Alegres celebraciones vitales casi opuestas al rito familiar, autosecuestrada en un lugar incógnito y viendo fascinada The Red Shoes: yo no me acordaba, pero la película habla justamente de un tema que yo estaba discutiendo con alguien, sobre el antiguo dilema de Kafka entre la escritura o la vida o la dificultad de que los partners masculinos de mi generación acepten ese otro lado de nuestras vidas, ese otro lado que para Marguerite Duras habría que ocultar a los amantes, pues enseñarles nuestros escritos sería como hablarles de un rival, pero que en mis partners más jóvenes no se convertía en una amenaza ni en algo que ignorar, sino en un valor añadido; ellos que ya tuvieron madres activas, con vida propia, no interiorizaron un modelo femenino asociado a la entrega total y sacrificada, sino todo lo contrario. Y me sentí tan feliz viendo esa película en la noche del conjuro con una pantalla maravillosa... La discusión siguió con una artista amiga que cree que las novelas y películas deberían mostrar modelos femeninos positivos y con finales felices, mientras que yo creo que eso sólo es posible en los cuentos de hadas.
Al día siguiente escribí al fin el primer capítulo de mi novela en esta segunda, o tercera fase, o whatever. Bel M. se ofreció a escucharlo por teléfono y se lo leí. Fue un momento importante para mí. Me sonó muy bien, con toda la fuerza de esa prosa distinta de mis anteriores escritos, aunque en cierto momento de la lectura me pregunté si se equilibraría el fragmento en el que me había alejado del escenario principal, una playa de mi infancia, para ahondar en unas razones anteriores. Mi interlocutora pensaba que sí y yo conté las palabras y descubrí que el escenario, la playa -antes y después del ahondamiento- tenía más palabras y que, por lo tanto, sí se contrapesaba bien la extraña arquitectura ciega que le puse, ya saben que yo escribo con los ojos tapados y todo es misterio. Y qué felicidad sentí después... Sé que no será fácil seguir, pero ya me siento diferente, con mucha más esperanza, porque he visto que es posible.
Hoy he traducido un pasaje de Giono (ese thriller poético y nevado con título pascaliano que va a publicar Impedimenta, por mi grandísima culpa, donde sí se subvierte el género, ya que la intriga se resuelve a mitad del libro, creando una contraintriga) sobre un caballo que sustituye a su dueño en la relación con los del pueblo, un caballo hilarante y afectuoso: "Era un caballo negro que sabía reír. Normalmente, los caballos no saben reírse y siempre da la impresión de que van a morder. Éste avisaba primero guiñando un ojo y su risa se formaba primero en el ojo, de forma indiscutible. Tanto que, cuando la risa llegaba a la dentadura, no había ningún malentendido posible. La puerta de la cuadra estaba siempre abierta. El caballo nunca estaba atado. Cuando tenía ganas de salir o de ver gente, empujaba la puerta y aparecía en el umbral desde donde recorría, con la mirada, todo el arco de la honorable sociedad que tomaba el fresco bajo los tilos o que se afanaba en algo. Si reconocía a alguien que le gustara más particularmente, lo llamaba con dos relinchos muy medidos, parecidos a arrullos de paloma. Y si ese alguien levantaba la vista y le dirigía una palabra afectuosa (como ocurría siempre), el caballo se acercaba a él a pasos amables, muy gráciles, con una gracia voluntaria, de ladrón de azucarillos, y pasos algo danzantes, para ir a posar la cabeza sobre su hombro. Era entonces cuando se reía, a veces, si se le rascaba un poco la frente o bien si comprendía que su amo llegaba, pues, en esos casos, como al principio no se sabía si esas cosas le gustarían al comandante, nadie osaba continuar las caricias y más bien retiraba la mano; pero el caballo se echaba a reír suavemente y volvía a poner él mismo con autoridad la frente bajo la mano. Además, Langlois le decía:
-¡Ah, pícara (aunque se trataba de un caballo y no de una yegua) —y en el tono de voz de Langlois había un gran afecto, que parecía legítimo extender más allá del caballo, hacia quien lo acariciaba, hacia los que estaban allí, sentados en el banco de piedra del tilo; pues Langlois no decía más que eso, pero miraba a todo el mundo. El caballo tenía aún otras maneras, aún más amables que las otras, dirigidas con gran inteligencia hacia esa necesidad de amar que todo el mundo tiene. Seguía a sus amigos. Si veía que se iban, ya fuese a por tabaco o a casa de vecinos, a buscar herramientas o a hacerse prestar utensilios, les acompañaba, iba a ponerse a su lado, frotaba el hocico contra las chaquetas; luego, a su paso, avanzaba con ellos, como si quisiera pasar un rato con alguien por quien sentía afecto. A veces, en ese rato, les obsequiaba con un leve arrullo de paloma, con un pasito español, un movimiento de cabeza calculado para exhibir aquella crin sedosa que tenía, siempre bien peinada y limpia como los chorros del oro. Mostraba atenciones con todos. Se le podía pedir un favor. Al principio nadie se atrevía, naturalmente, se contentaban con su amabilidad. Temían el humor de Langlois. No es que estuviera de mal humor, ya les he dicho, pero como apenas tenía contacto con nosotros, no podíamos saber si vería con buenos ojos que utilizásemos su caballo. Pero a la larga, nos dimos cuenta de que lo había dejado libre, que comprendía bien su modo de ser y que, por tanto, si el caballo se prestaba a subir la pendiente de Pré-Villars, o a regalar los cinco minutos de acarrear un volquete de la fuente al establo, sólo había que aceptar sus pequeños servicios con la misma naturalidad con que él los ofrecía.
A menudo, si el caballo no estaba en el umbral de su cuadra para acechar y saludar a sus amigos, y uno le necesitaba, entraba en su casa y preguntaba: “¡Eh! ¿Estás ahí?”. El equino respondía con su arrullo de paloma y acudía. No sabíamos su nombre. Nadie había osado preguntárselo a Langlois. Y nadie se había atrevido a ponerle un nombre de aquí. Todos nuestros caballos se llaman Bijou o Cocotte. Ese estilo no le iba. Sentíamos demasiado respeto y amistad por él como para eso, y le apreciábamos demasiado. Cuando le hablábamos, adoptábamos un tono tierno, pero nos habría gustado tener un nombre que añadir a nuestras buenas palabras, para deslizarlo entre los agradecimientos, para hacerle entender que éramos sensibles a sus atenciones y que nos conmovía. Pero encontrar un nombre que le encajara estaba más allá de lo posible; y averiguar cómo le llamaba Langlois, era del dominio de lo imposible. Cuando Langlois salía con él, le rodeaban el frío y la impasibilidad. Le hacía obedecer sólo con las rodillas. Si le hablaba, era en la intimidad y eso no sólo no nos atañía, sino que todo nos lo recordaba constantemente. Así, algunos le llamaban caballo, simplemente, pero poco a poco, a escondidas, y cuando estábamos seguros de no ser oídos más que por nosotros mismos y por él, acabamos llamándole a media voz: Langlois”, con toda simplicidad, ya que, al fin y al cabo, él hacía con nosotros todo lo que Langlois había dejado de hacer."
Por cierto que la revista Turia publicará un avance de la traducción con un epílogo mío. Y luego creo que he pasado el día en la calle. Tenía una reunión, he visto a dos amigos que huían ahora de su resaca navideña, he ido a varios recados. Estoy leyendo varios libros enormes, que no puedo llevar conmigo, y para el trayecto en metro me he hecho con Perder teorías de EVM. me ha gustado tanto que voy a continuar con él en el sofá, hasta acabarlo. Disiento de ese crítico del Cultural que dice que sólo es la espuma del champagne. Yo he encontrado no sólo la estela del episodio lyonés clave de Dublinesca sino algunas revelaciones -no sólo raymondrousselianas, ni de ese feliz personaje inventado de Liz Themerson, coeditora de una revista imaginaria e hipotética traductora de autores españoles en Norteamérica, no sólo sino también...- y momentos de hilaridad y de contrasentido que me han alegrado la tarde.
Ayer tuve una comida de Boxing Day en un restaurante indio y el hindú que hace de wiseguy allí, representa perfectamente la belleza de su país y entiende castellano observó que yo iba vestida de rojo hindú y me auguró que antes de que empezase el año nuevo me vendría algo de buena suerte.
Por cierto, llevo unos días en que he vuelto a cantar. No sé si ha sido la euforia de sobrevivir a la gripe asesina o un contagio musicológico sesgado o el famoso capítulo extraño pero decisivo en mi novela, donde espero que el estilo -dice EVM que dice John Banville, pero quién sabe si la cita será suya- corra a grandes zancadas triunfales y la trama le siga arrastrando los pies-, pero he estado cantando una cancioncilla medieval, una del romancero y otras cuantas. Lo cierto es que me queda una pequeña estela, un marca hawthorniana de esa gripe asesina y tenaz, pero he podido cantar, no triunfalmente, pero sí con fruición. Rufus está muy contento de mi retorno.