viernes, 31 de agosto de 2007

Huston, Freud y traducción


Fotograma de la película, Freud-Montgomery Clift y la "paciente" Susannah York

En el Meliès, he visto la película de John Huston sobre Freud. Tiene la ingenuidad del principio contada a la americana, pero también tiene algún guiño orsonwelliano y aunque sea algo esquemática -la respuesta airada y el escándalo que suscitaban las teorías de Freud en la conservadora clase médica vienesa, su descubrimiento del origen de la neurosis en el complejo de Edipo, a través de una paciente y de los recuerdos "refoulés" del propio Freud respecto a su padre y a su deseo de la madre, trasladada al rechazo que suscitaría y aún suscita el psicoanálisis en el mundo, a pesar de que gran parte de su discurso y su lenguaje está ya en boca de todos, incluso de quienes lo rechazan...-, es una historia bien contada por Huston y bien interpretada por Montgomery Clift, Susannah York, etc. La película es de 1962 y creo que la voz del narrador es del propio Huston.


Yo venía pensando que la vida era como en la visión baudelairiana, un gran hospital, lleno de enfermedad y de locura, y que andamos con nuestras enfermedades intentando buscar caminos de salida, como ese Freud de la historia, con la verdad flotando entre mentiras.


Pensaba también en los oráculos, en la Esfinge y en Delfos. Y también me preguntaba por qué me siento tan libre escribiendo en el blog, sin la presión de la pantalla en blanco. Y mientras andaba, iba contemplando los magníficos plátanos de Barcelona y disintiendo de un blogger profesor de literatura, según el cual (o según una experta arboricida que le convenció) dañan las calles y sus raíces arrancan los cimientos de las casas (¡Barcelona no existiría!), y resultan monótonos. Pero yo los veía estirando sus brazos al cielo cada uno con una forma distinta y con esa corteza sutilmente tricolor y las elegantes arrugas de las mangas en los codos, y me pareció que rompían la monotonía arquitectónica, permitían escapar de la fealdad de los rótulos y edificios vulgares y le daban a las calles una belleza más anárquica e imprevisible. Seguramente él se refiere a las carreteras que en este país se han talado y destruido (Bohigas intentó evitarlo en los setenta, en Serra d'Or) pero que aún pueden verse en Francia (afortunados vecinos gabachos), pero a mí me encanta esa supuesta monotonía y la prefiero a nuestras carreteras sin árboles, puro asfalto bajo el sol despiadado y sin sombra. Y en cuanto a esta ciudad, los pobres árboles que soportan el ruido, las vibraciones, la sequía, sufridos y larguiruchos plátanos conviven bien con acacias, tilos y palmeras. Veo que Amics Arbres cita a Bohigas defendiendo con buenas razones (en 2005) los plátanos de Barcelona contra los arboricidas municipales que, con argumentos parecidos a los de esa experta, han empezado a cargárselos. Además, talar árboles viejos y sustituirlos por otros que jamás llegarán a alcanzar su volumen, con la contaminación y el cambio climático, no parece justificado.


Debo advertir que la copia era bastante mala, con saltos y algún corte, y el traductor o traductora, ¿de dónde lo habrían sacado? Al parecer había traducido de pantalla, sin guión escrito, ¡pero ni siquiera sabía quién era Darwin! Ni que existe la palabra "histeria". Realmente tenía que estar en la web que una agente literaria inglesa (de origen) quería hacer una vez, hemeroteca de errores de traducción. Yo tengo una vieja deformación, y no puedo evitar mirar los subtítulos. En Sarajevo una vez no pude seguir una película americana porque me entretenían los subtítulos serbocroatas, aprendía palabras o lo intentaba, y se me escapó del todo la compleja trama. En los Balcanes, todo se subtitula y jamás se dobla. Tal vez por eso la gente hable los idiomas sin acento, acostumbrados a escucharlos a diario.


Y dicho esto me vuelvo a la calle, a tomar algo con unos amigos que viven aquí cerca. Tal vez unos interlocutores iluminen un poco mis pensamientos.

domingo, 26 de agosto de 2007

Sostiene Dante

Foto: I.N., Gatos en los tejados, Cadaqués, 2007
Que hay algo literario en mis pies llenos de dolorosas púas de erizo, algunas envenenadas. Como la sirena de Andersen, le digo (y no la de Walt Disney), que sentía como si le clavaran mil cuchillos cada vez que ponía el pie en el suelo. Sostiene Dante que cuando me llamó a las rocas de Sa Conca y me preguntó si estaba en el Marítim, yo le dije una frase premonitoria: "No, estoy como la pequeña sirena, en las rocas". Aunque yo no recuerdo ese fragmento del diálogo, sí recuerdo que apenas le oía, entre el ruido del mar, el aire (convertido en fragoroso viento en el móvil) y la conversación de mis amigos italianos. Claro que él ve mis historias con el halo de su percepción escorpiniana (hay alguien más que lo ve como él) y cuando hablo de un vestido de seda descosido, él sólo ve a Barbarella o Valentina y cree que todos los bloggers hombres van a aporrear mi puerta digital. Lo cual tiene su gracia, aunque no sea verdad.
Por cierto que tras la llamada de Dante, los amigos italianos, o partners de las rocas erizadas, me hablaron de la Commedia y yo les conté que una vez oí decir a Phillippe Sollers en Arte tv que el Infierno siempre se ha vendido muchísimo más que el Purgatorio y el Cielo y les acabé recitando unos fragmentos y contándoles cómo me influyó el "Tristi fummo" para cambiar de actitud en la vida (¡la condena del spleen y la melancolía!). Y ahora Dante me llamará otra vez memoriosa, aunque en realidad soy tan desmemoriada que en la fiesta argentina no pude cantar la canción prometida porque no estaba segura de recordar la letra. La cuestión es que yo no me di cuenta, mientras andaba descalza peligrosamente sobre las rocas, de que había pisado garotes, y más tarde, en la fiesta, estuve bailando hasta las tres de la mañana, de modo que las púas debieron sumergirse aún más adentro y por la mañana me desperté con los pies destrozados.

Cadaqués es así, abrupto y traicionero y al mismo tiempo dulce, al menos para mí. Yo me sentía casi protegida del universo, con perros silenciosos y algo hippies acercándose a saludarme por los caminos aún agrestes, el gatazo negro de la casa conectado conmigo desde el principio (con su fama de huraño y miedoso), y un pájaro desconocido dejando caer una pluma tornasolada y perfecta sobre mi cuaderno en la playa, y mis árboles preferidos ofreciéndose en plena expansión (salvo la alta palmera que se cimbreaba con el viento en la cuesta de la pastelería y que un atajo de primitivos decidió cortar "preventivamente"), y la luz mágica del lugar, intacta (contra eso no pueden ayuntamientos e inmobiliarias, de momento...). Y entonces me ericé los pies, y pensé inevitablemente en la cita de Freud y Schopenhauer sobre los erizos, y también pensé que, para mí, Cadaqués siempre es espinoso y siempre duele. No sólo por la degradación constructora y el ruido y la transformación de aquella antigua familiaridad con que convivía la comunidad artista gauchedivinista y solitaria con los excéntricos personajes de Pla, ahora sustituida por tropeles iletrados y tiendas de mal gusto. Porque esta vez yo andaba a horas extrañas o esquivaba a las multitudes ineducadas, andando por los márgenes, contemplando sólo la belleza que aún queda (los pinos retorcidos, los turquesas, añiles y plateados del mar, las casas de pueblo y las casas de indiano) y desenfocando la fealdad y refugiándome en casas amigas. No, el dolor de Cadaqués es insidioso y personal y tiene más que ver con mi memoria y el fantasma de mi padre, que me acecha en todos los rincones de ese paisaje, y cuando logro olvidarle, entonces surge alguien que le nombra.

Le compré al librero Tharrats un librito de A. Cuito que leí en la playa del Llané: empezaba explicando su maniática relación con la simetría de los objetos y ese trozo me gustó, pero luego contaba la historia de una vecina viuda y la relación neurótica con su criada y me repelió la falta de empatía con sus personajes, me saturó su desprecio misógino, y veía su leve sonrisa desdeñosa, espiando disimuladamente a la vecina desde la atmósfera libresca y propicia a la pereza y la ensoñación de su bonita sala de Cadaqués. Pero luego leí otra historia mucho más sugerente en la que escuchaba y espiaba a otra vecina con más osadía y su humor inteligente me convenció. Lo cierto es que siempre he visto a A.C. como una versión cadaquesenca de Charlus (al fin y al cabo, heredó de su padre una importante biblioteca proustiana). Era amigo de mi padre y a veces coincidíamos en aquellos picnics pantagruélicos, pero si luego nos encontrábamos en el mismo puesto del mercado de Galvany dos días después, ni él ni su mujer me saludaban.

Mi padre, que tenía la manía de alquilarlo todo y no comprar nada, en su tendencia irresistible al gaspillage, ocupó tres casas históricas en Cadaqués: la de Federico Correa, la de Chermayeff y la de Peter Harden. Allí, cuando se me acababan los libros, yo leía los de la casa. Gracias a la pequeña biblioteca de Federico yo descubrí los Essais de Montaigne y The Ballad of the Sad Cafe de Carson McCullers, entre muchos otros, y gracias a la extraña biblioteca de los Harden... no sabría decir, aparte de sus colecciones de magníficas revistas de ciencia de los sesenta, porque lo que más me desconcertaba de aquella biblioteca era la afición a leer todos los libros en lenguas cambiadas, Lorca en francés y Proust en inglés y Gunter Grass en castellano, por ejemplo. Pero si eran políglotas, ¿por qué no los leían en su lengua original? Tal vez tenían prisa y compraban los libros en los aeropuertos. O tal vez estaban siempre de viaje y compraban los libros despreocupadamente. Pero la casa de Harden era maravillosa, aunque le fueron quitando la vista por completo. Y en cuanto a la de Chermayeff, allí sólo estaban los libros que lleváramos nosotros, y aquella loca arquitectura digna de Escher con que había unido las dos casas del pueblo, con escaleras imposibles y balcones inaccesibles y una terracita como un observatorio o un zigurat. Luego pusieron un anuncio en The New York Times y la compró una señora, propietaria de una tienda de moda infantil que mi padre llamaba Patricia Highsmith, por su parecido físico.
Esperemos que funcione el medicamento homeopático para las púas de erizo, que para mí tiene el valor añadido de haber curado casi mágicamente a G. cuando era pequeño y se accidentó por un error mío comprensible, pero que nunca me perdoné. Un accidente que también ocurrió en Cadaqués. Recuerdo que le llevaba en brazos llorando al hospital del pueblo (yo llena de ansiedad y de pena de haberle hecho daño sin querer), pero a la vuelta, me contó que en ese trayecto doloroso, había visto un niño con un helado y quería uno como aquel. Y es que el dolor no le impedía seguir viendo y deseando las cosas inmediatas que constituyen la felicidad de los días. Otra lección de G: Cuando nos fuimos él y yo a París, y tenía 3 años, le llamó su padre desde Barcelona y le pregunté: "El trobes a faltar?" "Ara no!", me contestó sorprendido, en su sabiduría pragmática. "Ja el trobaré a faltar quan torni!"

miércoles, 22 de agosto de 2007

Bajo la lluvia




Foto: I.N. De cómo la sombra se ata a los pies, Ibiza, 2007

Esta mañana he salido a por los periódicos antes del té, con un chubasquero rescatado de mi época gallega, porque en mi barrio estos días la prensa se acaba temprano y hoy salía mi artículo sobre Colette en La Vanguardia Cultura/s.

En mi buzón había un sobre donde mi calle aparecía escrita con dos erres: yo he sonreído para mí y lo he abierto al momento. Y en efecto, era la carta de la Srpsko književno društvo (Asociación de Literatura Serbia), que, junto con el PEN serbio, el Ministerio de Cultura de Serbia y los gobiernos locales de Vojvodina y Belgrado me invitan oficialmente a la Colonia de Escritores de Čortanovci del 17 al 25 de septiembre y a una serie de lecturas por Serbia, junto con Kazuko Shiraishi (Japón), Mathias Enard (Francia), Alexandra Petrova (Rusia), Amir Brka (Bosnia Herzegovina), Igor Marojević (Serbia), Nicola Malović (Montenegro), y Dragan Jovanović Danilov (Serbia). Con la perspectiva de esa compañía literaria y los bosques de la Vojvodina, inmediatamente me he puesto a pensar y preguntarme bajo la lluvia qué textos leería.

En cuanto a mi artículo de Colette, aunque era mejor en su versión completa (tuve que reducirlo para que saliera y renunciar a un pasaje sobre los celos), me ha hecho ilusión verlo bajo a mi admirada Katherine Anne Porter (aunque disiento de Saladrigas en que La nave de los locos fuese una novela fallida, yo la cité en clases y conferencias como ejemplo de esas novelas únicas y siempre interesantes que recogen la atmósfera pre-bélica, permiten comprender cómo crece la locura pre-genocida, cómo se difunden los prejuicios, cómo la gente, por miedo o por violencia interna o por puro delirio, contribuye a señalar al "otro". En este caso, se trataba del nazismo pero ese barco, fuera del mundo, en pleno mar, lleva a bordo toda la locura que sacudiría Europa en el siglo XX y que se repetiría después en los Balcanes en los noventa). En el Cultura/s también aparece un artículo de Beatriz Preciado sobre porno y una entrada hablando de que los museos deben recoger el debate feminista. Un artículo de Laura Freixas sobre ese reverso de la maternidad que cuenta Lionel Shriver. Y también una reseña de Giménez Frontín sobre Roberto Saviano (Gomorra, el título parece seguir el hilo de Colette, aunque la perspectiva y el sentido sea muy otro), un testigo de lo que está ocurriendo en el mundo, donde la política apenas parece existir al viejo estilo, y ya sólo nos gobiernan las mafias, las mismas que se han enseñoreado de todos los mercados legales, ya no sólo el de las armas y las drogas. Así que la compañía también es buena para mi pequeño texto de Colette, El genio femenino.

martes, 21 de agosto de 2007

Stendhal y la inclinación española al arboricidio

Foto: I.N. Bel Schlemil, Ibiza, 2007 (mi pequeño homenaje a V)

Hoy un músico me manda una placa conmemorativa de un árbol talado, el Carbayón en Oviedo, un roble centenario que dio el nombre de carbayones a los ovetenses y que el espíritu arboricida de este país taló salvajemente ya en 1879. Y es que ese espíritu salvaje e ignorante no ha surgido sólo con la expansión del mercado inmobiliario que ha acabado por destruir el paisaje de este país, sino que ya viene de lejos. Si la identidad de España se basa, como dijo María Zambrano, en el genocidio y la expulsión (de los indios, de los musulmanes, de los judíos), la ignorancia y el primitivismo está en casi todas las páginas de la historia del país, exceptuando esos paréntesis ilustrados como la II República (la época en que se construyeron más escuelas, se invirtió más en la educación, pese al reducido presupuesto, la única época en la que florecieron las Universidades, atrayendo a las mentes brillantes y espíritus inquietos, a todas las fuerzas vivas de la cultura). Y nunca más. No es extraña esa renuncia a hacer historia o a hacer filosofía, que señalaba Zambrano y que siguen en el aire y se ven en la calle.

Contaba Stendhal en sus Chroniques italiennes, de un noble español de 60 años, el duque Vargas del Pardo, que compró una propiedad boscosa en Nápoles y, para que le recordase a su país, hizo talar todos los árboles, y construyó un castillo medieval y almenado en 1700 y sólo contrataba criados españoles de la misma edad que él. Lo cierto es que en ese libro Stendhal dice bastante sobre "las puerilidades orgullosas" que se conocieron en Europa como "etiqueta española" y habla del "genio sombrío" del país, de la necesidad de malgastar y dilapidar fortunas, la beligerancia sangrienta, el puritanismo férreo y la ingenuidad amorosa... además de la tendencia arboricida, que acabó con los bosques de Castilla... y en muchas otras zonas del país. No hay más que buscar la historia de Almería, que hasta el siglo XVIII aún estaba llena de bosques... para construir armadas se expoliaron para siempre bosques de todo el país.

Y otra muestra de ese espíritu es el hecho de que nunca hayamos tenido un partido verde sólido en este país, que tanto lo necesita. O que se llamen partidos verdes los que se dedican a talar, engañar con trasplantes y acabar con los espacios verdes, mientras mantienen falacias como que Barcelona es la ciudad con más árboles de Europa (¿pero qué árboles? ¿se refieren a esas ramitas escuálidas que llenan nuestras calles y con troncos que caben en una mano?).


Por cierto, volviendo a esa falta de espíritu que ha predominado en este país infortunado, acabo de encontrar un interesantísimo artículo de Eduardo Subirats donde dice "la Encyclopédie de Diderot formuló una concluyente sentencia: 'La grandeur espagnole ne fut qu’un vaste corps sans substance, qui avait plus de réputation que de force... ce beau royaume, qui imprima jadis tant de terreur à l’Europe, est par gradation tombé dans une décadence dont il aura de la peine à se relever'... Bajo sus grandiosas gestas de omnipotencia militar e intransigencia religiosa, España había perdido, para la fracción ilustrada de Europa, su fuerza espiritual y su poder político. Hegel excluyó al mundo hispánico del reino histórico de la razón. El dogmatismo católico y el absolutismo político lo habían alienado definitivamente del progreso de la Humanidad."

Más vale consolarse leyendo el libro de Stendhal, lleno de ironía e ingenio pero también con dos relatos magistrales, la historia cruel de "Vanina Vanini" y también "Los Cenci".

lunes, 20 de agosto de 2007

Maeve Brenan y The New Yorker

Leo las piezas que Maeve Brennan escribió para The New Yorker con el extraño seudónimo "The Long-Winded Lady". No sé por qué pensaba yo que era long-winged, la de las largas alas, casi como un Hermes en NY, y no long-winded, que significa prolija, densa o larguísima, algo que no coincide con estos económicos, a veces mordaces, otras melancólicos escritos. El caso es que sus errabundeos por el Nueva York de los cincuenta y sesenta, siempre en bares y restaurantes populares, en metro y autobús sólo cuando intenta no fumar tanto, y en taxi muchas otras veces, realmente valen la pena y espero que algún editor de aquí se decida a publicarla. Maeve Brennan es la autora de una frase que yo cité para abrir mi cuento Crucigrama, "Home is a place in the mind". La frase pertenece al relato De visita (The Visitor), que publicó aquí Lumen, y que yo reseñé en La Vanguardia en 2005 (por desgracia, los responsables del nuevo sistema digital de La Vanguardia lograron que todas las reseñas desaparecieran de la web, así que no puedo poner ningún link; esas "mejoras digitales" que confirman que Spain is different: para que nadie pueda leer gratuitamente los artículos, desaparecen de google, de forma que tampoco nadie podrá decidir comprarlos).
Brennan se sienta en esos locales populares, a veces para hojear los libros que compra en librerías de segunda mano, pero siempre para mirar a su alrededor y describir lo que ve. Una vez, en una librería de la Calle Cuarenta y Ocho, entran tres necios ruidosos que gritan y se burlan de que hayan rebajado un libro de Marilyn Monroe y Brennan habla de su violencia y su envidia, vaticina que el tiempo les ajustará las cuentas y se refiere a ellos graciosamente llamándoles "Cruelty, Stupidity and Bad Noise". Luego sigue el traslado y transporte de una antigua granja de madera y la asocia en un requiebro casi filosófico a la noticia de la extraña solidaridad de unos gatos hambrientos que, al morir su ama, en Budapest, no se comen al pájaro que convive cautivo con ellos porque forma parte del grupo. Despotrica contra los editores que saldan los mejores libros para publicar otros peores, se pregunta por los orígenes de una pareja, ve pasar una manifestación anti-Vietnam, sigue el llanto desesperado de un niño y dibuja con sus pinceladas inteligentes a los personajes callejeros, que observa con una ácida ternura.
Es inevitable preguntarse por la melancolía que acabó convirtiendo a Brennan en indigente, a rechazar el piso que le ofrecía The New Yorker y aceptar tan sólo instalarse en los lavabos de la revista, para acabar muriendo en un refugio. Pero de momento, los secretos no se revelan tan fácilmente en esta escritura (sus heridas son mucho más visibles en The Visitor), salvo en la elección de esa otra mitad (retratada por Jacob Riis en un libro magnífico que yo traduje). Dice Updike que ella logró devolver la Nueva York real a The New Yorker. Sin duda esa sección maravillosa que era "The Talk of the Town" vivió con ella su máximo brillo. Yo propuse a La Vanguardia escribir una columna con mis paseos por la ciudad, pensando en ella (demasiado literario, fue el diagnóstico). Por supuesto, ni Barcelona es Nueva York ni yo pretendo compararme a Maeve Brennan (aunque mi amigo Dante Bertini me recuerda que en mis peores fantasías me veo homeless, con un carrito). Pero es un género que me inspira y me gustaría tanto tener una revista decente (de papel) donde escribir esos paseos, llena de caricaturas y dibujos, donde podrían colaborar nuestros bloggers dibujantes favoritos, y qué posibilidades daría una sección como esa... Si encuentro un patrocinador, tal vez me decida a hacer ese blog...
Y a todo esto, se me olvidaba decir que leo estas piezas no sólo por puro placer, sino también para una pequeña conferencia de diciembre... Y mientras, en el silencio y la brisa fresca de este día, aún no he decidido si voy a la fiesta argentina en Cadaqués, o visito a unos amigos en la montaña, con jerseys y calcetines...

sábado, 18 de agosto de 2007

Fanny y Alexander
















Fotos: Abajo: fotograma de Fanny & Alexander. Arriba: I.N. Ositos caídos.

Consultar la cartelera en los periódicos es pesado y difícil y me produce una especie de sopor. Antes me gustaba el formato de La Vanguardia, los estrenos iban primero, la letra era grande, era fácil de leer y buscar. Pero entonces lo cambiaron para imitar a la de El País, que ya había empeorado terriblemente, reduciendo tanto la letra que hacía falta lupa. En esas carteleras, si lo miras por cines (al fin y al cabo, yo sólo visito tres o cuatro cines, aunque recuerdo con nostalgia el Ars, el Savoy, el Cataluña y tantos otros desaparecidos, donde vi películas que cambiaron mi percepción del mundo), luego da pereza ir a ver la ficha de cada película. En esas condiciones, volver a ver Fanny & Alexander de Bergman en el Casablanca me tentaba más que escudriñar otras posibilidades desconocidas. Aunque no conté con las horribles fiestas de Gràcia, que estremecen las calles con rugidos espantosos y música basura y al salir del cine, y yo me sentía como el viejo Salinger en la única foto donde intenta detener a los fotógrafos con una expresión de terror.

Pero la película sigue siendo maravillosa. Esa visión de la infancia... Decía Coetzee en Boyhood que aunque la enciclopedia defina la infancia asociándola a la alegría inocente, nada de lo que experimenta el narrador en el colegio o en su casa le convence de que la infancia sea otra cosa que "a time of gritting the teeth and enduring", tiempo de apretar los dientes y resistir. En Fanny & Alexander la contemplación de un mundo adulto donde conviven la sensualidad, la excentricidad, la celebración de la vida con una presencia continua de la muerte, la imaginación y el miedo, lo esotérico y el amor, y en medio de la religión vivida en el terror, como instrumento de dominio, están esos seres libres (como la abuela, como su amante judío, mis dos personajes favoritos) e infieles, esa alegre promiscuidad y al mismo tiempo, la complejidad donde incluso los personajes más positivos tienen su rincón de locura más o menos encerrada, controlada o bien utilizada en un entramado cotidiano, junto con las visiones de los espíritus y el germen del cine bergmaniano, y el teatro como metáfora de la vida ritualizada, los distintos papeles y el vacío de no saber cuál de ellos es uno mismo, todo comprimido en un universo de niño, que la mirada del protagonista sabe expresar en su perplejidad silenciosa y en su inmensa curiosidad investigadora.

Antes, mi hijo había venido a coger algunas cosas para su viaje a Portugal, a un festival que ya conoce del año pasado. Buscaba un saco de dormir (ingenioso fardo que se vuelve diminuto una vez cerrado) y no lo encontraba. El saco apareció, pero cuando abrí el armario del altillo para ayudarle, cayeron, en una especie de lluvia seca, unos cuantos peluches, que viven apretujados y ocultos, en su cómodo escondite, alegre y nostálgico. Ja els guardarem, dijo G. Y yo los acomodé allí mismo, por esa absurda inclinación a no maltratar a todo lo que represente una figura, en el caos total de la habitación de G, un pedazo de su infancia caída del armario.
En Boyhood, que es un librito magnífico sobre la infancia del que aquí se ha hablado poco, hay dos o tres pasajes que se me han quedado grabados y uno de ellos explica los sentimientos ambivalentes hacia la madre, las raíces de la misoginia en los celos edípicos, mejor que ningún otro autor. La familia del narrador ha dejado Johannesburgo y se ha ido a vivir al campo y la madre no sabe conducir y se siente aislada. Decide aprender a ir en bicicleta, pero su marido, el padre del narrador, y todos los amigos hombres, se burlan de ella y ridiculizan su intento. El narrador defiende a su madre, pero un día la ve, se la cruza cuando él vuelve a casa. Ella se aleja en bici y parece tan libre y feliz con el pelo y la ropa al viento, que él no puede resistir sus celos. A partir de aquel día, aún sabiéndolo y sintiéndose fatal por hacerlo, se une a los comentarios ofensivos y jocosos del. padre y los otros. Hasta que su madre renuncia a la bici y se resigna a su aislamiento.
Pero volviendo a los peluches caídos del armario, y al hermano supuestamente loco y peligroso, huérfano gay y con poderes esotéricos que vive encerrado y contento en la habitación secreta de la película, pensaba inevitablemente en esos compartimentos de la mente que encierran voces más o menos adormecidas, más o menos peligrosas de la infancia (oh, ya sé que hay vida más allá de la infancia, yo soy un ejemplo de cómo puede subvertirse y al mismo tiempo, de que algunas heridas que nunca se curan -il pouvait enfin dormir et revenir à l'enfance dont il n'avait jamais guéri", escribía Camus, pero la infancia tiene siempre las claves de todo), y que pueden abrirse y cerrarse movidos por gestos exteriores. Como en aquel sueño mío del costurero chino, con su llave general y sus cajoncitos etiquetados caóticamente o con un orden complejo, asimétrico y profundo.

jueves, 16 de agosto de 2007

La muerte y los amigos. A Llorenç Torrado

Foto: I.N. El camino de casa, Ibiza, 2007

En otros tiempos fuimos muy amigos. Luego, yo desaparecí durante años, en mi famoso autosecuestro. Y una sola vez, hace ya muchísimo, nos encontramos en la Plaça Reial: "Ets tu!?", me dijo, con una sonrisa radiante, en una mezcla de afirmación y pregunta contestada. "Tant he canviat?", me reí yo. "No!", dijo él. "Estàs igual! Però fa tant de temps..." Y en unos minutos me preguntó qué hacía, yo le pregunté, pero me esperaban, no hubo ocasión. Cómo me arrepentí de no haberle pedido un teléfono. Pensé que no iba a moverse de aquella casa, en el viejo Poblenou. Cuando publiqué Crucigrama intenté llamarle, pero el número ya no funcionaba. Le mandé la invitación, y me la devolvieron. Pregunté a una amiga que se dedica a prensa y tiene todas las direcciones, y me dijo que le había perdido la pista. Busqué en una radio, también en vano.
Más tarde, cuando empecé la campaña del azufaifo, quise buscarle otra vez, recordando que antes de gastrónomo, había sido jardinero. Pero tampoco lo conseguí.
Y anoche su nombre me asaltó desde una pequeña esquela, en El País. No podía ser. Entonces busqué en La Vanguardia y allí sí, salía un pequeño artículo: Muere el periodista y experto gastrónomo Llorenç Torrado, "tras una larga enfermedad". ¿Pero cómo nadie me había avisado?", pensé ridículamente. Y entonces me di cuenta de que los pocos buenos amigos comunes que teníamos están muertos. "Todos los de ese grupo han muerto", pensé. Y aunque eran mayores que yo, más de una década, me sentí como si tuviera mil años, como si a partir de ahora todo fuese urgente e inaplazable, como si el tiempo, que en estos días parece detenido por el silencio de las vacaciones, se hubiera sujeto a la aceleración de Corioli y sólo crecieran las enfermedades y los finales imprevistos.
Sé que se habría alegrado de verme, como siempre. Tengo (y ahora fluyen alborotadamente) unos cuantos recuerdos de él: su casa de Pere IV, la pasta que me hizo la primera vez que fui, con algunas lecciones culinarias básicas. Sus visitas a mi casa de entonces o las reuniones en el Putxet de la época, en casa de su colega más cercano. Junto con aquel amigo radiofónico también famoso, Llorenç formaba parte de un "equipo de rescate" (así lo llamaba él con su autoburla), empeñados en apartarme de las garras de un artista conceptual, que a ellos les parecía vampírico y para mí tenía la fascinación de lo imposible. También recuerdo la declaración que me hizo, en mi casa de la calle Herzegovina, rodeados del dibujo de un mosaico que aún añoro a veces, y de las puertas grises con cristales esmerilados, yo sentada en un sofá de tela mallorquina, preocupada porque tenía que decirle que no, y él de pie, casi diría que divirtiéndose con su despliegue dramático. Y su petición de que no le parase, que le dejase continuar, demostrando que la teatralidad del gesto era para él más importante que el resultado, que los dos sabíamos de antemano.
Los dos amigos radiofónicos intentaron animarme para que hiciera un programa en la radio, y fui a ver a un empresario, pero me desanimé de las dificultades y nunca empecé, a pesar de la fascinación que ese medio me ha producido siempre: el hechizo de hablar sin ser visto ni ver a los oyentes, sin saber si alguien te escucha.
Cómo me arrepiento de no haber sido más tenaz, más obsesiva en mi búsqueda de Llorenç. Nada puede aplazarse. Ya que no he podido hablar con él ni reencontrarle como quería, con la sonrisa cálida y luminosa que siempre me dedicaba (los ojos brillantes, como si supiera muchas más cosas, como si se contuviera para no estallar en carcajadas, y a la vez, con una vaga sombra de melancolía, y su aire algo agitanado, que me recordaba a la canción de Dylan, pero también a un charmant demonio passoliniano), voy a ir al tanatorio, dentro de unas horas, otra vez como una intrusa de otro tiempo, a ver los fragmentos que de él lleven sus amigos o quienes vayan a despedirse.
Plus tard...
El tanatorio de Sancho Dàvila abarrotado de gente desconocida o quizás olvidada. Algunos han hablado, poco, y yo no me he decidido a leer lo que había anotado a toda prisa en el autobús. Sentía que me faltaba algo, algo que se ha ido dibujando mientras estaba allí y veía su foto, y dos últimos escritos suyos. Me preguntaba qué era lo que perdía: la posibilidad de verle, de su escucha libre de amigo, su vitalidad mediterránea, su búsqueda sobria (¿epicúrea?) de los placeres sencillos, y un humor desdramatizador, que no podía ocultar su humanismo. Mi tristeza es la sensación inevitable de que todo eso se acaba, se entierra con él, desaparece en un mundo ignorante, ruidoso y equivocado.
Y también: para mí, la soledad es la falta de interlocutores. La amistad e incluso mis partners son sobre todo eso, más allá de lo físico o intensificados por lo físico, interlocutores con quienes mantener una conversación a través del tiempo. Perderles significa no poder volver a escucharles, a hablar en voz alta ante ellos, a refinar el propio pensamiento con sus miradas y comentarios y reflexiones.
He salido de la fealdad del lugar, he esperado en vano a un autobús que no venía, y he echado a andar por Almogàvers. Al pasar el Parc de l'Estació del Nord me ha adelantado un vigoroso indigente con un enorme carro colorido, con telas estampadas y rayadas, pantalón corto, zapatillas deportivas y coleta. Luego, una joven china intentando abrir un portal con una mano, sujetando en la otra un plato humeante de fideos. Ha aparecido la verde Ciutadella y el rojo Arc de Triomf, que me recuerda siempre a mis viejas postales de la ciudad. Olía a lluvia. He seguido andando y he decidido comer en el Santamaría, en homenaje a Llorenç. Creo que él habría aprobado mi fantasiosa comida, pese a su sobriedad. (He recordado que fue él quien me llevó por primera vez al Pinotxo en la Boqueria, y al Passadís d'en Pep y a tantos otros sitios). Luego he atravesado Princesa y Montcada, cerca del lugar de otra amiga común desaparecida, la tienda Populart, donde en los años setenta organizábamos tertulias con cocina de pobre (gazpachos, tortillas de patatas, ensaladas de lentejas y garbanzos, pan con tomate), y he sentido que flotaba en una mezcla vital y melancólica que parecía el espíritu de Llorenç encarnado en la calle. El Rey de la Magia , la tienda del mago amigo de Brossa, estaba cerrada.

miércoles, 15 de agosto de 2007

Eivissa

Volví de madrugada, tarde, en esa pesadilla de los aeropuertos en agosto, compañías de falso-bajo coste que tratan a los pasajeros como ganado y se sorprenden de las reclamaciones. Soñé que escribía mucho en el blog, soñé las fotos, los comentarios, y me desperté en un barrio desierto, sin ni un solo coche ni vecino, sólo pájaros, pero faltaba un componente muy claro para darme cuenta de que ya no estaba en Ibiza: los grillos.
La banda sonora que me ha acompañado estos días, esa sensación tan inmediata del verano, que todos los días se apaga a un hora precisa, repentinamente, como si hubieran ensayado el fin del concierto. Y envuelta en la tierra roja, campos de algarrobos e higueras, bosques de pinos retorcidos que llegan a las playas, olivos de troncos expandidos, duplicados en anchura, majestuosas sabinas, y según el taxista que me llevó al aeropuerto, algunos azufaifos (uno pequeño en su jardín). Pensé en el comentario de un músico sobre nuestro azufaifo, que coincidía con una vieja impresión mía, y es que la belleza de aquellos campos rojos y de sus árboles tiene siempre esa mezla: humilde y majestuoso.
El viejo payés que me había alquilado la casa hace dos o tres veranos me reconoció en el camino y enseguida me regaló un montón de higos. A sus ochenta y dos sigue en plena forma, levantándose a las cinco para cuidar sus campos ("a mi m'agrada treballar"), con su cultura preecológica, y su lenguaje maravilloso (su hijo cuarentón es ignorante y fofo, no habla como él, ni está en forma, ni trabaja en el campo sino alquilando las casas a los precios desorbitados de allí, un reflejo de la transformación del país, ignorancia adinerada en lugar de oficios bien hechos e ilustración; ese abuelo campesino, de ojos azules, recuerda los tiempos de la República, su hijo nunca debe de haberlo escuchado), un eivissenc lleno de palabras insospechadas, que en aquel verano venía a traernos fruta y mi hijo y yo le preguntábamos para escuchar su lenguaje, lleno de su pasión por la naturaleza. Los higos eran deliciosos, aún calientes del sol.

También iba a comprar verduras y frutas a una mujer de mirada estrábica que tiene una cabaña de chamizo frente a sus huertos, en un camino asfaltado entre pueblos, y todo lo que vende es incomparablemente mejor que lo que se encuentra en Barcelona ("perquè sa terra és bona", dice ella). Una vez le pedí acelgas para hacer una coca de verduras a los de la casa: "Bledes?" me dijo, "no les porto perquè ningú no les vol..." Al día siguiente me trajo tantas acelgas que yo no sabía dónde ponerlas, tuve que llenar la cocina de hojas verdes y tronchos blancos. Y en la tienda de chamizo, de pronto todo el mundo quería comprarlas, y ella se reía, mirando a ese punto misterioso de los estrábicos. "Ara tots volen bledes..." Pero este verano no tenía... "Enguany sa coca la pot fer de pebreres", me sugirió. Y seguí su consejo.

No hacía tiempo. El primer día me fui en bicicleta a un embarcadero lejanísimo, que yo recordaba más cerca, pero cuando salía del agua en mi primer baño, el cielo se oscureció y empezó a gotear. Emprendí el camino de vuelta, y a mitad de la cuesta, la lluvia era ya tormenta y el vestido se me pegaba al cuerpo como un bañador mojado. Me detuve en un margen, al pie de otra higuera, y comí los primeros higos. El agua caía a raudales pero yo miraba a mi alrededor, tanta belleza y la tierra roja y el campo tan oloroso (como en JRJ: "Era mayo y el campo estaba lleno de vida y de pasión...") y sólo podía sonreír interiormente.

He trabajado sin conexión, he andado kilómetros, he recobrado mi antigua afición ciclista, pero la casa estaba llena de gente que impedía mi vida soñada de anacoreta. Y aún así, qué paseos y qué sensación maravillosa de lectura y vacaciones. En otro embarcadero solitario, leí un librito maravilloso de Natalia Ginzburg, el ensayo Serena Cruz o la vera giustizia que me emocionó por afinidad ideológica, por su forma clara y apasionada y por su discurso filosófico que comparto, por su percepción en los años ochenta y su denuncia de lo que predominaría en nuestros tiempos, mucho más que entonces, la ley (el cumplimiento absurdo, irracional, extremista de ciertas leyes) sobre la justicia. Y como ella dice al final del libro, frente al dura lex, sed lex, "ma piú importante della giustizia non esiste niente." Sobreviví a la brutal y al mismo tiempo luminosa colección de relatos de Adam Haslett, You Are Not a Stranger Here, donde la locura, la depresión y los inútiles tratamientos químicos de esos rincones de dolor (frase que robo a mi madre) están en casi todos los personajes, no escapan a ningún cuento, y a veces los arrastran a los peores hoyos, otras producen extraños encuentros y otras sólo una insoportable y melancólica renuncia vital. Dice Jonathan Franzen que nos sentimos más fuertes tras la lectura de esos relatos de Haslett; no sé si me siento más fuerte, pero sí que he sobrevivido.
Y entre la hamaca y un extremo solitario de playa, sobre montañas de algas secas, leí un libro de Mario Rigoni Stern, El sargento en la nieve, bien publicado por Pre-Textos, porque así lo encontré (aunque procuraré buscar más libros de Rigoni en italiano), y me sorprendió. Rigoni se había apuntado a una escuela militar de alpinismo sin sospechar que vendría una guerra y se encontró en el frente ruso y más tarde en un campo de concentración alemán. No hay en este libro ideología partidista. Sólo son chicos de pueblos italianos que luchan contra la osadía y el coraje de los rusos, y la naturaleza, la locura y el delirio de la guerra, y la amistad y la memoria y el dolor están en cada gesto, en las municiones, la nieve, en los sueños de todos y también en su retirada, y en tantas muertes. La escritura es precisa y llena de fulguraciones, de pensamientos acerados, de puro descubrimiento de lo humano, incluso de nostalgia por aquel paisaje ruso y su naturaleza despiadada. Además, me llevé los Cuartetos de Wang Wei, de quien ya he hablado aquí, y una relectura pendiente de Bruno Schulz, Las tiendas de color canela, con esa rara exuberancia del autor, entre la fascinación y la crítica dolorida del padre y la función de la imaginación y los sueños en el mundo de la niñez.

lunes, 6 de agosto de 2007

Cambio de humor radical


Foto: No sé quien es el fotógrafo, pero lo buscaré. Marilyn Monroe, fumando. ¿Le habrán quitado el cigarrillo, en una nueva versión light?

En el mismo día... ¿Qué mecanismo complejo y fácil al mismo tiempo controla mi percepción de las cosas? ¿Acaso mi humor es sólo estúpidamente químico y hormonal? ¿Se trata de la Luna y los fluidos que sus fases afectan, como bien saben los ginecólogos? ¿O bien se puede analizar seriamente el cambio y buscar una causa digna? Planeo para mi vuelta visitar a mi antigua psicoanalista: esas sesiones ocasionales, al cabo de los años, para desentrañar un asunto o desencallar algo, me parecen siempre maravillosas, aunque me gustaría grabarlas para no olvidar sus palabras, apretujadas en ese espacio limitado.
Andar por la calle, donde la humedad cubre el cuerpo como una manta mojada, las tiendas cerradas, una larga excursión a por el periódico, y en cuanto a las cargas de pluma, "tendrá que ir a la plaza Catalunya", luego buscar un ratón óptico para mi portátil, sólo está abierta una tienda gigante y absurda, muy de estos tiempos, donde los vendedores se llaman "comerciales" y hay que hacer siempre cola. Y pese a todo, una especie de hilaridad, de humor alegre, de respiración que se desencadena andando.

Una amiga italiana me manda por youtube una escena de Caro Diario, de Nani Moretti sobre las minorías que me hace reír.

La cuestión es que las mismas perspectivas me parecen completamente distintas: Ibiza, el aeropuerto, las traducciones, el jeroglífico económico que tendré que resolver para poder escribir, los retazos de sueños que me vuelven a la memoria, la añoranza vacacional de mi hijo adolescente, mis escritos, todo ha cambiado aunque sea lo mismo, se fue el vaho, puedo burlarme de las cosas.

En el silencio

Joan Miró, Ballarina, 1925
Silencio de mi barrio desierto, cargado el aire de mis inquietudes, preguntándome por qué una vez más sucumbí a la tentación y compré billetes para cruzar la pesadilla de los aeropuertos de agosto, sin saber si mi fuga acabará siendo en vano y adelantaré el retorno. Ayer crucé los umbrales y entré en el escenario doliente del pasado más remoto, creí que impunemente, pero me equivocaba, y al volver, antes de cruzar la espinosa esquina de la que fue casa de mi padre, pasé junto a la casa de un amigo enfermo y me pregunté cómo estaría. Luego tuve dos llamadas telefónicas, una llena de risas y escritura, desde Torredembarra y otra difícil, desde el pasado que parecía inocuo, con una vaga amenaza final, lo que mi amiga M. diría pasiva-agresiva.
Mi amigo contestó a mi email: dijo que se está muriendo, que ya no podía andar sin ayuda, que había perdido la visión de un ojo por una inyección radiactiva, que prefería no tener visitas, que una simple conversación le agotaba, que un día me llamaría, un día que no necesitase ayuda para andar, un día que tuviera ánimo. Dijo que había vendido su lujoso piso (restos de su antiguo esplendor) a condición de que le dejaran estar allí cinco años, aunque según él, será sólo cuestión de meses. Me gustaría creer que nada de esto es verdad, que él me mintiera por una razón cualquiera, que exagerase, o que los médicos errasen, como cuando en el final de mi padre, mi hijo siempre me decía: "No et preocupis, es curarà, els metges s'equivoquen." O que el personaje del cuento alemán volviese a engañar a la Muerte con su cerveza mágica.
Otra amiga me ha escrito con citas de Rilke y pensamientos inteligentes. El retorno de Cachodepan me devuelve también la sensación de hospitalidad.
Contra mis inquietudes, me he protegido con una lluvia de poetas chinos, gracias naturalmente a V, que me trajo dos antes de irse a su periplo europeo del verano: Wang Wei me lo reservo para el campo ibicenco. No sé si podré irme sin Li Bai, que es mi favorito. Y en cuanto a Li Qingzhao, más moderna (siglo XI), a pesar de que la traducción no me parece comparable (no por las reservas chinas de V., sino por un castellano que no reluce como el de Anne Hélène Suárez, sin duda la mejor. Dice V.: Hay que decirle a Anne Hélène que traduzca a Du Fu, el tercer poeta de la dinastía Tang que nos falta), es maravillosa por su universo femenino en aquella China, por su condición de intelectual mujer, viajera y con las vicisitudes de todos añadidas a la tristeza de su pérdida. Me gusta mucho esa mirada suya sobre los objetos, su vestido de seda, sus flores de ciruelo marchitándose en el pelo, sus velas, todo entrelazado a sus pensamientos e interrogaciones, pero en este momento es demasiado triste.
Hace un calor bochornoso. Un músico ha compuesto ya un tema para nuestro ginjoler, me dice que lo ha hecho deprisa y que a su vuelta de vacaciones lo retomará, y que quería enseñármelo antes. En esa música, con un título que recuerda a los poetas chinos (Crecer en silencio), están en efecto el crecimiento silencioso (como aquel personaje del cuento que apoyaba la oreja en el suelo para oír crecer la hierba) y el flujo líquido de la savia y las grandes dimensiones.
La bailarina de Miró cumple también su función terapéutica.

miércoles, 1 de agosto de 2007

Resonancias internas

Ilustración: Arthur Rackham, Freya and the Cat

Ayer, mientras andaba hacia un encuentro con dos amigos, hacia abajo del Eixample, con esa sensación tan agradable de llevar botas (sandalias) de siete leguas en los pies, entre Hermes y el famoso Gato, una sensación placentera de recorrer la ciudad que sólo se produce a partir de s'hora baixa (cae el sol y decae temporalmente el ruido), iba meditando sobre mi tristeza post-no-beca, me preguntaba por qué esa noticia me había tocado tanto, y comprendí que se trataba de un sentimiento de orfandad, como cuando comprobé que mi padre me había abandonado materialmente, o que (mucho antes), no había tenido valor para defenderme del todo, y había preferido huir, no ver, no saber lo que ocurría cuando él no estaba. Una parte de mí aún lleva interiorizada la falta de fe y cree necesitar aún ese apoyo paternal-estatal-institucional-editorial, que alguien me restituyera la fe que me falta, que alguien demostrara con un gesto material que mi proyecto valía. Mientras fui estudiante, los exámenes me gustaban secretamente. No estaba bien decirlo, pero para mí siempre fueron una consolación, me demostraban mi valor con indicadores numéricos y siempre era una fuente de gratificación. Mi desconsuelo, al ver que no ocurre lo mismo con las becas, con esos rechazos para mí extraños e incomprensibles, precisamente porque se hacen eco de mis voces negativas internas (la mirada desaprobadora de mi familia en la infancia, que me llevó a asumir una culpa y un castigo crónicos sin saber nunca por qué o cómo podía ser yo culpable de un accidente ocurrido mientras yo estaba aún en el vientre materno, y sin embargo, la acusación era unánime: yo era culpable y todos tenían derecho a atacarme impunemente; por eso años después pude reconocer como mía la atmósfera del Castillo), ese desconsuelo me hace detectar una parte de mí, pequeña y oculta, que aún exige una compensación, un empuje, que no se resigna a su perenne orfandad, que se obstina en no tomar del todo las riendas. Racionalmente sé que sólo si logro recoger a esa parte pequeña e integrarla en mi voluntad de hacer, podré acabar mi libro balcánico y seguir con mis otros proyectos, aunque sea a costa de más sacrificios materiales o de renunciar a este blog. Si en septiembre no logro ponerme a buscar patrocinadores, colaboradores afines, del mundo editorial o arbóreo, que acepten poner banners, y no los encuentro, abandonaré el blog, los blogs, y procuraré dedicar este tiempo a mis proyectos. Es mi decisión de hoy, aunque no sea irrevocable. Dijo Sir Vidia que llevar un diario siempre es un error para un escritor. Aunque hay magníficos escritores de diarios. Y hay que ponerse propósitos, aunque luego, como ocurre con Tolstoi, los diarios sean también enumeraciones de propósitos siempre incumplidos (en su caso de juicios severos e injustos, a la vista de lo que escribió).
Y ahora vuelvo a traducir, que estos días me resulta mucho más áspero, aburrido, saturador. Traducir es jugar con lengua, resolver un jeroglífico a veces, investigar y buscar, pulir las palabras y todo eso me gusta mucho, pero estoy ya cansada de decir lo que quieren decir otros, de vehicular sus ideas y de no tener tiempo ni espacio ni dinero para las mías. Y de las dificultades económicas que supone esa falta de reconocimiento a los traductores que caracteriza este país. Donde a un diseñador gráfico se le paga sin pestañear veinte veces lo que a un traductor, al que se le regatea. Donde hay que soportar no sólo que una institución pública congele las tarifas desde el año 2000, sino también que las bajen con el subterfugio del cómputo de caracteres. Y donde si alguien se queja se convierte en persona non grata. Donde pocos interlocutores pueden valorar el trabajo de búsqueda y corrección de los propios textos originales (a veces muy mal escritos, entregados sin corregir, descuidados, pero reconocidos y mejor pagados). O en cualquier caso, pocos agradecen o se dan cuenta del valor de ese trabajo, que exige saber de todo y buscar muchísimo, pero no resisten el impulso de presionar y presionar, y pagan a noventa o ciento veinte días, obligándonos a auténticas cabriolas para pagar simplemente el alquiler y el seguro de autónomos. (Curiosamente, un comentarista blogger vino ayer a mi otro blog, a decirme en tono amable, que nada me será dado y que sólo vale el esfuerzo. ¡Por si acaso yo lo estaba olvidando!). Por todas estas cosas, porque glamour ya no viene de grammar, es importante seguir con lo mío, aunque sólo pueda contar con mi propio apoyo y ese sea el primero y curiosamente el más difícil de recabar.
Matización posterior
Ciertamente, no puedo echar la culpa a esta ciudad de Dogville, a este desierto donde vivo, de lo que sin duda son mis propios errores, a mis hándicaps antiguos, a mi defectuosa niñez, a la mala suerte de haber nacido en una familia antihospitalaria. Todo eso, como en aquellas concatenaciones de malos tratos e infortunios que convertían al niño creado por Carson McCullers en un salvaje, está ahí, me llevó a equivocar los caminos, o a elegir siempre los más difíciles y sólo sirve como material de análisis, para separarlo con pinzas y aprender a vivir con ello. O también para ofrecerme a veces momentos de gran felicidad, de alegría inexplicable, de agradecimiento por poder comprender, por lograr cosas que parecían (al menos a mis ojos) imposibles.