jueves, 31 de mayo de 2012

Feria del Libro de Madrid



Foto: Fernando Gaona, Retrato doméstico, 2012



Si todo va bien, estaré firmando el sábado 2 de junio, 
Caseta 207, Librería La Central
de 12 a 14h, 
En La Central aparece ya en undécimo puesto de los más vendidos de ficción en castellano.
Si están por Madrid, lectores invisibles, mi caseta es de sombra... La entrada mejor al Retiro es la de Menéndez y Pelayo...


lunes, 28 de mayo de 2012

Una lectora

Foto: I.N. Planta epifita en un balcón, 2011


Que fue mi mejor amiga en el colegio y que reapareció hace poco, en una ciudad del Sur, me escribe sobre Mis postales de Barcelona

Por fin llegaron tus Postales. Esta mañana he vuelto de un congreso fuera y me las he encontrado ahí, encima de mi mesa, esperando a que les hincase el diente. He empezado a leerlas inmediatamente, sabiendo que tendría que dejarlas a mediodía porque he de preparar mi intervención de mañana ante la asamblea de estudiantes en paro académico (¡15 días de paro convocado por ellos contra el wertazo!).
Te escribo, pues, a mitad de lectura. Pensaba esperar a terminarlo, pero tengo ganas de decirte ya cómo he disfrutado de esa habilidad tan tuya de conjugar los elementos más inesperados para construir un mundo en un plis-plas. Dice mi denostado Vargas Llosa (cuya pluma ha resistido a una evolución personal a mi juicio odiosa) que saber escribir ficción es saber llevar al lector “a vivir vicariamente experiencias que la ficción vuelve nuestras”, liberarlo de “la atroz dicotomía de tener una sola vida y los deseos y fantasías de desear mil”. Está claro que tú sabes crear esa ilusión.
Me están gustando especialmente las descripciones de espacios, sobre todo cuando bullen de objetos (“los objetos retienen la magia de lo sentido”, sí, y la evocación que haces de ellos transmite esa magia) o de personas, o cuando lo humano se mezcla y se confunde de alguna manera con lo no humano: “Populart”, “Nausica”, “Hay balcones”... Me parece que es ahí -en el tratamiento de lo no humano o de lo humano mezclado con lo no humano- donde tus asociaciones son más fulgurantes y tus imágenes tienen mayor carga evocativa.  A veces, me haces pensar en la magia de las enumeraciones surrealistas, aunque tus descripciones no tengan nada de surrealistas y recuerden más bien las pinceladas de un impresionismo condensado y “austerizado”.
¡Qué placer con “El viejo Zeleste”! El ritmo de tus frases me recuerda el del piano de Tete Montoliu, tanto en el sentido sonoro como en cuanto a la sucesión de imágenes. Consigues reproducir la densidad de ese flujo de impresiones restallantes, que se hacían puntualmente ligeras sólo para hacer más perceptible la gravedad que seguía. Fantástica la evocación que has logrado con esa maniobra de prestidigitación sinestésica. ¡Me ha hecho aterrizar en pleno local desde una distancia de 40 años! Y luego esa ola de rabia y de nostalgia llevándose en un abrir y cerrar de ojos (“la forme d'une ville / Change plus vite, hélas! que le coeur d'un mortel”) toda esa arquitectura de luces, acordes, pócimas, humo y objetos disparatados que habías construido. Me muero de ganas de pasárselo a mi hijo barcelonés, que está infectado por la misma rabia aun sin haber podido conocer ni el Zeleste ni la Barcelona en que encajaba.
“El barranco” me ha emocionado. Ha sido un viaje de vuelta al curso 1967-1968, la única época de mi vida en la que he tratado de llevar un diario. De hecho, allí está el episodio, quizás hasta con foto incluida.
Ah, sobre tu nota nº 3. Según Corominas, “el catalán camosa o camosina” corresponde al castellano camuesa, “variedad de manzana, caracterizada por su gusto dulce y aromático, carente de acidez”, y la camuesa tiene una larga tradición en la poesía española.
Para Lope era, como para tu vecina Helena, una piel dorada con reflejos encarnados:
La roja y aurea hespérida camuesa 
en un principio del dragón guardaba
 (Jerusalén conquistada, libro XVI)
(Álvaro Cunqueiro cita estos versos en su Cocina gallega).
Para Góngora, en cambio, la piel de la camuesa es amarilla como la de la “manzana golden”. Tu vecina no podía imaginarse esto:
la opilada
 camuesa, que el color pierde amarillo
 en tomando el acero del cuchillo.
Vuelvo a escribirte cuando pueda retomar las postales.
Un beso.
A.R.

sábado, 26 de mayo de 2012

Días difíciles

Foto: I.N., Autorretrato como
Unos buenos amigos me invitaron a pasar el fin de semana a una casa preciosa en Cadaqués, por encima de una preciosa cala, donde todas las mañanas se bañan antes de que nadie aparezca en un mar solitario y brillante que parece recién formado de manantiales purísimos. Se ofrecían a cuidarme y me tentaba el recuerdo de ese lugar radiante y aún salvaje, pero tuve que decir que no, porque mi malestar me vuelve huidiza y sólo quisiera esconderme con Rufus. La Belle Elaine me propuso su campo, con el argumento de que es plano y no abrupto como Cadaqués, más adecuado para mi baja forma, según su lógica, pero también dije que no, por la misma razón. Y Anne me invitó a una cena informal, pero también tuve que rehusar, aunque me gustaba imaginarme encontrándome bien y tomando deliciosas aceitunas francesas entre aquellos bonitos balcones y acompañados de libros chinos.
Pasé una mala noche. A las tres, desesperada, fui a sentarme al sofá de la sala. Rufus, que estaba enfrente, me vio enseguida, se instaló muy pegado a mí y con la vibración de su ronroneo acabé por dormirme. Lo difícil era volver a mi cama. A las ocho estaba de nuevo en pie, en plena crisis, y alguna de las llamadas de mantenimiento me pilló in fraganti. Luego recobré la paciencia, me propuse un plan de acción para la semana siguiente, la homeópata me mandó un nuevo medicamento para mañana, me instalé en la esterilla de yoga a hacer algunos ejercicios y Rufus vino enseguida a mi lado. He salido a la calle dos veces, vacilante, envidiando a la gente que corre, que anda deprisa, que se ríe saludablemente. He visto en Arte una buceadora que investigaba los efectos de la brutal contaminación sonora en las ballenas y me parecía tan lejano poder nadar y agitar los pies en el agua. Cuando estamos sanos no nos damos cuenta de la suerte inmensa de poder hacer todas esas cosas, de respirar sin que nada duela, de moverse y bailar. Una tarde alguien me mandó una canción maravillosa y bailé un poco con mi dolor, de forma casi imposible.
He bajado a tirar la basura, muy despacio. Había un hombre con mochila rebuscando en los contenedores. Cuántos más habrá si siguen con la misma política de robo a gran escala (Bankia), corrupción completa, agujeros y paraísos fiscales, impunidad absoluta y recortes salvajes sobre todo lo necesario y social. Intento ver todo eso desde la distancia, para no dejar que me haga daño, porque ahora tengo que economizar energías.
Los amigos me llaman y mandan mensajes para saber cómo estoy o para proponerme planes que me gustarían si yo estuviera en mi self de siempre. 
A veces siento que me voy reduciendo como el germánico Gaspar de la sopa (que en la versión inglesa se llama Augustus). Por cierto que el otro día les hablé a mis alumnos de Der Stuwwelpeter, vía Adorno y Benjamin, y tengo que mandarles el link de esos cuentos de terror decimonónico que resumen una extraña y violenta idea de la educación por el miedo. A mí también podrían habérmelos contado en mi infancia, habrían sido coherentes, pero preferían la acción directa. He intentado también ver todo aquello autrement, como una parte de mi proceso de cambio. Procuro tener paciencia, hacer mis ejercicios, buscar la manera de curarme, pero el agotamiento me arrastra a veces. A las cuatro me he dormido veinte minutos justos, en el sofá, y me ha despertado una niña lejana que cantaba ociosamente una canción inventada olalayaolalaya oh oh...
Parece que La plaza del azufaifo se va a publicar en francés, aunque de momento sólo en versión digital. La place au jujubier. Traducido por Mélanie Gros-Balthazard.
Ayer estuve leyendo para el curso del martes, completamente arrebatada (lo contaré después de la clase del martes), pero luego empezó a intensificarse tanto el malestar que aún no he podido pasar mis notas. Mañana. Me recuerdo a Katherine Mansfield, con todos aquellos cuentos que se agolpaban en su mente y ella posponía al día siguiente por su cansancio y su debilidad física. Ella llegó a un estoicismo casi místico que yo no sabría compartir... pero algo en mí está cambiando también en mi interior; sería imposible que no fuera así. Dicen que las enfermedades son una oportunidad para cambiar y si así fuera, la clave sería esa carrera contrarreloj para llegar a tiempo.
También pienso en Salvat Papasseit, en la cama, imaginando todo el mundo cotidiano que se pierde (Ara que estic al llit, malalt / estic força content). Todos los días, al oscurecer, me sube una pequeña fiebre, muy pequeña, tal vez un resorte de mi cuerpo, una hipertermia natural, para curarme.
De todas formas es maravilloso el silencio que me envuelve en la ciudad vacía (ahora lo ha roto un perro) y el sol de las mañanas en la hamaca. De haber tenido fuerzas habría ido a por otra hamaca, para poder aprovechar las horas del sol de la tarde, que dan al otro extremo de la casa. Tal vez pronto me recupere, aunque sea un poco. Tal vez vaya mejorando ligeramente con los días que pasen. Tal vez... Continuaré mañana.

domingo, 20 de mayo de 2012

El viento


Foto: I.N., Regalo del gato de Cheshire, que fue mi huésped unos días, 2012
Ha puesto en danza silenciosa a los cipreses de la casa de enfrente. Ha llovido con furia, como en el cuento de Somerset Maugham, pero sólo un momento. He salido a comer con P.R. al Floral Café, y me ha hecho una minientrevista, pero con las preguntas atinadas y precisas que algunas entrevistas más largas no tienen. Por el camino de vuelta nos hemos encontrado a G., que estaba radiante con esa luz extraña de las nubes negras. Mi nuevo malaise -que se originó el viernes, en la tensión y el encuentro del pasado más insidioso- persiste, pero procuro no preocuparme y pensar en su significado simbólico, de esos lazos que tienen que sustituirse, de ese viejo cordón con mi infancia oscura y luminosa al mismo tiempo. P.R. ha vuelto a su novela y se ha sumergido en esa fase feliz en que uno sólo quiere estar allí y todo le suscita nuevas ideas que utilizar en esa mezcla, en cualquier punta de ese tapiz. Yo también descubrí una idea ayer, hablando con la misteriosa Dear Prudence, que debería rescatar para mi novela, uno de esos fogonazos, un pequeño fulgor. 
Fui a ver Un amour de jeunesse y no me gustó tanto como a los dos amigos que venían conmigo. No tenía la ironía ni la capacidad de síntesis ni el ritmo de Rohmer, que ha hablado mucho mejor de esas cosas. Es cierto que los dos personajes estaban bien construidos y que era bonita de ver, con esos silencios de viento del Ardeche y las bajadas al Loire y las escenas hiladas sin rematar. Pero a mí me irritó por algo personal, porque me impacientan un poco esas obcecaciones amorosas de vivir solo a través del otro, de obstinarse en alguien que no puede ser, de sentir que el mundo sólo vale la pena a través de alguien que no quiere estar ahí y se aleja. Me cuesta entenderlo y recordé cómo me dolió ver sufrir a alguien cercano por una razón parecida, sin querer ver que tenía en él todos los recursos y los talentos, desvalorizándose y exponiéndose absurdamente al sufrimiento, a la contemplación casi escatológica, casi pornográfica de la traición en directo. Le dije que fuese a verla, pero no sé si lo hará.
He vuelto a Shakespeare, por una extraña propuesta para octubre, que implicaba elegir a un personaje femenino (pero no me dejaron elegir a Ophelia ni a Gertrude) y después de considerar a Cordelia del Rey Lear, decidí escoger a Desdémona (con su Sancho Panza, esa interesante y pragmática pero también engañada Emilia, ¿pero quién no se engaña en Othello? Shakespeare sabía pescar en una novelita o una pieza mediocre y convertirla en algo grande, distorsionando, reinventando, equilibrando y dejando entrar la profundidad, las complejidades, los juegos de poder y la belleza.
Vuelve a llover, lo que me convierte una vez más en Isabel viendo llover en Macondo, esta vez con fondo de Dear Prudence. Y su frase que anoté para no olvidar.
Rufus sigue durmiendo, despertándose de vez en cuando para sus abluciones. Esta mañana ha venido a despertarme tan cerca que le veía borroso y oía su vibración como la estela de un mantra.
Me gustaría estar escribiendo ya otro libro, pero sólo puedo hacer tentativas de abordaje de una historia que no sé si de verdad deseo contar, y sólo probando puedo averiguarlo. Cómo añoro esa otra fase siguiente, una vez dentro... Si veo que tardo, tal vez me ponga a escribir un viejo cuento que se me quedó pendiente. No sé por qué necesito esos tiempos muertos para que se vaya cociendo algo por dentro o para hacer el trabajo del duelo del libro anterior, o para despedirme de una novela que aún no ha salido al encuentro de los lectores, pero saldrá pronto.
Aún no he acabado la infancia rusa de Sofya Kovalevskaya ni tampoco la Anthropologie de la douleur porque a veces quiero olvidar el dolor y viajar a otra parte, al menos hasta que acabe el dolor físico. Tengo que ponerme ya con los libros de mi siguiente clase sobre Correspondencias. ¡Qué fiesta fue la clase sobre Adorno y Benjamin! Yo iba dubitativa porque no había puesto en orden mis notas, pero el talento maravilloso de mis dos protagonistas dio la clase por mí y de qué manera. No me di cuenta del tiempo y la clase pasó las dos horas. Y es que los alumnos son inspiradores.
Alguien me ha dicho que en Altaïr han puesto Mis postales de Barcelona en un lugar destacado. También en Laie la incluyeron en un escaparate de libros recomendados. Me alegró mucho la recomendación de Màrius Serra en su Lecturàlia. En La Central queda preciosa en esa mesa de novedades junto a la escalera. Si todo va bien, el sábado 2 de junio estaré en la CASETA 207 de la Feria del Libro de Madrid de 12 a 14h firmando ejemplares para quienes quieran venir. Ya lo saben, lectores silenciosos madrileños o gente de paso. Por la tarde haré un trayecto desconocido para ver a Dear Prudence y el día antes iré a ver la exposición de mis amigas Isabel y Elena Pan de Soraluce en la galería Fernando Herencia y espero poder conversar con unos cuantos de mis amigos de allí.
Me escribieron indirectamente unas lectoras para interrogarme sobre un libro maravilloso que traduje y sus preguntas me hicieron pensar que hay gente que lee extrañamente: parece que quisieran entenderlo todo de una forma masticable, saber qué pensaba exactamente el autor cuando escribió cada palabra, pero yo no imagino una literatura sin enigmas ni misterio. Como si la belleza no estuviera justamente en esos interrogantes, en esos enigmas, en esos finales abiertos, en las zonas de sombra del propio autor, que logró ser popular en un país donde la gente sí acepta los misterios y las paradojas, o donde saben que lo poético puede tener una función decisiva en lo literario. Si no, ¿qué sería Quanta, quanta guerra de Mercè Rodoreda, por ejemplo, o incluso El carrer de les Camèlies? Sin ese ingrediente poético y surreal, esos libros no serían lo que son. Esas lectoras no apreciarían la magia fragmentaria y minúscula del universo benjaminiano, esa Infancia en Berlín, por ejemplo, esas bolas de cristal con ciudades donde nieva al agitarlas, Rosebud, que según Adorno tanto gustaban a Walter Benjamin.
Pienso en curarme contra el miedo ajeno y las sentencias médicas, pienso en esos momentos de dolor como en un proceso, pienso en los sueños más oscuros que tendrán que quedar atrás. Tout cela sera balayé, escribió Gide.
Ha salido el sol y el cielo se ve completamente azul, casi Mondrian, o Matisse. No he contado aquí (¿o tal vez sí?) que G. y yo asistimos a un concierto libre, experimental y maravilloso de nuestro mirlo. Se había apostado en un lugar invisible, bien alto, y convertía el patio de la cocina en un bosque oriental.

martes, 15 de mayo de 2012

Lectores y pájaros


Foto: I.N. El barranco, 2012
Es difícil imaginar lo que sería la escritura sin el feed-back de los lectores. Y por otra parte, qué desconcertante es comprobar a veces la forma tan distinta de leer, esa idea de Proust de que cada uno lee un libro distinto, puesto que pone la lupa (les verres grossissants de l'opticien de Combray) en un lugar distinto, por su pura historia y subjetividad, y no presta atención a lo demás. Cuando publiqué mi primer libro de relatos, Crucigrama, una lectora-editora me dijo que se había destornillado de risa con ellos y que había descubierto mi sentido del humor, mientras que mi vecino escritor me dijo que le habían parecido bien escritos pero tremendamente pesimistas y tan sombríos que no podía con ellos. Un escritor me dijo que eran robinsonianos y otro que la frase final del primer cuento encerraba una maravillosa parodia de Shakespeare mientras que para otro esa misma frase era una herejía. Fueron mis primeros descubrimientos sobre los lectores. No siempre los críticos son los mejores lectores, puesto que ellos también son subjetivos y a veces nos leen con poca atención o bien se despiertan en ellos ecos furiosos o bien nos comprenden incluso mejor que nosotros (aunque eso ocurre más con otros escritores que nos leen autrement) y eso es una rara felicidad difícil de explicar.
Pero hay comentarios de lectores que producen la misma rara felicidad: sentirse entendido y dicho con otras palabras es algo especial. Hoy me ha llegado uno de esos, inesperado, de una lectora avezada que tiene dos cipreses majestuosos en su jardín, tenazmente defendidos en medio de un patio de manzana donde han ido destruyendo uno a uno casi todos los jardincitos de las casas. Gracias a esos cipreses suyos, yo veo y oigo mirlos y contemplo urracas y algunas tardes y mañanas, cuando cesa el estruendo de las obras, el aire se convierte mágicamente en un bosque, a pesar de la extensión del cemento. Por esa razón y por la nieve que cayó y que le quebró una rama, ese ciprés está en mi libro, Mis postales de Barcelona. Su comentario dice así:
Hola Isabel:
He terminado tu libro -último- este fin de semana; la verdad es que lo he empezado y terminado en un día. Me ha gustado una enormidad. Ya que además de estar repleto de lugares conocidos, admirados y destrozados, transmite un amor incondicional a la ciudad perdida, y sin embargo deja lugar a un miedo esperanzado. Soy más pesimista que tú con respecto al ayuntamiento de esta ciudad, mi pesimismo es "unamuniano" con respecto a todo lo español y particularmente en lo referente a ese espíritu "arboricida" de esa corporación. No paro nunca de exclamarme ante tanta falta de árbol en Barcelona y al desprecio que sienten por ellos. La comparo a otras ciudades y siento desazón. Ayer, ayer por ayer, en Muntaner ante la pastelería pasaban dos señoras quejándose de que los árboles atraían a las moscas y ...¡se quejaban con odio haciendo aspavientos y ahuyentándolas! Esa es y será Barcelona. Un beso. Un libro magnifico, desde mi punto de vista de usuaria de los libros, tu mejor libro, no solo por el tema, sino por su construcción y su profundidad. En cuanto a la edad y los agravios que los años nos infligen, cuando te veo sigo pensando que eres una de las mujeres más bellas que he conocido.
Un beso.
Lola M.
Mientras, estas horas son la antesala de una visita médica que me preocupa (mis experiencias con los médicos han sido en los últimos tiempos exclusivamente material de pesadillas), y aprovecho el paréntesis de silencio y pájaros del après-midi, antes de que llegue el momento de irme.
He seguido leyendo a Adorno y a Benjamin y también, en algún descanso, a Sofya Kovalevskaya y los poemas de Wallace Stevens. Qué suerte de lecturas. Estos días ha estado invitado en mi casa un editor amigo de los gatos y hoy se ha llevado el primer capítulo de mi novela aún inédita y me ha mandado un mensaje donde decía que le había parecido "estremecedor" y que quería seguir leyendo. La noche del sábado, en su honor y en un gesto de gran osadía por mi parte considerando mi estado convaleciente, invité a algunos amigos a cenar. Todos trajeron cosas buenísimas y la conversación fue animada y bulliciosa y se fue alargando hasta bien entrada la madrugada. Ayer yo estaba completamente exhausta. Suerte que algo mágico sucede en la noche que nos recupera con el sueño. Aunque en mi sueño de esta mañana navegaba por un mar brillante y transparente, pero estaba lleno de detritos que la gente había arrojado y mi desolación era tan grande como mi sorpresa. Todavía mis sueños están llenos de la carga de lo vivido en estas semanas anteriores y que el malestar físico impide borrar del todo...
El mirlo viene a verme de forma desordenada. Hemos mantenido conversaciones de cerca y de lejos.
Ha pasado un día. Se ha marchado mi huésped de los últimos días con su sonrisa del gato de Cheshire y me ha dejado unas piedras maravillosas y una lámina de un mirlo solitario que parece sonreír con expresión ligeramente burlona. Un helicóptero policial interrumpe el silencio de esta hora luminosa con un zumbido insistente y pesado. Lo he examinado con prismáticos y sí, era negro, siniestro y policial: Pagado por nosotros contra nosotros. Rufus duerme. Fue duro volver a ese mundo estrecho en el que la enfermedad y la salud son vistos de un modo tan fragmentario y sin esperanza, a pesar de que esta vez mi interlocutor era amable, humanista, inteligente y más abierto que el resto de sus colegas. A propósito de la homeopatía dijo que los médicos deberían ser más liberales y abiertos porque lo que no está demostrado hoy puede estarlo mañana y quiso saber cuáles eran los medicamentos homeopáticos que yo tomaba. Y una frase suya posterior, con su sonrisa astuta, me hizo sentir autorizada para seguir mi camino. Y pese a todo me quedé agotada.
Esta mañana mi sueño, en una montaña y unos prados, éramos un grupo de gente y de pronto, uno, sin querer, intentaba apartar el rifle de otro y le descerrajaba varios tiros y luego, furioso, mataba al encargado de la piscina. Antes, un hermano mío (yo no tengo hermanos hombres) se había emparejado con nuestra tía maltratadora y había huido con ella, pese a la oposición del entorno. Y alguien me preguntaba luego: "Y tú, ¿cómo te salvaste de los tiros?" Y yo le contestaba y me veía escenificándolo: "Di un salto mortal y me arrojé a los arbustos".
Voy a mi curso de Correspondencias de hoy con las notas desordenadas, confiando en la intuición de última hora (lo que te venga en el camino, como decía WB) y mi resistencia, en la magia poderosa de Adorno y Benjamin y en mis inteligentes alumnos.
Y aquí pueden escuchar a Màrius Serra sobre Mis postales de Barcelona, en su Lecturàlia (Catalunya Ràdio) y en buena compañía dickensiana.

sábado, 5 de mayo de 2012

Au rebours

Foto: I.N., Formaciones de nubes junto al mar, 2012
Qué difícil resulta a veces llevar la contraria, pensar distinto, cuestionar las cosas, oponerse en lugar de someterse... Qué respuesta tan agresiva y amenazante puede producir en otros, que se sienten cuestionados o que proyectan su propio miedo presionando... Parecería más cómodo no ir a contrapelo, dejarse llevar, y sin embargo, yo no podría hacer lo contrario a lo que siento que debo hacer, lo contrario a lo que creo, lo que no encaja con mi sentido común o mi sentido íntimo, con el mapa que me he hecho de mi cuerpo y mis emociones. Y qué alivio encontrar a los que piensan como yo, a los que comprenden, a los que ofrecen explicaciones para mí plausibles, por muy extravagantes que puedan parecer a los del pensamiento único. Estuve leyendo un texto que me pasó G. de antropología del dolor que explicaba muchas de las cosas que yo he sentido y vivido e intentado en vano explicar a quien no podía entenderme en estas semanas atrás.
Empecé a leer A Russian Childhood de Sofya Kovalevskaya, esa fascinante matemática rusa del siglo XIX, que además fue escritora y que inspiró uno de los mejores relatos de Alice Munro, Too Much Happiness. Entre medio leía un libro de respiración de chakras y uno de otras formas de abordar la medicina y la salud. Y descansaba, con mi enfermero Rufus, que seguía ronroneando a mi lado o poniéndome las patitas blancas en la frente, en ese extraño ritual de gato conectado con lo invisible. He visto unos cielos asombrosos y preciosas formaciones de nubes blancas sobre azul, y he empezado a andar, incluso me he atrevido a coger un autobús.
En el sofá, volvía a esa infancia rusa de una matemática talentosa que tuvo que luchar contra universidades que no permitían estudiar a las mujeres, aunque todos los profesores querían darle clases y discutir con ella sus trabajos. Colega de Poincaré y de otros matemáticos ilustres, resolvió problemas   e hizo aportaciones originales y recibió premios pese a los prejuicios de su tiempo. Suecia le ofreció  la primera plaza de profesora en la Universidad que se concedía internacionalmente a una mujer. Fue la reina de la traducció quien me recomendó esta autobiografía tras la lectura de ese cuento maravilloso de Alice Munro que es "Too Much Happiness", y como sospechaba, encontré en la infancia rusa de Sofya algo doloroso que conocí demasiado bien en la mía, fronteriza.
Hace unos días tuve una experiencia durísima que me devolvió, por su violencia sin razón, inmediatamente a mi infancia, a aquel ¿por qué? que me acosaba entonces. Pasé unos días extraños: mi casa era como la casa de la familia Monster: aquí llovía mientras fuera hacía sol. Fue un indicio muy claro de lo que estaba pasando y a la larga tal vez fuese una lluvia salada liberadora.
Y justo en ese punto qué felicidad leer el artículo de EVM en El País sobre Mis postales de Barcelona, que mi libro estuviera cerca de mi adorada Emily D.,  gracias al caprichoso azar de las lecturas y a los hilos de la escritura de EVM. Mis amigos empezaron a felicitarme cuando yo no había visto nada, aunque había tenido una prefiguración momentánea justo antes, y luego no encontraba la página mientras llegaban más mensajes, entre ellos algunos franceses, admiradores de EVM. Otra vez bailé metafóricamente, como apuntaba un coreógrafo que admiro y que sabe leer los gestos en cadencias secretas y danzantes, autrement. Como la alegría de ver a mi gato manchado en la portada del suplemento Cultura/s de La Vanguardia y mis postales en el interior.
Me han escrito y llamado muchos lectores de Mis postales de Barcelona, que al parecer despierta inmediatamente en cada uno una polvareda de recuerdos propios de la ciudad escamoteada, perdida, transformada.
Y luego he vuelto a esos misterios del dolor sin codificar, a la quietud de la espera, al desconcierto y a la gozosa lectura para preparar mi curso siguiente, que continuaré estos días. Qué conciliación inmediata con la materia de la que quiero hablar. Son días de conversaciones telefónicas, reposo y pillow talk, en los que la presencia de Rufus sigue siendo vital. Mi malaise me impidió ir al campo, pero he ido a comer a la orilla del mar, y abstraída, me he dedicado a escuchar. Hacía mucho viento y el cielo seguía lleno de esas maravillosas, baudelairianas formaciones de nubes (¿O acaso era Adorno? "Hombre con los pies en el suelo u hombre con la cabeza en las nubes, ésa es la alternativa.")
Hace muy poco una mujer experta tiró hábilmente de un hilo de la madeja significante del proceso desencadenado en mi cuerpo y ahora me veo comprometida conmigo misma a continuar mis tentativas para poner en circulación la novela de mi infancia, que había dejado oculta, casi abandonada, en alguna especie de cómodo y oscuro limbo, como si no me fuese la vida en ello. Ahora sé lo que tengo que hacer. Desconozco la manera, no confío en todas mis partes, pero sé que tengo que seguir aquella vieja lección de Esopo, la dentellada del lobo y Dorothy Parker de la que hablé aquí. A contrapelo.

martes, 1 de mayo de 2012

En EL PAÍS, en su Café Perec, Enrique Vila-Matas habla de "Mis postales de Barcelona"



Foto: I.N. Rufus mirando por la ventana, 2012


CAFÉ PEREC


Envidio un bellísimo libro que Isabel Núñez acaba de publicar, Mis postales de Barcelona (Triangle), descripción de un íntimo paisaje urbano, la ciudad que mi generación ha perdido. Leerlo ha sido una experiencia extraña porque llegué a él tras haberme conmovido con Emily Dickinson y El viento comenzó a mecer la hierba (Nórdica) y creía que tardaría en registrar emociones tan altas. Pero no fue así. Quizás mecido por la hierba alta del efecto Dickinson, percibí una continuidad natural entre un libro y otro.
Como si el mar se retirase y mostrara un mar más lejano y al final sólo viéramos la conjetura de series de mares no visitados por las costas. Puede que éste sea el efecto o, mejor dicho, la brisa Dickinson. La íntima inmensidad de la conciencia fue la inquietud más permanente de esta escritora a la que en su ensayo Cajas y marionetas Charles Simic imagina sentada en un cuarto durante interminables horas, con los ojos cerrados, examinando su interior, diciéndose que el hecho mismo de estar consciente ya nos convierte en seres múltiples, divididos.
Hay tantos otros yo dentro de nosotros mismos que el mundo entero viene a visitarnos a nuestra recámara interna, creo que pensaba ella. Qué extraño fue todo, ya no solo Dickinson, sino sus visiones y misterios y pensamientos secretos en días y años de encierro radical en la habitación de su casa con jardín en Amherst.
Y cuántas cajas. Emily Dickinson sabía que todo universo está contenido dentro de otro universo, y pasaba horas abriendo cajas de Pandora. En unas encontraba el terror; en otras el éxtasis; en otras, ciudades donde un día ocurrió algo. Dickinson no podía apartarse de esas cajas. En cada una veía un teatro y en ese teatro todas las siluetas que el yo y el Mundo y el Universo infinito proyectan; veía en cada una de ellas la misma obra, siempre en plena representación, y quizás sólo la escenografía y el vestuario diferían en cada una de las cajas.
Leer El viento comenzó a mecer la hierba (ilustrado por Kike de la Rubia) es comprobar con asombro cómo su autora llega en ocasiones a una última caja, aunque a la larga esta impresión acabe siempre resultando falsa, porque siempre vemos que termina quedando otra por abrir. “Era víctima de un truco como lo somos todos los que deseamos llegar a la verdad de las cosas”, dice Simic al respecto.
Dickinson escribió que no podía estar sola, pues le visitaban multitudes, incontables visitantes que irrumpían en su cuarto. Lo mismo parece ocurrir en Mis postales de Barcelona, donde las almas dolientes de los visitantes toman la forma de paseos erráticos y nos van describiendo un muy personal mundo urbano de teatros y cajas de la memoria que el tiempo ha intentado ir anulando. En esos itinerarios van despertándose fachadas de casas que, aunque sólo sea por su aire exterior, aún permiten soñar: “Imagino que las habitan viejos humanistas con bibliotecas generosas y sillones donde se lee y escucha música celestial. Gente cultivada como hubo en la República, amantes de los libros y las tertulias”. Son las últimas fachadas de la ciudad perdida, estancias iluminadas, donde todavía es posible imaginar una Barcelona que ya no está y que nos recuerda aquello que decía Gil de Biedma: encontrarte que has sobrevivido a la ciudad de tu juventud es una experiencia moderna, bien desconocida en otros tiempos.
A quienes sobrevivimos en rincones que hemos perdido nos queda, por fortuna (quizás sea también el efecto, la brisa Dickinson), un mundo de cajas y marionetas y de puertas siempre abiertas a los incontables visitantes sin ropas ni nombres, sin tiempo ni ciudad: esos fantasmas cuya llegada se nos comunica de un modo bien sutil en el libro de Isabel Núñez, casi desde nuestro propio interior, desde las únicas entrañas donde nada parece todavía haberse derrumbado. Y es que leer Postales de Barcelona es a veces como visitar una ciudad donde un día ocurrió algo.