Foto: I.N., Cementerio en Barjac, Francia, 2008
Anoche pensaba entregarme a una saludable reclusión de fin de semana y tenía una película para ver, en mi tendencia última a la repesca de viejos hits, Tres mujeres (Kvinnors väntan) de Bergman, cuando apareció un visitante inesperado y algo secreto, que necesitaba, dijo, toda mi atención, una especie de full immersion de unas horas. Y como para mí las leyes de la hospitalidad son sagradas (en mi propia religión laica a medida, con su propia ética y sus mitos) y me podía la curiosidad de la escritora que sigue ahí agazapada, a pesar de mis dudas y parón de estos días, me dispuse a escucharle y saqué queso y frutos secos (y mango y piña desecados) para acompañar su vino y tras unos cuantos rodeos, él me contó su historia, que no resultó tan larga ni tan dramática, y también surgieron más cosas imprevistas y descubrimientos que no contaré, pero sí acabamos viendo la película a trozos, y me gustó, aunque en mi memoria ya no está clara la división entre nuestro encuentro y ese relato en blanco y negro lleno de una vitalidad amorosa que latía, donde las mujeres de la historia contaban su vida secreta, como mi amigo, y todo eran dramas a la sueca, es decir, pequeños momentos de gran tensión que acaban resolviéndose bien, como ese marido engañado que se mete en la cabaña con un fusil y amenaza con pegarse un tiro, y mientras el amante lo vigila, la mujer va a buscar a un sabio vecino que entra en la cabaña y le vemos salir con el fusil y tirarlo al mar. Y cuando el amante o la mujer le preguntan: "¿Cómo le has convencido?", él responde: "Le he dicho que es peor estar solo que ser engañado. No sé si es verdad, pero sonaba bien." O cuando una mujer le dice a un amigo mayor que su hermana pequeña va a fugarse con su amante, él le dice: "Deja que se fuguen. Ya volverán... Ya vendrán las lágrimas y el arrepentimiento, ahora deja que lo pasen bien." O un matrimonio que se salva al quedarse encerrados en un ascensor... Y las imágenes, el silencio y esas actrices que miran a la cámara llenas de ensueño y de ironía y cuentan sus pasiones y dificultades y esa luz tan nórdica y oscura.
En medio de todo llamó un conocido de otro tiempo, que dijo estar deprimido porque no vende sus esculturas, no tiene dinero y no encuentra con quien hablar y sus amigas sólo le hablan de sus niños pequeños, como en aquella escena genial de Caro diario. Años atrás era un buen interlocutor nocturno y en el jardín de su casa había intentado enseñarme a distinguir estrellas y constelaciones. Ahora me cuesta conectar con él; no muestra la más mínima curiosidad por leer nada mío, ni me pregunta qué hago, y si aludo a algo de mi vida muestra enseguida signos de impaciencia, pero al final concluye extrañamente que es fantástico hablar con alguien como yo.
Volviendo a mi amigo, sus revelaciones me recordaron a aquella escena favorita de El idiota en que todos se cuentan un momento vergonzoso de su vida, y a nadie le parece para tanto lo que cuentan los demás, pero todos piensan que el suyo es el más humillante...
Esta mañana me he despertado extrañamente energética. He salido a la calle y al devolver la película en Enric Granados me he encontrado a un blogger que vive por allí y que no recordaba mi nombre. Era el viento, que barre también la memoria. En cierto momento, mientras hablábamos en la calle, él ha señalado una montaña de nubes oscurísimas que se elevaban amenazadoras en el Tibidabo. Luego se ha levantado viento y nos ha caído una lluvia de hojarasca y los dos hemos lanzado exclamaciones admiradas, igual que un niño muy pequeño que cruzaba la calzada con dos mujeres, mirando al cielo alborozado. Poco después ha pasado un risueño Ramón de España, no sé si feliz o burlón o tal vez ambas cosas, ya que mi vista no me permitía detectar con precisión. Y al volver a mis barrios, me he cruzado con un también sonriente J., que me ha recordado una anécdota graciosa asociada a su gabardina neoyorquina...
Esta mañana me he despertado extrañamente energética. He salido a la calle y al devolver la película en Enric Granados me he encontrado a un blogger que vive por allí y que no recordaba mi nombre. Era el viento, que barre también la memoria. En cierto momento, mientras hablábamos en la calle, él ha señalado una montaña de nubes oscurísimas que se elevaban amenazadoras en el Tibidabo. Luego se ha levantado viento y nos ha caído una lluvia de hojarasca y los dos hemos lanzado exclamaciones admiradas, igual que un niño muy pequeño que cruzaba la calzada con dos mujeres, mirando al cielo alborozado. Poco después ha pasado un risueño Ramón de España, no sé si feliz o burlón o tal vez ambas cosas, ya que mi vista no me permitía detectar con precisión. Y al volver a mis barrios, me he cruzado con un también sonriente J., que me ha recordado una anécdota graciosa asociada a su gabardina neoyorquina...
Tengo que ponerme a trabajar, dentro de nada llegará G., que necesita ayuda con un trabajo... El ambiente de crisis arrecia. Amigos que antes vivían bien me cuentan dificultades y preocupaciones. Yo sigo imaginando una segunda vida como okupa o sin techo, sin biblioteca, sin armarios, siempre en peligro de ser desalojada por los mossos (por cierto, en la estación de Provença, alguien ha añadido muy atinadamente en un anuncio para ingresar en los Mossos: "Si t'agrada torturar". Y es que a los mossos que torturan les ascienden y ponen medallas, porque la consellera Tura los conoce bien y porque Saura tiene ese particular concepto de la izquierda, que encaja con la idea que nuestros Verds tienen del ecologismo. Para ellos ser de izquierdas y ser ecologista consiste en declarar que lo son, mientras hacen política de derechas y antiecologista, rivalizando con la oposición, como Blair hizo con los tories. ¡Y sus partidos les revalidan! En un país donde los alcaldes condenados por corrupción son reelegidos, ¿qué podemos esperar?). En el metro me he encontrado una vieja amiga muy joven, que fue canguro de G. y es una chica alta, culta, lletraferida y con sentido del humor. Me ha dicho que en estas elecciones votará en blanco porque le gustaría mucho que perdiera el Tripartit.
Y la gata Gilda sigue durmiendo, sin preocuparse por la crisis ni ver el cielo espectacular que se muestra ante mis ojos, recordándome aquella idea de Virginia Woolf en On Being Ill que ya he contado aquí .