Foto: I.N., Las sequoyas de John Muir, 2011
Se me ha hecho muy largo y frío, pero dos amigas me dicen que ha sido un invierno suave, que apenas han puesto la calefacción, que han llevado poco el abrigo. Tal vez haya sido mi invierno interior, ese frío de Scrooge que aprieta los huesos anímicos, que me ha helado por dentro y ha convertido mi espíritu ligero de cigarra nonchalant en un viejuzo lleno de tos y lagrimeo. Fue la muerte de M la que pintó este paisaje de barro y desolación. Y luego, a pesar del viaje y de los bosques de Muir, como en su estela, pasé por Allí, y estuve en Outland, y una parte de mí sigue sin recuperarse, y como símbolo, uno de los tres puntos de mira de mi intervención, ese lugar simbólico donde se corta el cordón que nos une a la madre, se ha rebelado y no ha querido reabsorber sus puntos, y arde incluso mientras hago mis ejercicios en el gimnasio alemán. Es como si no hubiera cura y Jacques le fataliste intenta celebrar mi caída. Le digo a G., que está casi curado pero aún no ha recobrado su aspecto esplendoroso y se niega a salir de fiesta, que aproveche estos días para estudiar.
Ayer fui a comprar una papaya y el frutero me contó que su madre murió y él se puso enfermo y no se acaba de curar. Me pareció curioso que su historia repitiera un eco de la mía, aunque su explicación era errática y no pudo interesarme. Una amiga madrileña protectora me trajo un dvd restaurador y un lustroso paquete de semillas de lino mezcladas con almendras picadas y nueces del Brasil, llenas de propiedades. Me lo olvidé en el café de La Central, donde tomábamos un té ella y yo el sábado por la tarde antes de que volviese a su Ave, y al volver a buscarlo, el camarero me dijo que tenía muy buena pinta. "¿No será comida de perro?" preguntó Ramón de E., con cierta sorna, justo antes de contarme de su inminente primavera neoyorquina. Qué suerte, Nueva York en mayo y junio... En la puerta de La Central me encontré a ese amigo poeta secreto, hipercrítico, estudioso del sánscrito y viajero de India, y hablamos de libros y malaises hasta que me sentí helada y nos bifurcamos, él con su bicicleta hacia el sur de la ciudad y yo andando hacia arriba con mis botas de siete leguas.
"¿Cuál es el deseo escondido de ese sueño?", me preguntó alguien. Y yo no supe contestar. ¿Cómo desenterrarlo? Tal vez andando por la calle encuentre la solución al enigma. Yo me doy cuenta de que necesito andar, pero el humo de los coches me molesta (a nuestros políticos sólo les molesta el del tabaco). Tal vez podría armarme de valor y de fuerza cuando me ataca el insomnio, vestirme y envolverme en mis chales de este frío invierno de mi descontento y echar a andar... hasta llegar al peral, como en el cuento. O a la puerta de la Tamarita, a ver las sombras de mis árboles y oler su aire en un momento de descanso de esos feos animales rugientes que llenan la ciudad, isla de cemento, tapadera de parkings, pobre Barcelona despojada de tierra y verde donde los habitantes se volvieron mutantes y no saben andar, sólo cargar sus pesadas barrigas en sillines de moto y asientos de coche y volcar sus ceniceros en el pobre jardín del azufaifo.
No escribo, no escribo, sólo traduzco y preparo la clase. La no-escritura me duele en ese orificio simbólico que me unía a la infancia. La no-escritura me chilla con voces burlonas, voces de grajos, de madrugada. Firmé un contrato que me permitirá seguir viviendo aquí, aunque no tuve reflejos y asumí una carga que no me correspondía. Ay, la tristeza de mis madrugadas... Soñé que iba a morir en julio de 2012, astrológicamente estaba escrito, no parecía haber escapatoria, y yo pensaba: "Me dará tiempo a acabar la novela. Será bueno para mis libros y así dejaré algo..." Pero luego pensaba: "No voy a morir, tal vez algo mío murió cuando M perdió la cabeza y al mismo tiempo fue the end of love, pero no todo, no lo más importante. Todavía quiero quedarme aquí y voy a quedarme". Así me desperté a un día primaveral.
No escribo, pero a veces leo, no sé cuándo, no sé cómo, porque no hay tiempo. Tengo aquí las Entrevistas a Hélène Cixous publicadas por Icaria, el Bes Nagana de un amigo de antes (le vi algo tímido y serio, pero recobrándose al decir aquel poema "Al so de la donzella de la costa" donde cuenta cómo decidió no trabajar nunca en un puesto fijo, brillante, y uno de Max Jacob, a quien descubrí gracias a él cuando yo era adolescente, le vi en ese programa donde nunca salió ninguno de mis libros), y dos recién pescados allí donde el librero de la calle Berlinès, la Correspondencia completa de César Vallejo (oh, esa amistad con Alfonso de Silva, que le daba consejos para soportar el hambre: quedarse quieto en la cama, inmóvil, para no despertar sus punzadas, o recorrer el mercado y consolarse pensando en lo que se puede y no se puede comer. O sus cartas al director de la cárcel, ¡o las cartas a Juan Larrea! Libro deslumbrante, me ha hecho pensar en aquella misma extrema pobreza parisina de Palau i Fabre que contaba una vez Gimferrer, no sé si consuela saber que ellos también fueron ignorados y vivieron hambrientos -"I must do something of my poverty", decía Vinyoli en "Sordejo"-, y está publicado con gusto y delicadeza por Pre-Textos) y los Sueños de Walter Benjamin (son distintos que los de Adorno, más poéticos y luminosos, como su escritura, pero se impone la misma fuerza del material onírico, ese surrealismo nuclear, mucho más áspero, hondo e incontestable que el surrealismo consciente). Cuántas maravillas. Este sábado iré con dos amigos del pasado, felizmente recuperados, a ver las sequoyas del Montseny. Tengo que alimentar ese pobre espíritu quejumbroso que me habita, resentido del invierno helado de mi descontento. Y para mi curso Otras lecturas releo un cuento melancólico y perfecto de Alice Munro, del que ya hablé en mi reseña, hace tiempo.
Y la tristeza japonesa y la misma sensación de que nos gobiernan locos, que han decidido enriquecerse aunque sea a costa del planeta, aunque su dinero no les servirá en el espacio sideral. Habría que detenerlos con firmeza. Habría que impedir que siga esta mascarada mortífera. Habría que defender nuestros bosques, todo lo que aún brilla en mis madrugadas. Dice Rilke que lo siniestro no es sino la capacidad de soportar lo terrible en el espacio de la belleza. Todas las metáforas y pesadillas de la ciencia ficción se han encarnado en nuestro pobre mundo.
Eso sí, a finales de mayo presentaremos Sinrazones del olvido.