Ayer, apoyándome en impulsos ajenos y en ese festival insólito que es el BAFF, fui a ver Sang Sattawat, Síndromes y un siglo (2006). Fuimos unos cuantos, pero no cabíamos en la misma fila y dos nos sentamos atrás. Vi la película luchando contra la somnolencia que me ataca a traición últimamente, oprimida por una vecina de butaca que se echaba encima de mí y emitía unos ruidos primitivos (algo como ¡Buuu!) cada vez que algo le sorprendía, lo cual era constante, y a veces me tocaba el brazo, sobresaltándome.
Lo que vi me dejó como una de esas olas terribles del Atlántico a finales de verano, que te sacuden y te borran y te tiran en la arena con fuerza, casi haciéndote olvidarlo todo. Al salir, puse la mano en el tronco de un magnífico plátano de la Gran Vía, para reponerme mientras los otros desataban sus bicicletas. Apichatpong Weerasethakul (tal es el nombre del director, del que los demás habían visto Enfermedad tropical) ofrece sus imágenes como hilos de historias que nunca resuelve, esquiva toda resolución, crea atmósferas y moments of being sugerentes, penetrantes, intensos, llena la película de esos personajes que hablan de sus otras vidas y se distancian de "esto" por la vía oriental o prueban lo alternativo o sueñan con lo opuesto mientras soportan el horror industrial, contaminado, esclavo, la blancura aséptica y el reverso de fibra y materiales tóxicos de un hospital, y el mundo entero es ese gran hospital, con un cubo lleno de piernas postizas, la doctora que se emborracha, la chica que besa a su partner laboriosamente, como si estuviera limpiando o desempeñando un oficio manual, y luego le ofrece irse a un lugar tan horrible como Atmósfera Cero, un lugar espantoso que vislumbramos en unas fotos de gigante industria y construcción, y añade que está cerca del mar (y una imagina un mar de residuos, un mar rojizo y maloliente, o nuclear, lleno de mutantes), pero su mirada, al comprender que él no va a ir, da lugar a un silencio que palpita entre los dos y nosotros. O el monje budista que quiere ser dj, conectado al dentista cantante country, o la médica que reparte whisky junto a las piernas postizas y su tentativa de terapia de visualización fallida, o el enamorado sufriente y declarante al que a modo de respuesta le cuentan otra historia anterior.O la repetición con variaciones, en un montaje deconstruido y abierto de la película. O el salto final, tan irónico y festivo, tras la dureza del blanco.
Dos momentos breves me dormí y creí debatirme en la estrechez promiscua y claustrofóbica del avión de la Austrian Airlines, o abrí la boca creyéndome otra vez en manos del amable dentista argentino. Pero fueron, creo, milésimas de segundo.
Luego, en un barecillo oculto tras la cerrada Paloma (ese ayuntamiento que cierra para eliminar los ruidos festivos, pero incrementa todos los días la impunidad por ruidos de obras, ruidos de tráfico, ruidos de ambulancias y bomberos sin control de decibelios, ruidos inhumanos y espantosa música de fondo para arrebatarnos el derecho al silencio), pudimos hablar de la película y yo me fui recomponiendo como la rama de árbol que tiembla cuando un gordo pajarraco levanta el vuelo y sentí una extraña alegría de haberla visto. Y ahora, en esta mañana de bochorno gris, pero felizmente silenciosa de domingo, creo que una parte de esa alegría está asociada a la escenificación de mi mundo, con su -dramática y patética- ambivalencia, con sus imposibilidades de anudar, de rematar, de terminar, con su multiplicidad de posibilidades y sueños y desesperaciones, con su tremenda antigüedad, tan contemporánea.