viernes, 23 de diciembre de 2011

El gimnasio alemán estaba vacío


Foto: I.N., Valveralla, 2011
Todo el mundo debía de estar entregado al frenesí de comidas y compras navideñas. Yo no tenía que comprar ni preparar nada, aunque siento en el aire ese impulso colectivo en el que la gente se junta para beber y evadirse más que nunca (mientras siguen cayendo malas noticias de políticas no sólo injustas sino sobre todo equivocadas, que ahondan más el hundimiento y las heridas del país y lo alejan de la recuperación, y sólo ayudan a banqueros y secuaces), o para despotricar juntos y conspirar. 
Tal vez fuesen las endorfinas o esa borrachera de felicitaciones de gente que normalmente no te desea nada pero que enloquece de espíritu navideño o lucha con Scrooge, pero he salido del gimnasio alemán sintiéndome feliz y con ganas de bailar.
Ayer participé en la presentación de un libro en la Sala de la Caritat de la Biblioteca de Catalunya, que parece un reducto de belleza en medio de la debacle. En las Ramblas han cortado salvajemente plátanos antiguos y los han sustituido por ejemplares enanos que nunca veré crecidos, y esa brutalidad se une a la gran fealdad y el cutrerío de las casetas de feria que han sustituido a los antiguos kioscos de animales. Las luces navideñas tienen esa tara móvil que conecta bien con los vendedores ambulantes y sus horribles gemidos. Todo parece indigno y de mal gusto, chabacano y del peor provincianismo y atravesar esa calle, antes tan bonita y barcelonesa, se convierte en un sufrimiento. Aún queda la Biblioteca y su espacio, el antiguo hospital de 1400, aunque está amenazado: quieren trasladarla. Y es que nuestros políticos no paran de tener ideas terribles, a cuál peor, con tal de sacar dinero para ellos y sus partidos. Supongo que querrán hacer un gran aparcamiento. Tuve que cruzar por la Garduña, donde van a construir -lo cual me parece una salvajada- y el pasillo de uralita olía tan fuertemente a orina que tuve que taparme la nariz. Pobre país primitivo y salvaje, cubierto de hormigón y de buitres dispuestos a lo que sea. El doctor que presentaba el libro conmigo también se explayó críticamente sobre lo que está ocurriendo y habló de la iniciativa que MD nos había mandado a todos, una especie de protesta activa y teatral contra la pista de hielo. Luego quisimos ir a tomar algo y nos costó muchísimo encontrar un lugar.
Era inevitable pensar en la actividad cultural de la Biblioteca estos años, con buena dirección, buen teatro y buenas exposiciones, y en esa extraña costumbre de este país de que todas las instituciones culturales paralicen su gestión y cambien de rumbo con los cambios de gobiernos. En Francia, me recordaba L.O., que siempre sabe lo que ocurre en el resto de Europa, los museos no sustituyen a sus directores porque cambien los políticos, sino sólo cuando terminan sus mandatos. Eso permite avanzar en una dirección coherente y beneficia a la institución. Y no se pone en cuestión su existencia cuando se acaba un mandato, como ocurre ahora con el CCCB: la muerte anunciada del cosmopolitismo cultural.
Toda la semana he tenido comidas y reuniones, algo que para otros es habitual, pero que a mí me  desconcierta, pues necesito mi rutina de silencio y trabajo solitario. De alguna de esas reuniones salí despavorida: me cuesta batallar por lo que me interesa y lucho contra esa inclinación mía al caracoleo, pero contemplar el otro extremo me removió las tripas. Por suerte hubo también encuentros fructíferos e interesantes y también momentos festivos e hilarantes, como una cena china que acabó con ese maravilloso pomelo suave y distinto del nuestro, que se desnuda de su piel blanca y se come como una mandarina gigante. Al salir pensaba ir andando hacia casa para digerir, pero el frío me hizo recular y acepté el ofrecimiento de un amigo de acompañarme. 
Después de tantos sueños apocalípticos, hoy he tenido uno ridículo. He soñado que hacía una prueba con otra gente para entrar en la Nasa, sólo que mi puesto tenía que ver con escribir, no era para ir a la Luna, digamos. El examen era muy fácil, nos puntuábamos unos a otros y me suspendían y cuando iba a preguntar, furiosa, me decían que era por un exceso de peso y yo pensaba: "Pues a mí se me ha olvidado restarles el peso a esos tan gordos". Uno de ellos era un conocido periodista obeso y otros dos no le andaban a la zaga. Otra de las participantes era ex ministra (que a veces, en el sueño, era una vieja amiga mía con un cargo en la tv, la misma que anteayer me mandó un sms diciéndome que me había visto por la calle muy guapa) y salía en los periódicos que la ex ministra me había puesto un 00. Aún perpleja, yo trasladaba de libras a kilos y mi peso era 50 y protestaba ante el funcionario: "Pero no es tanto... Y además mi puesto no es para misiones espaciales, sino para escribir" y el americano me decía: "Para su estatura, sí; en la Nasa somos muy estrictos."
Tengo algunas ideas sobre el significado simbólico del sueño, donde el peso podría trasladarse a otro ámbito menos físico pero no menos material y a las dificultades y a la desigualdad en algunos intercambios. No sé qué significa escribir para la Nasa... La cuestión es que me he reído yo sola esta mañana y luego se lo he contado a G., que se iba en tren con su padre a pasar allí los festejos. Al hombre que escucha sólo podré contárselo el año que viene... Diría que el sueño iba atado a la conversación que tuvimos el mismo jueves. 
Me ha gustado mucho ese libro de Juan Benet del que ya hablé y también he gozado de la lectura de La reina oscuridad de César Cortijo Ballesteros, un poeta lleno de nervio salvaje y luminoso, y ayer empecé Quién es? de Sébastien Doubinsky y tengo conmigo I el món gira de David Cirici y las Tres tormentas de nieve rusas y releer mis correspondencias para el curso, y... 
Rufus no concede importancia a la Navidad. Él sigue ovillado irradiando sus vibraciones de joie féline. Y sin embargo, sarinagara... hay ondas y alteraciones que parecen llegar a todo el mundo. Ayer, mientras me dirigía a la presentación con ese malestar del miedo escénico, hablé por teléfono con la Belle Elaine y ella intentó convencerme de que llamase a un editor esta mañana para proponerle... La Navidad es buen momento, decía ella, y no le faltaba razón y yo sabía por qué lo decía. Pero el editor estaba ocupado y se movía de su despacho y no he podido dar con él... habrá que esperar al año nuevo, o al año chino, o al serbio... 
Un periodista cultural me ha propuesto leer un breve fragmento de mi novela en una serie de vídeos en los que otros escritores leen fragmentos y contestan a preguntas. Será en enero.
También quedé en un café cercano con otro escritor con quien comparto un proyecto y me hizo una segunda propuesta, esta sí, revolucionaria, que acepté. Una famosa escritora me escribía ayer en esa misma dirección. Wait and see. En el mismo café tuve otros encuentros y se me ocurrió una idea. No importa si me equivocaba, para mí es importante luchar contra mi caracoleo, probar esas otras opciones... 
Mi padre murió en diciembre y siempre me siento más huérfana en estas fechas, sobre todo en este momento materialmente difícil, aunque él hubiera abdicado y la imagen de la vendedora de fósforos de Andersen haya sido para mí recurrente en el solsticio de invierno. 
Sin embargo, hay algo que lo contradice todo, incluso esa falta de liquidez, esa imposibilidad de cruzar las fronteras, este estado prisionero, porque yo sé que algo no corresponde, que soy rica en otro lugar...

domingo, 18 de diciembre de 2011

En medio del frenesí navideño


Foto: I.N., Autorretrato matinal de ayer sin más, 2011
El viernes, la Belle Elaine quiso arrastrarme a participar en una segunda presentación de No se lo cuentes a nadie. Yo iba al banquillo, por si alguien se lesionaba, pero acabé improvisando unas palabrejas festivas sobre la correspondencia, después del bonito texto que había hilado la Belle Elaine, y después de las intervenciones de la editora e impulsora del libro, Esmeralda Berbel y de su corresponsal, Lydia Zimmermann, en la bonita librería Les Punxes. Todo con mucho vino que llevamos entre todas. Para acabar, leímos fragmentos diversos de esas cartas y apareció un buen lector de facebook al que sólo conocía virtualmente. Habían venido todos los hombres de la Belle Elaine, y su amiga crítica y productora, el grupo del cine, por así decirlo, y fuimos con ellos en busca de un lugar donde tomar unos pinchos, pero era imposible. Todo estaba atiborrado de cenas navideñas y grupos que querían celebrar frenéticamente las fiestas olvidando la crisis. Al fin, tras una larga peregrinación, acabamos en un bar terrible de cuyo nombre no quiero acordarme, donde nos sirvieron dos botellas de vino pasado y ajerezado y unos pinchos malejos en la ventosa terraza (dentro, la televisión y la iluminación nos habrían provocado una depresión profunda) y acabamos completamente helados. Eso sí, nos reímos muchísimo, incluso con el nombre del bar, e intercambiamos opiniones contundentes de libros y películas.
Ayer no quería salir, pero tuve que pasar un momento por La Central, también llenísima de gente, y allí me encontré a C., que iba cargada de libros, y a J.P., que no compró ninguno pero estuvo hojeando unos cuantos, y volvimos a hablar y hablar y yo acabé llevándome tres que no pensaba quedarme, las tres tormentas de nieve rusas (Pushkin, Tolstói y Chéjov) reunidas, ese ensayo precoz de Beckett sobre Proust (yo no lo había comprado precisamente por su precocidad, pero J.P. me convenció) y ese libro de Simon Leys de La felicidad de los peces. Iba yo leyendo esa maravilla que es Otoño en Madrid hacia 1950 de Juan Benet, donde cuenta las tertulias en casa de los Baroja y sus extravagantes normas y la posición, para Benet insólita, de Baroja respecto de la novela y sus maestros, y también unas clases de matemáticas en casa de profesores excéntricos y refugiados republicanos, algunos recién salidos de la cárcel y desprovistos de sus cátedras, con los apagones, las palmatorias y el frío de la posguerra, y las cenas que su madre organizaba en los rellanos de la escalera para protegerse de los apagones y la verdad es que es una gozada la ironía y el humor negro y la precisión de Benet al contar la atmósfera cutre y terrible de la posguerra, una maravilla.
Antes había conocido a un escritor francés (de ascendencia rusa y americana) muy interesante y amable (del que hablaré aquí cuando le lea), que enseguida se interesó por mis libros porque entiende el castellano y leyéndome en las redes había tenido una intuición. Buscándole, descubrí que había publicado quince novelas en buenas editoriales, en francés y en inglés, y dos de ellas me tentaron. Una la encontré en abebooks por 3 euros (más 5 de transporte) y resultó ser una de las que Eric Bonnargent incluyó en su magnífico Atopia, así que no me había equivocado en mi elección. Esos encuentros son la razón principal para seguir en esa red social, pese al rechazo que me inspira esa visibilidad excesiva que hace sufrir tanto a las parejas adolescentes en lo amoroso y que consiste en ver las relaciones de los otros. Hace poco los inventores de esa red ya anunciaban una opción que consiste en avisar a uno cuando su ex partner "rehace su vida", es decir, cuando aparece fotografiado con otr@; ¡una opción perversa! Alguien me comentaba ayer que esa visibilidad suscita una respuesta inesperada a algunos, que cuando tienen un conflicto o se alejan de uno, no sólo no se apartan discretamente de su entorno, sino que procuran visitar más los muros de sus amigos y familiares en una rivalidad malsana, como venganza o para condenar a ese ex amigo al aislamiento, la expulsión y la pérdida de sus amistades, no las virtuales, sino las reales. Por eso hay que alejarse... Y sin embargo, sarinagara...
Me he pasado la mañana corrigiendo alguna repetición de mi libro de la ciudad, aunque luego he sabido que ya estaba maquetado, y ya veremos qué puede hacerse. Más tarde he intentado hacer algo con mis notas para la presentación del libro Poemes cínics de Santiago Subirats, que tendrá lugar el jueves 22 a las 19h en la Sala de la Caritat de la Biblioteca de Catalunya. Algo me impide todavía tejer mi texto, algo se rebela y el tiempo apremia, pero no pierdo la esperanza. Tal vez en alguno de mis insomnios...
Me ha aliviado que la Defensora del lector de El País hablase de los trolls, continuando con la opinión de una articulista hace unos días. Hay que poner filtros a quienes no saben respetar las mínimas normas de cortesía en periódicos y blogs y sólo vienen a insultar, incapaces de disentir ni de reflexionar como personas, protegidos en un cobarde anonimato.
Anoche Rufus dio un salto descomunal para subir a la mesa por un ángulo fatal, lleno de papeles y libros, de forma que volvió a caer al suelo y arrastró consigo el teléfono, mis gafas, varios lápices y la montaña de libros y papeles. Lo recuperé todo excepto las gafas, que han aparecido esta tarde al fin bajo el radiador. A veces viene a acompañarme y se instala en el almohadón regio que le he colocado a mi lado en la mesa. Otras prefiere el suelo junto a la estufa o su manta de lana de cabra o el lecho circular que heredó de la gata Gilda. Esta madrugada me he despertado a las cinco sin ningún sueño y dudaba si ponerme a buscar citas para mi novela, que extrañamente en mí, sigue desnuda de ellas. Pero me he contenido y me he quedado muy quieta (oía a Rufus deambulando por el pasillo) y aunque han pasado las seis y veinte, he acabado durmiéndome hasta tarde. La semana pasada fue muy agitada para mí: la presentación de La femme visible con Casasses y Vicent Santamaria, una genialidad tras otra, todo lleno de humor daliniano y poder rapsódico, la multitudinaria cena de profesores de l'Escola d'Escriptura y para acabar la presentación de Les Punxes. Y esta semana empieza con una cena china el lunes, una comida conciliábulo editorial el martes (donde en cierta manera se celebra un encuentro autor-editores que yo he contribuido a propiciar y es una alegría), además de una reunión también editorial por la tarde (para mi libro de la ciudad), una sesión exótica en la mañana del miércoles, una cena histórica esa noche y el jueves la presentación de los poemas cínicos, y todo justo antes de navidad. ¿Cómo voy a sobrevivir sin mi pacífica, silenciosa y solitaria rutina? Suerte que no celebro la navidad, sino todo lo contrario... En la cena de l'Escola d'Escriptura estuve hablando de insomnio y de placeres solitarios con tres o cuatro escritoras y nos reímos muchísimo, pero al día siguiente yo estaba en muy mala forma para la presentación. No sé cómo me recompuse mágicamente y espero que esta semana los dioses griegos me concedan ese don. Hoy he tenido dos largas conversaciones telefónicas. Y me ha escrito una amiga de facebook, apasionada pintora y reina de las albercas, que me alegra muchas veces con sus lecturas. 
Yo siempre me iba de viaje en Navidad, pero esta vez, por desgracia, mis restricciones presupuestarias me impiden casi ningún movimiento. Y con toda esa actividad social, sólo pienso en reservarme algunas noches para leer en el sofá con Rufus.

domingo, 11 de diciembre de 2011

Domingo silencioso

Foto: I.N., Rufus, soleado y esponjoso, 2011
Ayer acabé el prólogo de la nouvelle de terror y la reseña para Turia. Luego hice algunos recados y fui andando con T. a ver la película de Mike Leigh, que nos dejó dubitativas. Los actores eran todos magníficos, pero la historia no era redonda como otras suyas, al contrario. Al principio me molestó la idea peregrina que parecía desprenderse de que sólo los que vivían en pareja eran felices mientras que todos los solitarios estaban enfermos de tanta infelicidad. El personaje de la amiga solitaria y acelerada era el más afinado y la actriz hacía su trabajo admirablemente (por un azar compensatorio era la única que no era desagradable de mirar, no tenía una gran barriga ni era fea como todos los demás, que parecían elegidos a propósito). O aquel hombre tan obeso que no podía parar de deglutir comida, bebida o cigarrillos y que se echaba a llorar inesperadamente. Luego apareció un hermano del protagonista tan afectado y paralizado por todo, con la mirada fija, no sólo por el duelo, sino por su incapacidad completa para relacionarse o expresar nada, que la escena se volvió algo mejor, y el hijo de ese hombre, que no podía contener su ira ni su desesperación. Me molestó también la banda sonora, que parecía adherida extrañamente a un silencio necesario. ¿Por qué el director de Vera Drake o de Secretos y mentiras perdería tiempo y dinero en un bodrio así? T. y yo volvimos andando cuando ya era oscuro y por las calles estallaba la alegría histérica del fútbol. No podía evitar pensar en esa capacidad de los habitantes de este país para olvidar lo que está ocurriendo y aceptar todos los recortes y amenazas, todos los abusos y corrupción, todas las desigualdades e injusticias, toda esa pobreza que crece en proporción al latrocinio de una minoría... mientras puedan asistir a esos espectáculos futbolísticos que les hacen olvidar. Ya no les importa vivir en un país con tantísimo paro y donde la dirección de las cosas se vuelve cada vez más contraria al sentido común. Nos anuncian un sueldo mínimo de 400 euros para los jóvenes (se supone que sus padres les darán de comer, sino ¿cómo?) y una reforma del mercado laboral con detalles escalofriantes. Todo lo que, como explica Vicenç Navarro, sólo servirá para hundir más y más al país, mientras leemos los indultos a los hipercorruptos, la ausencia de ningún impuesto para los ricos, y la huida de cualquiera de las medidas que podría rescatar este país del hoyo en que nos han metido. Sólo importa ganar en el fútbol.
Yo había estado leyendo la teoría de un misterioso eslavo que me puso de buen humor, aunque al llegar a casa sentía una inquietud abstracta y generalizada por todo lo que vendría. Sin embargo, he tenido un sueño menos apocalíptico y más sensual que las noches anteriores. Tal vez se debió a un intercambio lúdico-declarativo con el hombre que antes llamaba demasiado. O a los manjares con que nos habían obsequiado a mediodía a G. y a mí, una sensación opulenta que me hizo olvidar la escasez como si ya no fuese tan real. 
Hoy he estado anotando alguna cosa para el libro que presentaré uno de estos días de diciembre, unos poemas morales que ya anunciaré. En El País he leído que una célebre columnista se quejaba con toda la razón de la agresividad de los trolls, esos anónimos salvajes a los que inexplicablemente no filtran en los periódicos. Hace unos días, mientras andaba con AH hacia un anticuario indio, me llamaron de El Punt y han sacado una nota sobre nuestro pobre azufaifo.
Más tarde me he sumido en la corrección y relectura por enésima vez de mi escritura de ficción, intentando eliminar en lo posible un aspecto demasiado explicativo, aunque lo he hecho de nuevo sin esperanza, sin poder ver el fulgor que antes veía, otra vez dominada por las dudas y por expectativas ajenas o por una comparación que confunde.
Ayer me llamó un amigo para preguntarme si creía que a Rufus le molestaría si le llamase también Rufus a un perro que, para celebrar el fin del mundo, acababa de adoptar. El gato Rufus, que dormitaba en ese momento, se alegró de que le consultaran, pero dijo que siendo un perro y no compartiendo su apellido (Rufus de Bengala), no le molestaba nada. Luego se levantó y fue a asomarse peligrosamente a la terraza, pues nunca se ha resignado a que su antigua amante no viva ya en la casa de los vecinos, y se juega la vida intentando superar las barreras que le han puesto para impedir su entrada. Sin embargo, mi amigo cambió de opinión, y ahora se debate entre tres nombres. Rufus se ha pasado un buen rato maullando ante mi puerta esta mañana, pero yo quería dormir más y no recordaba dónde había puesto los únicos tapones que conozco que van bien para los oídos, de modo que seguí durmiendo semiartificialmente con el maullido filtrándose en mi sueño...
Mañana tendré que traducir sin apenas respirar, de modo que necesito esta tarde entera para mi corrección melancólica, aunque disciplinada, sin esperanza ni desesperación, echando mano del espíritu del misterioso eslavo para no caer en el desánimo... ni en el síndrome de Jean Rhys. Y de noche me quedan mis lecturas, sin apenas tiempo: alterno una novelita que gustaba a Proust (para mi curso) con los cuentos que me faltan de Alice Munro.   

jueves, 8 de diciembre de 2011

Mientras


Foto: I.N., Rufus de Bengala, al sol, 2011
Hoy he salido a pasear antes del apocalipsis, para disfrutar de la calma y el sol antes de que mañana seamos expulsados del euro y de que el dinero se devalúe el 40% y nadie pueda sacar lo que tenga en el banco (si es verdad lo que promete M. Castells) y mientras los ricos ya hayan cambiado sus euros por lingotes y divisas o hayan abierto cuentas en Finlandia. He visto a algunos que se resignan al che sarà sarà, muchos simplemente no tenemos nada que salvar e intentamos no imaginar esos escenarios terribles de mis sueños, los periódicos siguen anunciando las peores medidas, las que hunden más a cualquier país (Vicenç Navarro lo explica claramente aquí), he escuchado gente que prefiere culparse y habla en primera persona y gente que prefiere huir o tomárselo con humor mientras pueda.
He estado leyendo una novelita de terror victoriano escrita en los cincuenta que me comprometí a prologar y aún no sé cómo empezaré, cuál será la frase que me arrastre, he seguido preguntándome si tengo algo que decir de un libro de poemas que me pidieron que presentara (esta mañana le dije al poeta que no, pero luego, mientras me duchaba, se me ocurrió una idea), he pasado la mañana corrigiendo lo que ahora escribo, sumida en unas dudas casi metafísicas de las que no sé cómo salir y en un proceso que me hace sentir expuesta a ciertos peligros. Sigo leyendo de forma salteada los cuentos de Alice Munro, y traduciendo textos sobre Dalí. Ayer acompañé a una amiga a la tienda de antigüedades indias de J., que sabe explicar la procedencia, el uso y los mitos que envuelven a cada una de las figuritas. Luego, ella y yo comimos rápidamente y pesé a todo llegué tarde a ver al hombre que escucha, que intentó darme algunas claves para mis dudas de escritura, pero el tiempo corría demasiado. Estuve mirando las sombras de los árboles en algunas fachadas del ensanche. Al pasar por el Arc de triomf lo vi tan airoso y alegre como en mis viejas postales y lamenté no haberlo sacado en mi libro de la ciudad, que por cierto tiene ya avanzado el prólogo ilustrado.
Hoy he dado un corto paseo con C. por la Tamarita, hemos tomado un té por el barrio y al salir había caído una humedad que nos envolvía como un baño de vapor. C. ha escuchado mis problemas de escritura y me ha aventurado distintas posibilidades, con su mentalidad abierta y científica. También hemos hablado del panorama general, naturelich. Ayer tomé otro té con un amigo que piensa en volver a su Buenos Aires. Y le escribí a otro que podría salvarse volviendo au pays gabache, pero se ha empecinado en proseguir su inmersión aquí, para mi perplejidad.
No sé que será de nosotros, pero ha empezado a circular alrededor una fuerte oleada de humor negro. Algunos hablan de comunas, de huertos, de refugios en el campo, otros se niegan a pensar en la cuestión y se abstraen en libros y películas. 
Sé que me estoy ensimismando. Que mi desconcierto me impide seguir aquí, que crece lo que no puedo decir, que... Rufus ha estado ronroneando conmigo en el sofá mientras leía la novelita anglosajona de terror. Todas las noches quiere salir a la terraza a cazar y anoche olvidé volver a abrirle. A las tres de la madrugada me despertaron unos maullidos lejanos. Yo le maldecía entre sueños, pero de pronto me di cuenta de que se había quedado fuera. Por cierto que la gata de mi vecina se cayó del sobreático hasta el patio del colegio que hay al lado y no le pasó nada. La vecina vino a preguntarme, desesperada y yo le dije que en el colegio habían encontrado un gato gris. Su otro gato juega siempre en la terraza sin caerse, pero la gata gris no sé qué hace... Es la tercera vez que cae, "le quedan cuatro vidas", dijo ella. "Ah, cuando son paracaidistas...", le dijo el veterinario.

domingo, 27 de noviembre de 2011

Hace unos días

Foto: I.N., Balcón de Rambla Catalunya, 2011
Escribí, pero no me decidí a acabarlo. Alguien me convenció de que era inútil seguir; es inevitable ser malentendida, pero me agota recibir esa clase de feed-back, además iba creciendo y creciendo todo lo que no podía escribir aquí, así que pasé unos días encerrada en mi concha.
"Yo también querría vivir en un mundo de gatos, como vino a decirme un melancólico visitante del blog hace unos días. He empezado a grabar estos posts con la idea de abandonar el blog, convertirlo en otra cosa, menos personal, donde sólo hablase de libros y películas. Incluso he pensado en despedirme del todo de las redes, pero es pronto aún para eso, aunque si logro mi objetivo lo haré también, sin duda ninguna.
Un pájaro ha venido a interrogarme en esta tarde oscurecida y silenciosa. Rufus sigue ovillado y dormido, siempre feliz. Anoche vino S. y leyó una parte de mi novela inspirada en su personaje. Yo no pensaba que pudiera leer en castellano, pero me dijo que sí y yo la releí en pantalla mientras él leía en papel, preguntándome cuál sería su reacción. Creo que le gustó. Bromeó que ahora él era un personaje de mi libro y estuvo interrogándome sobre otras reacciones. Dijo también que valoraba la escritura y que sabía del riesgo de acercarse a cualquier escritor, puesto que él también escribe. Me contó que se levanta al alba y se baña en el mar solitario todas las mañanas y yo pensé que tal vez esa experiencia suya osada y silenciosa sea responsable de la combinación de fuerza y luminosidad que irradia. Aunque lo demás no sea fácil para él en este momento. Luego, justo antes de irse, dijo algo que me hizo preocuparme de verdad. Más tarde, leyendo A quelle heure passe le train? No podía evitar pensar en su última frase y en el mensaje que recibí después. L'étonnement.
En mi sueño de ayer volvía la amenaza colectiva. El cielo junto al solar del azufaifo (que en el sueño no estaba invadido por esa horrible estructura siniestra y gigante) se llenaba de helicópteros, aviones militares y extrañas naves y yo se lo decía por teléfono al librero de la calle Berlinès, pero me daba cuenta de que él no me creía. Estaban haciendo extrañas maniobras preparatorias para caer sobre el mundo.
Traduzco sobre una exposición rusa para Santa Mònica, donde se habla de viviendas construidas con basura, detritos y materiales de desecho. Traduzco a Maeve Brennan, que enseña cómo se puede llegar más allá de lo triste y tedioso sin esperanza y encontrar ahí un resplandor. Sigo corrigiendo mi novela, aunque sea tarde, pensando en Courbet y sus pinceles en el bolsillo, retocando sus cuadros en el Louvre. Sigo leyendo a la maravillosa Alice Munro: ella sí que merecería el Nobel. Por cierto, qué alegría que Selma Ancira haya recibido el Premio Nacional de Traducción por su trayectoria (yo siento como si hubiese contribuido, pues la propuse hace dos años cuando fui miembro de ese Jurado, a ella y a Anne-Hélène Suárez, que ya recibió el Stendhal y tendría que recibir pronto el Nacional) y Olivia de Miguel por la obra poética de Marianne Moore. La Belle Elaine y yo comentamos el extraño hecho de que por una vez los dos premios hubieran recaído en conocidas nuestras y fuesen tan merecidos. Selma vive literalmente en la Rusia de Marina Tsvietaieva, de Tolstoi, de Pasternak... Ya recibió el Premio Ángel Crespo, pero su pasión rusa y su transferencia casi mágica al castellano tenía que celebrarse por todo lo alto.
Estuve en el Hipermercart, visitando las composiciones de azules, grises y rosáceos de Jean Marc Hild. También estuve en casa de otro amigo escritor y hablamos de la novela familiar y de esos espacios de reflexión como el del hombre que escucha. Y también me preguntó de mis ideas sobre lo que está ocurriendo entre big pharma y los hospitales y sus protocolos. Mi amigo seráfico se fue a París y me traerá mi té chino de una de mis tiendas favoritas del Marais. Yo también me muero por ir a París, pero no puedo. O a la pérfida Albión. Son sueños. Me consuelo con cine y lecturas. Hoy voy a ver ese Freud de Cronenberg. Temo que sea demasiado mixtificado y menos psicoanalítico que su Spider, por ejemplo. Veremos."
Lo bueno de alejarse de las redes, de abandonar esa larga estupefacción de las pantallas, es que permite leer mucho más. Además de dos EVM, estuve con Flann O'Obrien (qué locura de humor surrealista su invento de un aparato de fundir la nieve en un cubo, que en realidad sirve para que cuando un joven de cultura afrancesada recite suspirando el estribillo de Villon Mais où sont les neiges d'antan?, uno le pueda empujar hacia el cubo y decir: ¡Aquí, mentecato!), acabé aquel maravilloso Thomas Mann de la crisis, leí un cuentecito de gemelas de Zweig que parecía casi Isak Dinesen (por desgracia, mucho menos libre, más conservador y misógino) impecablemente traducido por Berta Vías Mahou, seguí hipnotizada por Alice Munro, con un cuento suyo (de una mujer mayor, viuda y enferma de cáncer, que es asaltada por un asesino) que la otra noche me dejó en una sima; se parecía a otro más cruel de Jean Rhys, Sleep It Off, Lady, pero qué perspicacia para entrar en esas épocas en las que creemos estar viviendo en una pesadilla. También descubrí una impensable coincidencia y afinidad en un libro de una autora sólida a la que yo abandoné por el lado fantástico de su literatura. Y empecé a preparar las lecturas necesarias para mi curso. Mi sueño de hoy no tenía que ver con las hecatombes colectivas de este mundo (J. escuchó uno de esos y me dijo, con su humor matinal: "A ver si vas a ser como uno de esos a quienes les salen las llagas de Cristo"; se lo conté a la Belle Elaine y nos reímos mucho subiendo la República Argentina con nocturnidad), aunque conservaba cierta angustia más propia. Un músico que trabaja para Hollywwod me pidió que le mandase algunos de mis sueños de catástrofes y al leerlos me ha hecho una propuesta que tiene su gracia.
Me decepcionó la película de Cronenberg. No contaba lo más interesante de Freud ni de Jung. Ese Freud de Mortensen fuma sus puros, pero apenas dice nada de sus descubrimientos y dudas, sólo los cuatro tópicos de guardián de un movimiento que ahí aparece ridiculizado. En lo que respecta a los desacuerdos de ambos, la película se basa en aquel libro de memorias de Jung que yo leí a los 23 y del que me queda un recuerdo que no quisiera deshacer releyéndolo. Parece como si Cronenberg (tan psicoanalítico en Spider o incluso en EXistenZ) hubiera pretendido sólo ganar dinero, sólo un bonito casting, imágenes sugerentes y un gran vacío; la película se estira y estira con la relación física entre Jung y su paciente (Kira Knightley y su eficaz gestualidad histérica), pero falta contenido y acabé aburriéndome. Tampoco creo que les guste a los junguianos. Eso sí, tuvimos tiempo de conversar la Belle Elaine, P.A. y yo. Tal vez por el vacío de la película, al día siguiente leí sobre esos "príncipes de la locura" psicóticos en A quelle heure passe le train
También tuve ocasión de ver un espectáculo maravilloso en el Institut del Teatre (por cierto, me sobrecogió el inmenso hoyo que el ayuntamiento ha excavado allí para crear otras 400 plazas de parking, Barcelona es ya cada vez más una tapadera de parkings, sin árboles, sólo cemento para coches, las calles hipercontaminadas y ruidosas y las aceras invadidas de motos y bicicletas que no dejan paso para transeúntes; hay motos que circulan en marcha por esas aceras y nos pitan a los peatones para que nos apartemos, y coches que aparcan a diario sobre la acera impunemente; Alguien me habla maravillado de los árboles de Londres, que yo añoro), una versión coreografiada por Moreno Bernardi de La voix humaine de Cocteau/Poulenc bailada por la actriz Mònica Almirall, bajo la tutoría de Raimon Àvila). Es un trabajo denso y sutil, muy terrestre y profundo pero no sin ironía, a veces expresionista, que conmueve; yo me preguntaba cómo lo veían esos jóvenes que no conocen a Cocteau ni la película de la Magnani, ni mucho menos a Poulenc, y es que me pareció que se reían, sin saber que había un drama, por muy tragicómico que sea a veces. 
Me gustó la película de Polanski, muy teatral, muy Yasmina Reza, eficaz en su humor judío, excepto quizás, como dijo la B.E., el papel excesivamente caricaturizado de Jodie Foster. 
Hace sol, es lo único que nos queda, aunque al salir a la calle hay demasiados coches, cemento y ruido. Yo sigo con mis búsquedas y mis interrogaciones, pero cuando ya me tentaba escribir sólo secretamente o sólo editorialmente, algunos amigos escritores en fb me piden que siga, uno de ellos dijo sólo: "Huérfanos de Crucigrama". Su frase me ha hecho volver. On verra bien

lunes, 21 de noviembre de 2011

Han pasado los días

Foto: I.N., Montjuïc, ayer, 2011
Ha llovido mucho en todos los sentidos y yo me encuentro otra vez casi en la antesala del dentista, intentando refugiarme constantemente de todo lo que me pincha del mundo, también en los periódicos y en esos sueños míos que ahora se acercan a la desdicha colectiva, con policía, torturas en una ciudad alemana y explanadas cubiertas de cuerpos durmientes bajo una mortuoria lona negra y yo pensando: No quiero dormir ahí, ¿dónde ir? Intento protegerme leyendo y traduciendo, intento respirar y le pregunto a Rufus, que a veces entierra el morro en mi chal como toda respuesta.
Acabé El viajero más lento de EVM (pensé que tenía una respuesta a la pregunta de por qué Psammético no se conmovió ante la suerte de su familia y sólo se desmoronó cuando reconoció entre los prisioneros a un sirviente viejo y miserable. La respuesta podía ser aquella frase de Thomas Mann de que el infierno es un lugar donde no hay reglas. Es decir, lo que el personaje de Herodoto no pudo soportar fue comprender que reinaba la arbitrariedad y no podía haber salvación sino por puro azar. También pensé, cuando EVM hablaba de la novela abierta, en la última novela de Natsume Soseki, Meyan, Claroscuro, inacabada, y para la que la mayoría de grandes escritores japoneses han escrito un final; y  pensé que efectivamente Sciascia era el mejor rastreador por ese librito emocionante que dedicó a desentrañar sin saber la muerte de Raymond Roussel en el Hotel des Palmes de Sicilia y que yo compré allí; pensé muchas cosas porque ese libro pregunta e interpela y lleva a asociar rápidamente y suscita un loco deseo de escribir siguiendo algunos de los hilos) y empecé enseguida Una vida absolutamente maravillosa. Al mismo tiempo leo a pequeños fragmentos (cuando paso por esa habitación) esa deliciosa nouvelle de crisis de Thomas Mann, Desorden y dolor precoz. Los libros llegan a casa como en una lluvia, como si los editores se pusieran de acuerdo en sus ráfagas: los dos primeros títulos de la nueva editorial Pendragón (Cardumen de Rexina Vega e Impresiones de un tal Teofrasto de George Eliot; ¡se merece toda la suerte!), Los zapatos rojos de Andersen ilustrado en Impedimenta, un pequeño Giono dibujado por Frederic Amat y un estudio de Anna Frank de Francine Prose en Duomo, La noche de Guy de Maupassant también ilustrado en Nórdica, el exquisito y procaz segundo volumen de Jin Ping Mei en Atalanta... Y unos cuentos infantiles de una recién ex ministra que pintan muy bien y que me recomendó un editor en facebook. Si pudiera, si tuviera más espacio donde escribir y más recursos, pasaría los días en el sofá...
MC me dice que ya no puede leer mi blog porque el texto se ve ilegible; he intentado averiguar, pero el misterio persiste. A empezó a mandarme mensajes aterrados una noche y me contestaba como si yo fuera otra persona, como si le estuviera diciendo lo contrario a lo que pienso. No entendí si quería decirme a mí lo que no había osado decirle a otro y me enviaba su irritación y su angustia porque no sabía qué hacer con ellas. Al final aludió a su cansancio y ahí acabó todo. Le conté uno de mis sueños al hombre que escucha: "atacarán pero bailaremos", me dijo como conclusión. Y era verdad, aunque en el siguiente la oscuridad había crecido desproporcionadamente y ahora pienso en aquellos sueños que Adorno tenía durante la Shoah.
Un amigo artista y viajero está escribiendo un alocado prólogo con dibujos para mi libro de Barcelona, el prólogo se va forjando con su barroquismo particular vital e inesperado entre sus viajes y sus momentos paternos y me va mandando ilustraciones y fragmentos. G recién vuelve de Ámsterdam, donde hacía mucho frío y viento y lluvia, pero circulaban en esas bicis sin frenos en el manillar; yo le dije: "Podrías quedarte allí, en un país rico, a salvo", y él se rió. 
En cuanto a mi novela, la considero acabada (aunque a veces siento la tentación de añadir una frase, una pincelada, al estilo de Courbet -¿era Courbet?-, a quien pescaban en el Louvre con los pinceles en el bolsillo, retocando sus cuadros) y a veces me siento feliz, aunque ahora viene ese extraño proceso de desprenderme de ella que esta vez tanto me cuesta. ¿Tendrán que arrancármela, como Diana Athill a Jean Rhys? Fuimos a ver La maleta mexicana la mañana del domingo electoral y no podía evitar pensar con tristeza en qué otro país mejor habría sido éste de haber ganado la guerra. Yo quería volver a ver Miró, necesitaba sus azules, sus payeses, su ironía telúrica, pero había una larga cola en la entrada, así que volveré a una hora más extraña, si puedo. Pero qué luminosa se veía la ciudad desde allí... Apareció Jacqueline, con un amigo que nunca había estado allí arriba y no tenía esa perspectiva de Barcino. ASD me escribió de pronto desde el museo donde nos conocimos y luego encontré un gracioso mensaje suyo en mi teléfono fijo. Y sin embargo, nagara sarinagara... También vi la película -teatral, autoirónica- de Polanski, muy Yasmina Reza, muy de humor judío, muy graciosa, con personajes muy afinados, excepto la excesivamente caricaturesca mujer que interpretaba Jodie Foster. Yo conservaba los ecos más metafísicos, más densos, de Melancholia, de Lars von Trier, es curioso cómo su fin del mundo pudo consolarme de mis visiones negras, pensé que él conocía muy bien la depresión, que sus metáforas -la especie de hojas cayendo, esas lluvias secas, las cuerdas carnosas de grisura que tiran para atrás y obligan a la protagonista a un esfuerzo brutal para avanzar, el abandono y la orfandad, la solitariedad de esa tristeza interna, densa, que encontrará su reflejo en el planeta responsable del fin... Y es que necesito mucho cine y mucha literatura para seguir adelante, para protegerme también. Anoche alguien me consoló sin saberlo, con su pura vitalidad, de las banderas y el estilo rancio que iba llenando la pantalla. 
Traduzco esos cuentos de inmersión en la tristeza irlandesa de Maeve Brennan (para Alfabia), que brillan oscuramente, como joyas palpitantes, y trato de acabar el libro para diciembre. En la calle me he encontrado a un abogado bajo la lluvia, yo buscaba un paraguas para sustituir el mío, roto. Él buscaba un libro de Wislawa Szymborska, me ha dicho que Messi y Szymborska eran ahora su refugio y de lo demás no quería hablar. Acaba de llamarme un poeta amigo de una amiga que quiere que presente su libro en diciembre, justo antes de la fecha fatídica. No sé adónde podría huir yo en Navidad, como no sea al campo cercano, chez des amis. Mi amiga americana me dice que si zozobro con el país, siempre puedo refugiarme en su casa de NY, y me imagino como aquella chica bosnia que conocí en un avión, que logró el dinero del billete en pleno asedio y se fue llevando sólo 20 dólares en el bolsillo y con su bebé en brazos, pero allí, mientras trabajaba dejando al bebé con no sé quién, se enamoró de alguien que acabaría salvándola. Son momentos muy distintos, pero la idea de que podría refugiarme allí, si lograse llegar, se convirtió en una suave coraza luminosa contra lo peor. Y sigue lloviendo y lloviendo...

jueves, 17 de noviembre de 2011

Mientras iba al dentista

Foto: I.N., Rambla Catalunya Gran Via, 2011
Seguía hipnotizada por la lectura de un cuento maravilloso de Alice Munro (Too Much Happiness) sobre la vida de Sofia Kovalevski, matemática y escritora rusa del XIX, amiga de Poincaré y de otros célebres, prestigiosa y premiada y primera mujer profesora en una Universidad (de Estocolmo), un placer prolongado por la lectura de un artículo de Marijke Boucherie en el número 06 de la revista Revisiones que alguien me mandó. Ese cuento no sólo tiene una atmósfera tan mágica como La tormenta de nieve de Tolstói que citaba IM en facebook (tren, nieve y recuerdos que asaltan a la viajera), sino que además habla de las dificultades de las mujeres en ese siglo, de las convulsiones de la revolución, de las relaciones y negociaciones con los hombres (y con qué asombrosa realidad quedan los personajes masculinos que Munro retrata: el revolucionario egoísta y frío, el matemático generoso, pero que ve a Sofía como un sueño suyo, que le pertenece, o ese Maxsim corpulento y poderoso, figura paterna por lo simbólico masculino que nunca se hace cargo de nada, o la niña que lleva a cuestas o ese viajero médico misterioso que dará un giro a su viaje final, o las descripciones del modo de ser de los suecos y los rusos, o esa tristeza de una mujer políglota de no poder hablar en ruso a sus amigos e íntimos, tal vez en el fondo lo que la lleva hacia Maxsim, esa lengua y ese nombre, en otra imposibilidad de volver a casa. Curiosamente, la traductora catalana de ese libro, que también bajo el influjo de ese retrato de la Munro buscó el libro de Kovalevski sobre su infancia rusa (yo lo acabo de encargar), me cuenta que en una reseña a esa edición catalana, el crítico declara que se trata del cuento más flojo de la recopilación, y sin embargo, para mí ese cuento largo, casi una nouvelle, merecería ser editado aparte, porque es tan maravilloso y tiene un influjo poético-filosófico tan fuerte y capaz de revolucionar las ideas del lector que nos hace olvidar o hace palidecer el resto del libro. Marijke Boucherie, en ese artículo magnífico que me hace soñar con poder escribir así crítica literaria -con ese espacio, con esa posibilidad material de investigar y con ese conocimiento suyo, que estoy lejos de alcanzar- conecta la estructura del relato de Munro con uno de los principales descubrimientos matemáticos de Sofia Kovalevski, se centra en esa conexión de la matemática con la poesía y la creación de la que se habla en el relato, y además acaba encontrando un rastro anterior, una prefiguración de la propia Munro en una entrevista de años atrás que daría un significado más a un título que ya es poderoso por su fuerza paródica, por su suave ironía, por el fin de las cosas, un significado asociado además por Boucherie a la felicidad de la ficción.
Aparte de eso, qué borrachera literaria leyendo El viajero más lento de EVM, una especie de fiesta lectora y de humor que me permite abstraerme del horror político y material que me rodea, de la rabia que me da ver cómo destruyen el azufaifo cada vez que paso por delante, y de mantener ciertas esperanzas a pesar de los pisotones. "Si vas leyendo por la calle, no me extraña que te pisen", me dice una voz burlona. No es eso. No me importa leer por la calle cuando me conozco el camino, mirándolo de soslayo. Ya lo dije aquí: un día me crucé con un hombre que también leía y levantó la mano para saludarme, en una complicidad también de soslayo. Me reí sin verle del todo la cara. Estuve a punto de decirle algo más a EVM cuando le vi el otro día (tras una conversación genial entre Gonzalo Suárez y él en un decorado de habitación abigarrada y teatral, en el Romea, presentando la novela El síndrome Albatros y hablando de la relación perversa entre la realidad y la ficción), pero me acordé de aquello que decía Zadie Smith en Cambiar de idea, de que cuando alguien te dice que está leyendo un libro tuyo anterior es como si te dijeran que se han encontrado con tu primo segundo en una ciudad a la que nunca más has vuelto. Y es verdad. Los libros nos abandonan, se alejan de nosotros y yo lo sé porque además de ser lectora, a veces escribo, aunque en mi caso es distinto porque no colecciono críticas y artículos magníficos donde otros hacen literatura utilizando la mía, así que los comentarios podrían incluso consolarme, si el libro no me queda muy lejos (hay algún libro que no reconozco como mío y negaré con ferocidad que tengan ninguna relación con mi mano escritora), de ese silencio a veces atronador de los suplementos de periódicos y revistas, aunque guarde en alguna carpeta imaginaria los comentarios de escritores que sí me han leído. Así que sólo le dije a EVM que lo "malo" de leerle es que sus libros suscitan un deseo aún más grande de dejarlo todo y tirarse al sofá a leer sin tasa. Si pudiera vivir de la crítica, otro gallo me cantara. Pero tengo que traducir a destajo y aún así, tal como están las cosas, si no me llega un boleto premiado, tampoco podré seguir. Así que me despido aquí, por el momento...

sábado, 12 de noviembre de 2011

Ayer

Foto: I.N., Rufus de Bengala, 2011
Estuve corrigiendo mi libro de la ciudad, que saldrá en 2012, quitándole lo que no le pertenece y había ido a parar allí por error, apropiación o desorden, porque era de mi novela, de un cuento, de ninguna parte. Descubrí que podía eliminar algunas imágenes, como sugería el editor, sin que el texto perdiera nada, al contrario, es como si adquiriese cierto valor más propio. Luego salí, tuve que hacer recados, ver gente, y al volver, en un repentino ataque de cansancio y de frío tras los acontecimientos de la tarde renuncié a ir al cine, me arrebujé en el sofá y Rufus se sumió en un sueño más profundo que nunca: a juzgar por su respiración parecía ahondar más y más en su sueño, con la cara enterrada en ese chal lanoso mío que tanto le inspira, y me puse a escuchar una emisión de France Culture que me había recomendado V. y que hablaba (metafóricamente) de mí, hablaba de mí con la voz de Anne Dufourmantelle y de Laure Adler y de Marguerite Duras y también de Virginia Woolf. Tanto hablaba de mí que me produjo casi un shock y comprendí aún más porqué me dolía. Hablaban del lugar de la madre como un paisaje, un mundo del que venimos, de la preferencia de la madre de Duras por el hermano (que ella ya no sabía si había sido tal como ella la había vivido), que la había llevado a ella a ese exilio desde el cual escribir, hacer algo que para su madre no existía (el arte, la literatura), se había convertido en el apoyo de su escritura. Hablaba de esa condición del escritor de Caronte, de pasante de los muertos y las palabras (morts, mots) al lado de la vida, una tarea no sin riesgo (Virginia con sus piedras), una tarea ardua y agotadora pero también gozosa. Y a mí me caían lágrimas metafóricas, en mi agotamiento y en la descripción de mi trayectoria, de mis incertidumbres, de la estela que he arrastrado siempre de preguntas y alejamiento... Hablaba de la rara sensibilidad que permite esa función, de ir a contrapelo de lo trillado, de acercarse al deseo y a la libertad, de alejarse de la certeza, de la imagen que nos han dado o nos hemos dado de nosotros, de llevar la pregunta a esa otra escucha, de que las ideas nos visitan y tenemos que poder escucharlas... Y qué maravilla de programas de radio y de voces y de espacios de interrogación. 
Ahora sí siento que he acabado la novela (quién sabe si es eso lo que también me disturba, lo que no puedo digerir, lo que retengo y fermenta y duele. Cierto pavor de publicarla y de lo que supone (ayer mi amiga M. me decía que el efecto sería justamente el contrario al que temo) o el miedo a haber agotado con ella la fuente de mi escritura o a acercarme a algo que no quiero nombrar.
Mientras andaba por la calle, descubrí otra posible causa física que podría estar agravando mi malestar y si fuera así, podría mejorar en los próximos días. Anteayer mi malestar estomacal me dio un mal humor terrible, justo antes de caer en la melancolía. Me di cuenta, alarmada, cuando descubrí que había matado una mosca. Llevaba toda la mañana rondada con dos moscardas, trabajando dolorida y sin lograr espantarlas. Y de pronto, en lugar de ahuyentarla me descubrí, maligna y furiosa y antizen, matándola con el periódico. Yo procuro no matar a ningún bicho y era una mosca grande y bien bonita y me sentí fatal. Hoy he tenido un sueño...
La otra noche fui a ver a Moreno Bernardi en ese espectáculo multifacético de Pep Tosar en el Maldà, un montaje sobre el retrato y los poemas de Damià Huguet, personaje insólito, fabricante de vigas de hormigón, poeta, crítico de cine, fotógrafo, pintor y escultor, desconocido... Con un buen guitarrista y una cantante de bonita voz (aunque el volumen era quizás excesivo para ese espacio tan pequeño y delicado), Tosar decía muy bien los poemas (a mí me resultaba difícil seguir a los mallorquines que hablaban en el vídeo, se me escapaban palabras, sobre todo al principio) y Moreno bailaba como un gentleman, una coreografía libre, poética y vital que representara al personaje, a ratos con una herramienta suya, con una elegancia y una delicadeza que parecía borrar cualquier atisbo de esfuerzo, aunque cuando se tendió con la cabeza en el regazo de la cantante, en una repentina Pietà, se le veía sudar a mares, ya descamisado... Y luego nos fuimos a cenar y mágicamente se desvanecieron todos mis problemas digestivos, como ya me había ocurrido en la cena del nuevo proyecto de Xoroi, el librero de la calle Berlinès, que está en vías de transformación en algo muy necesario y esperanzador para esta ciudad desnortada y falta de análisis.
Hace un rato iba yo andando por la calle y ha empezado a llover con fuerza. En Balmes he esperado en vano al autobús, mientras los coches aceleraban y se acercaban a la acera, salpicando cada vez más a los transeúntes. Ésta es la única ciudad europea donde los conductores nunca reducen la velocidad, sino que parecen acelerar a la vista de un peatón cuando llueve y hay charcos en el suelo. Tal vez vuelven a la infancia y juegan a salpicar, como niños en los charcos, pero resulta algo violento. Es este país salvaje que decía Espriu (Oh, que cansat estic de la meva/ covarda, vella, tan salvatge terra, /i com m’agradaria d’allunyar-me’n, / nord enllà), que nunca se ha humanizado, al pasar de una larga y brutal dictadura al silencio, la impunidad y la deseducación. Un columnista cineasta madrileño ironizaba el otro día en El País con gran ligereza sobre los juicios en Argentina a los responsables de las atrocidades y me dieron ganas de protestar. Yo admiro esa capacidad de Argentina de aclarar su pasado y hacer justicia. La gente que se burla de eso viniendo de este pobre país salvaje, sin salud mental ninguna, con la carga de todo lo impune y violento enterrado y la banalidad zafia a la que lleva ese silencio, es que no sabe nada. Como los que salpican desde los coches, pensando sólo en su comida o su parking y tan orgullosos de su vehículo rugiente. Al final me ha rescatado un taxista joven, que llevaba la calefacción puesta, y aunque no hacía frío, la perneras empapadas de mis pantalones rojos pedían ese calorcillo.
Al llegar a casa he encontrado a Rufus echado frente al espejo, como si mirándose se consolara de su soledad. O como si intentara recordar quién es o se preguntara por los misterios de la identidad. Claro que ayer escuchó conmigo el programa de France Culture... Rufus me hace mucha más compañía cuando me encuentro mal. Se pega a mí y me acuna con ese ronroneo misterioso...
He estado leyendo una nouvelle deliciosa e inteligente de Thomas Mann, Desorden y dolor precoz, que habla de otros tiempos de crisis y de la excentricidad y la resistencia de una familia y su locura, que a ratos hace pensar en Fanny y Alexander, y he acabado Atopia, petit observatoire de littérature décalée de Eric Bonnargent, que me ha gustado mucho (excepto la página 243), por su manera bolañiana de contar los escritores, esa especie de bartlebys entre los que está EVM, e incluso dos novelas que no me convencieron ganan muchísimo contadas por él, con esa narrativa suya del mundo y sus habitantes escritores desencajados, donde mezcla ironía y hondura de una forma ligera muy particular y sutil. Me he traído dos libros más de EVM del librero de la calle Berlinès, El viaje vertical y Una vida absolutamente maravillosa. Lo malo de EVM y de Bonnargent es que el deseo de leer esto y aquello se multiplica y yo querría vivir en el sofá o viajar en un tren silencioso o tumbarme en una hamaca siempre leyendo. También me atraen de Atopia sus criterios para distinguir los lectores (también él sigue la maravillosa descripción de Edith Wharton en El vicio de la lectura)y para distinguir la literatura de todo aquello que no lo es, pero que también está en las librerías. 

lunes, 7 de noviembre de 2011

Maeve Brennan en el Diario de Sevilla




JOAQUÍN PÉREZ AZAÚSTRE 
 07.11.2011 

HE visto a Maeve Brennan frente a un escaparate de Manhattan. La he visto dibujar un perfil anguloso con su delicadeza, el mentón detenido bajo el labio de quietud sugestiva, el pelo recogido y ajustado hacia atrás, las manos enlazadas delante del vestido, sosteniendo el sombrero con el lazo en la cinta. Hemos visto todos, una vez al menos, a esta chica esbelta, principesca y menuda, con el resto irlandés en la melancolía bajo los ojos y una puerilidad atractiva en los rasgos de cisne mucho más urbano que Grace Kelly. Así, uno imagina a Grace Kelly de muchas maneras, pero nunca embobada al otro lado del escaparate donde espejean los sueños de una joya. Sin embargo, si uno piensa en un cruce entre Dorothy Parker, o también una Zelda Zayre algo más cuerda -algo que hoy parece demasiado difícil, incluso a Woody Allen- y la Holly Golightly de Desayuno en Tiffany's, podríamos encontrar a Maeve Brennan.

Su llegada a España, en forma de cronista de aquel Nueva York desmesurado, deprimido aún pero dispuesto a la alegría de la frivolidad con cierta intensidad en los brillos, también tiene nombre de mujer: hace diez años, Isabel Núñez buscaba en las estanterías de Strand, en plena Gran Manzana, un libro para una amiga. Entonces se encontró, por casualidad -como suele ocurrir, siempre, en las librerías de segunda mano- con las crónicas neyorquinas de Maeve Brennan, y así surgió su libro Sinrazonesdel olvido, escrito junto a Lydia Oliva. Luego pudo poner rostro y acción a una mujer joven que ahora la miraba desde el buzón del tiempo. Olvidada por todos, Maeve Brennan había muerto en 1993. Se sabía de ella que había sido escritora en The New Yorker bajo el seudónimo de The Longwinded Lady, en la sección The Talk of the Town, entre 1953 y 1968. Ahora se reeditan estas Crónicas de Nueva York en Ediciones Alfabia, tras una lucha constante, editorial a editorial, de Isabel Núñez -autora de la traducción y la edición-, seducida por su estilo y por el personaje: esta chica irlandesa, distinguida, que se había quedado en NY para ser escritora y fumaba en boquilla, como Audrey Hepburn en Desayuno con diamantes, tenía predilección por las gafas de sol grandes y adoraba mirarse en los escaparates. Ella escribía en los bares. Su prosa se auscultaba bajo el brindis. Si querías tomar un dry martini, ella te llevaba al mejor bar.

Finalmente, ya envejecida, arrasada por su propio relato, acabó viviendo en los lavabos de The New Yorker y después en la calle, como cualquier mendiga de sus propias crónicas. ¿Se inspiró en ella Truman Capote para su Holly Golightly? Hoy parece que sí. Habían escrito juntos en Harper's y Barzaar, y también en The New Yorker. Si analizas sus fotos, es una Audrey Hepburn algo más frágil.

Maeve Brennan. Crónicas de Nueva York. Alfabia, 2011. Traducción y prólogo Isabel Núñez. 336 Págs. 21,50 €

viernes, 4 de noviembre de 2011

Otra vez

Foto: I.N., Cipreses en Girona, 2011
Llueve con la furia del cuento de Somerset Maugham, llueve en el pasado como en el poema de Borges que César CB citaba el otro día y que el Cabrero había cantado por bulerías, llueve como en el poema de Edward Thomas que citó Isabel M (Rain, midnight rain, and nothing but the wild rain), llueve con rabia, como decía G., llueve como en las películas de Manila, llueve como si no fuera Barcelona, yo acabo de decir que no a una invitación al bosque del trío cinéfilo para quedarme encerrada en galeras, aún dudo si escapar mañana, y renuncié a aceptar el préstamo de un apartamento fastuoso durante una semana en Londres porque mis arcas están demasiado vacías y no pude improvisar un billete moderado de un día para otro, y otro amigo artista que se iba para allá ayer me manda esta mañana un alegre dibujo rojo de autobús londinense.
Me ha entrado una melancolía como en la canción de Van Morrison, tan fuerte que he estado a punto de ceder a un impulso equivocado. He visto en la prensa un obituario (inexacto) de un amigo isleño y cineasta que ha muerto (espero al artículo que otro escritor isleño le dedicará el domingo). Pensé en él mientras paseaba junto a esos cipreses de Girona que parecen apoyarse en la piedra de la muralla, me acercaba al Bonestruc Sa Porta, miraba el candelabro de siete brazos y la llama eterna. Fue el martes, y estaba tan bonita la ciudad del río...
Me reconcilié con la novela. Quien la había escuchado sistemáticamente hasta un punto determinado reapareció y se ofreció a leer lo que le faltara, le envié los tres últimos capítulos, me puse a leer un artículo magnífico en el TLS de Ruth Scurr sobre Alice Munro, los sueños y el mal en sus cuentos (Don't Ask) y volví a casa en ese estado semihipnótico tan interesante, abrí el archivo de la novela, entré en el último capítulo, empecé a corregir y de pronto volví a verla como antes la veía, con su luz y sus sentidos. Saber que ella estaba leyendo esos capítulos me permitió volver a leerla de ese modo y llenarme de fruición de seguir. 
No es que sepa aún del todo lo que he escrito; no es tan fácil salir de ese lugar del no-saber en que me sitúo hasta el final, pero sé ya más de lo que sabía; se me ha ocurrido intercalar un capítulo más, no sé qué ocurrirá, pero ya estoy en otro lugar. Al día siguiente recibí la respuesta de esa lectora, que ahondó en la fuerza de irradiación de esas páginas, luego fui a comer a casa de un amigo escritor, en el Eixample, que está en el mundo y me dijo cosas para mí valiosas, y al volver andando por la Rambla de Catalunya, la ciudad parecía más plácida y luminosa.
Yo quisiera irme y no estar en quiebra. Echo de menos París y me refugio a veces conversando con amigos franceses.  EVM decía en su artículo que estaba en la librería Tschann de París y le gustaba oír los continuos "pardon", "pardon" de la gente al pasar. A mí también me reconforta la cortesía de los franceses del mismo modo que me descorazona la fea zafiedad de los españoles. Por cierto, cómo me gustó lo que decía J.A. Masoliver de Una vida absolutamente maravillosa de EVM, porque coincide con mi sensación al leerle: esa capacidad extraña de que al revisitar su mundo nos parezca siempre nuevo, aunque sea el mismo. Masoliver también hablaba de esa celebración suya tan gozosa de la literatura, esa locura de citas y lecturas que nos lleva a tantos otros libros, como el tapiz interminable que soñé una vez que era mi escritura. Se lo dije a un crítico francés vilamatiano decidido (el otro día estaba leyendo Chet Baker piensa en su arte y comentó pt'ain que c'est bon!) y me dijo que estaba completamente de acuerdo.
También me refugio en la música. No sé qué me ha pasado ni por qué estoy en esta desolladura material, ni si es transitoria o anuncia algo terrible. No puedo saber nada. Sólo espero que de verdad sea transitoria y lleguen los cambios necesarios y todo vuelva a su sitio...
Alguien en fb me ha recordado el impulso suicida tenaz de algunos pingüinos que salía en la película de Werner Herzog como un interrogante melancólico.
No pienso hablar hoy de lo que está ocurriendo en el mundo ni en este pobre país de políticos cenutrios y corruptos hasta las cejas, que nos siguen llevando al hoyo más y más. No entiendo cómo nadie puede defenderlos ni creer en ellos, cómo alguien puede creer que el candidato de un partido tan siniestro y turbio como el PP es "la luz al final del túnel", ni cómo alguien puede creer en un partido que se llama socialista pero sigue apoyando que los Bancos cobren las hipotecas a la gente después de arrebatarles la casa (algo que no ocurre en ningún lugar del mundo), o cómo alguien va a votar a quienes se llaman de izquierda pero les han apoyado en sus políticas derechistas. Sólo sueño con lograr un salvoconducto para salir huyendo.
Parece que el prólogo de mi libro de rincones de la ciudad lo hará un amigo, un artista visual, por decir sin decir. Se lo propuse el otro día y me dijo, para mi sorpresa, que le hacía mucha ilusión. Volvía de un viaje, se iba a otro y le esperaban un par más, todo era complicado, pero me dijo que sí, aunque todavía tiene que leerlo. He empezado a corregir también ese libro y a arrancar de él hierbajos, pequeñas cosas que no le pertenecen y que son del territorio de la ficción. El lunes iré a seleccionar imágenes a esa editorial de los gatos, las azoteas y el edificio modernista. Y este fin de semana debo acabar de corregir ese texto.
Y ahora vuelvo a la traducción. Me he retrasado estos días y tengo que compensar el tiempo perdido. Voy a atarme para no salir huyendo al bosque de la Belle Elaine con sus cineastas y mi pack de correspondencias. Vuelvo (y traduzco) a Somerset Maugham:  
Y el doctor Macphail contempló la lluvia. Empezaba a atacarle los nervios. No era como nuestra suave lluvia inglesa que cae amablemente sobre la tierra; era despiadada y en cierto modo terrible; se percibía en la malignidad de los poderes primitivos de la naturaleza. No llovía, manaba. Era como un diluvio del cielo y repiqueteaba en el tejado de hierro y zinc con una firme persistencia capaz de enloquecer. Parecía irradiar una furia propia. Y a veces uno sentía el impulso de gritar si no cesaba de llover, y luego de pronto se sentía impotente, como si los huesos se le hubieran vuelto blandos, y se sentía triste, miserable y sin esperanza.