Ayer iba yo andando muy contenta, leyendo admirada esa magnífica edición de Confucio (traducido y prologado por A-H. Suárez), máximas que me hablaban de mí y de mi mundo, de la debilidad que marcó la vida de M y como consecuencia, mi niñez. "El Maestro dijo:..' Ver lo que sería justo hacer y no llevarlo a cabo es cobardía.'". Pensé que el Maestro me concedía cierta "hidalguía" asociada a una anécdota de estos días, y la hidalguía tiene más gracia aplicada al mundo femenino: "No experimentar amargura pese a ser ignorado por los hombres, ¿no es acaso propio del hidalgo?" Y hablaba también de algunos amigos:
"El Maestro dijo: 'Jamás he visto nadie de (inquebrantable) fimeza.'
Alguien replicó: 'Shen Cheng.'
El Maestro dijo: 'Cheng es apasionado. ¿Cómo va a ser tan firme?'"
En su prólogo luminoso AHS contaba: "En una época en que reyes, señores y pequeños nobles habían perdido sus cualidades propiciadoras y civilizadoras, es decir su virtud, el Maestro Kong consideraba que cualquiera podía ser hidalgo o villano independientemente de su linaje. Era necesario 'rectificar los nombres' (zheng ming), devolviéndolos a la esencia de las cosas..." Y más tarde, V. me habló de esas capas que los chinos fueron añadiéndole a la figura de Confucio hasta hoy, reescribiéndolo...
Iba yo también pensando en el sinsentido de esa violencia que se añade a todo lo injusto de este mundo, donde la democracia es sólo una palabra vacua y unos cuantos nos mueven y usurpan a todos en distintos grados; estos extraños ataques de ETA, ¿a quién sirven? ¿a los destinos turísticos rivales? Desde luego, no al País Vasco. Y toda esa escatología dolorosa de lo manchado de sangre. Me hace pensar en la desesperación delirante de los terroristas suicidas, en los jóvenes de las banlieues quemando coches de sus vecinos o en la horrible pesadilla de esa gentuza que ataca, apalea y quema a indigentes y niños de la calle y lo graba en vídeos y en todos esos hombres que maltratan y matan a sus ex parejas, y en los que niegan esos hechos como si no existieran.
En la librería me encontré con el hombre cuya voluntad, cuando acabe mi contrato, me llevará quizás a vivir en un sotanillo hermético y húmedo de Nou Barris o me permitirá seguir refugiada aquí: el propietario de mi casa. "No nos adelantemos a los acontecimientos", dijo cuando le pregunté por la espinosa cuestión. Su hija, diseñadora gráfica de ojazos azul gris, contribuyó a la batalla para salvar a nuestro azufaifo. Su madre tradujo el primer libro de VW, aunque algunos se olviden de citarla. Ayer le pedí que protegiera el altísimo ciprés de su jardín; al parecer, los vecinos se quejan de que con las finas hojas que caen se les atranca un canalón y eso les parece motivo para cortarlo (!). En este país donde ni siquiera los árboles históricos y gigantes, que albergan urracas y mirlos, oxigenan el aire y se cimbrean poéticamente con el viento, tienen protección, ni derecho a vivir: los arboricidas son mayoría.
Ayer, cuando escuchaba a M. forcejear con las palabras, decidí que intentaría dejarla vivir siempre en su casa, aunque su casa ya no sea su casa, la que me acosa en sueños, la de los pájaros y las lagartijas. Aunque ya no tenga aquellas terrazas visitadas por sus amigos voladores. Con lo que le queda de sus cosas. Pensé en llevarla de paseo por un parque. Yo dije en mi conferencia de la Collobert que había naufragado en un mar de palabras y ahora veo en M. su escenificación dolorosa, el significado literal de ese naufragio. Yo, que siempre fui acogida hospitalariamente por las palabras, veo ese hundimiento con aguda estupefacción. Las palabras se le escapan como pájaros. A ella, a quien siempre acudían los pájaros perdidos y enfermos. Se le escapan como peces entre los dedos, como mariposas. No puede decir.
Mi amiga MA me invitó ayer a su casa de las islas, concluyó que cuando acabase mi misión de vigilancia de M., necesitaría un descanso. Por un momento me imaginé recorriendo en bicicleta la distancia hasta mi embarcadero preferido.
Ayer me desvié de mi camino para ir a comprarme un helado indio con gengibre y cardamomo (¿Estarás embarazada? se burló J. al teléfono cuando se lo dije) y cuando me lo tomaba comprendí de qué se trataba. Vi una escena mía a los dos años, en la cocina de Figueres, cuando me metían la comida en la boca a la fuerza, tapándome la nariz y abofeteándome, me obligaban a tragar lo que escupía, me sacudían boca abajo, por los pies, y me quedaban las huellas rojas calientes de las manos de mi tía en la cara y el cuerpo. Y luego, en la calle, C me compraba helados y bombones para consolarme. Al comprenderlo, el helado sabía a lágrimas. He pensado en Manu Chao y en su vas por la calle llorando, lágrimas de oro... "Es una imagen típica de serie de la tv, me dijo después G., "la chica abandonada por su novio que se compra un bote grande de helado..." Así que lo tiré por el sumidero y en vez de eso comí cerezas con más lágrimas. No era mala combinación. Llamé a G. para que me consolara (Pensé en Coetzee sobre la maternidad: We embrace to be embraced). Intenté explicarle a G. que no era la pérdida real, sino la pérdida de mi último vínculo con el pasado, mi niñez, el dolor de lo que pasó, todo aquello de lo que M. no pudo, no supo, no quiso protegerme, su complicidad con aquellas escenas de brutalidad, su debilidad, su mirar hacia otra parte, y también los pájaros y las lagartijas, su relación con la naturaleza, lo que me dio como llave de salida. Dijo G: "Para mí es impensable, no puedo ni imaginarlo porque tú... Lo importante es que tú le has dado la vuelta, lo has equilibrado porque lo has hecho muy bien conmigo y yo te estoy tan agradecido...No te aflijas", añadió en catalán, con ese uso suyo suavemente irónico del lenguaje, "Piensa mejor en los pájaros y las lagartijas..." Luego me contó de sus noches en el Apolo y de sus últimos pasos. Más tarde hablé con V. y ella me dijo: "Tienes que hacer ese duelo..." Yo imagino el duelo como un tiempo largo de llorar, como en la figura del cuento en que alguien tenía que recorrer el mundo hasta que gastara siete zapatos de hierro, llorar hasta llenar la habitación, como la carrolliana y agigantada Alicia, que ya no podía abrir la puertecita y que nadaba en sus lágrimas, llorar hasta formar ríos y lagos, como los gigantes que generaban legendariamente el paisaje en la época de Rabelais, donde los lagos eran escupitajos de gigantes, llorar un poco todos los días y regar las plantas con esas lágrimas, como esos biberones guardados para los bebés de la incubadora, llorar comprando como en mi cuento de Crucigrama (Vinçon), dedicar un rincón del día a esas lágrimas metafóricas o literales, y el resto del tiempo seguir con todo lo demás, la escritura, la lectura, lo que llaman la vida.
Luego fui a dar un paseo nocturno con A por el parquecillo de Mandri. Yo, que no fumo durante el día y menos si estoy sola, pensaba sólo en fumar en el parque, porque fumar parece un buen remedio contra la resaca de las lágrimas. A. había dejado de fumar y estaba siguiendo un plan saludable. Vimos una chica que a duras penas podía andar por el terreno pedregoso con tacones de aguja (extraña regresión de la moda). Hablamos y temo que sembré su panorama saludable con mi duelo, pero él dijo algo de que nuestras conversaciones le producían cierta serenidad.
No estoy muy segura de este post, pero qué importa. No creo que quede nadie que me lea en estos días desiertos de verano. Lo colgaré en Facebook, donde algunos ponen amablemente que les gusta sin llegar nunca a leerlo (tal vez se refieren a la foto). Tampoco voy a escribir mucho más; tengo unos treinta libros para leer, como jurado que soy de unos premios. Y sigo bailando por la casa.