jueves, 28 de mayo de 2009

Feria del libro en Madrid

Foto: I.N. hospitalidad madrileña, 2009
Me voy en tren a Madrid el viernes a mediodía... Dejo a G. al cuidado de Gilda y su entorno...
El domingo 31 de mayo estaré de 12 a 14h en la caseta de ALBA Editorial (nº 324) de la feria del libro de Madrid, en el Retiro, para firmar mi libro balcánico, Si un árbol cae. Conversaciones en torno a la guerra de los Balcanes.
Si estáis por ahí o tenéis amigos en Madrid, por piedad, afinidad y sobre todo interés por el libro, ¡¡¡mandádmelos!!!

Los poetas en palacio, el oráculo y la tristeza

Foto: I.N., Campo de amapolas junto a Ventalló, 2009.
Ayer fui una vez más a esa ocupación poética del Palau de la Música que se hace como cierre a la semana de la poesía y me gustó, a pesar de que, en las graderías, los que se ocupaban de la cámara y el sonido no paraban de hablar, hubo que hacerles callar varias veces, y aunque se callaron se les caían las cosas y no paraban de andar de un sitio a otro, con una desconsideración que rayaba en la desfachatez. La teatralidad vibrante de Marina Oroza y su visión de sí misma por la espalda (yo me acordaba de su padre poeta insomne y febril recorriendo la plaça del Rei con su Évame, Évame, María); los acentos gildebiedmanos, sí, pero con su belleza precisa y bable, de Xoan Bello; la densidad prosaica pero a veces luminosa de la cubana Reina María Rodríguez; el brillo del ausente mexicano José Emilio Pacheco (una voz leyó mal su poema, con demasiado acento y sin veracidad); los buenos poemas de gatos de Darío Jaramillo (el gato es un estado de la materia); la abstracción a veces demasiado discursiva para mí, pero bien leída y con momentos de verdad de Olvido García Valdés; la proximidad de la muerte, no vinyoliana sino brusca, cotidiana e interpeladora de Màrius Sampere; el insomnio a veces luminoso de los Carpe noctem del argentino Arturo Carrera; la mosca viajera (con su inicio engañosamente banal y escatológico) del portugués Pedro Tamen (yo me quedaba atrapada por la belleza de su lengua y a veces me perdía en las palabras) llamando a la puerta de su nada...
Habían cambiado la hora del recital para no coincidir con las hordas celebrativas de lo único que mueve de verdad a la gente del país, así que C. y yo pudimos ascender tranquilamente hasta nuestros barrios, y la calle era un desierto, la misma calle que luego se volvió ensordecida por los rugidos y bocinas y silbatos y cohetes de festejo deportivo misteriosamente anímico.
Yo había ido por la mañana a mi antiguo espacio de interrogación, pero como dijo una vez una monja de clausura en un programa de entrevistas de la televisión catalana (Ciutadans), al llegar a la celda una sólo se encuentra consigo misma, y de ese mismo modo el oráculo desentrañó mi cola de sueño, mi fragmento, para hablarme de mi resaca balcánica, de la estela de mi libro, de mis marcas de guerra, de lo que yo fui a buscar allí de mí, escuchando las consecuencias de la guerra balcánica y europea para encontrar las con-secuencias de mis propias guerras, la guerra civil de mi infancia y la guerra del tiempo que me ha surgido ahora y de cómo ese estado de tristeza ha acabado reclamando mi atención (también a través de la cronificación de un dolor físico) y apartándome de otras cosas, protegiéndome de ciertas proximidades, y me queda la digestión del desengaño puntual y la introspección.
Ayer se celebró el funeral de un hombre educado y encantador, un diseñador (de algunos locales emblemáticos) y arquitecto de la época en que ese oficio aún no estaba dominado por la arrogancia y la destrucción del patrimonio, como es ahora, sino por cierto humanismo, aunque yo no apruebe todo lo que proyectó. Me dijo P. que además de colegas, socios y de su gran familia, el acto estaba lleno de sus amigas, según ella mujeres guapas e interesantes de cuarenta a setenta, que muchos leyeron textos, que fue emocionante, que era obvio que la gente le quería.
Y volviendo a mi mismidad (ésa de la que no debería hablarse según algunos, ésa que confunde y que les lleva a pedirme que me calle, como aquel joven agente de la guardia urbana, que encontraba su arrogancia justamente en su analfabetismo; y aprovecho para recordar lo obvio, que esto no es un periódico ni pretende recoger todo lo que pasa siquiera culturalmente, ni lo principal, sino sólo algunas de las cosas que en ese momento me conciernen, y sólo algunas), la capa de tristeza es a veces tan fina como las alas de una mariposa y otras se oscurece y densifica, aunque no llega a evitar las otras sensaciones, ni es todavía paralizante, ni evita que en esa batalla interrogativa haya lugar para algunas celebraciones, como el dolor sordo de mi brazo, que a veces casi llega a desaparecer y luego vuelve, un extraño guante insidioso, que me obliga a preguntarme, pero no evita que pueda seguir escribiendo.

martes, 26 de mayo de 2009

Ayer pensé

Foto: I.N., Las ocas del marqués, interpelándome alegremente en esta foto, 2009
Mientras contemplaba el récord de inasistencia de público que tuvimos ayer (el público eran ocho personas, aunque algunas fueran realmente ilustres y me alegraran las felicitaciones de Anna Caballé, cuyo trabajo admiro... "¡Al demonio se le ocurre montar una conferencia tan geminiana con Mercurio retrógrado!", dijo mi amiga esotérica. Antes había llegado una lluvia de mensajes de gente que se excusaba por no poder venir; ni siquiera podían los más incondicionales: Cuando llegó el sms de Tigridia diciendo "No podré", L. y yo ya nos reíamos, y la fotógrafa de Acec aceptaba retratarnos frente a esos archivadores maravillosos del Ateneo, para paliar un poco los estragos de esas fotos, ¡no quiso fotografiarme de espaldas!), mientras escuchaba fascinada el retrato que Lydia hacía de la Atkins, pensé que no debía continuar con todo esto.
Y es que a pesar de mi fin de semana entre árboles con varios siglos de existencia, en una casita preciosa, con una inmensa higuera junto a la puerta de los jazmines y un almez gigante rodeado de las elegantísimas flores de los acantos, paseando junto a olivos milenarios y contemplando las cortinas de profundos cipreses que separan los campos de amapolas, nadando en un lago que me recordó al Danubio y la Vojvodina (al pasar por la orilla soleada descubrimos un grupo balcánico y sesentero de hombres y mujeres bailando en bañador con la música del coche, y unos pescadores de domingo que se llevaban a sus pájaros enjaulados a orearse con la atmósfera del lago -¡yo les habría abierto las jaulas!-) y con mi rumor preferido, que es el del viento en las hojas de los chopos, ese rumor plateado... (por cierto que también allí nos abordaron por la calle para que nuestra anfitriona firmase las alegaciones contra un proyecto que pretende masacrar para siempre ese pueblo medieval, construyendo 150 casas alrededor, centro comercial, puentes, carretera, zona industrial, propuesto por un conseller constructor y un alcalde también del ramo, en una burramia analfabeta y codiciosa sólo posible gracias a la desalfabetización propiciada y perseguida por nuestros políticos en todos estos años, que ha logrado que la educación fuese peor que en el franquismo, porque apenas quedan en primaria y secundaria profesores vocacionales y dignos, los van marginando, venciendo y expulsando con las condiciones tan duras, y así se multiplica y fortalece esa gente que construye destruyendo o que tira basuras al azufaifo), a pesar de Sebald y Zambrano y Spinoza (que vinieron conmigo y me estuvieron hablando en la ingravidez de la hamaca o bajo la bonita estructura de las vigas), esa compañía de los árboles frondosos y la piedra antigua y las ocas y el cielo lleno de pájaros, las visitas de la urraca y la búsqueda del erizo que se escondía en el jardín, no he logrado quitarme de encima una especie de capa de polvorienta tristeza.
A veces me parece que Jacques le fataliste hubiese tenido cierta razón y éste fuese un mal año: en esos momentos pienso que he agotado las fuerzas para seguir batallando contra corriente, y siento deseos de complacer a esos que me piden curiosamente que renuncie, esos a los que no les basta con no leerme sino que tienen que venir a decirme que desaprueban mi escritura, que no tengo razón, que debería haber entrevistado a otros en mi libro balcánico o que simplemente deje de escribir -como aquel escritor de Facebook cuyo nombre he olvidado-, o también a esos otros que prefieren mentir para no pagar lo que deben y no quieren reconocer la verdad, o a los que sufren con los pequeños (incluso los míos, tan inofensivos y sin repercusiones materiales, sin cambios vitales) éxitos ajenos, a los que no soportan que tenga visitantes, entonces esa voz interna de Jacques le Fataliste sube el volumen e insiste: lo mejor es hacerles caso y abandonar, aunque no esté en mi naturaleza y aunque a mí, la melancolía nunca me invade mucho tiempo, sino que sólo me visita y se va.
El miércoles volveré a ver a mi oráculo, es decir, volveré a aquel espacio donde solía interrogarme y escuchar las interpretaciones délficas. Y ahora que he llegado al final del post pienso de otra manera y se ha ensordecido esa voz oscura (no os hagáis ilusiones, queridos envidiosos recalcitrantes, aún no he desaparecido), pero necesitaba decirlo...
Olvidaba decir que anoche tuve un momento raramente solitario (siempre pasa alguien, aunque sean las 5 am) frente al azufaifo, que está esplendoroso en su jardín salvaje pese a esa gente insidiosa que le arroja basura, ha atravesado la calle con sus ramas hojosas y, como dice una famosa vecina, tiene un idilio con el pequeño naranjo, ¡se abrazan los dos con efluvios de azahar!

jueves, 21 de mayo de 2009

Los números bailan en mi cabeza

Foto: I.N., El hombrecillo sujetalibros del sur de Marruecos en otro rincón de la librería (menos polémico, hopefully), 2009
Son números más reconfortantes y favorables que los que me llegaron ayer y proceden de otras fuentes, aunque no pueda demostrar nada, y es que los autores (excepto los ya famosos) somos vulnerables y estamos maniatados en este país. Pero me importan, aunque no sepa bien qué haré con ellos.
Me dicen que han empezado a talar árboles en Diagonal - Pau Claris. No se sabe si están en la avanzadilla de la reforma, si las consultas llegarán cuando ya los hayan cortado, o tienen la excusa sempiterna de que "estaban enfermos". Habrá que ver. He escrito a algunos periodistas. Cada día llego a la plaça Joaquim Folguera con el temor de que la hayan asolado, de que la arboleda mágica ya no exista. La destrucción del cemento de nuestros políticos es como un bombardeo, y aunque no mate a las personas, si no les paramos los pies, acabará por aniquilarnos a todos, sin dejarnos respirar, enfermándonos de fealdad, contaminación y ruido.
Anoche cené con dos amigos, que me trajeron los regalos de este accidentado cumpleaños, un hombrecillo sujetalibros del sur de Marruecos muy bonito que, junto con el gato libresco de CR, me recuerda a una foto de Lehnert and Landrock que pondré en mi conferencia del lunes en Acec. También me trajeron buenos chocolates y el Tratado político de Spinoza, y hoy leía el prólogo mientras me dirigía a esa casa selvática y luminosa donde intentan reparar el dolor de mi brazo. Leía de las vicisitudes que pasó el pobre Spinoza, lector de Cervantes, Góngora, Quevedo y Gracián, expulsado de la comunidad judía, en la crisis de soledad y aislamiento que le acerca al grupo de españoles de Ámsterdam, o su muerte a los 44, habiendo publicado sólo dos libros en vida, con el ofrecimiento de una cátedra en la Universidad de Heidelberg como único éxito profesional -oferta que rechazó por prudencia- y sin llegar a saber nunca de la influencia que su esfuerzo filosófico tendría tres siglos después. Habla el autor de la introducción de la idea de la pasión en Spinoza, "que no aboca al hombre irremisiblemente al fracaso como en Schopenhauer, ni le enfrenta a su propia nada, como en la angustia de Heidegger, sino que, como la duda cartesiana, si nos hunde en el abismo, es para afianzarnos en la firme roca de nuestra conciencia y nuestro poder." También habla de "una especie de ética de la alegría" spinoziana, pues "el deseo que nace de la alegría es más fuerte, coeteris paribus, que el deseo que nace de la tristeza."
Mientras, las obras siguen rugiendo, aunque más lejos, y yo he puesto música para tapar el ruido y contrarrestar la vibración de la radio de mi vecino. Anoche estuve leyendo la Sobre la historia natural de la destrucción de Sebald y ese texto me arrastra y sorprende: hay cosas en las que no había pensado y me avergüenza cómo podemos negar lo innegable o dejar de interrogarnos sobre lo injusto o lo desproporcionado.
Y quería señalar aquí una escena del libro de María Zambrano que leí nada más comprármelo y que se me quedó grabada y que habla del momento en que sale de España en 1939, camino del exilio.. y del retorno.
"Tuvimos que pasar la frontera de Francia uno a uno, para enseñar los más la ausencia de pasaporte, que yo sí tenía, por haberlo sacado con mucha anterioridad, para ir a Chile. Y el hombre que me precedía llevaba a la espalda un cordero, un cordero del que me llegaba su aliento y que por un instante, de esos indelebles, de esos que valen para siempre, por toda una eternidad, me miró. Y yo le miré. Nos miramos el cordero y yo. Y el hombre siguió, se perdió por aquella muchedumbre, por aquella inmensidad que nos esperaba del lado de la libertad.
¿Qué hacer ahora? Yo no volví a ver aquel cordero, pero ese cordero me ha seguido mirando. Y yo me decía y hasta creo que llegué a decírselo a media voz a algún amigo o a algún enemigo, que yo no volvería a España sino detrás de aquel cordero.
Y luego he vuelto. Y el cordero no estaba esperándome al pie del avión. Ahora bien, procuré, cuando ya puse el pie en tierra, quedarme completamente sola y pisar la tierra española sola, sin apoyo. Pero el hombre del cordero no estaba. ¿Cuándo he venido a darme cuenta? Pues ahora, cuando tal vez por misericordia, tal vez por veracidad, me han dicho algunas personas que estimo que he llegado a la hora precisa, que he llegado cuando debí llegar y como debía llegar. Y, cuando he visto las imágenes que sacaron los fotógrafos que me aguardaban, tan conmovedoras, tan blancas, tan puras, entonces vi que el cordero era yo. El hombre no aparecía sosteniéndome en su espalda porque yo me había asimilado al cordero."
Sigo escribiendo el proyecto de libro de nuestras olvidadas, mientras pueda resistir sin volver a traducir. Esta mañana he fotografiado más balcones, más tejados, más fachadas expresivas de la ciudad que han decidido enterrar y destruir, con pretextos perversos, como la supuesta "pacificación del tráfico" que sirve de coartada a la reforma-destrucción de la Diagonal y que incluye poner párkings bajo los edificios, aparcamientos que sólo promueven un mayor uso del coche y que la gente no tenga que andar dos metros, aunque suponga poner en peligro los edificios históricos y poder así sustituirlos por más fealdad y más dinero corrupto. Esa belleza amenazada me llama por todas partes, son casas que respiran historia y autenticidad, casas con espíritu...!

miércoles, 20 de mayo de 2009

Me he refugiado

Foto: I.N., Mirador en Ciutat Vella, 2009
de las malas noticias y del dolor de mi brazo en los comentarios de los amigos, he pensado en esa frase de T.S. Eliot que siempre me vuelve, como un mantra, The only wisdom we can adquire / is the wisdom of humility: humility is endless, he pensado en la necesaria aceptación de un fracaso en mi escritura y en el extraño desafío de ese brazo que se rebela nuevamente cuando se acerca la hora de traducir para poder mantenerme de nuevo, y coincide con un disgusto por la pérdida de confianza en alguien a quien había querido considerar hospitalario, ¿pero qué sabemos del miedo de los otros? ¿Cómo esperar que no se dejen llevar por la marea general, por ese espíritu mezquino que está también en todas las guerras? Y al mismo tiempo, esa decepción también me recuerda que el camino seguirá siendo duro y difícil y vuelven mis fantasías de vivir debajo de un puente.
He pasado la mañana bajo un estruendo infernal, he ido al edificio de al lado (que no guarda la distancia necesaria con el nuestro) y los obreros, gente muy amable que soporta ese horror sin casco ni protección alguna, me han dicho que el fragor duraría seguramente sólo hasta el viernes (aunque el piso parecía una cueva con meses de obra por delante), yo he escrito tapándome los oídos.
He vuelto a María Zambrano Las palabras del retorno (ayer lo vi y no resistí, creo que alguien me lo recomendó hace poco), leo La realidad y el deseo, he colgado en la pared la foto del gato entre libros (y además de la poética de Català Roca veo al amigo que me la ha regalado y su alegre acogida de ayer y sus elogios a mi aspecto), he leído a una amiga -generalmente pragmática y no dada al wishful thinking- que andando por la calle vio muy claro que yo obtendría el reconocimiento que ella cree que merezco, he acariciado a Gilda, he recibido a G. y su espíritu joven y veraniego, he leído de otro amigo una frase sobre los falsos y verdaderos profetas, me he puesto mi vestido inglés falsamente chino y ahora está ya el horno encendido para el pescado de los amigos que vendrán a cenar.
Mi audiolibro Crucigrama ha llegado a La Central y pronto estará también en Xoroi. Es una forma de lenta resistencia contra el olvido.
Tengo la suerte de que mis amigos creen en mí más de lo que yo creo; están convencidos de que no se cumplirán los malos augurios de Jacques le fataliste y de que sí hay esperanza para mí y para mi escritura. Me mandan la frase de Juliana de Norwich: "And all shall be well, and all manners of things shall be well." Mañana veré a quien me ayuda con el dolor del brazo y pasado veré a quien durante años me ayudó a limpiar el espejo, a quitar las telarañas para ver detrás, para discernir lo invisible, para mover las rocas del inconsciente. No hay garantías de nada y es verdad que, para mí, éste es un año misterioso, de avances y retrocesos, de dolor y de fortuna, tantas contradicciones en una combinación inesperada. "No dejes de escribir, necesito tu escritura", me ha dicho alguien en otro idioma. Otro me escribe al dorso para decirme que se ha comprado mis dos últimos libros y que está deseando leerlos y que se los firme el lunes. He estado escribiendo, o mejor, reescribiendo un trozo de mi libro de paseos. La luz es magnífica y al salir voy mirando balcones y fachadas, soñando con veranos del pasado. V. me ha escrito desde Madrid, dice que el calor es "de Córdoba en agosto".

martes, 19 de mayo de 2009

Historias

Foto: I.N., Una valerosa oca en el claustro de la catedral, 2009
A pesar de un agradable e interesante paseo y cena de ayer, me había levantado con un ánimo borrascoso e inexplicable, tal vez por falta de sueño, por el retorno del dolor de mi brazo o por algún otro azar que no lograba comprender. Pero hoy había quedado a comer con un amigo de hace mil años, perdido y felizmente recuperado. Me ha traído un regalo precioso que me guardaba secretamente desde mi cumpleaños, una foto de Català Roca enmarcada que le había parecido perfecta para mi casa y lo es. Todas las fotos que he visto de Català Roca tienen esa mirada suya poética e irónica, no he visto nunca ninguna sin ese encanto. "No tengo nada interesante que contar", me ha dicho mi amigo al principio. "Casi no vivo, sólo trabajo y trabajo". Pero sin darse cuenta ha empezado a hablar y no ha parado de contarme cosas interesantísimas de la memoria enterrada de la ciudad, de la ciudad romana, de por qué hay ocas en el claustro de la catedral (al parecer fue en tiempos de la república romana: en un ataque del enemigo, los perros no avisaron, pero las ocas organizaron un guirigay que logró dar la alerta, y los romanos, agradecidos pero también implacables, no sólo les dedicaron un templo, sino que organizaban una procesión en la que llevaban perros crucificados -como castigo- y ocas sobre almohadones, pero vean al reverso la matización de un amigo informado), de las cupae de la necrópolis de la plaça de la Vila de Madrid y la restauración (que a mis ojos las hace parecer nuevas como la Creta de Evans) con el pigmento original, o de una fotografía de los niños muertos en el bombardeo en Sant Felip Neri que muestra los cuerpos alineados en el suelo de esa plaza, que ahora recorren los turistas sin que haya una mala placa que lo recuerde, de las palmerillas absurdas que Parcs i Jardins ha plantado delante de unas importantes inscripciones de la muralla y que pronto las cubrirán por completo, del refugio antiaéreo donde haremos la lectura de textos de la guerra, del edificio del Museu d'Història de la Ciutat que hemos visitado, y él esperaba con paciencia que yo hiciera mis fotos torpes, intentando captar las perspectivas maravillosas de cada ventana y terrazas.
He vuelto a casa leyendo, recobrada por su entusiasmo crítico y la comprobación de que nuestra afinidad sigue en pie desde la adolescencia, y por el contacto con esa Historia que me fascinaba de pequeña y que para mí es la única identidad lógica de la ciudad, aunque nuestros políticos estén determinados a enterrarla y convertirlo todo en centro comercial.
¡Y ahora tengo que irme otra vez! No hay reposo...

lunes, 18 de mayo de 2009

En el diario de Mallorca, José Carlos Llop

Foto: I.N., Balcón en París, 2009
La primera vez que oí hablar de Aleksandar Hemon fue en París. No es mal sitio para saber de un escritor, París, pero en aquella ocasión oí sólo un nombre entre otros, un nombre que no retuve. Fue en un encuentro casual en el carrefour de l´Odéon, en pleno Saint Germain y cerca de los jardines de Luxemburgo. Un encuentro entre dos amigas que hacía años que no se veían. Una era la mujer de un buen amigo mío, la otra una escritora barcelonesa especialista en literatura balcánica, que es, me da la impresión, una especialidad dolorosa. La escritora barcelonesa se llamaba –se llama– Isabel Núñez y se alojaba cerca de nuestro hotel. Quedamos en un café del quartier, que el pasado año descubrí que estaba en el lugar donde se encuentra Le Condé, el café de la juventud perdida, la última novela de Modiano. Estas cosas fueron París y estas cosas siguen siendo París y por eso es la mejor ciudad del mundo para los escritores. Entre ese café y otro adonde fuimos luego a cenar, Isabel Núñez nos habló de aquel escritor de Sarajevo con el que había quedado en París, de que él vivía en Chicago, de cómo no había podido conseguir su teléfono, pero que hacía dos días que ya debía de estar en la ciudad, aunque –dijo preocupada– no contestaba a sus e-mails. Yo pensé en esos correos sin destinatario como en las llamadas telefónicas a un número que nadie contesta. Eso que tantas veces ocurre en las novelas de Modiano, pensé entonces, sin saber aún que estábamos en el mismo escenario donde él situaba la novela que en esos días ya debía de estar escribiendo. Sin saber que en aquel momento nosotros mismos éramos personajes de Modiano oyendo hablar de un escritor de Sarajevo exiliado en Chicago, cuyo nombre escuché varias veces y sin embargo no retuve. Se trataba, ya digo, de Aleksandar Hemon.
La entrevista de Isabel Núñez con Hemon formaba parte del proyecto de un libro sobre los escritores balcánicos y la gestación de la reciente guerra de Yugoslavia. Una guerra que cambió la visión de Europa a la gente de mi generación, que no creíamos ver jamás –después de los campos de exterminio nazis y el gulag comunista– nuevos campos de concentración en el Continente. Aquel escritor del que yo no retuve el nombre había tenido la suerte de estar en Chicago cuando estalló esa guerra. Allí se quedó y allí cambió –como Conrad o Nabokov– de lengua. La conversación derivó después hacia posibles editoriales españolas interesadas en un proyecto como el de Isabel y luego, hacia otras cosas de la vida, más amables. Era París y era otoño de 2006.
A principios de junio de 2008 estuve en Lyon, invitado a los Encuentros Internacionales de Novela que organizan Le Monde y Villa Gillet. Recuerdo que uno de esos días murió el modisto Yves Saint-Laurent, que era una especie de personaje secundario de Marcel Proust. La ciudad estaba maravillosa, entre el sol y la lluvia, y en una de las sesiones disfruté escuchando a un escritor con la cabeza rapada y gafas, aunque sin rastro alguno de dureza en el rostro. Nunca lo había visto, ni sabía –creía yo– nada de él. Aquel escritor hablaba de su última novela sobre un emigrante judío en Norteamérica al que el jefe de policía de Chicago había dado muerte, acusándolo de anarquista, sólo por su aspecto –´siciliano o armenio´, dijo el policía– y porque había golpeado la puerta de su casa. La novela partía de una investigación sobre un caso real y recuerdo que no pude dejar de escuchar todo lo que contaba aquel escritor de unos cuarenta años, que era, claro, Aleksandar Hemon y que fue, sin duda, uno de los mejores participantes de aquellos Encuentros. La novela se titulaba The Lazarus Project. A la hora de la cena, Hemon tenía a su pequeña hija en brazos –me saludó amablemente y cruzamos unas palabras– mientras su mujer preparaba lo que debía comer la niña. Esa escena –después de su exposición sobre Lazare Averbuch– me lo hizo todavía más simpático. La vida, en fin, que siempre gana.
De regreso en Palma encargué su libro de relatos –magníficos, como esperaba: desde Lyon yo ya era incondicional– titulado La cuestión de Bruno. En él hay un cuento –´Una moneda´– que retrata la vida en el Sarajevo cercado por los francotiradores y ese cuento es una precisa y espeluznante anatomía de la naturaleza humana, tanto desde el punto de vista del cazador como del objetivo a abatir. Y una pieza muy bella titulada ´El Acordeonista´, que sucede durante el atentado que inauguró la Gran Guerra. Y no sigo porque he de volver a París. Al despedirme de Isabel Núñez prometió que me enviaría su libro, una vez estuviera editado. Lo acabó publicando otro mallorquín, Luis Magrinyá, en Alba. Se titula Si un árbol cae, y con las palabras de todos esos escritores ex-yugoslavos traza un mapa desolador. Sigo pensando que es un libro que sólo podía escribirlo alguien de mi generación. Alguien que hubiera conocido la Barcelona de los 70 y lo que vino después. Alguien que creyó que el mundo –y su propio país– podía ser una cosa distinta a la que es. Alguien como Isabel Núñez que en sus páginas, habla, entre otras cosas, de aquel encuentro en París y –aquí nunca hay azar– resalta cuentos como ´Una moneda´ o ´El acordeonista´. Creo que Si un árbol cae –junto con el cuento de Hemon, ´Una moneda´– deberían ser de lectura obligatoria en Bachiller. Como lo son las vacunas.
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Y en otro orden de cosas, la noticia triste de la muerte de Mario Benedetti. Lean lo que ha escrito Alejandro Gándara en su blog El escorpión.

sábado, 16 de mayo de 2009

Ayer

Foto: I.N, 2009. La plaquette (que estará en La Central, Laie y Xoroi en breve), en casa.
Cafè Central celebraba una nueva entrega del Premi Jordi Domènech de traducció poètica en Santa Mònica, en este caso a Isidor Marí (por su traducción de Vents, de Saint-John Perse) y hacia el final del acto, después de una conferencia de Laura Borràs (didáctica y brillante) y de todos los parlamentos, se presentaba mi plaquette de la conferencia de la edición pasada, y aunque en el programa estaba bien claro, no había entendido que tenía que presentarla yo, así que hubo un momento de asustada sorpresa. Pero era fácil contar un poco las afinidades y conexiones y el núcleo de mi aproximación y transmitir que siempre me alegra poder hacer algo "arrastrada" por Antoni Clapès y Dolors Udina, porque con ellos nada suele ser equivocado y todo sigue esa libertad de no dirigirse al éxito sino abrazar el fracaso como punto de partida, que decía Carles Hac Mor y de la que también habló hace poco VM.
Y atravesando el circo de las Ramblas, acabé felizmente en una sesión de los dos amigos cineastas y el hipercrítico anticuario hinduísta (en casa de Yelena Caterinova), y vimos un documental de Tonino Guerra y Tarkovski (documental del viaje a Italia con Tarkovski antes de rodar Nostalghia) maravilloso, Tempo di Viaggio (en la pantalla se llamaba Viaggio in Italia, pero en internet parecen haberle cambiado el título por Tempo di viaggio) y después Nostalghia de Tarkovski, y con esas dos películas (que P. remató con unos planos largos de Yo soy Cuba de Kalatozov) ¡no hacía falta soñar! Fue restaurador. Primero el viaje al sur de Italia y luego cerca de Siena a ver esa basílica con un cuadro impresionante de Piero della Francesca, la Madonna del Parto, en un lugar de belleza asombrosa, o ese otro lugar, un palazzo cerca de Sorrento donde pretenden ver un mosaico único en el mundo con pétalos de rosa diseminados sobre la piedra o el mármol como si los hubiera sembrado el viento, pero el guardián, que es un personaje genial, educado y culto e implacable con su lengua minuciosa, no les deja entrar. Las palabras de Tonino Guerra (Non credo nella reproduzione dell'arte, non si può tradurre la poesia, perchè l'arte è molto geloso), su pasión intelectual, y el paso de las horas con el cambio de luz en su casa, vieja y desconchada, de Roma, un cuadro precioso junto a una desconchadura que también lo es, y sus poemas, la voz vibrante y las historias que cuenta a un Tarkovsky con un aire muy setenta, muy interesante y mostrándose físicamente con audacia o casi con coquetería, pero a quien no entendíamos en ruso (nos faltaba una voz). Esa religiosidad vitalista y poética de Tarkovski, esas imágenes coreográficas, la luz maravillosa, la vitalidad nerviosa de Tonino Guerra. Y en cuanto a Nostalghia, los lugares también son de una belleza nublada y humeante y una luz pictórica, ya sólo el principio con las mujeres que cantan en el campo helado, o la forma de integrar el Réquiem de Verdi con naturalidad, puesto que la película entera es un réquiem, esa imposibilidad de irse ni de volver a Rusia (el amigo músico que ha vuelto y se ha suicidado y él que...), ese encontrarse sin entenderse, los baños con su vapor humeante como la niebla y su piedra y los que se bañan y hablan y se preguntan, la iglesia con las mujeres arrodilladas rezando a esa madre de todas las madres (en un momento dado, esa virgen materna da a luz a un millón de pájaros que salen volando de su vientre), la protagonista femenina es como la intrusa en la película y cumple su función, con su larga cabellera enmarañada de ninfa y sus tacones, su conversación con el sacristán (ella le pregunta por qué rezan las mujeres, él le dice que puede conseguirlo todo, todo lo que desee, todo lo que necesite, pero primero tendrá que arrodillarse, y ella ya se inclina, pero luego decide que no, que no se arrodilla, que esas mujeres están acostumbradas; y quiere saber por qué rezan más las mujeres, y el sacristán expresa su visión de lo femenino y ella se aleja), siempre el contrapunto del humor, de la ironía, de lo imposible ante la posibilidad del misticismo y la fe ardiente de las velas, el encuentro del protagonista con la niña y su frase: él le pregunta cómo se llama (Angela) y si está contenta. Di che cosa? pregunta la niña. Della vita, dice él. Ah, della vita, sí!, responde con vehemencia la niña cruzando las piernas diminutas con sus botas katiuskas, de otras cosas concretas seguramente no lo está, ma della vita, sí! Porque esa vida no incluye, es otra cosa... El perro y su mirada, el diálogo de la protagonista en que Dios le contesta (!) Tarkovski es así (le da una voz ronca y cálida; ella le pide que se le manifieste al protagonista, que le demuestre algo, y dios le dice que él ya está ahí, ya se manifiesta, es él quien no se da cuenta...), el paisaje que respira pictóricamente y transmite la luz, las búfalas sentadas a lo lejos en esos prados, la piedra... O la forma de estar ahí de ese actor que ni parece actuar, con esa mirada silenciosa, y las crisis de su cuerpo... Y sobre todo la relación con el pobre hombre loco que ve, Domenico, que encerró a su mujer y a su niña durante siete años, hasta que los rescataron y cuyo gesto y cuya locura el protagonista, poeta ruso, comprende. Y el escenario, la casa de Domenico, donde entra la lluvia a raudales y el perro descansa sin dormir en el único punto donde no cae el agua, y la obsesión de la memoria y la pérdida es ubicua, ese hombre loco irá a Roma y hará un discurso antipsiquiátrico, foucaultiano y rebelde en una plaza, antes de someterse a un rito sacrificial, y en su discurso genial, lúcido y sufriente (sin escamotearnos todas las torpezas, la burla del azar), les dice a los mentalmente sanos: "Y vosotros, sanos, ¿qué significa vuestra salud? ¿Qué significa si no tenéis valor para mirarnos a la cara, para escucharnos, para comer y dormir con nosotros?" Y en medio del dramatismo de la escena, lo grotesco está ahí también: el aparato de música no funciona, un hombre se sacude en el suelo... Y todo es de tal belleza escenográfica y de miradas inteligentes, sin impostación, salvo la teatralidad de la protagonista, que parece deliberada para visitarlo todo, para mirarlo, y está tan bien contrapuesto lo contradictorio, el humor, la imposibilidad de todo, la verdad de cada uno y el espacio que se le da, y la luz y la posibilidad del espíritu siempre...
Después de la película, J. y E. comparaban a Tarkovsky con Angeloupolos para criticar a éste, y P., que ha trabajado con él y le ha dedicado dos documentales, le defendía, y en cierto momento J., que defiende siempre lo espiritual y detesta las raíces marxistas, dijo algo que yo iba a contestarle cuando algo me interrumpió; quería decirle que por debajo de la laicidad y el rojerío de cualquiera de los que hablábamos (Vertov! Angeloupolos y tantos otros) está siempre el legado religioso, algo a lo que no podemos sustraernos, y por debajo de la religión católica, como ya vio María Zambrano, están el judaísmo, el sufismo, la cábala, tantas capas de otras religiones oprimidas, como los animismos están detrás del cristianismo en América. Hubo un momento, en pleno goce de las imágenes en que me parecía que eran cuadros integrándose en lo que veía de la casa antigua, y es que fue milagroso que yo lograse mantenerme despierta tras la otra noche sin sueño, y fue sólo la magia misteriosa de Tarkovsky y lo aventuradamente poético de Tonino Guerra. Pero hubo más conversaciones y llegué a mi casa tarde, tarde, y hoy no sé si lograré recuperar algo del tiempo que se escapa...
Y me he encontrado con la noticia de la muerte de Castilla del Pino ("ferozmente antifranquista", dicen hoy) y lo siento, porque van desapareciendo los antifranquistas y porque tambien yo le leí cuando este país era tan gris y dictatorial, y aunque no estuviera en el lado del psicoanálisis (algún periodista se confunde hoy), sí seguía una psiquiatría humanista, independiente de las horribles neurociencias y la presión de los laboratorios... Fernando Valls lo dice en su blog mucho mejor de lo que yo pudiera...
Hace un día precioso y yo tengo un itinerario fotográfico...

viernes, 15 de mayo de 2009

El azar de las cosas

Foto: I.N, 2009. El camino de entrada de otra de las casas que el ayuntamiento ha entregado a las mafias del cemento para su destrucción, calle Vico esquina Freixa. Han ido tirándolas todas, modernistas, novecentistas, años cincuenta, algunas con calidad arquitectónica indiscutible, otras como ésta con jardines de árboles valiosos, pero en este barrio enemigo nada está protegido, sino todo lo contrario. J me avisó para que la retratase antes de que caiga.
Ayer, a última hora, llegué tarde a una librería donde tenía que recoger un encargo. La verdad es que dudé si acercarme, aunque no estaba lejos, porque sabía que se acercaba el cierre. Al llegar, una chica rubia me hizo gestos implacables de cierre con los brazos, como aspas de un molino o la bajada de un paso a nivel. Pero ese error mío de aproximación a la librería ya cerrada permitió en cambio que ocurriera algo inesperado -something wild- que acabó barriéndolo todo. Hoy es como si hubiera pasado un huracán y yo ya no recordase nada, como si todos mis pensamientos hubieran desaparecido rodando, como las balas de heno en el campo de las viejas películas americanas, como las duchas que descontaminaban a Ursula Andress y a 007, o como la montaña después de las sacudidas de una tormenta eléctrica.
Pese a todo, antes pude acabar las páginas que me faltaban de un libro muy sugerente, Kafka y el Holocausto, de Álvaro de la Rica, muy bien editado por Trotta y prologado lujosamente por Claudio Magris, que se ha quedado lleno de páginas dobladas y pequeñas marcas con mis pensamientos. Su lectura no sólo de lo visionario histórico y filosófico en Kafka sino de su proximidad con lo sagrado es como un frondoso paseo, que a veces entra de lleno en ese universo hondamente melancólico y poético de K y otras lo rodea de su conocimiento iconográfico y antropológico de las religiones, significaciones semíticas, interpretaciones bíblicas, coincidencias asombrosas con los místicos españoles, conexión con la Rodoreda, y ese pensador libre que es el autor se permite escoger sin prejuicios y objetar a los estudiosos kafkianos y las teorías canónicas para apoyar las tesis de Nora Catelli, buscar la falta en la interpretación harendtiana (rozando la matización psicoanalítica), escuchar un momento a Derrida y avanzar en su propia visión -literaria y religiosa- de las cosas, sin olvidar que K nunca se interesó por ser comprendido ni interpretado, sino por ahondar en su literatura y sus metáforas con una espiritualidad particular. Parece claro que Kafka vio en cierta manera lo que vendría, lo que esperaba a los judíos (sus tres hermanas muertas en Auschwitz) y al mundo, pero por el camino se encuentran muchas otras cosas. Sólo el paso por En la colonia penitenciaria ha sido un mal trago para mí; por mis propias limitaciones de este momento vital y tal vez forever and ever. También está el interesante y viejo dilema kafkiano entre escritura y vida, en el que justamente andaba yo pensando e interrogándome (y del que tendría una respuesta repentina y brutal poco después, aunque sólo fuese fugaz y no definitiva), con muchos de los matices universales que se han planteado, así como ese momento para mí particularmente sugerente de acercamiento al texto brutal, poético, triste y simbólico que es Ante la ley, que siempre es una suerte revisitar, pese a su terrible pesimismo. Diría que me han dado ganas de volver a mis textos favoritos de Kafka, si no fuese porque temo romper el hechizo larguísimo de revelación y émerveillement que supuso mi primera lectura de algunos de ellos, y que nunca he querido perturbar.
Ayer, alguien de una librería vasca en Facebook (Zubieta/ Troa) puso un link de Si un árbol cae; me dijo que era recomendado en sus librerías y que tenían también La plaza del azufaifo.
Alguien amigo me escribe hablándome de disfraces y surge la idea de un cuento, aunque mi memoria es tan mala que ya no sé si una de las anécdotas está ya en uno de mis cuentos. O tal vez podría ser para esa novela que nunca escribo, especie de no-libro que moviliza mis deseos y mis miedos.
Pero se acabó ya mi tiempo por hoy.

jueves, 14 de mayo de 2009

Ante la melancolía y la inminencia de mi hora de la verdad

Foto: I.N., Autorretrato de invierno, con defecto de flash.
Contra las obras que vuelven a martillear sobre mi cabeza, contra las llamadas banales para ofrecerme cosas que no quiero comprar o hablarme de cosas que hoy no puedo comprender, contra el veneno de algunos seres humanos, mucho más temible y sin la belleza violeta ni el misterio del de las holoturias, frente a todos aquellos que desconocen el significado de la palabra agradecimiento, contra la falta de ética, contra la indiferencia de los periódicos que nunca se han interesado por acoger/apoyar mi blog, o los editores que prefieren poner publicidad en revistas que pocos leen, y desdeñan los 400 a 480 lectores diarios de este espacio virtual, o las instituciones que prefieren no "arriesgarse" a albergar otras conferencias (a pesar del público entusiasta) y se limitan a los conferenciantes de siempre, contra los estafadores de la compañía del gas, que me cobran y prometen revisar el contador, pero no vienen, contra el ayuntamiento, que ha empezado las prospecciones para talar todos los almeces de la única placita verde y umbría que nos quedaba en este pobre barrio masacrado, contra las falsas librerías gigantescas que sólo venden best-séllers y se niegan a albergar el tarjetón de una conferencia o un libro que no sea del género coelhiano o zafoniano, contra la contaminación de esta pobre ciudad desmemoriada y sumisa de hereuville, contra las tarifas de la traducción que corresponden a la época de la peseta y no a la del euro, contra el cielo gris que amenaza pero no da siquiera lluvia, contra mi melancolía, porque se acaba mi moratoria y si no sucede un milagro tendré que renunciar a escribir y dedicarme a traducir catorce o quince horas, si mi brazo y mi espíritu lo resisten, me he puesto a buscar para ese proyecto de libro de nuestras escritoras y fotógrafas, a leer más Maeve Brennan y eso (aunque no resuelva, aunque me esté ya vedado, aunque acabe tal vez como ella), unido al escudo de música contra el ruido me ha reconfortado.
Dice Luis Cernuda:
Qué desiertos los hombres,
Cómo chocan sin verse unos a otros sus
frentes de vergüenza,
Y cuán dulce será rodar, igual que tú, del
otro lado, en el olvido.
Así tu muerte despierta en mi el deseo de
la muerte,
Como tu vida despertaba en mí el deseo
de la vida.
Last Minute News: Se me pasó. Nada ha cambiado, salvo mi ánimo, que ya es otro. Seguiré resistiendo...

miércoles, 13 de mayo de 2009

Animales marinos

Foto: I.N., G. ayer, en un momento pensativo, cuando me acompañó en moto a uno de los itinerarios urbanos de mi libro, 2009
Siempre simpaticé con las holoturias, esos misteriosos animales marinos que, a la vista de un potencial enemigo, vomitan sus vísceras "junto con los tubos de Cuvier, una maraña de tubos pegajosos que contienen sustancias tóxicas y se quedan pegados al posible predador, y eso da a la holoturia tiempo de huir. Las toxinas debilitan los músculos de su enemigo y si los tubos de Cuvier entran en contacto con los ojos, pueden incluso dejarlo ciego. Para hacerse una idea, si 30 gramos de esa sustancia tóxica se disuelven en 3 litros de agua, todos los peces que se encuentren en esa agua mueren en unos 30 minutos. Y la holoturia regenera sus tubos de Cuvier."
Sé que he utilizado a veces metafóricamente esa estrategia; recuerdo un internauta empeñado en conocerme y al que no me unía ninguna afinidad cultural, y exasperada, procedí a arrojarle algunos de mis tubos de Cuvier, material casi radiactivo de mi adolescencia, para quien no sepa procesarlo, que se le adhirió y le dejé forcejeando con ello mientras yo huía. En este uso metafórico, la ceguera es sólo momentánea y en algunos casos, según me han dicho y como por carambola, acaba propiciando el despertar de un tercer o cuarto ojo, de modo que, como diría el Yi Jing, no hay perjuicio.
He hecho de mi biografía material literario, la construyo, la recombino, la recorto, la proceso fragmentada y busco su verdad literaria en otras verdades, la verdad de la ficción. A algunos, los que no me entienden, eso les resulta desconcertante, lo leen literalmente, creen que quiero discutir con ellos cosas que yo simplemente utilizo como pretexto o que les he dado la opción de entrar en terrenos particulares, o que todo lo que está escrito ocurrió de esa manera o que pueden pedirme cuentas como si mi yo literario quedara fijo para siempre y el pasado no fuera reinterpretable y mutante, constantemente, o me ofrecen algunos hechos suyos como si quisieran convencerme de algo, y a otros les repugna, les ofende, me hablan como si yo fuera protagonista voluntaria de un programa de telerrealidad o quién sabe qué, y por alguna razón misteriosa, algunos de ellos (otros no, y es lógico que así sea) siguen leyéndome y me lo dicen, me reprenden, intentan corregirme o no pueden dejar de expresarme su desdén en cuanto pueden. Otros conectan, leen, lo entienden como lo que es, una construcción literaria con su propia verdad y sus limitaciones. Y esos se convierten en interlocutores.
Con esto no estoy diciendo nada del interés o la calidad de mi escritura, que es discutible y en ese terreno entra la subjetividad de quien lo lea. Todos los que escribimos tenemos algún lector, todos los que nos exponemos somos observados, ignorados, admirados y hocicados, en distintas proporciones, por humildes que éstas sean... He tenido interlocutores antiguos que no han llegado a aceptar mi yo escribiente, que hablan como si no existiera y si me leen, no dicen nada. A ellos me atan lazos del pasado, que no pueden fortalecerse a medida que lo escrito no sólo gana terreno a lo vital, sino que se imbrica en una maraña trenzada...
Pero también es verdad que yo, como holoturia terrestre, cuento fragmentos más obvios de esa biografía a mis interlocutores como forma de interrogarme, de pensar en voz alta. Algunos no saben qué hacer con esas pequeñas partículas de magma ardiente. Otros creen que, por alguna razón, les he elegido para que hagan algo con ellas. Yo sólo extiendo mis interrogantes e interpelaciones porque así, en ese monólogo compartido o con suerte diálogo, surgen ideas -suyas, mías, de los muebles que nos escuchan, de un secreter misterioso, como dijo L., de las hojas de árboles que tiemblan con el roce cuando el pájaro arranca a volar, por diminuto que sea-, ideas suyas que rompen la limitación de mi soliloquio, que abren otros caminos, y surgen también más ideas mías de escritura, algunos recuerdos refoulés, que piden ser atendidos con urgencia y obstinación, imágenes que me acosan, quién sabe qué.
Y a veces esos pedacitos de mi humilde materia volcánica se convierten en metralla, pulverizan algo, despiertan ecos insospechados en otros, no porque sea especial ni importante, sino porque todos tenemos cosas enterradas que pueden emerger en cualquier momento. Y si mi interlocutor es escritor y decide reescribir su proceso, puede hacerlo legítimamente, puede gustarme o asustarme o repelerme, todo depende de ese espacio mental de intersección, de su generosidad, del azar y las necesidades de su escritura. En general elegimos bien a nuestros interlocutores, aunque a veces los confundamos con personajes de nuestras ficciones, pero suele haber una conexión que persiste, una conexión extraña cuando son desconocidos y los encontramos de pronto, sin saber quiénes son los reconocemos, nos reconocemos, como si hubiéramos frecuentado los mismos lugares, como si les recordásemos del Hades y alguien, la máquina de Gondry, nos los hubiera arrancado de la memoria mientras dormíamos. En esos casos, el reconocimiento resulta emocionante, una especie de triunfo contra la desmemoria y las leyes de la lógica.
No tengo tiempo ahora para más links, pero los pondré luego...

lunes, 11 de mayo de 2009

Entrevista en El Faro de Vigo

Foto: I.N., Puerto de Vigo, 2009
Faro de Vigo
¿La guerra nos convierte en monstruos o saca el monstruo que nos habita?
Por la prensa no conseguía entender qué estaba sucediendo o qué había detrás de lo aparente. ¿Qué explicaba las causas de aquella brutal guerra genocida que en los años 90 se vivía en los Balcanes? Isabel Núñez acudió a la literatura quizás porque ese era el medio en que se desenvolvía mejor. La lectura de autores balcánicos que escribieron sobre ello fue la antesala de su propio libro, "Si un árbol cae" (editorial Alba), en el que entrevista a 25 de ellos. Una lupa sobre la condición humana. F. FRANCO - VIGO
Hay una tremenda constatación en el libro: cómo los intelectuales pueden convertirse en asesinos.
“Contemplaba desde lejos aquella brutal desmembración de Yugoslavia -cuenta ella- y no podía hallar respuesta a las preguntas que me provocaba sobre los límites de la condición humana”.
–¿Halló usted respuesta a sus preguntas?
–A unas cuantas. Pero, aparte del interés por entender qué ocurría me movía otro: también era nuestra guerra civil. Creí que podría entender mejor lo ocurrido aquí mirando hacia alli.
–Dígame una similitud, medio siglo más tarde una de otra...
–Por ejemplo la complicidad colectiva. La guerra la organizan unos cuantos, hay una maquinaria propagandística, muchos toman partido pero ¿y toda la gente que mira hacia otro lado para no perder lo que tiene? Esos primeros pasos que se toleran y que meten a uno poco a poco en una progresión funesta en la que llega a cerrar los ojos incluso ante el exterminio.
–Habrá usted comprobado esa línea frágil entre bondad y maldad de la condición humana...
–La guerra ¿nos convierte en monstruos o saca el monstruo escondido que nos habita? ¿Todos podemos llegar a eso? Creo como Hannah Arendt que hay una banalidad del mal, es decir, que cuando el Estado desaparece y no hay una moral mucha gente sigue la moral del momento que puede ser que cuantos más mates, mejor eres. Bueno, quizás tiene uno que tener algo roto dentro para poder asociarse y disfrutar con el mal.
–Heridas mal cerradas...
–Cierto. Ellos tenían las de la II Guerra Mundial. Todo el mujndo tenía una historia familiar que contar, luego mitificada en los colegios. Que si a mi abuelo lo mataron los nazis, que si a mi madre los ustachas... Los que entre ellos ganaron la II Guerra Mundial son los que perdieron esta guerra en los Balcanes. Puede usted asociar ese tema con lo ocurrido en España.
–¿Es ahora usted más escéptica sobre el ser humano tras oir tantas historias desoladoras?
–Es muy duro pero creo que hay que aceptar que el ser humano es las dos cosas, capaz de las mayores sacrificios y, al tiempo, de los actos más abyectos. Walter Benjamin dijo que toda civilización es un documento de barbarie. En todas esas guerras hay siempre alguien que intenta corregir lo que ocurre y actúa en contra a riesgo de su vida. Esos son la esperanza.
–Y la de los Balcanes, la única guerra de la historia planeada y dirigida por intelectuales, dice usted...
–No lo digo yo. Eso me lo dijo el poeta Marko Vesóvic cuando fui a Sarajevo tras la guerra y le entrevisté en una ciudad llena de tumbas. Y era cierto. Piense en Milosevic, Karadzic, Toholj, Tudjman y tantos otros.
–Cae el Muro de Berlín, muere Tito en Yugoslavia y el discurso alternativo fue el nacionalismo...
–Sí, en el sentido de que Tito lo había prohibido, estaba mitificado y permitía una perpetuación en el poder. Pero aquel nacionalismo sería como el espejo más negativo de los nuestros: más excluyente, chauvinista, capaz de llegar al genocidio. Y lo peor es que para algunos era un pretexto, una mina para obtener poder como hizo Milosevic.
–De los enfrentamientos nacionalistas de los Balcanes ¿habría cosas que aprender?
–Uno fundamental: todas las negociaciones que haya que hacer con grupos, etnias o lo que sea, debieran respetar una base que son los derechos humanos. Están por encima de cualquier otra consideración de raza o cultura...
–Las identidades nacionales siempre se sienten víctimas de expolio...
–Lo peor es el victimismo. Ya ve usted cómo utiliza el gobierno de Israel la herencia de un sufrimiento terrible. Pasa aquí con quienes creen que Madrid es la culpable de todo.
–Ya se sabe que cada pueblo tiene su odisea liberadora, su mito de origen...
–En Yugoslavia experimentamos cómo los mitos están muy bien para la poesía pero su peligro es que se conviertan en otra cosa. En Cataluña, por ejemplo, tenemos el mito de que la guerra civil era Cataluña contra España. Es falso. Era una guerra de clases en la que muchos catalanes apoyaron a Franco.
También citan y elogian mi libro en El Decano de Guadalajara, con motivo de una crítica teatral

domingo, 10 de mayo de 2009

Reseña en Lacallemayor.net

Foto: I.N., Bosques minados en Sarajevo, 2003
La otra trinchera Si un árbol cae (Isabel Núñez) Acerca del papel de los intelectuales en tiempos de guerra se han derramado toneladas de tinta. La lógica dentro de la irracionalidad que implica un conflicto bélico explica que deberían ser los primeros en dar las señales de alarma, poner sobre aviso y denunciar toda conducta guiada por la violencia. Sobrevuelan todavía los versos del ‘Poema de Beirut' de Mahmud Darwish, "necesaria es la poesía en tiempos de paz, pero más necesaria aún es en tiempos de guerra". Las dos guerras de los Balcanes permitieron poner a estudio la influencia de los intelectuales en la construcción y devenir de un conflicto, con una literatura nacional partida en pedazos y otros autores de talla internacional defendiendo posturas desde trincheras separadas. Tras un lustro de investigación, lecturas y viajes de ida y vuelta, Isabel Núñez aborda la cuestión en ‘Si un árbol cae' (Alba, 2009), una colección de entrevistas a una larga veintena de autores balcánicos de primer nivel. El balance que se extrae en esa investigación planteada desde un ángulo inédito es profundamente desolador. "Puede que ésta haya sido la única guerra de la historia planeada y dirigida por escritores", sostiene el autor de origen montenegrino Marko Vesovic en referencia, entre otras anotaciones, a la relación que mantenían con la literatura representantes de la política, con Slobodan Milosevic a la cabeza, al igual que su mujer, Mira Markovic, y su mano derecha, Radovan Karadzic, poeta de saldo encumbrado a falta de una crítica especializada de rigor y libre de ataduras. Isabel Núñez ya había dado pistas de su predilección y conocimiento de los Balcanes al traducir al español una obra imprescindible y dolorosamente veraz como ‘No matarían ni una mosca', de Slavenka Drakulic. La croata, señalada por los medios de su país como una de las cinco ‘brujas de Río' por no apoyar las tesis gubernamentales, proporciona alguno de los mejores entrecomillados de ‘Si un árbol cae'. Ejemplifica el valor del escritor que no se rinde y que asume que lo peor de una guerra puede venir después, cuando los focos de la opinión pública internacional ya han dejado de alumbrar a la zona y aflora el victimismo y la negación de la memoria. Drakulic defiende la opinión de que la guerra de los Balcanes fue fruto de la tergiversación y manipulación de la historia y los mitos. Otra escritora croata le replica al decir que exagera al describir los efectos de la contienda en Zagreb. De esta forma, los entrevistados entran en relación, cruzan opiniones, se matizan, apoyan teorías y debilitan otras desde la distancia. En otra decisión bien aprovechada, el libro respira de la avalancha de datos y reflexiones gracias al testimonio del ‘yo' viajero de la autora. Postales descriptivas de trazo rápido y literario, casi instantáneas de segundos, con los que dibuja su paso por las principales ciudades de la ex Yugoslavia, Belgrado, Zagreb, Ljujblana, Pristina y Sarajevo. Núñez se revela como una entrevistadora idónea, que sabe escuchar, se guarda las preguntas más incisivas para el final y deja que el protagonismo caiga al otro lado de la mesa. Así destapa el perfil de los protagonistas del libro, un conglomerado de voces plurales, cada una dotada de su propia individualidad. Unos vivieron el conflicto desde las mismísimas entrañas. La ensayista croata Grozdana Cvitan empuñó un arma, Marko Vesovic escribía en un intento de aliviar el sufrimiento de la población del Sarajevo asediado y el albano-kosovar Shkelzen Maliqi tuvo que desplazar en Pristina sus inquietudes literarias del ámbito institucional al ‘underground'. Otros reflexionan desde el exilio. El testimonio de Aleksandar Hemon, sarajeviano afincado en Chicago, pulsa otra de las claves cuando describe el estado de desesperanza, cansancio y derrotismo que percibe tras lo sucedido en Bosnia. Todos con algo que decir (sobrecogedora la conversación entre dos niños extraída de una obra del bosnio Ozman Kezbo: "¿Tú con quien vas? ¿En la guerra o en el fútbol?") y que en conjunto aportan su propia visión del conflicto, sin que exista unanimidad en las conclusiones. Mayoritaria es la opinión que concede una importancia fundamental al discurso nacionalista de Milosevic, apoyado por una élite intelectual y fundado sobre la recuperación de mitos del pasado y la construcción de un enemigo, el ‘otro'. Otras voces hacen referencia a cuestiones territoriales, a la complicidad silenciosa de la población civil y a teorías de raíz antropológica como el enfrentamiento entre la modernidad cosmopolita urbana y la tradición patriarcal del medio rural. La historia es otro factor aludido con reiteración, la falta de conexión que hubo por parte de un presente empeñado en olvidar lo que pasó en la Segunda Mundial. Caso aparte merece la aportación de Miroslav Toholj, ex ministro de Información de la República Serbia de Bosnia, escritor y editor, único testimonio de los denominados ‘meanies', aquellos creadores implicados en el discurso del odio. Todo un indicativo sociológico que sólo un individuo de este sector respondiera a las peticiones de Isabel Núñez, enfrentada a una entrevista de las que duelen, cara a cara frente a un editor capaz de declarar que la última obra de Karadzic le parecía "un nuevo ‘Ulises' de James Joyce". El poder en manos de otro político que ocupó puestos de relevancia durante las guerras de los Balcanes, un hombre oscuro y adherido a la maquinaria bélica más sangrienta que se dedicaba y apreciaba a la literatura, un dato que devuelve al inicio, la reafirmación a la sentencia de Vesovic que envuelve al conjunto de la obra. Hay ausencias que se hacen notar, como la del albanés Ismaíl Kadaré, intelectual implicado al máximo en la cuestión kosovar, con obras como ‘Tres cantos fúnebres de Kosovo' y ‘Diario de Kosovo', armadas de una prosa volcánica e incontenible y que puede que deje algo exiguo el capítulo dedicado a esta zona, que se niega a abandonar la actualidad. No lo suficiente, en todo caso, como para desequilibrar el tonelaje de reflexiones de peso esgrimidas por el resto de entrevistados, hábilmente hiladas por Núñez. A medio camino entre el ensayo sociológico y el reportaje periodístico enraizado con la literatura, la autora toca otros aspectos como el papel jugado por el feminismo de la región a lo largo del siglo XX, el irracional vuelco que se dio del comunismo de Tito a un nacionalismo recalcitrante -un paso que se revela de distancia insignificante-, el daño que la guerra ha producido a la generación que hoy tiene entre 28 y 40 años, aquellos jóvenes de los 90, y la implicación de Europa y Estados Unidos en el conflicto, con juicios tan demoledores como el del poeta esloveno Ales Beljebak: "Si esta guerra no hubiera implicado a musulmanes, Europa hubiera evitado el genocidio". Tiene un valor añadido ‘Si un árbol cae', un último regalo. Alumbra a una fiable representación de la literatura balcánica, poco traducida y menos leída y que no dejó de producir, al contrario, en sus tiempos más sombríos. Rescata y pone al lector tras la pista de autores cuyas carreras merecen un pormenorizado escrutinio. Valgan los ejemplos de los ya citados Hemon, Drakulic y de Dubravka Ugresic. Aunque, en todos los casos, la lectura seguirá sin despejar los verdaderos motivos que llevaron al desastre a los Balcanes, esa zona de la que Winston Churchill expuso en su momento que producía más historia de la que podía consumir. Rafael González Tejel
Y aquí la entrevista que me hizo Roge Blasco, de "Levando anclas", Radio Euskadi, sobre Si un árbol cae

El pasado de las palabras

Foto: I.N., Mi mano en el tronco del azufaifo, hace unos minutos, en la brigada antisalvajes, 2009
A veces una interpelación que no tiene sentido para mí y que entra en cierto modo en lo delirante desencadena mis pensamientos durante días y acabo agradeciéndola. Así, en mi libro balcánico, la pregunta de un corresponsal de TV3 que ni comprendía ni aprobaba mi proyecto me acompañó en mis viajes y me sirvió para explicarme más que el apoyo de otros, o por lo menos igual.
Y ese comentario de ayer al dorso de este blog, defendiendo la abolición del pasado y la concentración en la vida presente y futura, ha vuelto a mi mente esta mañana, unida a un comentario en Polis de alguien que, en un contexto educativo, detesta la palabra excelencia y la acusa del desierto y la zafiedad analfabeta de nuestro país. Yo he defendido la palabra, naturalmente (estaba releyendo esta mañana a Gimferrer hablando de Rimbaud, la excelencia poética y el contexto de excelencia educativa de la Francia del XIX que permitió su existencia). Al comentarista, la palabra "le recuerda" seguramente a algo rancio y reaccionario, y yo puedo comprenderlo, pero el excellere latino no tiene la culpa y ofrece generosamente su sentido primigenio y también sus connotaciones añadidas, adheridas a ella como las algas a las anclas de las que yo escribí hace poco. Lo dije aquí al dorso días atrás: "a veces hay que pasarles el plumero a las palabras y recuperarlas para sus verdaderos usos... o bien aprovechar su polisemia y sus connotaciones", ¿cómo si no podríamos hablar de belleza, de poesía o de arte? Hay que comprender que todas las palabras tienen un pasado, para bien y para mal, y nosotros las miramos y entendemos precisamente con los ojos de ese pasado, mal que le pese al electricista argentino que escribió aquí su grito metafórico de "muerte al pasado"
Lo que no entienden ni podrían imaginar esos editores de cuentos infantiles basura de los que hablábamos ayer, esos malos cuentos sin palabras o sólo con palabras fáciles, supuestamente didácticos, que intentan imitar su insípido modelo plano de realidad -hecha de patrones y símbolos romos, sin posible émerveillement, sin asombro, sin contradicciones, en una jaula asfixiante de fealdad- es que el aprendizaje de las palabras en plena literatura las cargaba de un pasado maravilloso. Lo escribí en mi conferencia Los meandros de la traducción (pág.21), para mí, "la palabra frondoso no dibujaba simplemente el follaje, no era el leafy de los ingleses, sino que iba asociada al bosque misterioso y simbólico del cuento, con la joven cien años dormida, con unos espinos feroces que impedían el paso a los personajes convencionales y que sólo se apartaban ante el caballo de su libertador." ¡Ése es también el pasado de las palabras! Son las palabras que, al aprenderlas, quedan asociadas siempre al contexto maravilloso del cuento que leíamos, y eso sólo es posible precisamente porque en un primer momento no las comprendimos. Ya dijo T.S. Eliot que no había que entender del todo la poesía, y es que en ese no-entendimiento, en esa aprehensión otra de las palabras, casi por ósmosis, captamos tal vez su otra realidad, sus otros sentidos, esos sentidos otros que buscaba y encontraba el vidente Rimbaud en las palabras, como cuenta Gimferrer y desentraña el psicoanalista Bernard Bremond, pero de todo eso intentaré hablar en el espacio acotado de mi reseña, que debería escribir esta tarde.
Tengo que pedir disculpas y clemencia porque no he parado de citarme. No se debe a nada más que a la repetición y retorno de mis obsesiones, de ese pasado que vuelve reinterpretado con la luz distinta de cada día nuevo. Pero también se debe a que sigo un hilo de pensamiento, no cerrado sino permeable, que va dejando filtrar lo que leo, lo que oigo, lo que alguien dice, lo que me pasa, lo que se descubre sólo mirando...
Las palabras están cargadas de pasado, y los que trabajamos con ellas -escritores, traductores, psicoanalistas- no podemos ignorarlo, y esa carga cambia para cada uno y es en el territorio del sueño y en la escritura (no sólo la matáfora) cuando de forma más críptica, libre y evidente a la vez utilizamos esas cargas.
No sé qué hará el comentarista primero, tal vez ametrallar las palabras o suprimir las que tengan un pasado, buscar una palabra virgen para poder utilizarla a su antojo, sin que se le cuelen fantasmas del pasado, propios y ajenos. O bien cerrará los ojos y simulará que esa carga no existe, y entonces serán los demás quienes detecten los sentidos que él mismo intentaba ignorar y se sentirá interpelado y propulsado de nuevo a ese pasado que, según él, no existe.
El pasado aletea, se agita, ilumina y oscurece todas las cosas que nos ocurren. Yo siempre temo convertirme en uno de esos viejuzos en los que la memoria ha devorado todo hasta tal punto que cualquier paseo, cualquier palabra, cualquier nota de música u olor les hace llorar o hablar abstraídamente de lo que ya nadie puede comprender. Y con todo, yo siempre creí en la comunicación entre edades muy distintas, en los encuentros libres y menos convencionales que esas diferencias propician y en mi cabeza resuenan palabras oídas o leídas a lúcidos nonagenarios, que veían lo que yo no podía ver entonces y ahora empiezo a adivinar.
Como aquella escena de la terraza de Cadaqués, donde mi padre, a mi edad de ahora, aún bajo el peso de la muerte de su segunda mujer, una valkiria bávara, se sentaba a mirar el mar con su vaso de whisky, y G., muy pequeño y dicharachero, le hablaba y hablaba con su vocecilla energética y modulada de entonces -G. habló muy pronto y hablaba muy bien y ésa era su arma para neutralizar a los brutos de la clase, que empujaban y golpeaban tal vez porque no podían hablar, y él les dejaba estupefactos con sus alegres parrafadas- y mi padre se reía y le decía pocas cosas, pero había una identificación importante. A veces iban juntos a cortarse el pelo y lo que más fascinaba a G. era que mi padre hiciera exactamente el mismo recorrido, con los mismos gestos, en un ritual idéntico que le tranquilizaba (sobre todo contrapuesto a mi tendencia a no hacer nada nunca igual, ni siquiera un recorrido), y a mi padre le gustaba que, al ir a verle a su casa,. G. quisiera repetir uno tras otro idénticos juegos que todos los demás días.
Yo creo que vivo en el presente, si tal cosa existe, pero no podría dejar de observar cómo el pasado acecha en la lectura que hacemos de las cosas. Ayer dije que había venido al mundo a comprender y el comentarista primero quiso corregirme, dijo, y utilizó el plural, que habíamos venido al mundo a sentir y ser felices. Analizar, intentar comprender lo que queda detrás de las cosas es una actividad que fue cobrando importancia para mí a partir de los 30, cuando dejé de ser simplemente arrastrada por distintas mareas externas e internas y miré de verdad lo que me rodeaba y empecé a redibujar o a reinterpretar el pasado, aunque fuese el más inmediato. "Pero usted tiene los placeres de la inteligencia", le decía (cito de memoria y traducido) un personaje a Marcel que, sumido en su tortura de los celos, no podía comprenderlo aún. Ese entendimiento procura alivio, satisfacción y un nuevo motor vital e investigativo que acompaña como los libros. Sin eso no sabría escribir. Sin escritura la vida sería muy distinta para mí, y no quiero imaginarla sin lectura.
Y ahora vuelvo a mes vagabondages, a ver si logro algo, que ayer se me escapó todo, el tiempo, las palabras...
Por cierto, aquí una entrevista a una radio de Euskadi sobre mi libro balcánico.

sábado, 9 de mayo de 2009

El hombre de la caldera, las discusiones y los cuentos de niños

Foto: Gerda Weber. Yo con veintifú, haciendo de La hermana pequeña de Chandler, con el pelo teñido diabólicamente de rojo oscuro -lo que me costó quitármelo-, en un montaje de la Serie Negra de Bruguera, no sé qué año (esta escena aparece en uno de mis cuentos, que saldrán este otoño en Menoscuarto).
Ayer vino un gigante a revisar la caldera. En la última revisión, un técnico me había cambiado los sensores y desde entonces había que subir la calefacción al máximo para que los radiadores se pusieran medio tibios. Llamé para protestar, pero me pasaron al mismo técnico recalcitrante, que me aseguró que la situación de antes -la casa en invierno siempre caliente con los radiadores al mínimo- era lo anormal y que ahora que había entrado en la normalidad, no gastaría más. Naturalmente, era mentira y encima coincidió con un invierno largo y muy frío.
El técnico de ayer, que ocupaba media cocina con su corpulencia y estaba empeñado en tutearme, aunque yo le hablaba de usted, parecía necesitar que le escuchara y atendiera todo el tiempo y repitió unas cincuenta veces la misma información: me dijo que el otro técnico me había ajustado la caldera para una casa mucho más pequeña y que era lógico que no funcionara y que gastara más. No se le ocurrió que yo pudiera estar falta de tiempo o que trabajase en una casa. A mí se me ocurrían maneras mejores de aprovechar mi primer día sin traducir a ZB, e intenté varias veces darle a entender que no teníamos que hablar tanto. "Estaré trabajando allí", le dije. "Si necesita algo, me llama". Pero él seguía llamándome y repitiendo lo mismo. Al fin, resolvió el asunto y se fue, recomendándome que preguntase por él para la revisión de octubre. "Me llamo Álvaro", me dijo. "Pregunta por mí."
Por la noche fui con T. a ver una extraña película en el Baff, Plastic City. La enormidad de todo, la ciudad gigante de rascacielos de Sao Paulo, la exuberancia de la naturaleza y del mar, la sensualidad también distorsionada de los cuerpos, la vida animal, la violencia desatada, una mezcla de atmósfera samurai con las mafias brasileñas, y todo en una extrañeza que no excluía la poesía de algunas imágenes o la forma de contar o la belleza asombrosa del protagonista japonés. Y a la vez yo me acordaba de L. allí encajada en un cine tan lleno de gente que tenía que hacer un esfuerzo para abstraerme y no sentirme asfixiada. Volvimos andando hasta casa, en un largo paseo en el que la ciudad parecía contagiada de la película o por lo menos de su extrañeza.
Esta mañana me he dejado atrapar en una discusión absurda que me ha llenado de tristeza. Otra vez el pasado aleteaba en el presente y estaba yo inmersa en aquella máxima de Spinoza: "No sufrir, no lamentarse, inteligir", cuando un comentarista del dorso ha llegado a reivindicar el futuro y la desmemoria. ¿Por qué será que algunos quieren convencerme y corregirme en lugar de contar lo que quieran en su espacio y dejarme en paz con mis obsesiones?
Pensaba dedicarme a leer y había quedado vagamente en volver al Baff a ver un documental nepalí, pero la discusión o mejor dicho, la impresión de que no se podía hablar de las cosas o de que todavía ahora esa negación de la realidad, ese antiguo no escucharse ni entenderse o esa impresión de que alguien nos convierte indefectiblemente en enemigo hagamos lo que hagamos y nos confunde consigo me dejaba un poso amargo, así que he cambiado de opinión. He hablado un momento con my wise cousin V: sus explicaciones me producen alivio y su sagèsse me alegra el espíritu. Me pregunto cómo vivía yo antes de conocerla. Ella entiende rápidamente las cosas y sabe explicarlas de tal modo que todo se reordena. Va a ser una eminencia y si el mundo fuera mundo tendría ya el reconocimiento que merece. Un día habrá cola para recibir su escucha porque tiene un talento, un insight y una luminosidad psicoanalítica especiales.
Pero necesitaba andar y he decidido ir a buscar unos cuentos para unos niños amigos y me he quedado sobrecogida. Todo es extraordinariamente feo y lo que es peor, sustituyen la imaginación y la literatura por un didactismo estúpido y reductivo, que considera a los niños tontos. V. me ha recordado a aquel autor que recomendaba el blogger Iluminaciones, Shell Silverstein, pero estaba casi todo agotado, aunque he encargado uno de título casi lacaniano (The Missing Piece). Tampoco había Beatrix Potter. Los clásicos están ilustrados con ese estilo feísta y desagradable que aquí les parece moderno. En algunas librerías tienen algunos cuentos ingleses y franceses, pero demasiado pocos y casi todos los he comprado ya (Maurice Sendak, por ejemplo, o aquel Kipling maravilloso, Just So Stories). Ni había Roald Dahl, ni Quentin Blake, ni nada con un poco de sutileza. Todo era feísimo y completamente estúpido y no me parece casual. Creen que los niños no pueden leer ni pensar, ni escuchar un cuento. Para los pequeños, todo son imágenes perversamente realistas (he tenido que comprar al pequeño uno de esos de Helen Oxenbury, sin palabras, donde los padres tienden a ser gordos e informes y parecen nacidos aquí; pero era lo menos feo que he encontrado, y me he propuesto volver a encargar todos los cuentos y no improvisar). Para ese nivel, al menos eran interesantes los de Catherine Dolto , pero tampoco los tenían. Incluso los pocos bonitos o sutiles o con buenas historias e ilustradores inteligentes que había antes han desaparecido. Preparan a los niños para la des-educación, la estupidez, la fealdad, la destrucción de la historia, del saber, del patrimonio, de los árboles. Preparan a los niños para un mundo corrupto y feo de gente pasiva que piense sólo en objetos materiales con sus marcas y no sueñe ni sea crítica ni piense por su cuenta.
Al volver, G. (obligado y estresado porque llega tarde a sus ritos sociales: Oh dear, oh dear, it is soooo late!) me ha traído un sutil regalo de cumpleaños que la guapa madre de los niños amigos no había podido darme, y en la esquina de casa me he encontrado a C. Hace semanas que no comemos y nos hemos enzarzado a hablar de escritura, de vida disipada, de cuentos feos y tontamente didácticos, de políticos espantosos y gente que les sigue votando porque creen que son los suyos, por razones falsamente ideológicas, decía C., y a mí me recordaba a aquello que decía Proust del señor que sigue comprando los pastelillos de crema en no sé qué pastelería sin darse cuenta de que hace años que dejaron de ser buenos.
Y ahora me vuelvo a mi lectura. Mañana he quedado con el poeta canario para ver unas colinas arbóreas.