El problema de la autoficción (si el género existe, pero es cómodo pensar que sí) es la tentación constante de integrar muchas de las cosas que ocurren, de ficcionalizar cosas que desde los parámetros de la conveniencia social, la propia trayectoria o el pragmatismo vital nunca deberían aparecer, sino que deberían mantenerse siempre secretas. Y esto se agrava en mi caso por mi impaciencia congénita (lo de congénita es broma, naturalmente, tal vez debería decir intrínseca o inherente) y por la peligrosa inmediatez del blog. Dijo Faulkner que el escritor no debe flaquear en vender a su madre si hace falta -metafórica, literaria, no literalmente-, si el resultado es realmente un buen libro, y así lo creemos muchos de los que escribimos. Tal vez todo sea cuestión de tempo. Muchos fragmentos vitales esperan en la memoria y prueban a aparecer en cuentos y novelas hasta que de pronto les encontramos un sitio, su sitio. A veces son fragmentos externos, una conversación oída en la calle, una frase ajena, alguien a quien hemos visto, como aquel portero de La Pedrera que leía El Quijote cuando yo iba a ver allí a un amigo fotógrafo, hace años, y al que le acabé por dar un papel en mi cuento Crucigrama, trasladándolo a la casa de mi padre con el libro que leía. Otros nunca encuentran su sitio... Y la pregunta es: ¿por qué nos acosan? ¿Qué representan? ¿Por qué quieren salir? ¿Entienden ustedes por qué recordar los sueños consuela a esta escritora mientras no escribe?
En la vida real yo no suelo mentir por pura pereza, porque me aburre la necesidad de estar alerta para mantener una mentira, pero una vez hice caso del punto de vista de una antigua amiga (ahora personaje estelar de uno de mis mejores cuentos) y omití la verdad ante un amigo, y aunque el tema era banal y sólo me afectaba a mí, me creó una incomodidad absurda y un día tendré que aclarárselo y él me dirá que siempre lo supo y que nunca entendió por qué yo mantenía aquella ficción. Estoy acostumbrada a hablar con gente que miente en cosas igual de banales y en otras menos banales y siempre me asombra que no se den cuenta o no recuerden sus contradicciones, y aunque esas personas no pueden ser del todo mis interlocutores -porque la mentira aburre o impacienta a los que son como yo-, sí que puedo convertirlos en personajes, puesto que llevan inherente una interrogación (¿por qué mienten? ¿por qué siguen mintiendo cuando es obvio? ¿creerán de verdad su propia ficción? ¿tal vez porque no tienen la suerte de poder abordar la fabulación de todo escritor, que es un embaucador?).
A veces, cuando al fin puedo revelar cosas o ficcionalizarlas en distintos grados, me siento como aquel personaje de cuento de hadas de Grimm que no podía hablar mientras hilaba (brutalmente, hiriéndose sus blancas manos) unas camisas para desencantar a sus hermanos, convertidos en cisnes por un embrujo, y tenía que soportar las atrocidades de los celos de una reina amarga, que le robaba a sus hijos y hacía que los devorasen los osos y la acusaba de brujería, y sólo cuando iban a encender la pira para quemarla, los siete (¿o eran seis?) cisnes venían volando, se ponían las camisas y revelaban entre todos la verdad que iba a liberarla (creo que el más joven se quedaba con un ala blanca porque la camisa no tenía aún su manga).
Pues bien. Dos de mis cuentos de Algunos hombres... y otras mujeres, ese libro que saldrá humeante de la imprenta o la encuadernación el lunes (y yo estaré en Madrid, y no podré verlo hasta el martes, por esa crueldad de los hados, especial para impacientes, y no llegaré a tiempo de consolarme), homenajean y se inspiran en personajes a los que conocí hace años, como un director de cine entonces protagonista de la movida madrileña y ahora muy famoso, y una cantante y una actriz que salían en su película primera, o como el dibujante y diseñador que más se identificó con la Barcelona de los ochenta y que me convirtió en personaje -con nariz de ratón- de sus cómics y dibujos; yo no le he puesto nariz de ratón, pero creo que ha quedado también favorecido y ya lo sabe. Y también salen otros amigos, que han aceptado graciosamente colaborar en mi ficción (aunque sea por fuerza après-coup), porque ése es el riesgo que contraemos todos los que nos relacionamos con escritores, que son vampíricos y nos roban las escenas, y sólo nos queda aceptarlo leyéndolas o sin leerlas, depende cómo se presenten. "Le he puesto tu nombre a un personaje de mi novela", me dijo una vez una escritora a la que he perdido la pista, "está inspirada en ti, sólo que en mi libro es más bien fea, fracasa con los hombres y al final se suicida", y un dramaturgo me dijo que se había inspirado en mí y en G., sólo que en su obra se llevaban muy mal madre e hijo y acababan prácticamente a tiros. En esos casos es mejor no leer y tener en cuenta que al margen de las necesidades personales de quien escriba (tales necesidades pueden estropear la calidad de la ficción, pues los resentimientos y todo lo que implique falta de distancia enturbian siempre el resultado; uno de verdad debe simpatizar o empatizar con sus personajes, y acogerlos, incluso aunque huya de sus inspiradores en la vida real), lo que manda es la estructura del cuento. Estructura implacable, que pide recortar aquí y pegar allí, transformar y recombinar. Mostrar sólo lo que encaja en ese cuento y nada más. Y nunca justificar ni victimizar. Y escribir siempre con esa distancia chejoviana, mostrando la propia estupefacción. Al menos, eso es lo que yo he concluido leyendo a mis favoritos. Y por eso me resulta tan difícil escribir la novela de mi infancia, que necesita vías extrañas y mucho pasar el plumero (de momento, como no puedo continuarla hasta que no exista físicamente este libro mío que llegará el lunes y yo veré el martes, le he dado esas páginas a mi amigo serbio, para que me diga algo que arroje luz, aunque duela).
Volviendo a la supuesta verdad y la ficción, yo siempre creo haber homenajeado a mis personajes, y aunque algunos así lo entienden y reciben sus cuentos como un regalo y me los agradecen, al principio me costó comprender las reacciones otras que desataban, o los extraños silencios. Javier Marías hablaba en Negra espalda del tiempo y Woody Allen en Deconstructing Harry de las reacciones de tantos que creían haber salido en el libro y se ofendían o enorgullecían, de aquellos que preferían salir, aunque fuera de modo terrible, con nombres y apellidos, o de aquellos que perseguían al autor para matarle, o de los que se creían retratados y le retiraban el saludo al autor, que nunca había pensado en ellos al escribirlo, y yo podría añadir algunos otros: aquel (mi favorito) que creía salir desfavorecido, pero se moría de risa con sus escenas, compró muchos ejemplares para regalar a todo el mundo y acabó diciéndome que le había hecho darse cuenta de cosas importantes de sí mismo y aquellas ficciones habían sido mucho más claras que ninguna discusión nuestra sobre el supuesto pasado. Aún ahora me pregunta si no escribo sobre él, preferiblemente una novela. O aquellos que modificaban y corregían sus recuerdos creyendo locamente que la letra impresa siempre es más fidedigna que su propia memoria. O alguien que aprobó el cuento donde salía -y que era todo un homenaje, así lo veía yo y así lo vieron muchos otros- con entusiasmo, pero cuando lo vio impreso y alguien le sugirió no sé qué, se enfureció (por una sola frase, una frase que yo habría modificado si me lo hubiera pedido cuando se lo di a leer, una frase que esa misma persona adaptó y usó para sí posteriormente) y me dijo que lo que yo hacía no era arte sino basura. Y otra persona que salía como personaje de mis cuentos nunca me dijo nada, pero le dijo a alguien -que me lo repetía en cada ocasión, con esa perversión de los que no se atreven a decir y utilizan a los otros para matar dos pájaros de un tiro- que mi libro Crucigrama sólo tenía un interés familiar, no era literatura. Y también hubo otros que me confesaron que se habían sentido mal por no salir, como si salir o no salir midiera algo más, o los que se sentían orgullosos, como si tener un papel en la ficción correspondiera a un valor histórico en mi vida, o el amante ocasional que se asustó cuando por cortesía le dije que se había filtrado al final de un cuento y creyó que me había enamorado de él, como si la razón no fuese el propio azar, un personaje o un fragmento que encaja en el hueco del puzzle, la necesidad de la estructura de los cuentos, ese patrón del que hablaba Natalia Ginzburg (y que yo cité en mi conferencia de ayer), que nos obliga a servirle y sólo entonces nos ayuda a mantenernos en pie.
Ayer me decepcionó pensar que mis alumnos no habían entendido esa paradoja vital, esa clave de la literatura de Natalia Ginzburg, ese humor e ironía fuertemente vitalistas que predominan en medio de la melancolía. No comprendían, pensé, que la sensualidad y el humor y la belleza existen casi sólo mezcladas a todo lo demás, al horror, a la tristeza y al dolor de la pérdida, al miedo y a la fantasía. Necesitaría un par de sesiones más para hablar con ellos. Pero tal vez me equivoque (en cambio, todos entendieron muy bien su ética).
Agotada, me fui a la exposición de Manel Armengol en la galería Tagomago. Estaba abarrotada de amigos y admiradores. Las fotos estaban preciosas allí colgadas. Aunque pedían silencio, sobre todo la gran serie en blanco y negro de sus imágenes de Islandia, necesitan un abordaje íntimo, porque recuerdan esa soledad de la Tierra, allí donde el mundo -volcánico, trémulo, burbujeante, abismal- está aún en formación, como dice el texto de Gisbourne (para el catálogo habrá que esperar un poco). En la última sala, sus fotos americanas, en blanco y negro y color, muestran otro mundo, un mundo urbano y poblado lleno de otra belleza, que también corresponde a su mirada. La galería está en un lugar céntrico. No se pierdan la exposición.
Y esta mañana he visto, mientras desayunaba, un fragmento de un maravilloso reportaje en Arte TV sobre los topos y esa brújula interior que les permite orientarse y reconocer inmediatamente la entrada de sus galerías en esos pasos angustiados y rápidos sobre la tierra (pues ellos se desplazan mucho mejor bajo tierra), ese gsm extraordinario que les orienta sin error. Yo recordaba cómo, cuando mi padre luchaba contra los topos de su césped (aquel jardín falsamente americano que inspira otro de mis cuentos, uno de los tres cuentos que yo titulaba burlonamente Vírgenes suicidas, ya que una de las protagonistas de Jeffrey Eugenides contestaría años después a la pregunta estúpida de un medicucho que mi narradora no pudo contestar), a mí me fascinaba que hubiera realmente vida -vida oscura, invisible y heroica, ardiente y fría, vida de la tierra- en aquel jardín ficticio, y la vida eran aquellos topos vigorosos, secretos, efectivamente heroicos e invisibles que se burlaban de mi padre con sus montículos, culminaciones de redes de galerías, como los propios demonios internos de aquella familia, como mi dolor y su cobardía, la falta de valor que le impidió protegerme a pesar de su afecto, a pesar de sus palabras. También he recordado al topo de Almendrita y su pelliza catalana, al que he dado un papel en mi novela, esa novela que aún existe sólo en las nubes.