miércoles, 26 de enero de 2011

Dudas

Foto: I.N., Cadaqués, desde casa de mis amigos, 2010
A veces es duro y quizás absurdo tomar una decisión realista y dejar que se evaporen los sueños que nos iluminaban, todo lo que daba calor cuando hace frío, tanto humor y espíritu lúdico-celebrativo. Me he pasado los últimos días oscilando entre dos estados de ánimo que me llevaban a extremos opuestos y cuando he decidido no marcharme o más bien he organizado sin darme cuenta las cosas para que alguien decidiera por mí, me ha invadido una extraña duplicidad. Primero un ligero alivio y luego, pesante, una sombra que ya empiezo a conocer. Ha vuelto mi Scrooge. Quedarme aquí significa quedarme a solas con mi duelo, he pensado, en la pobre y cada día más fea, contaminada y mediocre Hereuville (me dicen que acabo de salir en BTV con el azufaifo y sus defensores, pueden verlo aquí; yo prefiero no verme), con las noticias, con mis vacas flacas, con mi montaña de trabajo, con un feo y romo paisaje humano, sin grandes esperanzas... excepto mi novela... Esta mañana he acabado el capítulo 9, un insólito capítulo en un escenario bien bonito, que ya salió hace años en una novela barcelonesa completamente ajena a la mía, y le he puesto música sacra, y latín, música del cielo.
Quedarme significa precisamente dejar que se vaya la música que me envolvía alegremente, que me devolvía a la vida. Volver al Hades, a ese reino de las sombras de la Odisea, a la orilla del Leteo, a ese lugar donde el contacto físico no existe, ni el deseo, donde sólo existe el pensamiento y los seres no tienen cuerpo, sólo son sombras que se cruzan.
Rufus respirará aliviado. Estos días enterraba la cara en mi pelo o en esos chales en los que me arrebujo cada vez más, entre el frío y la sombra, y suspiraba. Una voz sigue diciendo en mi interior que debería haberme ido. Que en esa ciudad de la luz sometida a corrientes intempestivas había algo para mí. Que ya no podré ir más. Que habría encontrado un editor para mis libros. Que habría paseado alegremente por aquellos cafés.
It's late and I can't sleep canta Ben Harper. Yo tampoco duermo muy bien, me despierto temprano con aprensiones distintas e inaprensibles. Un amigo me recomienda músicas para mi duelo. Viajaré alrededor de mi habitación. Y mientras, vuelvo a Giono. Y al libro de escritoras y fotógrafas, que está en una fase de producción y saldrá muy pronto. Y a todos mis trabajos de Sísifo. Quién sabe. Dicen que lloverá y subirán las temperaturas. Tal vez todo sea para bien. Forse tutto si salverà.
Lo cierto es que al salir del gimnasio alemán ya lo veía de otra manera. Mi voz quejumbrosa dura sólo un rato. Habría sido mejor hacer una pequeña locura y viajar, pero siguiendo a Xavier de Maistre también se llega a alguna parte. Iré a ver a la Esfinge. Me concentraré en esta luz...
Y al final he decidido irme. Son tiempos extraños. A veces conviene hacer alguna pequeña locura... Tal vez necesitaba decidir autrement para darme cuenta de lo que quería realmente. Tal vez el impulso ajeno... One never knows, decía siempre O. Seguiremos informando.

jueves, 20 de enero de 2011

He vuelto

Foto: I.N. Rufus al sol, asomado a mi ventana, 2010
He vuelto un poco a la escritura, el capítulo séptimo de la novela, no sin dudas, y sobre todo sin saber cómo seguiré porque ahora el camino no es tan claro y me da la sensación de que vaya a ser muy corta. Quién sabe. Pero qué felicidad volver.
Esta noche he tenido uno de esos sueños míos en que tenía que atravesar un lugar muy difícil, recorrer la cornisa de un edificio alto, gateando sobre una lona, y sabiendo que después tendría que volver a hacer el mismo camino sin caer en el vacío. Luego me encontraba a G., que me contaba algo difícil, algo que tenía más que ver conmigo que con él, porque seguramente, en mi sueño, le hice representar mi papel para poder seguir soñando sin despertarme. Pero yo agradezco los sueños, aunque sean pesadillas, porque siempre parecen decirme algo y su lenguaje me fascina y admira como una maravillosa creación, un juego de máscaras mejor que la escritura, que lo desafía todo. Pese a todo, me he despertado llena de dudas y aprensión, pensando que no tenía que irme de viaje. Pero al salir el sol ya había cambiado otra vez de opinión. Me iré, me iré, a pesar de mi inquietud y mis dudas, creo que me vendrá bien airearme, aunque me llevo el ordenador y seguiré trabajando allí.
He ido a comer y después he tenido una pequeña celebración privada e improvisada en un espacio nuevo, con la luz de la tarde entrando por un gran patio de manzana y ese fueguecillo me ha protegido el resto del día, como la escritura. Al atardecer, aún en la estela de Saturno, he ido al funeral de un hombre, mi tío, que se fue del mundo alegremente, despidiéndose de todos, bromeando y organizando incluso el vino que quería que bebieran a su salud. Su mujer y sus hijos, mis primos, estaban aún transfigurados y agradecidos por esa despedida tan feliz. El texto que han leído estaba lleno de afecto y de gratitud, y también de alivio de que todo quedara tan pacífico y en su sitio. Parece tan fácil, pero es muy difícil ver una muerte así: supone haber hecho bien las cosas en la vida y yo he salido de allí llena de admiración. El acto estaba lleno de gente y me ha alegrado verles. Al salir se veía la luna llena inmensa en un cielo helado.
Ha habido, estos días, gente que está lejos me ha escrito para decirme que sentía la muerte de M., con un gesto generoso, más allá de los obstáculos, de los viejos conflictos o de la lejanía. Sigo traduciendo, intentando repartir las horas en las distintas cosas y sin pensar en lo que queda para no inquietarme. Uno de esos trabajos consiste en revisar un libro muy sugerente, que hace ilusión leer. Estos días he leído poco y sólo fragmentos. Me han llegado dos libros que parecen seguros para llevarse de viaje.
El azufaifo vuelve a estar amenazado, así que mañana viernes iré al pie del árbol a hablar con una televisión local, y he llamado al jardinero experto, a la traductora radical, al abogado patrimonialista, al librero de la calle Berlinès y a algunos vecinos más para que hablen en favor del árbol. Y es que el Ayuntamiento se niega a darnos esa placita y quiere construir en ese terreno, y si construyen, el árbol morirá, tardará quizás dos o tres años, pero morirá, mientras que si lo dejaran en su jardín sin construir nada podría vivir otros cien años. Está catalogado, es el ejemplar de azufaifo más grande que existe documentado en Europa, pero a nuestros políticos no les importa.
Rufus, gato salvaje, estaba empeñado en que le acompañase otra vez a la terraza hace un momento, quizás animado por la luna. La comunicadora de animales con nombre ruso, que es como un hada madrina, me ha sugerido un tratamiento para mi gato. Esta mañana en Arte Tv anunciaban un reportaje alemán en el que habían podido filmar cómo hacen los gatos para caer de pie en cualquier circunstancia. Al verlo, otra vez Rufus se ha levantado y se ha acercado a la pantalla para verlos de cerca. Es un gato inteligente y contemporáneo, que ve la televisión. Todos los días vienen pájaros a visitarnos...
Sigo al día siguiente...
Anoche Rufus estaba alterado con la luna llena y no paraba de correr por el pasillo y patinar arrugando la alfombra de la entrada o llamarme para que saliera con él a la terraza y se había levantado un viento helado. Yo tampoco podía dormir, así es que me puse a leer el primero de los Cuentos de lo extraño de R. Aickman, que era justo lo que necesitaba. Incluso escribí un poco del capítulo octavo de mi novela, que esta mañana he continuado, robando espacio a mis trabajos pendientes. He mirado las temperaturas de las dos ciudades adonde viajaré, en la primera, donde estaré sólo tres días, hace primavera, en la otra, frío como el de aquí, aunque un poeta cubano que ha viajado around the globe y me ha llamado y contado historias cómicas y ensoñadas, me dice que allí la sensación es más fría y que Jack London declaró que nunca había pasado tanto frío como un verano en esa segunda ciudad (aunque he leído que la cita se atribuye a Mark Twain, pero ninguno de ellos lo dijo realmente). Pero el poeta me ha hablado de algunas maravillas de ese lugar y mi espíritu aprensivo y dudoso, seguramente atado al duelo y la desolación, ha empezado a quitarse telarañas y simplemente to rejoice. Luego me ha llamado la arquitecta que intenta salvar la Rotonda: el ayuntamiento ha aprobado la licencia al horrible promotor que pretende destruirla, en una clara descatalogación. Y eso sí, he logrado reunir a la traductora radical, el jardinero sabio, un trío de ilustres facebookianos, las defensoras de la Rotonda y el librero de la calle Berlinès al pie del azufaifo. Seguiremos resistiendo. No nos rendiremos tan fácilmente, politicastros enemigos de los árboles. Luego le he improvisado una pasta a G. y me he vuelto al gimnasio alemán, a falta de otros ejercicios más felices, que postergaré para s'hora baixa. Los recordaba desde las máquinas y sonreía yo sola. No había apenas nadie en el gimnasio. Sigo traduciendo textos de Leon Golub y escuchando a Ben Harper.

martes, 18 de enero de 2011

Después

Foto: I.N., Verano 2011
Me ha absorbido una gran montaña de trabajo, así que ya no existo, ni me lamento, sólo traduzco, sólo vivo en ese espacio intersticial entre las lenguas donde según Benjamin estaba la única lengua pura, sólo habito los textos de otros, un artista americano que estaba extraña e indirectamente ligado a mí por un hecho fatídico -cuando traducía el catálogo de su partner, ella artista y feminista, para otro museo, dos o tres años atrás, se produjo el conflicto de los conflictos con una interlocutora, la gota que desbordó el vaso, el momento de la revelación, y mientras rompía con ella y con la institución, pero tenía que acabar el catálogo en condiciones de tensión, se me produjo una epicondilitis que duraría dos años, pero que me llevaría a la osadía maravillosa de no traducir en ese espacio de tiempo, dedicándome sólo a la escritura, por la coincidencia de un hecho material feliz que así lo permitió. Malheureusement aquel hecho material que unido al conflicto y al brazo que dolía me llevaron a aquella época libre y maravillosa ya terminó y sin duda tardará en aparecer otro azar como ese, aunque exista la posibilidad. Y mientras, héte aquí la aparición de ese artista conectado a ella. Y también Giono y un texto de la publicación del museo y... los remates de mis libros acabados.
Me gustó ver la película Des hommes et des dieux, su lentitud, ese islam humano y pre islamista, esos ritos, ese arraigo, los árboles inmensos y el silencio, sus reflexiones filosóficas y vitales y las últimas imagenes desvaneciéndose en la nieve. Echo de menos la escritura. Envidio a los escritores que han vivido y viven escribiendo y leyendo, sin tener que esforzarse para pagar las facturas... He llegado a un momento menos fácil de la novela y justo ahora me he quedado sin tiempo. Y por otra parte, la sombra de Saturno sigue planeando. Ayer murió un hermano de mi padre, alguien alegre que formaba parte de mi infancia. Dos hijos suyos me han contado cómo se despidió de todos y cada uno y organizó cada detalle del final, se negó a que hubiera velatorio, dijo la camisa que debían ponerle y el vino que debían beber por él, y fue tan animoso y tan él mismo que todos estaban felices del final. El jueves iré a ese único rito.
En cuanto a la orografía de los estados de ánimo, es demasiado cambiante y compleja para comentarla aquí. En cualquier caso, tras el impacto y el vacío, empezaron a cohabitar dos ánimos opuestos y había momentos radiantes junto a otros en los que me asaltaba la misteriosa desolación. Y luego empezaron a fundirse y el resultado me gusta menos. Pero quizás es el momento de grisaille en el que ahora escribo, que será relevado por otro mejor más tarde... Y quién sabe, todo cambia constantemente.

jueves, 13 de enero de 2011

Mi texto de adiós a M, leído esta mañana en Collserola

Foto: Recordatorio de M, diseño y realización de Pati Núñez, 2011
Marisa parecía haber venido al mundo a otra cosa: a pintar, a vivir entre pájaros, a ocuparse de temas de salud y farmacopea. Pero tenía una especie de pasividad entregada al destino: se dejó casar y tuvo seis hijas. Vivió siempre bajo la autoridad y la voluntad de otros: su hermana, su marido, y al final también sus hijas. Tenía el cutis más suave que nunca he visto y cuando se casó, el aire de una niña. En las fotos de joven parece soñadora y a la vez terrestre y decidida. Hay un retrato suyo de los sesenta, con perlas y las cejas gruesas y arqueadas, donde de pequeñas nos parecía la mujer más guapa del mundo. En la que fue su casa de la Diagonal, cultivó siempre un refinado y loco desorden, de objetos en proceso de transformación: cajones atiborrados de telas y cientos de vestidos deshechos, esperando una reforma. Armarios llenos de aparatos por arreglar. Incluso ya mayor, era capaz de montar un andamio y pintar la pared de la escalera. Hacía reparaciones eléctricas por afición y restauraba las muñecas rotas o les hacía vestidos. Fue creyente, excepto en la época de su divorcio, cuando consideró que dios la había traicionado. Para ella, la separación fue tan injusta que apenas fue consciente de lo libre que se había vuelto su vida. Luego volvió a sus ritos, de manera silenciosa, haciéndolos encajar con una mentalidad esotérica que yo había instigado para distraerla, cuando se sentía abandonada. Sabía echar las cartas de una manera muy especial, que a veces me irritaba y otras me hacía sonreír: según ella, todo lo malo ya se iba y lo demás, era positivo. Le gustaban los pájaros, los recogía, los curaba y arrullaba y se le posaban en la cabeza y los hombros, le murmuraban y hablaban. Adoraba las lagartijas, con las que mantenía conversaciones en su terraza. Quiso muchísimo a su loro, que desayunaba tostada mojada en café con leche y cenaba tortilla francesa y a veces, de noche, él le quitaba con el pico el rimmel de las pestañas, en una particular simbiosis no recogida por los libros de ciencias naturales. En los últimos años, una de sus hijas tuvo la feliz idea de regalarle a su perra Nannie. Siempre prefirió no saber, ni recordar las cosas difíciles, lo que dolía; temía la verdad y prefería escaparse, aunque eso la llevara a situaciones más complicadas que las que procuraba evitar. Empezó a perder la conciencia hace unos seis o siete años, progresivamente, en ictus sucesivos. Olvidó los números y ya no podía echar las cartas. Se volvió incapaz de elaborar sus mejores recetas: un día olvidó poner puerros a la vichysoisse. Se perdieron para siempre sus míticas croquetas, que nunca nadie supo hacer como ella. O sus finísimas empanadas. Empezó a perderse por la calle y en vez de llegar a mi casa me buscaba en un lugar donde yo había vivido veinte años atrás. Por suerte, durante mucho tiempo recordó mi número de teléfono fijo y me llamaba extraviada desde lugares inverosímiles. Después de pelearse con todas las cuidadoras, imaginando robos estrambóticos de telas y destornilladores y luchando contra la humillación de que la vigilaran, vivió feliz en esa residencia modernista donde bailaba en las fiestas y se sentía al fin tratada como una dama. Le ha costado mucho alejarse del mundo. Hace unos días, en la clínica, le recordé todos sus embarazos, partos, biberones, cuidados en la enfermedad, tantos años de trabajo en la crianza y le dije: “Ahora te toca descansar e irte con tus pájaros.” “Desde luego”, contestó, con una mueca burlona. Estaba muy delgada, como un mosquito, pero conservaba la fuerza para arrancarse los tubos y pelearse con las enfermeras que venían a cambiarla. Cuando le leyeron el texto que le escribí como despedida, repitió mi nombre y añadió un misterioso “cristal, cristal”. Dicen que la relación con la madre siempre es tormentosa. Es inevitable exigirle lo que a veces no puede dar. Marisa no supo cuidarse ni protegerse del mundo, ¿cómo exigirle que cuidara de nosotras? Lo hizo a su manera, en el terreno que dominaba casi a la perfección: la alimentación, la salud, las enfermedades. Y a pesar de sus flaquezas, nos transmitió sin saberlo pasiones suyas, que cada una heredó a su manera, como por ósmosis: una receptividad especial a la naturaleza, la sensibilidad hacia la belleza, el arte, el cielo, los pájaros, las lagartijas, un cuidado en lo gastronómico, la idea de cuidar en lo físico, ese eterno proceso de deconstruir y reconstruir la indumentaria, no sabría decir si alguien heredó sus habilidades de electricista y bricoleur. Siempre fue muy despistada; daba la impresión de vivir en las nubes, con sus pájaros. Yo lo escribí en un cuento: iba a por el listín de teléfonos y volvía con el mando del televisor. Desconfiada, escondía las llaves de su armario y no podía encontrarlas. Pero hace dos veranos perdió la memoria y las palabras y entonces empezamos el duelo. Yo no podía evitar pensar que ella, que siempre quiso cerrar los ojos a lo real, había logrado dolorosamente su objetivo. Hacía mucho tiempo que ya no estaba, pero ahora que se ha ido, ¿por qué esta absoluta y pavorosa sensación de soledad?

martes, 11 de enero de 2011

Hoy, a las 5 de la tarde

Foto: I.N. La última casa de M., 2011
A una hora lorquiana, se ha ido M. Yo había ido a verla a la 1 del mediodía, a desearle bon voyage, aunque no pudiera oírme, por si acaso. Al murmurarle me ha parecido que respiraba más deprisa. Quién sabe... Luego he recibido un sms de mis hermanas, a esa hora andaluza, que recuerda a mi padre recitando, hace muchos años. Me ha tranquilizado haber ido a verla en ese mismo día, sabiendo que se iba. G. estaba conmigo y me ha confortado. Es tan extraña la muerte, tan misteriosa. Todo era sabido y racionalmente era deseable que se acabara ese largo proceso. Pero cuando llega, es tan irreal, la tristeza pesa y lo simbólico pesa mucho más que lo racional. Han sido días muy duros. Ya sabiéndolo, he ido a dar mi última clase del curso del Ateneo. Pensaba que no lo lograría, que se me desharía la voz leyendo a Natalia Ginzburg, pero no ha sido así. Hay un reflejo social o de oficio o quién sabe qué, capaz de anestesiarnos. Antes de empezar la clase, la Belle Elaine ha venido al Ateneo a abrazarme. La gente de la clase ha sido muy acogedora y alegre. Al salir, me esperaban dos amigos, JCM y P., que siempre me cuidan hospitalariamente y hemos tomado vinos en un sitio especial y hemos hablado y ha sido restaurador. Yo iba todo el tiempo envuelta en la manta que me han regalado J. y G., una manta preciosa, de alpaca. No hacía frío, pero yo me sentía protegida envuelta en esa manta, como la madre de la Ginzburg que, en la guerra y el fascismo, con las tristezas y las pérdidas, iba arrebujándose cada vez más en sus chales de lana.
M. vino al mundo a otra cosa, a pintar, a cuidar pájaros. Pero se dejó casar y tuvo seis hijas, y vivió bajo la autoridad y la voluntad de otros. Tenía el cutis más suave del mundo y al casarse parecía una niña. No supo nunca protegerse, y en la infancia no me protegió a mí. Temía la verdad y prefería mentir o quejarse aceptando la derrota antes que defender su posición. No se atrevía a enfrentarse y utilizaba la fuerza de otros. Era difícil saber a qué atenerse con ella. Prefería entregarse a su peor enemigo antes que arriesgarse a estar sola. Pese a todo, antes de perder la conciencia, hace ocho años, me pidió perdón por lo que había permitido que me ocurriera en mi infancia, a su manera. Sarinagara... le gustaban los pájaros, los recogía y curaba y se le subían a la cabeza y los hombros. Adoraba las lagartijas, con las que hablaba, quiso mucho a su loro. En los últimos años, la salvó su perra Nannie. No quería saber, ni recordar y empezó a perder la conciencia hace unos seis o siete años, progresivamente, en ictus sucesivos. Después de pelearse con todas las cuidadoras, vivió al fin feliz en esa residencia modernista donde bailaba en las fiestas y se sentía al fin tratada como quería. Le ha costado mucho alejarse del mundo. Hace unos días, en la clínica, le recordé todos sus embarazos, partos, biberones, cuidados en la enfermedad y le dije: "Ahora te toca descansar e irte con tus pájaros." "Desde luego", contestó, con una mueca burlona. Aún delgada y pequeña como un mosquito, conservaba la fuerza para arrancarse los tubos y pelearse con las enfermeras, que venían a cambiarla. Cuando le leyeron el texto que le escribí como despedida, repitió mi nombre y añadió un misterioso "cristal, cristal". A pesar de sus flaquezas, nos transmitió algunas pasiones suyas, sin saberlo. Ahora se ha ido y es muy extraño. Lo más difícil de entender es la sensación de soledad tan brusca y sobrecogedora, como una cueva. ¿Soledad por qué? ¿Qué significa? Si ella se había ido hace tiempo... Si ya hice ese duelo hace dos veranos, cuando perdió su self y todas las palabras en uno de sus peores ictus... Si ya no tenía memoria, ¿por qué esa sensación de haber perdido las raíces, el pasado, la historia? Otra vez el inconsciente a su aire, situado en ese otro terreno simbólico.
El jueves por la mañana la despediremos en Collserola, como a mi padre. Yo habría querido escribir y leer algo, no sé si llego tarde, cuando todo estaba cerrado, el recordatorio hecho. Si es así, iré a su despedida como una visitante, casi una extraña; en realidad, tal vez sería más coherente así. Por si acaso, me he puesto a escribirlo...

lunes, 10 de enero de 2011

Hay días

Foto: I.N. Cerca de donde está M., 2011
Hay días en que trabajar consuela. Intentaba preparar la clase de mañana sobre Natalia Ginzburg y leía para olvidar lo real. Decía NG que había intentado que cada frase de La strada che va in città fuese como un latigazo, como un golpe seco. Dice Balzac "Toutes les douleurs sont individuelles, leurs effets ne sont soumis à aucune règle fixe: certains hommes se bouchent les oreilles pour ne plus rien entendre; quelques femmes ferment les yeux pour ne plus rien voir; puis, ilse rencontre de grandes et magnifiques âmes qui se jettent dans la douleur comme dans un abîme. En fait de désespoir, tout est vrai."
No debería haber ido a ver a M., porque a esa visión doliente de su cuerpo comatoso, olvidado del mundo, sumido en las excreciones que obstaculizan su respiración y que la morfina debería aliviar, pero aún no llega (cómo cuesta vencer ese tabú en este país cristiano), se han añadido los malencuentros con quienes contribuyeron a convertir mi infancia en un infierno. Nada ha cambiado, salvo que yo he vivido feliz alejada de ese paisaje y el mero contacto me enferma y acrecienta el peso de la tristeza. Alguien llevaba días ofreciéndome información manipulada, hoy he escuchado y leído acusaciones arbitrarias y en las que no me reconozco; he decidido desaparecer antes de tiempo, que alguien hable en mi lugar; estoy considerando incluso si me compensaría renunciar a la pequeña parte que me toca y que yo esperaba sólo para estar un tiempo sin traducir, para poder escribir tranquila. Tal vez no valga la pena.
El peso de lo simbólico es muy grande. Yo sólo pienso en esa visión de M., cuerpo alejado, intentando respirar. Esta noche me he despertado varias veces y veía a M., en esa extraña fase del olvido. Creo que no volveré. Antes de irme, le he murmurado unas palabras al oído. Me da la sensación de que la presencia constante la retiene en el mundo, atada por un hilo invisible, tal vez un hilo de culpa, de conflicto no resuelto, de deberes o de sensación pendiente.
G. ha venido a consolarme, me ha recordado que con él no he repetido ese modelo fatídico, sino que lo he hecho bien. Los libros avanzan: hoy he enviado las primeras fotos para el de Barcelona, he corregido y podado algunas cartas para el libro de correspondencia, he pulido también un poco mi sexto capítulo de la novela.
En la farmacia me he encontrado a una amiga psicoanalista, que ha comprendido bien mis palabras. Me ha llamado otra amiga psi para mi participación en unas jornadas del Foro Psicoanalítico, me ha dicho que pensara que es mejor estar aquí, poder estar corporalmente cerca de M. en su muerte, según ella toda relación con la madre es tormentosa. Cuando he vuelto del gimnasio, he sentido el dolor como algo físico, aunque no lo fuera, y unos versos de Georg Trakl que aparecían como cita en el mensaje de novedades de Trotta, me han cubierto como una sombra compasiva: «Oh el infierno del sueño; oscura calleja, pardo jardincillo. Suave suena en la tarde azul la figura del muerto. Verdes florecillas voltean en su redor y su rostro la ha abandonado. O se inclina pálido sobre la fría frente del criminal en lo oscuro del vestíbulo; adoración, púrpura llama de la voluptuosidad; moribundo se precipitó el durmiente sobre negras gradas en la oscuridad».
Anoche renuncié a un viaje que me habría alejado de este horror... pero era imposible. Y con esa renuncia ha surgido la desolación. Necesito seguir escribiendo para consolarme. También los mensajes de algunos lectores invisibles me consuelan. Sólo pienso en el momento en que ya no tendré que relacionarme con nadie de aquellos personajes del perverso pesebre. Tal vez merezca la pena desprenderse del todo.
Al día siguiente todo esto se ha alejado y hace un sol radiante y yo me acuerdo de que yo ya no vivía en ese mundo, y la luz deslumbrante y cálida que ahora ciega la pantalla me transporta, fabrica un impermeable emocional, un impermeable de luz, muy bonito...

jueves, 6 de enero de 2011

Noche blanca en la clínica

Foto: I.N. (desde mi obsoleto móvil), Esta mañana, saliendo de la clínica, 2011.
Hace años, un artista conceptual me llamaba princesa del guisante, y aún ahora pese al tiempo (j'ai plus de souvenirs que si j'avais mil ans) alguien vuelve a llamarme así. Yo siempre comprendí como algo lógico y cercano el dolor y las moraduras que podía hacer aquel guisante bajo veinte colchones y veinte edredones en la piel y el cuerpo de aquella doncella que Arthur Rakham dibujaba empapada llamando a la puerta frente al viejo rey en pantuflas.
No puedo explicar con argumentos racionales por qué para mí es tan duro estar allí, por qué me producía casi terror pasar una noche junto al cuerpo abandonado de M., por qué esa tristeza densa en la que me parece contemplar sólo la consecuencia de una actitud vital, por qué no puedo evitar sentir que todo en su trayectoria la ha llevado a esta dependencia total, que ahora le resulta tan espinosa. A las cuatro de la madrugada y a las seis de la mañana, cuando venían las enfermeras a cambiarle el pañal y la postura (para que no se llagase), ella no sólo gemía y protestaba, porque todo le duele, sino que encontraba las palabras para llamarlas brutas y ¡la fuerza para intentar pegarles! El resto del tiempo tiene la mirada perdida, aunque sí parecía escuchar la música y dejarse envolver por ese único pequeño placer, mitigado por el rugido del oxígeno. Ahora parece haber perdido el terror al abandono escatológico, el retorno a una infancia vieja en que el cuerpo ya no puede valerse más.
Debo de haber dormido media hora o tal vez cuarenta minutos. M. se arrancaba la mascarilla de oxígeno con su mano atada a la baranda y a veces volvía a ahogarse. Murmuraba palabras incomprensibles. Sólo verla así, como un dibujo de William Kentridge, bajo la despiadada máscara azul, con gomas que se le clavaban en las mejillas resecas, ver sus manos descarnadas, su cuerpo delgadísimo ya casi sólo latiente, su actitud derrotada, vencida, su mirada perdida, vacua, yo volvía otra vez a las olas de tristeza. La noche ha sido larga pero resistible gracias a que alguien ha venido a salvarme, al abrazo tímbrico, a esa música que sigue envolviéndome estos días, hablándome del deseo y de cosas que me permiten alejarme del olor escatológico de esa muerte en vida.
También me rodeaban los ecos de la novela aún inédita de A.G., novela brutal que habla precisamente de ese horror, de una relación transformada por el alzheimer y la incapacitación y la intimidad escatológica, aunque en su caso hubiera un afecto y una gratitud y una paciencia que yo nunca he sentido de ese modo. Sus reflexiones, el humor, el sentido de lo tragicómico, los titulos de sus capítulos, el ritmo que va ahondando hasta su desembocadura, todo eso estaba ahí flotando en el aire.
Al volver, Rufus, que sabe lo que nosotros no sabemos, me pide unos abrazos intensos (We embrace to be embraced, we bear children to be cared by them, Coetzee dixit, cito de memoria) y yo me refugio en su belleza y su pelaje felino y su nariz de león, y él me pone la pata en la cara o me atrapa el pelo para que no me aleje. Ha sido una extraña noche de reyes, sé que G. lo entiende, aunque me siento en falta.
G. me mandó algún mensaje en medio de la noche. Yo le echaba de menos porque su presencia energética y joven es lo opuesto a lo mortecino, estos días añoro también a mis amigos, siento que necesito ver gente que me cuente otras cosas, que me hable de algo que me recuerde a la vida. No sé qué será de mí si estos turnos continúan, si no puedo volver a mi mundo de antes, si tengo que seguir ante esa vida-sin-vida, ese dolor mudo, ese sinsentido triste y cargado, si tengo que seguir dando mi tiempo, tiempo que no puedo recobrar. Se lo he contado a J. y lo ha entendido; tal vez sólo se necesita una costumbre analítica para comprender.
En vez de dormir, escucho un disco que me grabó un librero-bloguero-escritor con su burning thought y su mirada llena de entusiasmo. Canta primero Sixto Rodríguez, que para mí fue un descubrimiento, y hay una canción que me obliga alegremente a bailar como las zapatillas rojas de Andersen a Moira Shearer, y luego hay una ecléctica y fogosa combinación de buenas canciones que me reconcilian conmigo.
Pregunto a los oráculos, pero no estoy muy segura de las respuestas. Los médicos nos dirán algo mañana, si M. podría volver a la residencia donde vivió esa pequeña franja feliz, aunque sea de una forma mucho más reducida, y una fecha posible. Necesito escribir, leer, dormir, volver también a mí misma. Y al mismo tiempo sé cómo dolerá el vacío si se produce, más allá de la razón.
Al salir estaba amaneciendo y el espectáculo en el jardín era maravilloso. Tiene razón Virginia Woolf: la naturaleza despliega su espectáculo aunque nosotros hayamos cerrado los ojos.. o lo despliega sólo para los enfermos o los que velan por ellos en un hospital. De vez en cuando hay que volver a ver amanecer para saber de la Tierra y del mundo, para no convertirnos del todo en mutantes urbanitas, para recordar que seguimos girando en el sistema solar (he visto a un pobre fumador, lejos de las puertas de la clínica, pero aún en el extremo del jardín; sé que pronto nos prohibirán fumar en nuestras casas, como ya ocurre en algunos lugares. Yo sigo pensando como Derrida, que no se debe intentar regular así la vida cotidiana, que esto sólo conduce a muchas más represiones, pero cada uno es libre de pensar lo que quiera). No llevaba la cámara y he hecho algunas torpes fotos con mi viejo y obsoleto móvil, que aún no he logrado cambiar.

martes, 4 de enero de 2011

Incertidumbre

Foto: I.N., Donde está M., 2011
Todo es incierto. Anteayer M. empezó a mejorar espectacularmente y esta mañana habíamos decidido presionar para que le dieran el alta, para que volviera a esa residencia donde ha vivido una insospechada felicidad es esa vida reducida, esa half life que diría Naipaul, aunque aquí debería precisarse que se trata de una vida minúscula, no a lo Michon, sino a una milésima parte de lo que conocemos como vida, y aún así, durante unos meses felices, después de otros torturantes en el mundo exterior, en esa residencia modernista M. ha bailado y se ha sentado en el regazo de un hombre atónito y ha seguido a las cuidadoras con sonrisas, según nos contaban, y se ha sentido allí tratada como una reina.
Pero esta mañana ha vuelto a empeorar. La habían sentado en una butaca y han empezado a ocurrirle cosas extrañas y otra vez respiraba peor y han tenido que devolverla a la cama. De madrugada se había arrancado los tubos, con la sangre fluyendo y la llamada brusca a las enfermeras. De día dormía. Yo me he llevado la traducción de Giono, pero sin conexión no podía desentrañar los múltiples jeroglíficos. Ha llegado un cardiólogo. No sabemos, non possiamo saperlo, tal vez mañana. Dicen que no harán nada invasivo, sólo mantenerla lo mejor posible, pero incluso eso es alargar y alargar un hilillo de vida. He estado hablando con ella, primero mentalmente, visualmente, como con los gatos. Luego en voz alta, al llegar A. Le he dicho que había trabajado mucho con todos esos embarazos y partos, trayendo al mundo a tanta gente, tantos bebés y lactancias y años dedicados a eso. Que ahora le tocaba descansar. "Desde luego", ha sonreído débilmente M., y luego A. le ha hablado de aquella nube donde cuando A. era pequeña soñaban que irían a sentarse.
Los turnos son agotadores. Algunos contactos familiares me producen sarpullidos internos. Sueño con el tiempo en que todo eso no será ya necesario. Mañana tendré que pasar la noche allí. La belleza rodea a M., como siguiendo una tradición. Al salir de la clínica huele a cipreses. Hoy ya no había nadie fumando y lo he echado de menos; me gustaba el humo mezclado con el olor a cipreses; ahora los familiares tendrán que alejarse mucho y arriesgarse si quieren fumar. En cambio nadie nos protegerá de los humos de los coches, de los pesticidas, de los transgénicos, de las radiaciones excesivas, de los elementos tóxicos de la construcción, del olor a alcantarillado que se extiende por Barcelona (porque el ayuntamiento, comprometido con una empresa fabricante de productos de limpieza hipertóxicos, no quiere adquirir el producto natural que usan los alemanes y que limpia las alcantarillas sin olores ni efectos secundarios, restableciendo la flora...), etc.
Necesito trabajar y el tiempo se me escapa. Traducir a Giono me consuela inexplicablemente. Ayer entregué mi reseña de Jin Ping Mei a la revista Turia. Me habría gustado adentrarme más en lo personal, pero sólo citando a los expertos devoré gran parte del espacio. Antes he leído un poema precioso de la Otra Bel, que aún sigue resonando con sus ecos vitales en mi mente. Pueden leerlo aquí estos lectores invisibles; no se lo pierdan.
Me sostiene mi novela, ayer pude escribir otro capítulo, el quinto, y de nuevo se juntaron mágicamente los fragmentos, de nuevo parece que todo fluya, que haya surgido de forma espontánea, que se recoloque solo... Y también la música que me rodea, en todas sus formas, en una especie de abrazo tímbrico. Me sostienen las endorfinas y la fisicidad, y Rufus me llama para abrazarme en cuanto vuelve a verme sola. Ahora dormita entre mis pies y la estufa. Pero me vuelvo corriendo al hospital, esta vez sin ordenador, con la novela manuscrita de un amigo escritor, que sigo leyendo cuando puedo, y que ahora leo de otra manera, no sólo porque es poderosa, sino porque me habla directamente a mí.

sábado, 1 de enero de 2011

Misterioso año nuevo

Foto: M. en su juventud, pensativa, a finales de los cuarenta.
Poco antes de la celebración, ingresaron a M. en la clínica T., y estuve un rato con ella. Antes, en los hospitales se ocupaban realmente de los enfermos; ahora los familiares tienen que hacer turnos para alimentarlos, administrarles medicamentos, darles de beber y cuidarlos, porque el personal ya no asume esa responsabilidad. Da lo mismo que se trate de centros públicos que privados. Mientras subía la pendiente entre palmeras altísimas y respiraba el olor de los cipreses me felicitaba al menos de la belleza que siempre la rodea. M. estaba ida, apenas veía ni reconocía y cada vez que se despertaba mostraba un humor de perros, aunque a veces encontraba las palabras. "¿Qué quieres?", me espetó de mala gana. Cuando le pregunté cómo estaba, me contestó: "Ahora no voy a entrar en detalles" con gran disgusto. "¡Qué hartazgo!", murmuraba, enfadada. Se quejaba de todo, se arrancaba los tubos y el camisón e intentaba escapar a cada momento, deslizando su extrema delgadez entre los barrotes de la barandilla de la cama. Por lo visto apenas durmió unos minutos. Su nervio era proporcional a su dificultad de respiración. Estuve forcejeando internamente conmigo misma. Me pareció que sería difícil seguir soportando aquella tristeza. No podía evitar pensar en lo que M. nunca había hecho.
Luego volví a mi otra vida y estuve celebrando esa última noche del año con un rape alangostado, buen vino, ensalada, champagne francés. Y muchas otras cosas, rituales y espontáneas, como un paseo imprevisto, en pleno cambio de año, que nos atrapó en la calle. He dormido pocas horas. Me han despertado las noticias de M. El médico de guardia nos ha dicho que ya no le darían el alta, que le retiraban la medicación fuerte, que sólo intentarían que estuviera lo mejor posible. "Tiene el corazón demasiado grande", dicen... pero metafóricamente parece una burla: En cualquier caso, M. no ha sabido nunca cómo usarlo. Tal vez ese órgano le haya crecido para apuntar con su hipertrofia el abandono de todo afecto, la extraña frialdad de M. Respiraba muy mal, pero se quitaba la mascarilla de oxígeno y al fin la hemos dejado que se la pusiera y quitara a su aire. En una de sus tentativas de escapatoria le he preguntado adónde quería ir: "¿Yo? ¡A San Francisco!", ha exclamado muy decidida. Era una buena idea. Allí se sintió muy bien hace unos años. Tal vez fue su último viaje libre y feliz, antes de entrar en la dependencia más azarosa y que tanto daño le hizo hasta que encontró su pequeña nueva vida insospechada en la residencia modernista, bailando y sentándose en el regazo de sus sorprendidos compañeros masculinos. También me ha dicho que quería hacer un viaje con sus pájaros y sonrió para afirmar que se acordaba de las lagartijas. Le he leído algunos pasajes del Libro Tibetano de los Muertos, que había llevado A.. Mascullaba extrañas frases de seres que nacen y niños muertos. Me he despedido de ella pensando que era la última oportunidad... y al volver estaba completamente despierta, respiraba casi bien y no parecía en absoluto dispuesta a abandonar el mundo. Algunos visitantes fumaban entre los altos cipreses.
Es una suerte que todo esto no haya ocurrido hace unos meses, sino ahora, ahora que estoy adentrándome en esa felicidad de la novela, donde los tres capítulos escritos parecen seguir su música secreta y libre, y aún más misterioso, se componen de elementos que recogí en estos últimos meses y que de pronto parecen ordenarse siguiendo las órdenes secretas de una composición musical. Los dos interlocutores que me han escuchado mientras les leía en voz alta esos tres capítulos me animan mucho a seguir y parecen coincidir en sus diagnósticos.
Y al mismo tiempo hace unas semanas que yo he vuelto a la vida en otro sentido y esa alegría física también me hace más resistente a lo que ocurre con M.
En fin, una vez más, alzo mi copa de vino de arroz y brindo sobre las montañas por un feliz 2011 para todos mis lectores invisibles, los que celebran conmigo...