Foto: I.N, Nîmes, 2008
Reconozco que la vuelta, el abandono del pequeño paraíso donde he estado y la llegada a BCN me ha deprimido. Tengo la sensación de que vivimos en un estercolero, donde sólo hay basuras, ruido de obras y grúas, y donde la fruta y la verdura es mucho más cara y el aire más sucio. He estado paseando por la Provence y he pensado muchas veces en el reseñista del Heraldo de Aragón que se pregunta si sufro "algún trastorno ocular al pasar al otro lado de la frontera". Yo no sé cuáles son las prioridades de ese reseñista ni de qué cree que hablo. Según él yo confundo Europa con una Arcadia inexistente. Sin embargo, yo sé bien que Francia tiene 58 centrales nucleares (cosa que me horroriza y preocupa, y no sólo ahora con los últimos accidentes), por ejemplo, además de estar gobernada por un derechista peligrosamente imaginativo y dado a la improvisación y los golpes de efecto. Pero si hablamos de paisaje, de medio ambiente, de educación y de calidad de vida, de patrimonio arquitectónico conservado, de árboles centenarios, entonces tal vez los cuatro que recorrimos la Provence sufrimos el mismo trastorno ocular y auditivo. Hemos disfrutado del silencio y escuchado el rumor del viento en los árboles altísimos. Hemos comprado deliciosos albaricoques a 2 euros el kilo (higos a 3 euros) entre campos de lavandas. Como los cuatro somos fumadores, llevábamos las colillas apagadas en la mano hasta encontrar un cenicero o una papelera: en todo el tiempo, ni en el campo ni en las ciudades ni en los pueblos hemos visto un papel o una colilla en el suelo. Los lugares donde dormíamos eran más baratos de lo que se encuentra aquí, y las condiciones magníficas. Hemos visto pueblos enteros y ciudades sin una sola casa fea, ni un trozo de uralita o metacrilato, sin un solo edificio que rompiese el conjunto histórico, las casas con sus hermosos porticones y sus fachadas de colores tradicionales. Seguramente el trastorno ocular nos atacó también al volver, pero a la inversa, ya que al cruzar la frontera española, paramos a estirar las piernas y volvimos a ver el suelo lleno de papeles, colillas y basura (sin duda todo era soñado y la realidad inversa). Iré poniendo aquí las fotos para que los lectores juzguen si mi trastorno ocular y auditivo es poderoso o está extendido. Yo sé que la manera de mirar y las prioridades influyen. Alguien me dijo una vez que París era como la calle Pelai. Si París es como esa calle, efectivamente yo sufro un trastorno que mi oculista no ha detectado. Hemos atravesado campos de lavanda, caminos de flores y mariposas, carreteras con bóvedas arboladas de plátanos y robles, cedros y encinas. Hemos vuelto a ver luciérnagas brillando en los propios jardines donde nos hospedábamos. Hemos visto libélulas y mantis y una oruga gigante de una combinación de colores y dibujos maravillosa o una mariquita con extraños dibujos geométricos y un saltamontes que nos miraba con expresión arrogante y burlona (según Inés, quijotesca). Cascadas espectaculares en un entorno intacto y rodeado de espesura boscosa. O una carretera (corniche) que serpentea sobre gargantas profundas sobre un río donde más tarde bajamos a bañarnos. Las cabras salvajes nos observaban con su extraña mirada entre las matas a los lados de la calzada. En general hemos encontrado gente amable y educada (y no a la manera fríamente cortés y altiva de París, sino muy hospitalaria y con simpatía por nuestro origen), y nadie se dirige a un desconocido sin decir "Pardon, Madame" o "Pardon, Monsieur", a diferencia de esas bruscas interpelaciones de aquí, donde cualquiera te pregunta directamente las cosas y nadie se disculpa por interrumpir. Allí, cuando un camión o un coche hace esperar y forma un pequeño atasco en una carretera comarcal, la gente espera sin tocar el cláxon. En Nîmes, reconstruida sabiamente, no al estilo Disney o Poble Espanyol, sino con sobriedad y delicadeza, los almeces (lledoners) gigantescos y generosos me recordaban dolorosamente que en Barcelona se ha aprobado la tala (oh sí, el simulacro de trasplante) de todos los de la plaça Joaquim Folguera, para convertir uno de los pocos refugios de sombra del barrio en otra cantera humeante y rodeada de tráfico. Oh no me hagan caso, todo esto es producto sin duda de mi trastorno, afortunadamente detectado por el sagaz reseñista. También debo de haber imaginado lo que leí en portada de El País: Numancia, amenazada por nuevos bloques de viviendas. Algo imposible e inimaginable en Alemania, Francia o Inglaterra, que sin ser Arcadias, no se permiten esos atropellos y si lo intentaran, sus ciudadanos recurrirían a las instituciones e instrumentos que les defienden contra los abusos del poder. Lo hemos pasado bien estos días, entre risas, descubrimientos y conversaciones, protegidos por la belleza histórica y preservada que nos rodeaba. Mis compañeros de viaje se reían de mi afición a visitar cementerios, aunque algunos la compartían. Otro día contaré de algún museo interesante. Para rematar y sin ánimo de ofender a nadie: en el pays gabache hay muchos más hombres guapos (en el sentido de que prefieren no cultivar una enorme barriga ni ese abandono supuestamente viril) que por estos lares.
Me da rabia pensar que otra vez me acostumbraré a esto o que me resignaré, aunque siga atacando mis nervios (me pregunto si el reseñista lo achacaría a la femenina histeria...). Ayer L. me mandó una foto de una pobre pareja embrutecida que tomaba el sol en la playa bajo una excavadora. Acostumbrarse a la fealdad y a la degradación del entorno y acabar bañándose entre polvo y ruido ensordecedor. Pensar que este país es maravilloso y que quienes ven algo mejor fuera padecen trastornos oculares. El reseñista olvida los trastornos auditivos, que nos hacen imaginar estruendo de obras y tráfico o nos hacen soñar con rumor de viento en los árboles en la Provence. O también olfativos, ya que volviendo por el campo ampurdanés nos pareció oler a purines, sin duda una alucinación del olfato. Abel Ramon Vidal me ha mandado una reseña breve de La plaza del azufaifo que copio aquí, y que saldrá en Butxaca, Agenda Cultural, en septiembre. Él sí se ha leído mi libro con atención, lo ha comprendido y le ha interesado. Es triste esperar que los críticos lean nuestros libros porque la mayoría no los lee y escribe cosas que no son. La plaza del azufaifo no es la crónica de una asociación de vecinos, ni su autora fue líder de ningún movimiento vecinal (nunca hubo tal movimiento vecinal). Se trata de escritura, aunque haya una crítica dolorida y airada a lo que está ocurriendo en esta ciudad. Así lo ha entendido Vila-Matas y también el señor Sagarra. También es un libro ilustrado y con una edición cuidada, pero algunos reseñistas no lo abren para comprobarlo: ¿o será mi trastorno ocular, que me hace imaginarlo también? Es extraño que tantos lectores, algunos desconocidos que me escriben, lo perciban como yo.
La plaza del azufaifo, Isabel Núñez, Melusina, Barcelona, 2008.
Isabel Núñez, escriptora i traductora de llarg recorregut, té dos blocs a la xarxa que renova regularment. En un d’aquests blocs va començar a explicar, fa un any i mig, la seva filiació amb el ginjoler del carrer Arimón, al Putxet, un arbre bicentenari i preciós que l’ajuntament volia transplantar -matar- per tal que una constructora hi edifiqués. A partir dels seus textos i les cartes a diverses personalitats municipals, amb l’ajuda d’alguns veïns i establiments del barri, la lluita va fructificar i finalment el ginjoler -l’azufaifo- restarà on era.
La plaza del azufaifo, prologat per Vila-Matas, és la història d’aquesta anècdota, però la seva naturalesa polièdrica és gairebé inabarcable. El llibre s’inicia amb una estampa infantil de l’autora, que de forma rizomàtica recorre els meandres de la seva vida sense perdre de vista el ginjoler. Així que l’anècdota dóna pas a la reflexió, Isabel Núñez aprofita per escriure, de forma ramificada, sobre l’acte de la creació, l’escriptura, la memòria històrica... A la manera d’una Montserrat Roig en els seus grans assajos sobre l’escriptura, l’autora camina, a través de l’escriptura, pels carrers d’un barri que un dia fou rodoredià, a la recerca de la ciutat perduda, a la recerca de la bellesa perduda.
Abel Ramon
Ayer, en Lourmarin, fui a ver la tumba de Albert Camus, una piedra humilde y rugosa que crecía entre matas de flores silvestres, me acordé de dos escenas favoritas de Le premier homme y con la mano en la piedra le pedí simbólicamente apoyo en mi escritura. Más tarde, volviendo ya de Montpellier, otra ciudad con centro histórico precioso al que no había vuelto desde mi adolescencia, empecé a escribir un cuento. Aún es pronto para saber si prosperará, pero yo espero que sí, porque eso es casi lo único que ahora puede consolarme. Supe de la detención de Karadzic por sms y hasta anoche no pude ver las imágenes surrealistas, que no deberían distraer a la gente ni hacerle olvidar que se trata de un criminal de guerra, responsable de la matanza de Srebrenica y de tanto sufrimiento y muerte. La poeta bosnia Ferida Durakovic me dice que es "demasiado tarde", y Slavenka Drakulic escribe que establecer la verdad es necesario. Igor Marojevic dice que contó a los manifestantes nacionalistas radicales y eran sólo 1200. Aunque sea tarde, le he escrito a Ferida, me parece importante ese reconocimiento de la justicia y le recuerdo que en España los responsables de las atrocidades del franquismo no sólo no pagaron por sus crímenes sino que conservaron su poder, sus propiedades usurpadas ilegítimamente, sus puestos públicos y sus pensiones hasta la muerte (alguno sigue en la política activa). No sólo eso, sino que cuando mueren tenemos que sufrir que se les trate de demócratas y de personas entrañables. Naturalmente, algunos reseñistas, orgullosos de este país (y con los ojos fuertemente vendados), pensarán que estoy loca o trastornada, pero a mí no me parece casual que en esos pueblos y ciudades donde se cuida el medio ambiente y no se tira la basura al suelo haya pequeños monumentos por las víctimas de la II Guerra Mundial. Yo creo que este pobre país nuestro, sometido y humillado y sin el necesario reconocimiento de la historia, es como aquellos colegios autoritarios donde los alumnos destrozaban los pupitres y las paredes. Sin establecer los hechos y sus responsables, sin instaurar una democracia real, sin hacer memoria, sin cambiar el himno ni la bandera, sin saber de dónde venimos y quiénes fueron los responsables es imposible que la gente aprenda a querer su país ni a cuidarlo. Id a Polis para ver más arboricidios recientes