martes, 31 de julio de 2007

Bergman, Antonioni

Fotos: David Hemmings en Blow Up; Ingmar Bergman.
No puedo olvidarme de la primera vez que vi, en fugas matinales, El manantial de la doncella y El séptimo sello en el Savoy, ni tampoco de cuando se anulaba una clase en Unitec y yo me metía en el desaparecido y confortable cine Cataluña, a ver Gritos y susurros o Secretos de un matrimonio. Tenía la sensación de que, por la mañana, las películas llegaban a mi mente por un conducto distinto, como si los sentidos no hubieran puesto sus filtros a esas horas, como si la belleza y el silencio y la reflexión que había en esas películas casi me hirieran al percibirlos. Debo de haber visto Blow Up incontables veces, en parte por puro azar, tal vez porque se ha repetido mucho en Canal Satélite, (con esas repeticiones del canal, mi hijo y yo nos aprendimos de memoria algunos diálogos de The Winslow Case, algo en esa película nos gustaba y siempre que uno de los dos encendía la tv la estaban poniendo y no resistíamos la tentación de ver al menos un trozo), y me sigue fascinando la mirada de David Hemmings, el rumor del viento en el parque, la ropa de la época, Verushka, el swinging London que conocí a los 15 y 16 y que desapareció por completo, y los silencios, la forma de Antonioni de contar aquel cuento de Cortázar. Y también me fascinaba Zabriskie Point, aquellos dos actores me recuerdan a algo que viví, una fuga, o una belleza desencajada, imposible, sensualidad feliz y sin futuro, vivir en un paréntesis que cerrarían los demás imperativos: el mercado salvaje, la rigidez de las instituciones, la mediocridad de todo. El actor fue una especie de anarquista delincuente rescatado por Antonioni de la calle, y tras su gran momento, volvió a caer y acabó muriendo en una cárcel.
Ahora buscaré alguna película otra de Bergman, de Antonioni, para hacerles mi pequeño homenaje mudo, sólo viéndolas, sin decir nada.

Némesis y autocompasión

Llevaba unos meses de cierta felicidad y hoy ha venido Némesis a corregir mi panorama. En el grabado de Albrecht Dürer (al que antes llamábamos Durero, en la época en que se traducían los nombres), es un personaje tan feo como sus correcciones negativas.
Hoy he sabido que NO me han dado la beca de la Institució de les Lletres Catalanes. Cuando me recibieron, me dijeron que era un proyecto interesantísimo. Me temo que ni mis apellidos (Tal vez ahora, Némesis sea de ERC), ni mi edad (me dice alguien que las ayudas son para gente más joven) permiten que un jurado de esa institució decida apoyar mi proyecto.
Para mí, en este momento, esto significa renunciar a Conversaciones en torno a la guerra, mi proyecto balcánico, RIP. Todos esos viajes a Sarajevo, Ljubljana, Zagreb, Belgrado y Pristina, ¿en vano? Todas esas veinte cintas de videocámara con entrevistas a escritores brillantes, que ya no podré acabar de transcribir. Esas 200 páginas escritas que no tendré tiempo de corregir ni revisar.
En este momento, vivir de la traducción impide hacer ninguna otra cosa. Y para rematar, llevo un tiempo intentando salvar un árbol. Renunciar a esa investigación me parece muy duro, y sin financiación no sé cómo hacerlo. No es como la escritura de ficción, que permite avanzar con una hora diaria. Hacen falta horas seguidas para transcribir y organizar ese libro.
Plus tard...
Unos minutos después, siento haberme entregado a ese momento de rabia y autocompasión. Tendré que encontrar una manera de acabar mi libro sin ayuda. No sé cómo, pero no puedo abandonarlo. Debe de haber algo, alguna otra cosa a la que pueda renunciar y que me devuelva tiempo. We will figure out a way, me dijo una vez Mary Memory, que fue mi eficaz y agradable interlocutora en Time Magazine, cuando trabajé para ellos en el especial dedicado a los Juegos Olímpicos de Barcelona 92, y encontramos la manera. Tal vez sea sólo cuestión de cultivar la autodisciplina. Kafka decía que la pereza era una de las tres plagas del escritor...
En este contexto, los mensajes de apoyo de los amigos que se han interesado en ese proyecto mío desde el principio y que me siguen dando ánimos e ideas, no son ajenos a mi obstinación de continuar.

lunes, 30 de julio de 2007

Island île illa isla Insel ostrvo isola

Foto: yo en Ibiza, en julio de 2006

Me iba a quedar por aquí. Había decidido no volver a coger aviones en agosto. Pensaba aceptar sólo dos invitaciones de tres días, una a la Cerdanya francesa, con dos amigos que son buenos conversadores, otra al luminoso pero abarrotado Cadaqués de siempre, a una casa que me encanta, ocupantes incluidos. Y de pronto, anteanoche me llamaron para ofrecerme otra casa favorita, en el campo de Eivissa, donde no se oye ni se nota el espíritu de las discotecas perversas (Manumission!), y tal vez influida por los anacoretas del libro de E.F., decidí irme sola, casi de incógnito, desplazándome sólo en bicicleta por esos campos de tierra roja ferruginosa, con las sandías secándose al sol y la cabaña de chamizo de las verduras sin pesticidas y unos pájaros negros que silban a s'hora baixa y los grillos, que se encienden al unísono también a una hora precisa. Me hacía ilusión probar la soledad del campo, en esa incertidumbre del lugar. La última vez que estuve allí nos cayó un rayo en el jardín, justo cuando yo me estaba riendo del miedo a las tormentas de mi anfitriona. Nos quedamos sin luz ni agua ni coche ni ordenador, todo foudroyé. Y empezamos a andar.
Pero tampoco he podido comprobar mi resistencia. Hoy volvieron a llamarme para anunciarme que mi anacoretismo se verá interrumpido por unos (agradables) visitantes. One never knows, decía siempre un amigo que conocí en Kerala. Me llevo mi concha de tortuga de ordenador (quelle paresse) y el peso de mis obligaciones. Y en cualquier caso, tal vez mi fuga no sea incompatible con la cita de Moulinsart.

Hace tres noches, llegué a casa muy tarde y me sorprendió comprobar que, entre un montón de mensajes olvidados, alguien me dejaba uno misterioso, una canción algo jazzy, al principio muy melancólica, luego más clásica, donde una chica que no conozco canta Tonight... No sé quién pudo ser. ¿Alguien generoso y humilde que piensa que me gustará escucharla antes de dormir y no espera nada? ¿Alguien que cree que esa canción me hará recordar algo? ¿Alguien que se divierte pensando en estas preguntas? ¿Alguien que cree saber la música que me gusta o la que me conviene? ¿Alguien a quien he olvidado? O tal vez, por qué no, alguien que simplemente se equivocó de número... Cualquier coisa, como dice Caetano Veloso.

Voy a coger el billete para esos bosques de Serbia adonde me invitan en la segunda mitad de septiembre, tras la fiesta del azufaifo. El lugar es impronunciable para mí, pero espero que podré aprender esa fonética endemoniada. Una casa de escritores, no muy lejos de Belgrado, en un bosque de la Vojvodina.
Y las novedades del azufaifo, en mi otro blog, dentro de un rato...

viernes, 27 de julio de 2007

El año que llegué a Barcelona


Foto: Manel Bosch, nevada de 1962.
No es extraño que me atraigan esas historias que me cuentan los octogenarios del barrio, que se acercan y dibujan con sus brazos y palabras otra ciudad distinta, la que está debajo del cemento y el asfalto de ahora, los raíles del tranvía, los adoquines, la tierra, todo lo que descubrí, como un arqueólogo, cuando excavaron la calle Muntaner: raíles y adoquines seguían allí, como estratos de la historia superpuesta, y al quitar el asfalto, ¡volvía a ser puro campo! Como si la ciudad moderna fuese sólo un simulacro. Casi podía oír los carruajes, ver las cabras, los viñedos, las huertas y jardines que llenaban Sant Gervasi.
Me gusta esa foto del año que llegué a Barcelona, en que la gran nevada me salvó un poco del horror de aquel colegio tan inmenso que salió en una novela, donde sólo el paisaje maravilloso era soportable.
Yo siempre he estado obsesionada con el pasado y de ahí mi atracción por la historia cuando estudiaba, que me llevó a desviarme durante un tiempo de la literatura. Por eso Proust me sacudió de esa manera y las teorías bergsonianas aplicadas a su historia fueron tan importantes para alimentar mi obsesión, para hacer más nítida aquella percepción de que había algo en el pasado como fuente de conocimiento, más allá de las trampas de la experiencia que señalaba T.S.Eliot en sus Four Quartets. Si mi pasado remoto, es decir la infancia, fue tan duro, me he preguntado muchas veces, ¿por qué esa fruición dulce de la nostalgia, sobre todo en la adolescencia? Mi conclusión momentánea es que se trata de una nostalgia de la esperanza que sentía entonces, una esperanza intensa, furiosa y ensoñada, sueños que latían con fuerza aún en medio de las sombras. No es que yo quisiera volver allí, a aquella inconsciencia salvaje, a aquella incapacidad de gestionar mi energía, a aquel dejarme arrastrar por un torbellino vital, pero aún ahora me asombra esa vitalidad desnuda y confusa de la adolescencia, donde el hedonismo gozoso no podía distinguirse de la autodestrucción y el peligro, o los extraños aprendizajes crueles de mi infancia, tan entrelazados al conocimiento, a la adquisición de una abstracta sagèsse o de un insight particular ya desde entonces, de un afinamiento de la propia manera de ver, a pesar del dolor o precisamente por el dolor.
Pero también porque pienso que la única identidad que puede racionalizarse y analizarse es la historia: individual y colectiva.
Con esta batalla por salvar un árbol (o por frenar el proceso de degradación de un barrio que fue bonito y humano y ya no lo es, excepto en muy pequeños rincones), los mayores me cuentan la historia y rescatan otra fisonomía, otro paisaje. Yo leo a ratos el libro de Elvira Farreras e intento imaginar lo que fue esta parte de la ciudad a través del tiempo. En un momento dado, la autora dice que se puso de moda hacer de ermitaño y que había cuevas famosas, donde aquellos anacoretas intentaban expiar sus pecados y buscar la santificación, incluso cita una cueva en Sant Cugat que aún se conserva, muy deteriorada (no quiero imaginar cómo ha cambiado su entorno, entonces tan solitario y boscoso; ya es increíble cómo ha cambiado Sant Cugat desde que yo estudiaba allí y era un pueblecito humano y agradable...). Pero la moda de los ermitaños en sus cuevas me encanta, una especie de hippies menos hedonistas; tengo un amigo fotógrafo que tal vez se apuntaría a esa costumbre saturnina, aunque no fuese para expiar nada, sino en una especie de retiro de sobriedad y silencio.
Y ahora, tras una larga conversación con una hermana lejana, ya no puedo repescar el hilo, así que lo dejo aquí.

jueves, 26 de julio de 2007

Poesía de azufaifos

Foto: Manel Bosch, Mandri, 1958 (Sí, sí, es la misma calle Mandri, esquina con Arimón, en Barcelona)
Me lo dijo Casassas, que había encontrado en una web unos haikus de Celdoni Fonoll sobre azufaifos, y aquí están:
Ginjoler-gralla.
Vius espinguets de festa.
Muntanya blava.
Ginjoler
En fer-se gralla,
el ginjoler espingueja
amb cor de gínjol.

Ginjoler
En ser tenora,
el ginjoler refila
amb cor de gínjol.
(Barcelona, 2003-2004)

I también citan al luminoso Verdaguer
Lo préssec d’Illa com pom d’or rosseja,
no tant com lo raïm de Tarascó;
la cirera d’arboç hi vermelleja
amb lo gínjol rient i l’ametlló.

“Cant tercer: L’encís”, Canigó

…marges per on collia agret a mitjan vesprada;
mitja-taronja blava, Santa Maria al fons;
ginjoler de l’era.

Y mi vecino escritor me pasó el otro día este trozo de La venganza de Don Mendo, de Muñoz Seca, donde aparece el personaje de La Azufaifa, del que ya me había hablado V y que ya cité por aquí, que hace prodigios con su pomada, tan mágica como el brodo della gíuggiola...

Y diz, que una de las moras,
la que Azofaifa es llamada,
sabe de augurios y hechizos
y fabrica una pomada
que aunque al verla se os antoja
vaselina boricada,
es pomada milagrosa,
pues con una pincelada
torna al anciano en adulto
y a la nieve en llamarada.

Quién sabe si me convertiré yo en azufaifa, si sigo así, y acabaré haciendo augurios y hechizos con los frutos que caigan en septiembre...

Agit-prop


Foto: Linda Danz, Beach chairs, 2006
No logro trabajar, interrumpida por los teléfonos del azufaifo. Tendría que pedir una subvención a alguna asociación arbórea, o una ong. Otra vez me veo homeless durmiendo al pie del azufaifo... En fin. Pero para el árbol, las noticias -todas de agitación, ninguna oficial, por el momento- son buenas.
Organizamos un festival para conseguir la Placeta del Ginjoler. Tenemos ya poetas: Enric Casassas, Carles Hac Mor, casi que también Josep Pedrals, también Dante Bertini, músicos -Feliu Gasull-, y la última noticia es que Aurora Altisent va a dibujarnos a nuestro ginjoler, porque la idea de la Placeta le gusta. Ella vive muy cerca del azufaifo y su libro de La Barcelona tendra, con aquellos textos magníficos de Alexandre Cirici (Cirici! una figura importante para mi adolescencia; el dibujante secreto del diccionario de latín, padre de mi ex cuñado y abuelo de mis sobrinos, sus historias de El temps barrat y Nen, no t'enfilis, cuando anotaba en su cuaderno las combinaciones de colores que llevaban las gitanas en la calle; o dibujaba un edificio convertido en cuartel, y le tomaron por espía y le encerraron en un calabozo; o su manera de consolar a Carlos Pazos tras un varapalo crítico, diciéndole que si esos críticos le ponían verde sólo era la confirmación de que iba por buen camino; o su manera de dar un contexto a cualquier cosa que le enseñáramos asociándolo a la China antigua o a Grecia y a la vez siempre a lo contemporáneo... O su mirada fija y penetrante, al otro lado de la mesa... Entonces me parecía una especie de enciclopedia animada y con un espíritu distinto, más vivo), ese libro sigue siendo un favorito.
Han venido a filmarnos al pie del árbol los de La Sexta, y con invitados de excepción, Joan Bordas, que siempre comunica bien su sabiduría empírica de los árboles, el librero de la calle Berlinès, la sabia y resplandeciente V, nuestro amigo y memoria del barrio Josep Maria Bosch, la también radiante Lola, Marieta con su humor generoso y unos cuantos más, y la propia Aurora Altisent, que ha contado también cosas del barrio, todos gente interesante, excepto una señora fea y vociferante que ha venido chillando a decirnos que el propietario tiene razón y que sobra verde y hay que dejar que la gente construya lo que quiera. "Usted váyase a Mitre, allí se sentirá bien, en ese festival de cemento", le decía V, pero la pobre mujer quería salir en la tv gritando a favor de la propiedad y contra los árboles. Ella no tenía dinero, pero soñaba que lo tenía y se lo quitaban unos ecologistas radicales. Debía de ser una de esas personas que Cachodepan escuchó en la Ser, pidiendo que talaran los árboles de la calle. ¿Se habrán comprado unas escafandras con oxígeno, último modelo, para que sus hijos respiren cuando ya no quede ninguno? ¿Serán mutantes, los nuevos habitantes de un mundo feliz ruidoso, dopado y polvoriento?
Mañana los de Localia.
En la discusión sobre si podemos considerar que el Ziziphus jujuba una especie autóctona, difieren los teóricos y los que tienen un conocimiento empírico. Dice Joan Bordas que Sicilia, que es uno de los lugares donde hay más especies autóctonas, lo es porque hay mucho paso de pájaros, que abonan el suelo y dejan así las semillas de esas especies. Dice él que si en vez de los pájaros lo trajeron los hombres, pero lo trajeron de lugares donde hay clima mediterráneo, ciertas regiones de la China (como también ocurre en Australia), y el árbol se adaptó rápidamente porque está en su ambiente, ¿por qué no considerarlo autóctono? También dice que las azufaifas, que ahora no se comen tanto por aquí porque no están de moda, sí que sirven de alimento a muchos pájaros y mamíferos pequeños, animales que necesitamos conservar. Según él, los teóricos, hasta que no está todo escrito y recogido en la literatura especializada, no lo aceptan. ¿Tal vez la experiencia dé un saber más abierto...?
Y también mañana nos recibirá la nueva regidora del distrito. Tal vez entonces tendremos más noticias.

lunes, 23 de julio de 2007

En medio del frenesí y el apagón de hoy


Foto: Otra foto mía de la época de la hierba cortada de la Diagonal, es decir, de hace muchísimo tiempo.

Sueño con una vida ociosa. O me transporto sin querer a otro tiempo. Hoy, mientras esperaba en la esquina de un Banco, el olor a césped cortado me recordaba, no sé por qué, al Club Turó de hace mil años, ¿y por qué a aquel césped de piscina y no a tantos otros posteriores?, y el matiz misterioso de la nostalgia consiste en una extraña felicidad y deseo de ¿qué? Nunca encajé en aquel mundo, tan convencional y estúpidamente risueño. Me parecía como esa carretera hacia Lleida frecuentada por esquiadores ignorantes y alegres, que pasan sin saberlo, sin pensarlo, por todas esas curvas llenas de huesos de fusilados por las crueles tropas franquistas, y tal vez pasan riéndose tontamente. Como los ignorantes que acudieron al Fórum sin saber, sin pensar que pisaban la tierra donde yacían cientos de fusilados republicanos en el Camp de la Bota.
Yo llevaba conmigo mi propia guerra con sus muertos, mi fosa llena de huesos de la infancia, siempre en un paisaje esplendoroso, o bajo un cielo vibrante de pájaros.
No me gustaba aquella atmósfera del Turó, pero en mi memoria la nostalgia es intensa y me produce una casi felicidad. ¡Aquella hierba! O tal vez yo añoro el tiempo perdido en el sentido de todo lo que no pudo ser, de lo que no hice, de las otras vidas posibles, o de aquella energía que entonces no sabía cómo utilizar (si la jeunesse savait, si la vieillesse pouvait, dicen en le pays gabache), o de mi percepción de aquella hierba cortada y aquellas piscinas, llena de sueños atropellados y de esperanzas imposibles que se mezclaban caóticamente a las sombras.

Y al fin y al cabo, tras esa breve época de la hierba cortada en aquella piscina de la Diagonal, no tan lejos del Banco de hoy, tampoco encajé del todo en ninguno de mis otros mundos (militante comunista, con amigos hippies de comunas, o anarcos de cualquier pelaje), sino que en todos me reservaba un espacio de disensión, o los alternaba para protegerme, ante la furia o el desconcierto de unos y otros.

Pero hoy, la luz se había ido en gran parte de la ciudad y en la oficina bancaria contaban de una mujer que se ha quedado encerrada en una de esas cámaras acorazadas, una idea que me hace pensar en películas de robos, Afganistán Bananastán: era la frase que usaba un hipnotizador para que el encargado le abriera otras cajas llenas de dinero al ladrón Redford. O aquella trepidante película de puro entretenimiento pero con gracia, Inside Man, del sorprendente Spike Lee, que vi justamente en Ibiza, justo antes de que se desatara una tormenta espectacular y nos cayera un rayo a pocos metros, mientras descolgábamos las hamacas, y nos dejara sin luz ni agua. O Rufufú (I soliti ignoti, donde los ladrones se equivocan y en lugar de entrar en una joyería van a parar a la cocina de una casa y se comen el estofado de garbanzos mientras meditan sobre su negro futuro de parados, antes de ponerse en la cola de la fábrica... ¿Pero qué haces? le dice uno al otro. ¿Estás loco? ¿Vas a trabajar?).
Mientras, he vuelto a coger unos cuentos de Maeve Brennan, The Springs of Affection , del montón de los libros que esperan, aunque apenas me queda tiempo para la lectura, con el frenesí exagerado de este verano, en el que todo el mundo reclama su dosis de texto traducido o escrito, y también el azufaifo sigue requiriendo mi atención telefónica, escrita y tantas otras cosas... Sueño con esa vida ociosa, con unas vacaciones que no haré, con mi silencioso embarcadero preferido en Eivissa (ahora condenado al petróleo y al mar más sucio del mundo), y ni siquiera sé si iré allí donde dije que iría, si se me escaparán los días, si... Pero incluso la nostalgia de todo eso y la idea de renunciar me parece plácida.

sábado, 21 de julio de 2007

Tambores cercanos



Foto: Fuente rocosa, uno de tantos elementos que el ayuntamiento decidió sacrificar en los jardines de Vil·la Florida. Borja Querol, que escribió muy críticamente sobre esa reforma (tala de árboles y nefasta intervención en el edificio) me manda estas fotos de archivo, publicadas con su artículo en la revista Monumenta.

Llevo toda la semana esperando al silencio del sábado y domingo en este barrio abandonado, pero me he encontrado con la desagradable sorpresa de unos tambores y gritos de música salsera ensordecedora (y que me perdonen los amantes de esos géneros, ¿pero por qué estamos condenados a la música que eligen otros?), que nos obligan a todos a participar en su extraña fiesta matinal. He bajado las escaleras a pedirles que bajaran el volumen. Me ha abierto un joven latino de aspecto implacable, que al parecer está pintando el piso con unos colegas, ha dicho que vale, me ha cerrado la puerta en las narices y ha bajado el volumen exactamente durante los minutos que yo he tardado en volver a mi casa. Y ahora los tambores retumban en todo el edificio y me envuelven desesperadamente en medio del calor bochornoso. Es inevitable no pensar en Janet Leigh y Touch of Evil, aunque sólo fuera por el instante fugaz de desprecio misógino, la violencia de los gestos y la mirada que me ha dedicado. Podría llamar a la guardia urbana, pero sería absurdo (se diría que siempre están del lado del agresor; ¿o tal vez es un problema de misoginia?). Me dirían que en Barcelona, el ruido está permitido mientras se haga de 8 a 10pm. Y si me apoyaran, sería sólo por puro racismo, de manera que tendré que soportar los tambores y esperar que mi final no sea el de Janet Leigh en la película. No tenemos derecho al silencio diurno. Si tuviera más tiempo elevaría una petición al Ministerio de Medio Ambiente. ¿No forma parte el silencio de su jurisdicción?
Un amigo amable y con sensibilidad contra las "músicas no deseadas", me manda una música restauradora, Rostropóvich tocando la Bourrée de Bach (suite nº 3). El efecto es inmediato. Él dice que le recuerda al ginjoler y no está mal pensado...
Más tarde...
Los pintores de Sed de mal han desaparecido y en su lugar, silencio y pájaros. Aprovechando la quietud, voy a repensar una conferencia de Escritoras y fotógrafas (Si fueran hombres...) que Lydia Oliva y yo daremos en diciembre para Mapfre, y como me invaden las dudas, me pongo a releer a mis posibles candidatas (Maeve Brennan, Dorothy Parker, Isabelle Eberhardt, Jean Rhys, Natalia Ginzburg).

miércoles, 18 de julio de 2007

Otra imagen del azufaifo

Foto: Manel Torres, retrato de Joaquima, delante del azufaifo de Arimón, hace 50 años


Yo disiento de los que dicen que hay que preservar sólo algunos edificios catalogados, sólo algunos árboles singulares y monumentales. Para mí las ciudades son lugares donde la historia se deposita en estratos y no comprendo esa arrogancia de los arquitectos y urbanistas, convencidos de que sus intervenciones y obras, incluso los bloques de pisos mediocres, construidos con materiales forzosamente más baratos que la piedra, el mármol, el hierro y la madera de antes, tienen más sentido que todo lo anterior y se sienten con derecho a derruirlo todo. Me gusta esa otra imagen del azufaifo.

Puedo comprender que haya que sacrificar algunas cosas, pero como excepción, no como regla. A mí me gustaba más la ciudad de mi infancia, aunque no fuera nuestra, sino de la policía (y eso no lo añoro). No es que no reconozca algunos logros de la Barcelona de Maragall, las fachadas y esgrafiados limpios, el mar azul en lugar de aquella negra balsa de petróleo, algunas mansiones privadas recuperadas y hechas públicas, las primeras restauraciones de Ciutat Vella, la recuperación del mar para La Mina y el Besòs...

Pero después, he visto caer edificios como muelas arrancadas, casitas con jardines, no sólo mansiones y palacios, edificios bonitos y dignos o casitas populares con aire casi rural, para ser sustituidos por mala arquitectura y densa fealdad que se extiende como les ganglions de misère de Camus. Y en esas sustituciones también se borraba la historia de la ciudad, convirtiéndola en una gran galería comercial, muda de signos inteligentes.

Contemplo una panorámica del Sant Gervasi de antes de la guerra, con el Putxet lleno de bosques de pinos frondosos, que nos han enseñado dos amables señores republicanos y progresistas de Sant Gervasi, Torres y Bosch. Me gustaba más que ahora el tren de Sarrià con su estación al aire libre en lugar de esa verde pesadilla de baldosas kitsch, o las aceras llenas de hojas del passeig de la Bonanova, o la frescura de los árboles al pasar frente a la antigua Escola de Puericultura abandonada (ahora convertida en bonsai Vil·la Florida, con su fea reforma), o la quietud de la plaza Lesseps, o la sensación de que se podía pasear por la ciudad y pensar (la figura ya imposible del flaneûr) o la visión manchesteriana del Poblenou y su patrimonio industrial del XIX y principios del XX, o aquellos márgenes pre-Rondas o el final de la ciudad donde viví.

Yo quería seguir viendo el país republicano que no conocí y sus restos. Recordar una Barcelona menos compradora y autocomplaciente, la Barcelona revolucionaria o la Barcelona social, crítica, resistente, que ya no existe. Desde casa de mi madre en la Diagonal veía el antiguo Hospital de san juan de dios y en el patio había un rótulo rojo y negro que curiosamente nadie se había molestado en quitar: "Hospital del proletariado, CNT/FAI", decía, y yo lo contemplaba con los prismáticos desde mi balcón, con una emoción adolescente y roja.

Cuando llegué a esta casa, el patio de manzana estaba lleno de jardines semiabandonados y casitas. Ahora no queda nada, sólo nuevos edificios feos con patios de cemento o baldosas (queda, sí, el jardín de suelo de pizarra, con un ciprés gigante: hoy he visto posarse un pájaro enorme y gris, con cola larga, como un buen augurio). Tan impersonales como la gente ignorante que los habita. Por eso prefiero a los octogenarios, que vivieron en ese otro mundo.
Necesito el paisaje del pasado para refugiarme, la historia me reconforta, ante los barrios nuevos siento un extrañamiento, me veo a la intemperie, oteando, como quien busca la protección y la sombra de los árboles o como los peces que boquean fuera del agua. Una amiga mía huía de las casas viejas porque según ella tenían fantasmas. A mí me tranquilizan esos fantasmas, imagino que estarán plácidos en su sitio en lugar de ver sus huesos y su dignidad falseados y borrados, como los fusilados en el Camp de la Bota bajo la mentira del Fòrum. Sigo creyendo que la historia, vista o rastreada en las calles, en la silueta de las casas y en los nombres, da significados necesarios para orientarse. La memoria está también en esa arquitectura y ese paisaje que nuestros urbanistas desdeñan y entregan a las constructoras.

Mañana pondré los links. Ahora me voy a acabar los Cuentos de Odessa de Isaak Babel, esas historias de judíos rusos, donde las crueldades y la dureza de todo se mezclan y atropellan con el asombro de su mirada y la excentricidad y locura de sus personajes, son cuentos al galope, en una especie de cabalgata histórica de pequeñas trayectorias y mi admiración hipnotizada me lleva a doblar páginas y marcar o anotar frases que son epifanías.


Mañana el azufaifo en tv3 a las 10am.

domingo, 15 de julio de 2007

Historia del vestuario

Foto: Gerda Weber. Yo a finales de los setenta, haciendo de La hermana pequeña de Chandler, para la presentación de la Serie Negra de Bruguera, en las desaparecidas Galerías Condal, donde Santi Roqueta, el arquitecto que tuvo estudio en la Casa Sert de Muntaner, hacía de Robert Mitchum, es decir, de Philip Marlow.

He ido a ver un momento a una ilustre vecina, que se ha ofrecido a ayudar como pudiera a salvar el azufaifo, ya que lo divisa desde su casa. Por teléfono no la reconocía, con su nombre entero, y al llegar a su casa era la propia Chelo Sastre, figura precoz de la moda en Barcelona en los años setenta, junto con Toni Miró.

Tras despotricar de todo lo que a algunos nos hace sentir que no somos "d'eixe món" y repasar inevitablemente aquella otra época (¡sin hacer laudatio temporis actii!), he vuelto a pensar en mi idea de representar la historia de alguien reuniendo en un armario gigante toda la ropa más emblemática de su vida. Ojalá pudiera hacerlo con la mía, pero durante un tiempo viví con alguien ordenado y no acumulador como yo, que frenó mi inclinación a guardarlo todo y me presionaba cíclicamente para deshacerme de las cosas. Y así descubrí que mi inclinación tiene una razón secreta: yo no sé qué debería tirar, por eso no tiro nada. Cuando tiro, lo más probable es que me equivoque y acabe lamentando la pérdida o necesitando algo que ya no existe.
El día que me decidí a desprenderme de la colección de muñecos de mi hijo, los Action Men, que eran la versión masculina de las Barbies, unos guapos musculados de aire bastante derechista, con amplio guardarropa especializado, llegó mi amiga Esther y exclamó con horror: "¿Dónde?" Ella los quería para una instalación, pero cuando volvimos al contenedor, aquel regimiento de elegantes luchadores y exploradores había desaparecido.
Yo siempre lamenté la pérdida de mi gabardina reversible negra y roja, o de unos pantalones acampanados de terciopelo granate y raya diplomática, cintura bajísima y osados botones que había sisado en Portobello a los quince años y que aún me entraban cuando accedí a desprenderme de ellos.

Hace unos días me compré en un outlet una camisa de algodón y algo deportiva que quizás nunca me pondré, pero que se parecía a una que tuve a los 12 años, en la época en que mi visión de mí misma dio un cambio radical, gracias a la mirada de otros. La camisa me produjo una sensación inexplicablemente alegre y tuve que llevármela a casa. Recuerdo que la otra, la original, no era de algodón, sino de una fibra brillante, muy entallada y con muy parecido estampado psicodélico, pero en un día sin tiempo, quise plancharla y le hice un gran agujero. No he olvidado aquella desolación. Esa compra me recordó a aquel ensayo de Natalia Ginzburg en Mai devi domandarmi, donde ella, su marido y los hijos no se ponen de acuerdo sobre la casa que quieren comprar porque cada uno necesita condiciones distintas e innegociables. Y al final, mágicamente, encuentran una casa que no cumple las condiciones de ninguno pero que gusta a todos, porque a cada uno le recuerda algo del pasado o a alguna fantasía feliz.
En ese armario-instalación de historia personal habría incluido también un fantasioso vestido de otoño de Eston, un vestido verde de crêpe, precioso, especie de falso traje de chaqueta años 20 en revisión 70s, y un vestido americano de gasa evasée, con estampado aún más fantasioso y psicodélico, que compré en una tienda desaparecida de Balmes esquina La Granada, ideal para colarme la soirée snob chez la princesse, y otro de una especie de gruesa seda cruda también evasée y hippie con adornos de pasamanería cruda, con el que me hicieron miss simpathy en una improvisación veraniega de Calafell, donde el jurado eran Carlos Barral, Ricardo Muñoz Suay e tutti quanti, y la auténtica estrella fue Ana Muñoz. Y una blusa de gasa transparente con unas flores violáceas que llevé peligrosamente años más tarde bajo una cazadora auténtica de aviador completamente vintage, y una especie de túnica color rojo sangre, romana o más bien prerrafaelita que me desgarró un novio celoso y que me servía para recibir, y tantas otras cosas, como los pantalones de pana marrones que resultaron malheridos por un cóctel molotov cercano en una mani junto a la plaza Eivissa, o las botitas de ante con que corría huyendo de la policía, o un fragmento de gamuza atado que me sirvió de falda en la inauguración del Studio 54 y las botas de falsa piel de vaca hasta el muslo que me regaló Francis Montesinos casi sin querer, o unos posavasos peludos de auténtica piel de vaca que yo usaba de pendientes.
Tal vez por eso yo siempre tuve problemas para hacer la maleta. Al contrario que el personaje de Grace Kelly en La ventana indiscreta, que se definía como experta en llevar la ropa adecuada para cada momento y en una maletita diminuta, a mí siempre me sobraban y faltaban cosas, pasaba horas dudando y pensando en los porteadores de las novelas antiguas y en el último momento añadía unas cuantas cosas más por si acaso. Sólo en la segunda parte de mi historia he logrado aprender: ahora ya no me sobra nada, aunque a veces me olvido algo esencial. Por cierto que la película se inspiraba en un cuento de Cornel Woolrich, o William Irish, que es lo mismo, un favorito de mi época de novela negra.
Y todas esas prendas que se fueron ajando, horadando y destruyendo pero que yo nunca quería abandonar. Me pregunto si podría al menos dibujarlas aceptablemente, o si estaré condenada a buscar otras que me las recuerden... Como los libros que leímos en la infancia y la adolescencia o incluso más tarde, en la época en que se mezclaban aún a fuertes sueños y deseos imposibles, y que quedaron inevitablemente mezclados en la memoria con un momento y un lugar preciso. Por ejemplo, yo leí La montaña mágica durante la gripe que siguió a un enamoramiento muy fantasioso y felizmente imposible, en una casa de la calle Herzegovina y la sensación de aquel sanatorio y las conversaciones se mezclaron para siempre a aquella sensación vital. Y cuando probé a consultar Robinson Crusoe a la manera de Betteredge en La piedra lunar , es decir, como un oráculo, me acababan de notificar que no me renovarían el contrato en Ariel-Seix Barral y volvía a casa en los ferrocarriles, que entonces llamábamos "el tren de Sarrià". Abrí el libro al azar y encontré un pasaje donde Robinson decía que no había que lamentarse de lo perdido, sino valorar lo que aún se tenía. Era perfecto.

Cine, informática, familias

Ayer en el Renoir Floridablanca no había colas, pero se les estropearon los ordenadores y hubo que parar las sesiones y esperar, porque los que venden las entradas no sabían cómo hacerlo manualmente, y entonces la cola creció y creció como en los peores días. Yo le hablaba a mi amiga (que ha vivido en Barcelona como en Dogville y se va horrorizada hacia el noroeste) de los maravillosos cuentos de Isaak Babel, pero la promiscuidad de las colas se imponía y el que iba delante no ocultaba su interés y acabó haciéndome preguntas de literatura rusa.
Parece como si estos días no existiera la distancia habitual de las ciudades y eso me produce cierta perplejidad. ¿Será el verano?
Vimos Nue proprieté, del joven director belga Joachim Lafosse. Una ficción sobre la destrucción familiar filmada casi como si fuese un documental, con planos secuencia fijos para obligar a los actores a salir de la toma si querían alejarse, y así, siempre según Lafosse, es como si cada toma fuera una casa que los personajes no logran abandonar. Hay algo muy claustrofóbico y cerrado, desesperante: lo que nunca se dice, los límites que la madre no pone, la casi promiscuidad instintiva de los dos faux jumeaux y la madre, esa extraña culpa que la lleva a ella a aceptar que uno de los hijos se convierta en una especie de padre-partner celoso y violento, mientras que el otro la ama discretamente y es una especie de partner, y el padre ausente y abotargado que sigue entrando con su llave y considerando aquella su casa, y la violencia que va creciendo sin ningún cauce de palabras ni casi de tacto, y la fisicidad entre los dos hermanos, de una virilidad homoerótica mal contenida y violenta. Isabelle Huppert es todo en la película, su gestualidad, su manera quieta, silenciosa o con erráticos excesos orales y confusión, su manera de encarnar a la madre equivocada y frágil, su belleza melancólica, su incapacidad expresiva y sus montañas de errores (intuitiva y reflexiva, dice Fosse de la actriz), ese laissez faire que sólo puede acabar en violencia desigual. Sólo cuando es demasiado tarde, el padre es capaz de decir, de poner unos límites.
El director ideó ese guión a raíz de una experiencia familiar y eso le da una veracidad o una sinceridad contundente. Es un primer largo para Fosse, y tiene sus limitaciones obvias: sobran escenas de comida, escenas de los dos hermanos que se repiten y no aportan mucho, más que la pura animalidad de los dos, ya no tan jóvenes, que sólo comen y ven la televisión, y el más violento tiene sexo con su novia de la misma forma hambrienta y sustitutiva en que ambos devoran, y creen que la madre, como la casa, les pertenece. Le falta quizás envolée, pero esa condición tan sombría, sin salida, de esa peligrosa y oscura institución que puede ser la familia, es también su máximo valor, y la grisaille contemporánea, tan roma y claustrofóbica, sin reflexión, sin apenas palabras, sin literatura, su máxima limitación.
Al salir fuimos a un bar tranquilo del Raval, que enseguida se llenó de calor y griterío, y hablamos y hablamos hasta que cerraban, hablamos de familias pero también y sobre todo de las patologías de tantos o la locura generalizada que condiciona todo: el trabajo, la vida cotidiana, la calle y toda clase de guerras. Y una vez en la calle, un educado borrachuzo de pelo largo y con pinta de rockero punkie y su amable hermano nos pidieron que les hiciéramos una foto con su móvil junto a dos contenedores de basura. Mientras mi amiga intentaba retratarles y él saboteaba el intento poniendo la mano delante, dándose la vuelta, hablando de cómo sus viejos ídolos se mezclaban a su vida (T Rex!), decidieron que era mejor fotografiarse con nosotras y pidieron a otros dos chicos que pasaban, mucho más discretos y sonrientes, que nos hicieran esa foto, pero el móvil se rebelaba, y el propietario tuvo que empezar a borrar las portadas de discos que extrañamente fotografiaba (¡No importa! ¡Tengo el vinilo!), y nosotras nos cansamos de esperar. "¡Volved!", dijeron. "Todos los sábados estamos aquí..."

sábado, 14 de julio de 2007

Anoche, junto al azufaifo


Foto: Manel Armengol, Herbàrium, 2007

Me quedé trabajando y decidí salir a andar un poco para desentumecerme. Al salir, caí en la tentación de ir a ver al azufaifo. Desde una ventana, un chico brasileño me saludó: "¡La mujer del árbol!" y me pidió que esperase un momento, que bajaba. El epíteto me convenció. Parecía un cuento... Mientras miraba las ramas en la semipenumbra, un adolescente que estaba sentado con otros esperando a un tercero, me preguntó también: "¿Se lo van a llevar? ¿Nos lo dejarán?" Le conté cómo estaban las cosas. Uno de sus amigos, que debía de ser un zoquete o sentía celos, dijo: "A ver si ahora me cargo yo a ese árbol..." Hace unos días, cuando hablábamos frente al ginjoler dos del "equipo de rescate" y la vicepresidenta de la Asociación Española de Arboricultura, pasó un hombre furioso, descompuesto, que se puso a gritar que no había derecho, que si fuera una persona seguro que no la protegíamos, etc. Ya han pasado varias señoras que nos dicen a gritos que hay que salvar ese árbol, que no hay derecho a que tiren todas las casitas con jardín, que este barrio se ha vuelto infernal. Es como si estallaran, después de haberse contenido durante estos años, sin poderlo verbalizar. Ahora que hemos empezado, la gente se pronuncia al pasar.

Luego bajó el brasileño, que andaba en la misma dirección que yo, es decir, sin rumbo, y le conté un poco cómo había ido todo, y él me contó que al llegar a Barcelona, de Sao Paulo, la ciudad le parecía un barrio, tan pequeña. Y estuvo describiendo las diferencias entre las ciudades, y luego me habló de una ciudad japonesa (¿Era Nagoya?) donde había pasado un tiempo y dijo que sobre todo, le había maravillado el país. "...Esa mezcla de nuevas tecnologías y tradición oriental, la cortesía, los ritos..."

Las conversaciones tenían su gracia, pero yo me pregunté por esta extraña popularidad del árbol, un tanto incómoda para mí, acostumbrada al anonimato de un barrio indiferente. Puedo imaginarme años después, con una Plaza del azufaifo (wishful thinking?), diciéndole a unos chicos incrédulos: "Yo contribuí a salvarlo", como Paul Theroux en su libro My Other Life, cuando, a las puertas de un videoclub, su narrador deprimido intenta en vano convencer a dos drogotas adolescentes de que la película The Great Railway Bazaar estaba basada en una novela suya y ellos no le creen y le toman por un fantasma ("Anda, tío, no te tires el rollo...", podrían decir). Y él intenta demostrárselo, pero en los vídeos rara vez ponen nada del novelista, si existe. (Por cierto que cuando entrevisté a Paul Theroux para La Vanguardia, se alegró mucho de que me gustara ese libro suyo, que es uno de sus [y mis] favoritos y no tuvo el éxito de los otros. El libro es pura autoficción, a vueltas con la realidad en condicional, combinando lo que fue con lo que habría podido ser, y agitando la coctelera de recuerdos y pensamientos propios y ajenos).

En mi blog Polis, un comentarista, con la desfachatez que le permite su anonimato, sugiere que los árboles en la calle, en Barcelona, no llegan a viejos, y propone que se le consulte al árbol (no sé si por uno de esos ritos sangrientos con pollos vivos o con la ayuda de un susurrador de árboles), ni tampoco sé si su conclusión es que no vale la pena preservarlo, ya que se lo cargará la gente, aunque le llama "mi querido azufaifo". Yo sólo pienso que cuando tiraron la casa y empecé a protestar e indagar, él no hizo nada para evitarlo. Algunos se sumaron entonces y permitieron que toda esta campaña siguiera adelante. Otros prefieren quejarse de todo lo que hagamos y vaticinar el horror, desde su cómodo anonimato.

Yo habría preferido que no tiraran la casa. Vivir en un mundo en que alguien pudiera haberla comprado y mantenido su árbol en aquel jardincillo de sombras, sin pretensiones, como me contó aquella señora del barrio que lo había intentado. Pero tal como está ahora, en cualquier caso, si pudiéramos interpretar los deseos del árbol, no hay más que ir a verlo y contemplarlo. Parece que se haya expandido en su gran espacio de ahora, se le ve armonioso y fuerte, mucho más grande sin escombros, sin muros...

martes, 10 de julio de 2007

Soirée snob chez la princesse

Miró, 1944 (col. L.-G. Clayeux)


Siempre me gustó ese cuadro, el título y la atmósfera de esa fiesta llena de música en el aire, de estrellas, de ojos visionarios, de encantamiento verde acuático y esnobismo mironiano. Una amiga, a quien su madre llamaba "la princesa" de pequeña, concediéndole un principado en los dominios de su reino metafórico (aquí todos somos republicanos), me invita precisamente a una soirée y como ella no conoce o no recuerda el cuadro, me he puesto a buscar en vano, primero en mis libros, luego en Internet, hasta que he encontrado a un amigo poeta que tal vez, hace muchísimos años, me enseñó el cuadro in the first place. Y al llamarle, ha resultado que lo tenía, lo ha escaneado para mandármelo y aquí está. En su mensaje me propone colarnos en esa fiesta mironiana y recuerda que hizo un poema (en prosa?), ya hace muchíiiisimos años. Lo pongo aquí:
SOIRÉE SNOB CHEZ LA PRINCESSE
Joan Miró
Tothom té molt d'ull per a les coses indefinibles, tothom viu entre estels i al·lusions, entre colors vius i definits i el clar verd snob. N'hi ha que tenen el cap més amunt del cap, n'hi ha que s'obren de cames i braços i mostren, ingènuament grassos, l'ull que tenen a les entranyes, i es fan l'ingenu per no semblar ingenus. D'altres són tot ulls i cul. En Mort-de-gana es fa el milhomes. Els quatre-ulls es fan el polifem. Els caps quadrats es pensen que el tenen rodó i amb tres ulls asimètrics. La dona de vestit
llarg i llis, negre sense mànigues, camina sempre amb les espatlles mig aixecades i les mans horitzontals fent angle recte amb els braços; el cel s'ondula de músiques; ¿és ella la princesa? ¿o la gata del racó? El cel és verd clar. Els ulls es besen o es peguen. Les paraules, cristal·litzades, són estrelles 1914.
Enric Casasses
Y es que sueño justamente con colarme en el cuadro, como hacían en los cuentos, subiéndose a una silla y metiendo el pie, y la pintura se volvía gelatinosa para acoger a los personajes que la atravesaban, para escapar del ruido insidioso y enloquecedor de las grúas (yo sigo con mi obsesión: es muy significativo que el ayuntamiento no imponga límites de decibelios a las obras, que la construcción esté por encima de todos los derechos, que el derecho al silencio no sea diurno en Barcelona, que este embrutecimiento miserable sea legítimo, como cortar los árboles. ¿Para cuándo el cambio de ordenanzas?), o con un paréntesis nocturno que se prologara indefinidamente, o unas vacaciones, o mi beca, que me permitiría huir a escribir y dejar todas estas traducciones urgentes que me amarran aquí, al duro banco del forzado, sin dejarme siquiera el refugio del sofá y la lectura más ociosa...
Volviendo al cuadro, esa atmósfera me recuerda a la Fondation Maeght de Saint Paul-de-Vence, ese jardín mediterráneo con aire de escena de happening y peces pintados en el fondo del estanque (¿eran de Braque?), la misma atmósfera festiva de imaginar a Braque, a Picasso, Miró, Giacometti, Léger, Maeght, Sert en un ambiente festivo, mediterráneo y prolífico, de mutua inspiración, como en Antibes o Vallauris. Pero quizá es sólo mi obsesión por huir, la pata quebrada de la traducción, esta luz del verano...

Una referencia al ginjoler...

domingo, 8 de julio de 2007

Instantánea

Foto: Paris Princess, 1993 (Este post pertenece a mi recién inaugurada serie Retratos)

Ayer vi un momento a E, antes de que cogiese el avión de vuelta a Londres. Estaba mucho más delgada, y esa delgadez quedaba perfectamente elegante dans sa petite robe noire, un vestido antiguo de Sybilla radicalmente cortado para despojarlo de su aire monacal (los diseñadores son monacales o del extremo opuesto, parece que hay que ir vestida de monja o de tigresa, es tan difícil encontrar algo fantasioso y sensual, pero no demasiado obvio, ni demasiado desfavorecedor. Sólo la ropa antigua tenía ese aire, pero en Barcelona ya no se encuentran piezas vintage de mis épocas preferidas).
Su delgadez se debía a sufrimientos recientes, pero no le quedaba nada mal, aunque ella se quejó: se veía horrible, “los ingleses no te miran”. “En realidad, sí te miran, pero con más disimulo”, le dije yo. Y pensé que tal vez ella sólo se estuviera fijando en los que no la miraban. Además, aquello es otra cosa y tiene que ver con las afinidades culturales (allí) o el extrañamiento (aquí). En BCN, yo salgo a la calle y sólo veo hombres primitivos con expresión analfabeta, o bien burgueses rancios, autocomplacientes e igualmente iletrados. En Londres, el cobrador del metro lleva coleta y lee a Jeff Noon o a Ballard, y en París, el dentista puede hablar de Proust sin decir tonterías.
En este momento, yo le habría cedido con gusto un par de kilos a E. Siempre que alguien me abandona, aumento uno o dos, aunque sea un abandono light o incluso recíproco. Acaso sea la compensación por mi supuesto estoicismo anímico y mi casi indiferencia: ocupar más espacio. Ella dijo que me veía más guapa y sensual, “todo tiene su contrapartida”, dijo. Como ocurre entre seres afines, nuestro encuentro fue mutuamente animoso.
Me contó que había pensado convertir los emails de los protagonistas de su sufrimiento –especie de conspiración de enfermos— en una pieza, borrando sus nombres, y le pedí que lo hiciera enseguida. Parecía recobrada, pero lo cierto es que aun en sus peores momentos, E nunca pierde esa risa suya, ligera y argentina, con la que se burla de sí misma o muestra su cortesía, para no abrumar a quien la escuche. Ni esos brazos de la bailarina que ha sido, ni los ojos almendrados de inglesa gótica o de víctima de Drácula, con el tono de piel marfileño y la cicatriz que le debe a su parte Betty Boop.
Me citó en el Parc Moragas y yo me sentía giganta carrolliana y crecida con el hongo mágico porque en este país, los jardines son diminutos y el Moragas es como un pequeño patio mediterráneo entre las casas, que se ven enormes, nada que ver con los parques de las ciudades inglesas o americanas, ni con los inmensos árboles eslavos y balcánicos que transforman incluso los barrios de bloques más soviéticos. Y aquí, en cuanto nuestras autoridades arboricidas ven una zona boscosa o umbría, se apresuran a cortar los árboles centenarios para eliminar el supuesto peligro.
Como E no llegaba a tiempo, yo tuve que dejar mi banco de sol y sombra entre arbustos y palmeras, a Hazlitt y Stevenson y mis notas apresuradas sobre mi infancia, que una vez más intento escribir, y apresurarme a casa de sus padres.
Esa casa es como una galería de su mundo: el talento de E está por todas las paredes, cuadros y dibujos suyos, pero también, su selección de libros e imágenes favoritos de la historia del arte, la foto, el cine o los exploradores. O sus retratos. Y sus gatas. La primera vez que fui, le sugerí que propusiera una exposición a la h2o titulada El mundo de E, reproduciendo esa atmósfera suya tan hechizante. O a una galería inglesa. No sé por qué no me ha hecho caso.
Desde Londres, E siempre vuelve a Sant Gervasi, que ella y yo definimos, cada una por su cuenta, como una ratonera (Santgervasi-mousetrap, así se llamó un proyecto que escribíamos a medias, en otra lengua, para ganar distancia). Para E, subir la calle Muntaner para encontrarnos es una humillación, aunque lo dice con una carcajada burlona. Le horroriza esta ciudad, que tan mal interpretó su talento generoso. Muchas veces, yo le había hablado de mi sensación de que cada rincón y cada esquina de esta ciudad esconden un recuerdo, más o menos dulce o espinoso, lleno de cualquier cosa entre el dolor, el bochorno, la risa contemplativa o la intensa nostalgia, y esos recuerdos pueden asaltarme al pasar, aunque no siempre, sino sólo cuando menos lo espero. Para ella, son sobre todo recuerdos de traiciones. Pero E añora el clima, el mar, la comida, las gatas y la atmósfera familiar de la que huyó.
“Al menos nos hemos visto”, dijo con su sonrisa radiante y un último pestañeo, antes de desaparecer en el taxi.
Ved en el blog POLIS el artículo de Antoni Puigverd hoy en La Vanguardia...

sábado, 7 de julio de 2007

Autoficción y cine

Foto: Jose Aguirre, yo en invierno del 82?, en la puerta de casa de mi padre.

Cuando se construye sobre material autobiográfico, se recibe inevitablemente la confusión de algunos lectores, que se confundirían incluso con la pura ficción aunque fuese histórica o historiográfica ("Ese monje chino medieval, ¿eres tú, verdad?"), casi limitando su lectura a la búsqueda obsesiva de la relación con la propia biografía. Dicen que Marina Tsvietáieva mentía cuando escribía sus memorias y contaba su vida en su ficción, pero cualquier escritura es una construcción, una recombinación, presupone elegir unos fragmentos entre muchos otros borrados, recontextualizarlos, utilizar los silencios y el ruido y las voces según la necesidad de una estructura narrativa. Y no de ninguna supuesta verdad histórica.

Cuando presentamos mi libro Crucigrama ya lo conté: algunos que habían compartido conmigo situaciones reales que yo utilicé luego en mis cuentos optaban por corregir sus recuerdos, convencidos de que la verdad tenía que estar en la letra impresa o en la literatura y no en su memoria. "Yo no recordaba esto...", decían. "¿Pero cuándo ocurrió aquello?" Alguien que quiso verme para hablar de mi libro me reprochó que mis narradoras no fuesen como él me veía a mí misma, "mujeres fuertes, que no caen en esos errores con los hombres". Y otro admiró mi valor por exponerme "tanto". Y para rematar, una joven reseñista me confundió completamente con mis narradoras, diagnosticó que yo no me atrevía a vivir y me ofreció unas cuantas lecciones de moral.

Ahora, con este blog, la construcción de un supuesto diario abierto que a veces se mezcla a la columna de periódico que no tuve en papel, o a mi espacio real en algunas publicaciones, donde lo mismo hay pensamiento que fabulación, o juego que reality bites, moments of being y percepciones reales arrancadas como piezas del puzzle, ilustradas a veces con mis fotografías y autorretratos... tengo la leve impresión de que algunos desconocidos (o que apenas me conocen) se equivocan. Tal vez no entiendan que un vestido de seda viejo pueda ser metafórico. Que su entrada al blog no signifique también la puerta abierta a mi realidad. Me ha parecido detectar incluso una extraña familiaridad en el tono de alguien que apenas me conocía, y en mi perplejidad, he tardado un momento en comprender, en asociarla a su particular lectura. Alguno incluso ha dicho algo sutil pero insólito, o ha sonreído como si hubiera estado mirándome por la ventana de un patio mientras yo me duchaba. Ya sé que todo ha sido muy discreto, siempre dentro de los límites de la cortesía, y que yo puedo equivocarme. Tampoco me siento yo, creo, expuesta en exceso ni vulnerable a lo que piensen otros. Pero me devuelven inevitablemente a la frase de Juan Ramón Jiménez, que ya he citado otras veces

Querida amiga:

¿Usted ha pensado bien en lo que va a hacer? Tendrá usted que pasar por la vergüenza de la literatura. Tendrá usted que tolerar que el médico, el abogado, el zapatero, el político, el pedagogo, todos los que viven de su oficio, le den consejos; el elojio del guardia civil y el dicterio del crítico. Tendrá usted que ver su nombre en los diarios, ser espuesta en los escaparates, en los programas de las recitadoras y los recitadores, saltar de boca sucia en boca sucia en las tertulias de café, tolerar con paciencia ser hocicada diariamente por el cerdo y por el hipopótamo, ser espiada por la zorra, picada por el cuervo. Sus secretos serán públicos. Si es tiempo, todavía, huya de usted misma.

Suyo,
Juan Ramón Jiménez


Ayer fui a ver una película turca, Los climas. La historia era sólo la historia del desencuentro entre hombres y mujeres, la imposibilidad, el fantasma edípico (o mejor, Los hijos de Yocasta de Christiane Olivier) no superado, la búsqueda de la madre y la rabia contra la madre en los hombres, sin salida, y el dolor y la perplejidad de ellas. Pero la forma de contar, las imágenes, la intimidad de la mirada de los personajes con su entorno, con una abeja, unas nubes, la densidad de la nieve envolviendo un avión y mezclándose a la turbulencia de la percepción emocional, la lentitud y el silencio que crea un ensimismamiento, una reflexión muda como se hacía en los sesenta, pero ahora sin excluir el realismo, el encuentro con personajes cotidianos, como el taxista al que fotografía en esa increíble Capadoccia nevada, y al que el narrador desdeña y olvida muy pronto, la extrañeza de ese narrador que sólo se mira a sí mismo y su vacío y no comprende nada más, ni siquiera mira a sus alumnos en la escuela, o el encuentro físico con su ex amante, el gesto primero de búsqueda de una caricia materna que acaba en una especie de pelea adolescente, de sexo de golpes, de forcejeo gráfico. Y algunos trozos de Estambul, qué nostalgia de volver allí, tomar un té en uno de aquellos cafés bajitos de la calle y de ver además esas montañas a las que no llegué.


viernes, 6 de julio de 2007

Nuevo teatro de Riga



En medio de la falta de tiempo y la agitación de estos días, en los que apenas logro encajar trabajo, escritura y actividad en torno al árbol, anoche tuve la suerte de ver, en el Teatre Lliure, una pieza interesantísima del Nuevo Teatro de Riga, dirigido por Alvis Hermanis y titulada Long Life. Lástima no haber llevado mi cámara para reproducir aquí una de las escenografías más potentes que he visto en mucho tiempo, por la ambientación de una miseria barroca y organizada, llena de objetos aprovechados por los recursos y la imaginación de una laboriosa pobreza y una obstinación vital en la vejez. Se trata de un día en la vida de cinco ciudadanos habitantes de una komunalka, una casa compartida, muy viejos (la revelación de la juventud de los actores, en el saludo final, forma parte del efecto general de teatralidad y de sueño), concentrados cada uno en sus esforzados gestos cotidianos llenos de ideas enrevesadas y de dificultades motrices y de realidad miserable, cada uno sin parar de hacer, sin ver a los otros más que cuando trastabillan y caen o entran en el reducidísimo campo visual de personajes abstraídos y cabizbajos en su extrema concentración, o bien ensoñados como el que se ocupa de la música. Y aún, en esos rituales de lavado, continuo vestido y desvestido, pintura de velas, fotografías, elaboración de alcohol casero, flirteos y diversas comidas y entradas y salidas, hay ocasión para una celebración. Que quede claro que es una obra divertida, hilarante y al mismo tiempo de una poética melancolía, de una burlona ternura y afecto por esos personajes trémulos, pobres pero nunca vencidos.
La escenografía, los personajes, el humor eslavo, brutal y para mí cercano al mismo tiempo, el alcohol casero, muchas cosas me recordaron a mi visita a San Petersburgo, a los mercadillos de alcohólicos, las komunalkas, y a la pasión por ese mundo caído y lleno de literatura del amigo que me albergó allí, pero también, como he dicho, a esas ingeniosas películas de nuestra posguerra (con una capacidad crítica y una autoburla que nunca más ha tenido el cine español) y como señalaron mis amigos, al neorrealismo italiano.
En el fondo, entre los cientos de objetos pequeños y grandes y el mobiliario complejo que destaca sobre los papeles de pared tan rusos, las fotografías de mandatarios europeos o las noticias hablando de Irak y de Al Qaeda recuerdan cómo funciona el mundo, cómo unos pocos poderosos nos gobiernan y qué distinta es la vida refugiada de los pobres.
En el Lliure, la escenógrafa Monika Pormale ha ideado un pasillo estrecho por donde el público entra de diez en diez, un pasaje oscuro de ropa tendida (y mojada), cajas polvorientas y objetos apilados que favorecen la ambientación previa, la entrada directa en la cotidianidad de esos personajes. Además, la sala está empequeñecida y se admite poco público, favoreciendo esa intimidad desnuda con la pobreza. El hecho de que no haya palabras no desmerece ni aburre. Los actores son espléndidos en una interpretación minuciosa, de gestos cargados de una senilidad energética, de lucha contra su físico, de ronquidos, quejas y caídas constantes. Y de alegre excentricidad y delirante locura sin palabras. Como ese personaje empeñado en subirse a los armarios para pintar el techo, colgar un cuadro o rizando el rizo, retratarse frente al cuadro, vestido para la ocasión y encaramado peligrosamente al mueble. O las pruebas de los micrófonos del músico. O su forma de sujetar al que trepa con el pie del micrófono. La escena está tan llena de actividad y produce tal mezcla de hilaridad y melancolía que es imposible cansarse. Es una reflexión sobre la vejez, la pobreza y la vida urbana, pero también es una poderosa meditación sobre el mundo y la historia.