Vanguardia, por mi ayuda con su novela balcánica, que le ha exigido mucha investigación. Alguien me ha llamado para avisarme. El artículo era bien bonito, retratos de creadoras firmados por Josep Massot, pero no logro poner aquí el vínculo. He estado hablando con ella de la felicidad de escribir, del vicio y la enfermedad y la obsesión que nos devoran alegremente y que lo orientan todo hacia eso: le damos la vuelta a las sillas, montamos un escenario, y ahí lo ponemos todo. Hemos hablado de esas frases oídas en la calle y que nos daban ganas de seguir a los que hablaban y preguntarles detalles, de esas frases ajenas que queremos colocar en un libro y a veces tardamos siglos en encontrarles sitio... de esas frases que en sí mismas son un cuento. De los cuentos que se repiten con variaciones en la calle. De cómo intentamos utilizarlo todo, lo que nos duele, lo que nos irrita, lo que no comprendemos.
No sé qué es lo que causa mi desolación, ni qué se la lleva de pronto, con una ráfaga de otredad. Me he equivocado de día y he hecho ya los 5 minutos de apagón contra la subida de tarifas eléctricas, que mañana repetiré. A Rufus le ha gustado nuestro ambiente de velas y al apagarlas las olisqueaba interesado. Vivo en el aire. No sé si tendré que dejar la que ha sido mi casa todos estos años. Por si acaso, he hecho un duelo por ella con un libro. Y heus ací el que m'espera: algunos amigos se han ofrecido a acompañarme en el día de autos, entre ellos la mujer más guapa del mundo. G también. Anoche alguien me llamó y me contó una historia horrible, de alguien a quien, en mi situación, los médicos habían medio matado. Tuve algunas pesadillas y en mis despertares transoceánicos sólo pensaba en el día D y en cómo evitar cosas así. Otros más considerados me han contado muchos casos felices. Al final, la misma persona que me había contado el horror, conectando con mis peores fantasías, me habló de mi fuerza, de un valor que ella ve en mis peregrinaciones por las malas calles de ciudades lejanas, y dijo que eso me tenía que servir.
Pero luego de un barrido o una fuerte ráfaga todo eso se desvanece, aunque el huequecillo siga ahí. Tengo muchirrísimo sueño. Voy a dejarles, por Julien Gracq.

sábado, 12 de febrero de 2011

A Simple Twist of Fate

Foto: I.N., A simple twist of fate, 2011
Ayer fue un día extraño. Cogí tres aviones, el primero entre la ciudad de la canción hippy y la del cine, el segundo hasta la capital suiza, el tercero hasta mi pobre ciudad del cemento, invernal mientras que allí brillaba la primavera y la luz del mar. Horas de controles de aeropuertos, de sacar y meter el ordenador de su funda, poner los zapatos en una bandeja (he visto que mucha gente no lleva calcetines bajo las botas), perder otro arete, comer comida simulada de astronauta, respirar ese aire sin aire temiendo los estornudos y toses de los demás pasajeros. Esta vez el viaje largo se me hizo mucho más corto. Nadie gritaba ni aullaba como a la ida y pude dormir. El tiempo se detuvo sólo al final. Alguien me dijo que al viajar hacia el Este, en la dirección del sol, se acrecienta el sueño. En ese caso, mi cuerpo lo sabía antes de empezar porque me levanté somnolienta y empecé a dormirme en el primer avión. A mi lado, una chica japonesa con las uñas pintadas en una fantasía estampada iba cabeceando bruscamente en todas direcciones. Mientras estuve despierta, me salvó Carson McCullers, y cuando acabé su reloj sin manecillas, leí a Cynthia Ozick, que aún leo, con su brillante historia del encuentro entre secretarias de Henry James y Joseph Conrad. Leí en The New York Times de la muerte de Paul Getty, de la historia triste e impresionante de la mezquindad millonaria del abuelo, el abandono del padre, la oreja tintinesca, la parálisis, las drogas, los juicios y aún me sonó distinta después de haber visitado el magnífico museo. Leí sobre todo reflexiones sobre el futuro de Egipto y otros países árabes que se están rebelando. Y al llegar a casa, supe que Mubarak al fin se iba (qué lección de sociedad civil poderosa nos han dado; se merecen que nadie logre torcer su proyecto, democracia, que no les gobierne ningún indeseable más).
Al llegar, el agotamiento era tan fuerte que no podía distinguirse de la fuerte melancolía de volver a un país donde los periódicos son fuertemente depresivos, amenazantes, donde los hombres se abandonan y son feos, donde cortan los árboles y cunde el cemento, donde nadie apuesta por el talento de otros sino es algo ya sabido y conocido, donde no parece haber futuro.
Puse algunas lavadoras en el caos, le di a G. sus regalos, abracé a un Rufus que se hizo el indiferente (como suelen los gatos) y simuló interesarse sólo por la comida, pero luego quiso retarme a acariciarle sólo en la helada terraza. Mi buzón de correo desbordaba de cartas, libros que apenas he empezado a abrir. Cené poco y dormí mal: me desperté a las tres, me puse a hacer cosas, hasta las cuatro y veinte estaba despierta, pese a las hierbas chinas... y luego dormí tan profundamente que al sonar el despertador no reconocía la habitación, me preguntaba en qué hotel estaba, intentaba reconstruir el paisaje en la semipenumbra. Mareada de un hambre avasalladora y una fragilidad nueva, he ido a hacerme análisis y pruebas. Qué triste parecía el sótano de ese centro en sábado con mis pensamientos negros aleteando -si ayer ya me radiaron en los aeropuertos, ahora aquí...-, pero todo ha acabado pronto. He vuelto a mi desordenada y silenciosa casa, me he hecho un desayuno que parecía una celebración, he puesto mi nuevo disco de Lightnin' Hopkins que debió de fascinar al primer Dylan, he contemplado el catálogo de Felice Beato y me he puesto a bailar, sintiéndome llena de gratitud y con los ojos brillantes al pasar por el espejo. Tal vez vaya a morir (yo, que sólo pasé por el quirófano para dar a luz y estuve a punto de morir, siento lo que viene como un fracaso sombrío, me parece el fin), pero hoy quiero bailar. Bailaré sobre la tumba de lo que acaba. Bailaré por The End of the Affair y también por las esperanzas del país de Isis, del país de Ast. Será una forma de brindar y conjurarlo todo. Bailaré por mis tristezas, por mi juventud perdida, por la belleza que se fue de este país, por la alegría de estos días, que ya terminó, por los caprichos del deseo, por los aires distintos de otras culturas, por los bosques de John Muir, por mi condición libre y andariega, bailaré y escribiré.

miércoles, 9 de febrero de 2011

Mientras todos duermen

Foto: I.N., Un herbolario chino, 2011
Ayer, tras buscar en vano mi passiflora por las farmacias, me fui a Chinatown en busca de otro remedio natural para dormir. ¡Qué felicidad de herbolarios chinos! Primero entré en un local de acupuntura y hierbas y una mujer morena y pequeña me recomendó vivamente al acupuntor, me dijo que le había curado todos sus males en la espalda y articulaciones. Le respondí que ya tenía una acupuntora en mi país y que sólo buscaba un medicamento. Pero había que esperar y tras anotar la dirección, me fui. Los herbolarios estaban llenos de olores exóticos, raíces extrañas y frascos misteriosos. Los que atendían al otro lado del mostrador no me hacían mucho caso, pasaban delante a los orientales y no sonreían como es costumbre aquí (aún no me he acostumbrado a que todo el mundo me salude, me pregunte qué tal estoy esta mañana, me desee un buen día -a veces me dan ganas de contestar a su fórmula de saludo como si fuera verdad, diciendo: Mmm, I didn't sleep very well yesterday o algo así, lo cual sería tal vez desconcertante-, y a que en general tanta gente me sonría y hable en todas partes, o a que cuando pregunto una dirección saquen iphones y google maps y casi me acompañen al destino, pero la verdad es que resulta alegre y esperanzador), pero al final, insistiendo un poco, los herboristas me hicieron caso e incluso conversaron conmigo rompiendo toda taciturnidad. Salí de mi itinerario herborístico con un producto doblemente confirmado, además de una bolsa de azufaifas (aquí saben mejor), un paquete de té verde chino y otro de infusión calmante. En medio de mi trayecto, mientras miraba la hora en el telefonillo que uso aquí, un policía me preguntó si iba en tal dirección y al asentir me conminó a cruzar de una vez. Entonces levanté la vista y me di cuenta de que estaba todo lleno de policía y de cámaras de prensa. Le pregunté a un curioso y me dijo que alguien se había tirado (o empujado) por la ventana. Siempre la muerte, pensé yo.
Ayer, J. me recordó que M, que al fin y al cabo fue quien me transmitió su pasión por la naturaleza, aunque fuese sin saberlo y sin querer, había visitado los bosques de John Muir y para ella había sido una experiencia inolvidable. M. fue feliz aquí y es curioso que en sus días de la clínica, a principios de enero, poco antes de su muerte, cuando se arrancaba los tubos e intentaba huir de la cama, le pregunté adónde quería ir y pronunció sin dudar el nombre de esta ciudad.
Y anoche algo, tal vez el viento que hoy ha limpiado el cielo o la infusión china, barrió las reservas, se llevó las telarañas y permitió nuevos encuentros poderosos, llenos de intensidad y humor. Todo es misterioso e inexplicable como la música.
Las hierbas chinas surtieron efecto, aunque no evitaron mis sueños agitados, en los que volvía a una casa de Herzegovina donde viví hace años y descubría que unos amigos seguían allí, algo enfadada de que no me lo hubieran dicho, pues todos debían de saber de mi interés por volver y hacer fotos. Yo iba a cambiarme de casa con un partner y ellos me regalaban un colchón con sábanas atado e inmaculado que había sido supuestamente mío en esa vieja casa. También íbamos por un camino agreste y un restaurante situado en lo alto, y aparecía una pareja holística pero arrogante y tontaina, con un discurso rígido de supuestos gurús. Y también me encontraba un antiguo conocido promotor musical, de ojeras oscuras y belleza moruna, y le interpelaba por los motivos de su suicidio. Siempre la muerte.
Hoy no he explorado la ciudad. Sólo he ido a comer un antipasto a la terraza soleada de un italiano y ha sido una especie de borrachera de sol y merlot californiano porque tenía que trabajar. En ese breve intervalo he leído un poco del insight especial de Carson McCullers (sólo querría quedarme leyéndola). Me encanta las cosas que dicen los personajes sobre los médicos y la medicina. Como estoy en una ciudad tan gay, no me ha sorprendido que dos de los libros que he leído aquí contasen historias gays (Colm Tóibín y ahora Carson McCullers). La escena del chico blanco huérfano conectado por la música al chico negro de ojos azules tiene una rara intensidad. Antes de eso, ese chico, Jester, confiesa a su abuelo -juez sureño apasionado pero ferozmente racista y reaccionario-, que sus ideas son contrarias a las del otro, que cree en la igualdad racial y desprecia sus creencias. El abuelo le dice que le falta pasión, y eso toca a Jester, que aún es virgen y desconoce sus preferencias, y le lleva a encerrarse desolado en su cuarto... pero acaba propiciando el encuentro posterior. Dice McCullers del dolor del abuelo ante la discusión: "then he drank soberly, as if he had been drinking at a wake. For the break in understanding, in sympathy, is a form of death".
Oigo el ruido del silbato del conserje del hotel, pidiendo taxis para los clientes. Ha oscurecido y pronto me iré a una cena en ese barrio misterioso que nunca acabo de captar. La otra noche estuve allí, en la inauguración de una galería alternativa, pero todos eran tan jóvenes (había barceloneses) y yo no estaba en un mood sociable, así que de pronto me escapé y al echar a andar me encontré en un barrio antipático, estilo autopista, sin nadie a quien preguntar y no localizaba las calles en mi plano. Al fin aparecieron dos chicas modernas orientales, me avisaron de que iba en dirección equivocada y me aconsejaron que cogiese un tren. Yo opté por un taxi, pero no aparecía ninguno. Un östeuropeo me ofreció hacerme de taxi, pero yo no acepté: Sorry, I think I need a real taxi, le dije, y pareció comprender. Al fin apareció uno libre y conducido por una chica negra que se parecía a Lauryn Hill: So, you had a late dinner? me preguntó.
Ésta es una ciudad ruidosa, pero cuando sale el sol, la gente se echa ociosa en la hierba de los parques. Todo el mundo arrastra un perrillo, los hay preciosos, y los que no los llevan seguro que tendrán un gato en casa. Yo echo de menos a Rufus. Sé que al fin ha aprendido a pedirle la comida a G., y por las mañanas escenifica su hambre y desesperación ante la lentitud de G., maulla mascullando y corre arrugando las alfombras, como patinan los gatos. También sé que Rufus tiene una nueva vida social, con las visitas de los amigos de G., y a veces me pregunto lo que encontraré a mi vuelta. Mi retorno será más duro porque tendré que enfrentarme a lo que para mí es una prueba, pues yo soy una hormiga romántica (de Figueres) y tener que recurrir a esos remedios digamos radicales me produce una sensación de pesadilla y de fracaso. Además del miedo, naturelich. Pero intento pensar que todo será para bien, que, como dijo la Belle Elaine, me liberaré de esta maraña y me sentiré más ligera... Mientras, sigo traduciendo sobre Leon Golub, y aparecen Theodor W. Adorno y Jacques Rancière...

domingo, 6 de febrero de 2011

Los bosques de John Muir

Foto: I.N, Los bosques de John Muir, 2011
Le debo a Frikosal el descubrimiento de ese gran bosque de las sequoias más altas del mundo. En realidad, fue Inés fue la primera que intentó persuadirme de que fuese a ver los redwoods, esos impresionantes bosques rojos (Tú no puedes irte sin verlos, me dijo), pero yo no la entendí y me confundí con otros, que quedaban demasiado lejos. Friks les puso nombre y link y entonces comprendí que los bosques de John Muir estaban mágicamente a mi alcance (Muir, como el fantasma y la señora Muir, o como el apellido familiar de una novela que presenté hace poco). La visita y el paseo de tres o cuatro horas por esos caminos señalados me pareció una de esas experiencias importantes de la vida. Cuando llegué, al ver las sequoias milenarias y las plantas prehistóricas que han visto pasar la historia de la Tierra, tocaba los troncos y me salían lágrimas. Hay que decir que mi perenne insomnio de los últimos tiempos, entre el jet lag y el duelo y antes los turnos de hospital, además del peso de una tristeza con la que he reconectado insospechadamente estos días me han transportado a un estado de cierta vulnerabilidad, por decirlo así.
El lugar es de una belleza sobrecogedora. Los árboles son altísimos y muy rectos apuntando al cielo. Sólo sequoias y una conífera también altísima, una especie de abeto de esta zona. La quietud, el rumor del agua, el viento sobre las hojas, los juegos de luz y sombra que lanzan destellos como sonrisas arbóreas, la idea de la pareja de apasionados que adquirieron esas tierras y que con el conservacionista John Muir lograron arrebatárselo a los madereros y que Roosevelt lo declarase monumento nacional, todo eso junto con el respeto que muestran los visitantes, que recorren los distintos senderos sin dejar nunca ningún rastro de su paso me produjeron un efecto restaurador y salí de allí renovada y otra. Mi admiración por un país capaz de conservar su naturaleza mientras el mío la destruye con saña, entre los políticos del cemento y los vándalos que tiran basuras por todas partes...
Intenté captar algo de esa belleza en cientos de fotos, pero mi pobre cámara no podía dar idea de la altura impresionante de esos árboles, que conviven con gigantescos y hermosos troncos caídos o agujereados y con plantas prehistóricas que cohabitaron la Tierra con los dinosaurios. En otro tiempo, esos bosques cubrían la costa oeste de este país y son una reminiscencia de la belleza de un mundo perdido. Con todo, aquí hay árboles gigantes en todas las carreteras y también en las ciudades. Pero adentrarse en el bosque Muir es una experiencia casi religiosa, sagrada, mística, qué sé yo, de celebración de la naturaleza y la belleza. Y la visión de todo eso fue lo que me conmocionó.
A la vuelta, en uno de esos salientes de la carretera perfectos para admirar el panorama apareció, como un alegre asalto, un enigmático grupo lleno de preguntas, capitaneado por un hombre alto, rubio, sereno pero casi impertinente en su ansia de interrogar. Había algo realmente extraño en ellos, pero no sé si nunca hubiera llegado sin ayuda a la única conclusión posible, es decir, que se trataba de un grupo de extraterrestres. Cuando lo oí comprendí que no podía ser de otra manera.
Hoy, de vuelta en la ciudad de las colinas, he visitado un precioso jardín botánico con árboles también gigantes y maravillosos, que recorren rápidamente las ardillas, y he tomado un té en el Japanese Tea Garden, un bonito jardín de bonsais, servido por una mujer con kimono. Luego he comido en un restaurante hindú en un lugar insospechado y después he atravesado sin saberlo un barrio oscuro, porque aquí las calles son larguísimas y si colina arriba huelen a dinero antiguo, como dice la guía, a medida que vas bajando, se baja también socialmente. De modo que, de pronto, me he encontrado sola como en mi sueño, entre una población bastante marginal, de prostitutas tullidas, de gente tirada en las aceras, algunos encapuchados con aire de latin kings, gigantes negros echados o sentados en las aceras, una pareja de viejas lesbianas con mirada de furia psicótica, fumadores de maría, homeless, grupos de aspecto salvaje congregándose a las puertas de una especie de madrasa musulmana, una mujer obesa con zapatos de tacón blanco echada en el suelo canturreando, etcétera. He intentado cambiar de calle y la travesía era aún peor. Al fin he acabado de atravesar esa franja de barrio con nombre carnívoro y aliviada, he iniciado el duro ascenso de la pendiente hasta arriba de la colina, adonde llego sin aliento.
Sigo en una extraña forma, pero la belleza siempre cura o salva en cierta manera. Me acompañan o acosan algunos sueños terribles, pero yo prefiero tener incluso esos sueños que olvidarlos del todo. De noche leo una novela de Carson McCullers, Clock Without Hands, pero enseguida me quedo dormida. Es de un hombre enfermo al que acaban de diagnosticar una muerte próxima: yo no lo sabía cuando lo empecé, pero así son las cosas. También hay un chico que duda de su sexo, y su abuelo juez racista sureño y el insight fulminante de la autora. Para fumar tengo que bajar a la calle y los trayectos en los ascensores están llenos de cruces e incidencias. Ayer un hombre me preguntó qué leía. Anteayer yo esperaba al ascensor junto con un hombre joven en mangas de camisa y una mujer rígida y desdeñosa. El ascensor no venía y desesperado, el hombre pidió por las escaleras. "Son sólo escaleras de incendios", le dijo una camarera, pero tras un titubeo, le permitió bajar. Yo me uní y la mujer digna me miró por primera vez y dijo: "I'm coming too". Para ella debía de ser un momento límite. El hombre que iba en mangas de camisa, la mujer rígida y highnosed y yo acabamos bajando por un lugar sórdido y laberíntico que recordaba a las salas de máquinas de los barcos. Él iba delante, luego yo y en tercer lugar la mujer estirada. El hombre de las mangas de camisa se volvía a hacerme comentarios y nos reíamos, pero no me volví a mirar a la gran dama, en castigo a su desdén. Era todo muy extraño porque cada rellano cambiaba el lugar del tramo de escaleras siguientes. Pero al fin llegamos, el hombre en mangas de camisa salió del hotel corriendo y yo salí al sol de la colina y no volví a ver a la mujer estirada.
El otro día, en el desayuno, un anciano barbudo religioso peleaba con el aparato de tostadas, que se le encallaron y no caían. Decidió escoger otras rebanadas sin tostar y fue tocándolas todas con la mano. Yo decidí pedir ayuda a un encargado y optar por otra clase de pan y así descubrí uno de semillas más integral y realmente bueno, no hollado por la mano ni el pie del hombre. En la recepción hay una bandeja de manzanas rojas realmente deliciosas, que desaparecen los domingos, como el periódico.
Mis noches son frágiles y las altera el vuelo de una mariposa. Faltan pocos días para el retorno.

viernes, 4 de febrero de 2011

Más paseos

Foto: I.N., Nuestra Señora de las Victorias, 2011
Anoche cené en un pequeño restaurante de fusión asiática donde comí una especie de rollos de salmón asombrosamente deliciosos y un tartar de atún leve y delicado. Todo se estropeó con una invitación a un vino dulce y unas cookies que me dieron la noche, a pesar de la subida a la colina que siempre corrige los excesos.
Dormí un poquísimo más que anteayer, y es que el síndrome se va apagando poco a poco y tal vez cuando desaparezca será hora de volver y se generará otro... quién sabe. Pero a partir de las 5:30 am ya no he podido seguir durmiendo... Mientras desayunaba he leído artículos que reflexionaban sobre lo que está ocurriendo en Egipto y su posible modelo o contagio en otros países árabes. Sería la ruptura de esa narrativa Bush-Al Qaeda, es decir, que la única alternativa al injusto poder occidental y sus dictaduras afines, fuese el islamismo fundamentalista, la demostración de que hay una opción democrática. Que los "hermanos musulmanes", en realidad, sólo conservan su 20% de influencia porque nadie puede cerrar las mezquitas, pero el gobierno cierra los cafés o locales laicos donde se discute. Que si hubiera un poco más de libertad de expresión y reunión, el fundamentalismo no sería importante en Egipto. Que la gente más pobre entre la que esas organizaciones se expanden repartiendo comida y ayudas es precisamente gente que apenas vota. Hablaban también de Jordania. Y de cómo Mubarak se aferra al poder...
Después de trabajar un rato he salido a las calles empinadas de este vecindario para comprobar que las previsiones climáticas se equivocaban y no hacía ningún frío. He ido al museo de arte moderno, con la mala fortuna de que es periodo de transición y sólo dos plantas estaban abiertas,así que no he podido ver el fondo de expresionistas abstractos... De las tres exposiciones, una sola me ha encantado. Era sobre la fotografía como invasión, como violación de la intimidad, como testimonio social, persecución paparázzica e instrumento de vigilancia y poder. Había muestras de toda la historia de la foto, Felice Beato, Dorothea Lange, Bruce Naumann, Brassaï, Thomas Ruff, Paul Strand, Helen Levitt, Walker Evans, Lee Miller, Wegee, Vito Acconci, Robert Frank, Man Ray, Henri Cartier-Bresson, Andy Warhol (vídeo), Helmut Newton, Lewis Hine, Arnold Genthe, Jacob Riis, William Saunders, Alexander Gardner, Letizia Battaglia, Gary Winogrand, Louis Caille d'Olivier, Susan Meiselas, Larry Clark, Marcello Gepetti, Ron Galella, Robert Mappelthorpe, Sania Ivekovic... y era inevitable reflexionar con esa mirada múltiple sobre nuestro mundo, la soledad, la belleza, la vida urbana, lo injusto, lo monstruoso, la violencia, la intimidad descubierta, los testigos, la vida ordinaria convertida en sospechosa mediante la paranoia, y tantas otras cosas que supone mirar el mundo con tantos ojos distintos y sus sensibilidades proyectándose en los retratos. He tomado algo allí (un hombre rústico ha exclamado sobre mi "natural curly hair" y yo le he preguntado si eso era bueno o malo, él ha dicho "I find it beautiful!"), después he merodeado un poco por los jardines que rodean al museo, por otro centro contemporáneo de nombre latino y por los edificios de la city que asomaban a los ventanales del museo. Quería buscar un sacapuntas para mis lápices, pero no vi ninguna papelería y no recordaba el nombre (pencil sharpener!), he andado y andado hasta llegar a la empinadísima cuesta que me trae a lo alto de la colina. Tengo que trabajar. Trabajaré mientras ustedes duermen... y tal vez incluso escriba... (More later).
Al día siguiente...
Anoche descubrí una calle donde cada portal tiene una narrativa distinta, con una libertad y unas fantasías indescriptibles, desde los más bonitos art-déco o art-nouveau o neoclásicos o fifties a las locuras más absolutas del mal gusto y die Umheimlich. Buscaba un bar agradable y jazzy pero a medida que iba bajando todo se volvía más dejado y ruidoso, así que volví. Me llamó alguien que había triunfado en una feria informática de Silicon Valley y estaba en plena aceleración feliz. Decía que SV es feo como Alcobendas y que su hotel era siniestro y había dormido sin quitarse ni los zapatos para no contagiarse y que el recepcionista se llamaba Norman, pero me contó que han decidido instalarse allí, porque allí está el 40% del PIB del mundo y allí "hace amigos". A medianoche le despertaron para notificarle de un premio a la innovación que ha recibido su empresa, en otro huso horario.
He dormido hasta las 7, aunque de las 3 a las 4 vino el insomnio y en esa franja pensé que debía volver, cambiar el billete. Luego me dormí y soñé que me había acogido a un programa para acoger homeless en mi casa, pero coincidía con que tenían que operarme. Un amigo elogiaba mi foto del homeless al pie de un árbol inmenso y amricano y me decía que no me preocupase, que si hacía falta se lo quedaría él, pero yo no lo veía claro.
Esta mañana, después de una intensa aclaración entre las palabras y la fisicidad, el día era radiante y he andado colina abajo hasta un instituto de arte, que tuvo su momento de fama cuando el expresionismo abstracto, donde tienen un interesante mural de Diego Rivera. Era un lugar precioso, sencillo y algo campestre, otra de las caras de esta ciudad de las mil caras. No he podido evitar llegar hasta el mar, aunque sabía que no era la mejor orilla, sino todo lo contrario. Pero la luz azul del fondo, con la isla de pasado siniestro... Un gigante moreno me ha llamado beautiful, le he dado las gracias, al volver me ha visto y ha dicho alegremente: "So you are back! Will you return again later?" y me ha dado la risa. He seguido hacia el barrio chino para comer unos veggie noodles. No encontraba los que me recomendaron, mi teléfono americano no manda los sms, sólo finge mandarlos, aunque nunca llegan´y no quería interrumpir a nadie. El restaurante de fusión asiática tenía una cola considerable y el italiano favorito había cerrado aunque en la puerta dice: "Open every day", así que he probado otro chino al azar (o al azahar, como decía alguien burlón). A mi lado había una pareja de jóvenes chinos muy modernos y guapos sentados frente a un amigo que sólo hablaba de dinero y la palabra money salía en cada una de sus frases. Ich habe kein Geld! pensaba yo. Todo estaba festivo por las celebraciones del año de la liebre. Tengo que hacerme con uno de esos carteles rojos para mi ventana (eso me recuerda a mi amigo O. y a su pareja japonesa, que aún le añora estos días), pero he fotografiado uno y aún no he encontrado mi afilalápices... Un guapo chico que parecía recién salido de los hippies primeros setenta me ha pedido un cigarrillo con una sonrisa tan radiante y ojos azul marmóreo que era imposible negarse. Tengo que traducir, pero primero voy a entrar un momento en mi novela... Mientras comía los fideos con verduras chinas, han venido a mí unas imágenes que deberían entrar en el capítulo 9 y en el 10...

jueves, 3 de febrero de 2011

Volé

Foto: I.N., En la playa, 2011
En un avión incómodo y estrecho. Cerca iba una extraña pareja con aire östeuropeo. La niña, de unos tres o cuatro años, lloró y lloró con fuerza durante unas diez horas, tal vez más. Pedía ir con su padre, pero tardaban horas en hacerle caso. Con él se calmaba, hasta que al cabo del rato volvía a llorar. La madre parecía paralizada, con el peso de una tristeza densa, casi catatónica. El avión no avanzaba. ¿Describía círculos entre las nubes heladas? Hubo un momento en que entramos en un extraño loop, cerca de la península del Labrador. Las horas no corrían en la pantalla del respaldo, o sólo iban hacia delante en algunas ciudades, como Tokio, donde sí pasaba el tiempo. Yo me preguntaba si seguiría para siempre atrapada en aquel lugar incómodo, bajo el llanto estridente de aquella niña, sin poder estirar las piernas, mirando con envidia a los que sí podían. Sólo me salvaba El mal de Montano, y sólo su poder lograba neutralizar el llanto y los ecos agudos que tiene para mí un quejido así, que me devuelve a mi infancia. Y de pronto, al fin, los relojes volvieron a moverse. Dormí tal vez media hora, gozosa y profundamente, con sueños que luego olvidé.
Excepto uno, que tuve antes de partir, aún en BCN. Soñé que EVM estaba dando una especie de clase o una charla y yo entraba tarde en el aula, pero en la pizarra había unas fórmulas físicas, y EVM decía: "Sí, esa es la fórmula para escribir", alguien del aula la explicaba, era muy complicada y parecía sólo física especulativa pero con valores matemáticos, completamente ajena a la escritura. EVM añadía: También hay alguna otra fórmula, pero sólo cuando inviertes la fórmula es cuando sale bien, ¿no? Me miraba a mí y parecía una pregunta y yo pensaba en la fórmula con esfuerzo, pero concluía: Yo lo hago todo a ciegas y no me doy cuenta de nada, ninguna fórmula... En cualquier caso, era una escena graciosa y EVM parecía pasarlo bien. Luego supe que hacía unos meses, en Sarzana (Italia) había soñado con una pizarra y fórmulas físicas. En su caso, las fórmulas en una puerta de pizarra parecían conocer el secreto del universo. O al menos, eso decía en su artículo "El fondo eterno". También por EVM supe que Bolaño soñaba con pizarras y fórmulas matemáticas, que a su vez llevaban a resoluciones de problemas y se estropeaban justo en el último segundo... ¿Habría leído yo el artículo de EVM en su día? ¿Significaría alguna otra cosa esas trasposiciones de sueños de otros escritores? ¿O sólo sería una adivinación de esas memorias trasladadas que sale en El mal de Montano? Últimamente, debo decirlo, he tenido sueños que parecían robados a otros. Soñé que me proponían trabajar en un rodaje que implicaba instalarme casi a vivir a un local feo de la calle Tuset, y parecía un trabajo pesado y no muy bien pagado, y yo les daba largas y un amigo me insistía en que les llamara y contestara. Cuando se lo conté, ese amigo me dijo que a él le habían ofrecido trabajar en una película con una productora alojada en un lugar feo de Tuset y que pensaba decir que no, porque era complicado y con bajo presupuesto. Sólo fue el primero. Después, me han ocurrido otras cosas inquietantes, pero yo las atribuyo al cansancio del cambio de husos horarios, que desdibuja los contornos de las cosas y produce, dicen, sensaciones de déjà vu... por ejemplo.
Al fin el avión me dejó en una ciudad de conductores, que yo siempre había detestado sin conocer. Sarinagara... Al día siguiente anduve por las inmediaciones, encontré una librería llena de libros que parecían guiñarme los ojos, llamarme: mis escritoras, sobre las que conferencia, los autores que he traducido y reseñado, todos tenían un lugar destacado y atraían mis ojos. Compré un libro de Colm Tóibín porque mi amiga americana me dijo desde NY que uno de los cuentos le recordaba a mí y nada más salir a la calle lo encontré y comprendí por qué lo decía, pero eso no evitó la melancolía. Comí en una terracita, buen pescado con un nombre que parecía ambiguo pero que me recordó a otros familiares, buen vino, un día radiante. Luego recorrimos barrios frondosos que sólo conocía de novelas y películas, llenos de árboles gigantes. Y los pájaros cantaban en los sicomoros, como en la canción que sabía G. Incluso en esa ciudad de coches y autopistas entre los barrios, los árboles crecen libres e inmensos, hacia el interior y el exterior, sin los límites ni el espíritu arboricida de mi pobre país. Y la amabilidad de la gente, aunque sólo fuese parte de una técnica de márketing, de una cultura de empresa, lo hace todo mucho más relajado y fácil...
Más tarde vi una exposición de una antigua ciudad de la India, Lukhow, en el museo de arte moderno de esa ciudad extraña e inmensa, y entre piezas delicadas, acuarelas, pinturas, vestuario, objetos, había algunas fotos de Felice Beato y de Samuel Bourne en 1890. También estuve admirando la colección del museo, con Picassos, Klees, Kandinskys, Cy Twomblys, Motherwells, Rothkos y tantos otros maravillosos. Al caer la noche empezó ese insomnio largo e irreductible del cambio horario y mientras observaba cómo cesaban los mensajes de amigos a mis horas diurnas, me preguntaba si ese insomnio no sería un querer estar allí, en el horario de ellos, para no perderme del todo aquel mundo, aunque no lo echase en absoluto de menos... Al día siguiente se nubló y llovía a ratos y fui a ver un museo maravilloso en las colinas donde precisamente había una exposición preciosa de Felice Beato, viajando por Oriente a finales de 1800, India, China, Japón, Birmania... ruinas y templos maravillosos y jardines y retratos especiales, porque su mirada discreta y empática movía a los retratados a confiar, a mostrarse del todo, un poco como le ocurría a David Goldblatt mucho tiempo después. No pude admirar el espectacular fondo de ese museo, no hubo tiempo. El entorno es magnífico, montañas verdes, nubes, tanto como para compensar la obra de un arquitecto que no suele convencerme, pero allí se veía bien, adquiría sentido...
Tres días después volé a otra ciudad más afín, apta para caminantes y llena de luz. En el corto vuelo doméstico me salvó un librito precioso de Giani Stuparich, "Un año de escuela en Trieste" (Un anno di scuola). Con una concisión sutil y una poética económica y perfectamente ritmada, que parece surgir espontáneamente por su fluidez, Stuparich cuenta cómo se revoluciona el instituto y cómo se transforma cada uno de los chicos con la aparición de una adolescente, Marty, y las reacciones de los padres, la hermana mayor libre en Viena... Y qué bien cuenta la mirada de las mujeres, la asfixia de una chica libre y fogosa en un mundo conservador, su entusiasmo por el saber, la forma en que se acerca a Antero, los silencios esos de los dos en que ella siente comprendida su tristeza y la melancolía, el suicidio, tantas cosas contadas con precisión y sutileza en tan pocas páginas, y la nostalgia de lo soñado, lo que no pudo ser, mezclada a un gran entusiasmo vital, como en la Ginzburg. Una lección de escritura.
En cuanto a la ciudad y sus colinas, me sorprendió primero el barrio en que me hospedo, con su aire jamesiano de The Bostonians, de una sociedad conservadora pero culta y dada al mecenazgo, una sociedad de mujeres sufragistas y búsqueda de la belleza en las casas; muy distinto de lo que se encuentra bajando la colina... o en otras colinas. Y el mar asomando en distintos lados, por la forma de la bahía, y la antigua prisión. O el barriochino con sus sorpresas. La mítica librería editorial que publicó a la beat generation: también estaba llena de mis autores, los que traduzco, los que reseño, sobre los que escribo... Al final he concluido que tengo ya demasiadas relaciones con ese mundo de los libros como para que eso no me ocurra. Desde las estanterías, los libos me llaman, me saludan, recuerdan su relación conmigo. Al menos, en las librerías anglosajonas. Anoche cené allí cerca con un grupo que incluía al director de algunas películas que fueron significativas en mi historia. Ese director es un hombre mayor que conserva todo su charme: empezamos hablando de gatos y conectamos enseguida, y de ahí pasamos al cine y la escritura, y habría podido hablar con él durante horas. La comida -italiana- era deliciosa. Él me señaló el que había sido apartamento de Jack Kerouac. Hoy he estado (browsing, browsing) en esa librería, que conserva su espíritu demasiado viril de la época, aunque Alice Munro y Jean Rhys hayan ocupado lugar en las estanterías, apenas hay poetas mujeres (he comprado un Coetze, un Carson McCullers y extrañamente unos cuentos de Hemingway, una postal de Derrida y otras dos) y he visitado el también legendario café de al lado, por azar y necesidad. Luego he ido de excursión a un barrio de casas preciosas y coloridas, de ambiente fuertemente hip y poblado de freaks, que alberga una también mítica e inmensa tienda de discos donde se encuentra casi todo. Y muchas tiendas vintage, con piezas asombrososas, históricas, que retrotraen a otros tiempos...
Y por las noches, en ese insomnio irreductible del cambio de husos horarios, me vuelven mis últimas inquietudes, las que tendré que abordar en cuanto vuelva, probablemente sin tiempo de recobrarme. Y en esa penumbra, oyendo el tintineo de los tranvías, parecen crecer los fantasmas como en el poema de Ausies March: Lo jorn ha por de perdre sa claror:/quan ve la nit que expandeix ses tenebres,/ pocs animals no cloen les palpebres,/ e los malalts creixen de llur dolor...
Una tarde escuché la entrevista que le hicieron a Bel M. en el programa de radio Hablamos, sobre literatura y psicoanálisis. Fue una gozada escucharla. Ese saber suyo literario -teórico y vital- y psicoanalítico es una combinación afortunada. No se lo pierdan. Leo en los periódicos lo que ocurre en Egipto y poco más. Por las tardes tengo que volver y traducir a destajo, para entregar su dosis a cada uno. No me queda tiempo de escribir. No me queda tiempo de mi novela, y en realidad, tampoco me queda tiempo para escribir este post. No hace falta que muestren que ya saben dónde estoy, lectores invisibles. Yo sólo nombro lo que quiero nombrar. Y tampoco se fíen de las apariencias...
BTW, ¡feliz año chino de la liebre!