Le debo a Frikosal el descubrimiento de ese gran bosque de las sequoias más altas del mundo. En realidad, fue Inés fue la primera que intentó persuadirme de que fuese a ver los redwoods, esos impresionantes bosques rojos (Tú no puedes irte sin verlos, me dijo), pero yo no la entendí y me confundí con otros, que quedaban demasiado lejos. Friks les puso nombre y link y entonces comprendí que los bosques de John Muir estaban mágicamente a mi alcance (Muir, como el fantasma y la señora Muir, o como el apellido familiar de una novela que presenté hace poco). La visita y el paseo de tres o cuatro horas por esos caminos señalados me pareció una de esas experiencias importantes de la vida. Cuando llegué, al ver las sequoias milenarias y las plantas prehistóricas que han visto pasar la historia de la Tierra, tocaba los troncos y me salían lágrimas. Hay que decir que mi perenne insomnio de los últimos tiempos, entre el jet lag y el duelo y antes los turnos de hospital, además del peso de una tristeza con la que he reconectado insospechadamente estos días me han transportado a un estado de cierta vulnerabilidad, por decirlo así.
El lugar es de una belleza sobrecogedora. Los árboles son altísimos y muy rectos apuntando al cielo. Sólo sequoias y una conífera también altísima, una especie de abeto de esta zona. La quietud, el rumor del agua, el viento sobre las hojas, los juegos de luz y sombra que lanzan destellos como sonrisas arbóreas, la idea de la pareja de apasionados que adquirieron esas tierras y que con el conservacionista John Muir lograron arrebatárselo a los madereros y que Roosevelt lo declarase monumento nacional, todo eso junto con el respeto que muestran los visitantes, que recorren los distintos senderos sin dejar nunca ningún rastro de su paso me produjeron un efecto restaurador y salí de allí renovada y otra. Mi admiración por un país capaz de conservar su naturaleza mientras el mío la destruye con saña, entre los políticos del cemento y los vándalos que tiran basuras por todas partes...
Intenté captar algo de esa belleza en cientos de fotos, pero mi pobre cámara no podía dar idea de la altura impresionante de esos árboles, que conviven con gigantescos y hermosos troncos caídos o agujereados y con plantas prehistóricas que cohabitaron la Tierra con los dinosaurios. En otro tiempo, esos bosques cubrían la costa oeste de este país y son una reminiscencia de la belleza de un mundo perdido. Con todo, aquí hay árboles gigantes en todas las carreteras y también en las ciudades. Pero adentrarse en el bosque Muir es una experiencia casi religiosa, sagrada, mística, qué sé yo, de celebración de la naturaleza y la belleza. Y la visión de todo eso fue lo que me conmocionó.
A la vuelta, en uno de esos salientes de la carretera perfectos para admirar el panorama apareció, como un alegre asalto, un enigmático grupo lleno de preguntas, capitaneado por un hombre alto, rubio, sereno pero casi impertinente en su ansia de interrogar. Había algo realmente extraño en ellos, pero no sé si nunca hubiera llegado sin ayuda a la única conclusión posible, es decir, que se trataba de un grupo de extraterrestres. Cuando lo oí comprendí que no podía ser de otra manera.
Hoy, de vuelta en la ciudad de las colinas, he visitado un precioso jardín botánico con árboles también gigantes y maravillosos, que recorren rápidamente las ardillas, y he tomado un té en el Japanese Tea Garden, un bonito jardín de bonsais, servido por una mujer con kimono. Luego he comido en un restaurante hindú en un lugar insospechado y después he atravesado sin saberlo un barrio oscuro, porque aquí las calles son larguísimas y si colina arriba huelen a dinero antiguo, como dice la guía, a medida que vas bajando, se baja también socialmente. De modo que, de pronto, me he encontrado sola como en mi sueño, entre una población bastante marginal, de prostitutas tullidas, de gente tirada en las aceras, algunos encapuchados con aire de latin kings, gigantes negros echados o sentados en las aceras, una pareja de viejas lesbianas con mirada de furia psicótica, fumadores de maría, homeless, grupos de aspecto salvaje congregándose a las puertas de una especie de madrasa musulmana, una mujer obesa con zapatos de tacón blanco echada en el suelo canturreando, etcétera. He intentado cambiar de calle y la travesía era aún peor. Al fin he acabado de atravesar esa franja de barrio con nombre carnívoro y aliviada, he iniciado el duro ascenso de la pendiente hasta arriba de la colina, adonde llego sin aliento.
Sigo en una extraña forma, pero la belleza siempre cura o salva en cierta manera. Me acompañan o acosan algunos sueños terribles, pero yo prefiero tener incluso esos sueños que olvidarlos del todo. De noche leo una novela de Carson McCullers, Clock Without Hands, pero enseguida me quedo dormida. Es de un hombre enfermo al que acaban de diagnosticar una muerte próxima: yo no lo sabía cuando lo empecé, pero así son las cosas. También hay un chico que duda de su sexo, y su abuelo juez racista sureño y el insight fulminante de la autora. Para fumar tengo que bajar a la calle y los trayectos en los ascensores están llenos de cruces e incidencias. Ayer un hombre me preguntó qué leía. Anteayer yo esperaba al ascensor junto con un hombre joven en mangas de camisa y una mujer rígida y desdeñosa. El ascensor no venía y desesperado, el hombre pidió por las escaleras. "Son sólo escaleras de incendios", le dijo una camarera, pero tras un titubeo, le permitió bajar. Yo me uní y la mujer digna me miró por primera vez y dijo: "I'm coming too". Para ella debía de ser un momento límite. El hombre que iba en mangas de camisa, la mujer rígida y highnosed y yo acabamos bajando por un lugar sórdido y laberíntico que recordaba a las salas de máquinas de los barcos. Él iba delante, luego yo y en tercer lugar la mujer estirada. El hombre de las mangas de camisa se volvía a hacerme comentarios y nos reíamos, pero no me volví a mirar a la gran dama, en castigo a su desdén. Era todo muy extraño porque cada rellano cambiaba el lugar del tramo de escaleras siguientes. Pero al fin llegamos, el hombre en mangas de camisa salió del hotel corriendo y yo salí al sol de la colina y no volví a ver a la mujer estirada.
El otro día, en el desayuno, un anciano barbudo religioso peleaba con el aparato de tostadas, que se le encallaron y no caían. Decidió escoger otras rebanadas sin tostar y fue tocándolas todas con la mano. Yo decidí pedir ayuda a un encargado y optar por otra clase de pan y así descubrí uno de semillas más integral y realmente bueno, no hollado por la mano ni el pie del hombre. En la recepción hay una bandeja de manzanas rojas realmente deliciosas, que desaparecen los domingos, como el periódico.
Mis noches son frágiles y las altera el vuelo de una mariposa. Faltan pocos días para el retorno.
6 comentarios:
Preciosa entrada Isabel, ese bosque debe de ser uno de los lugares más bonitos del mundo. Tenemos mucho que aprender de los americanos en ciertos aspectos !!
Es muy complicado, por no decir imposible, que una foto transmita la belleza de ese lugar. A mi me ayudó un poco la niebla pero son árboles demasiado grandes en todos los sentidos para ser fotografiados. Pero si vuelvo, volveré a intentarlo.
un artista checo del que no recuerdo el nombre, hizo un monumento a Europa donde España está representada por un bloque de cemento...qué tal?
Qué imagen tan triste y atinada. No se le puede negar la razón
Gracias, Friks! Sí, es un lugar para volver... Y bueno, ya sabes que mis fotos son de alguien que no sabe, con una humilde cámara. Lo tuyo es otra cosa
xxxxx!!!
Estheeeerrr!!! :-)
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