Foto: I.N. Árboles de invierno, 2010
Y la chimenea o tubo de ventilación que golpea otro conducto en el edificio de al lado y da a las noches una atmósfera de película de terror. Llamé a quien podía resolverlo, pero no quiso ayudarme y me recomendó que fuese a la guerra. Antes de denunciar, ¿no es mejor hablar, advertir al menos?, pregunté yo. Él no consideraba esa opción.
Ya lo dije al dorso de este espacio. En un momento de agitación y fallos de conexión y llamadas irritantes, ante las interrogaciones de mi amiga americana, traduje a mi inglés tentativo el párrafo de mi novela que me sé casi de memoria por lo que ha llegado a obsesionarme y que sin embargo me obligaría a un tono que no puedo mantener, y en el mismo instante en que empecé a encontrar palabras para decir precisamente eso y empecé a verlo todo, la playa y el aire salado y el camino umbrío en otra lengua fue como si la oscuridad del mundo desapareciese y sentí una felicidad sospechosa, y me preguntaba por qué me da tanto miedo lo que más poderosamente puede alegrarme.
Pero el miedo venció, aunque esos dos párrafos brillan ahora tras las negociaciones furiosas -yo peleo por cada palabra a cuchillo y mi amiga no se arredra, objeta y cuestiona mis metáforas y al fin encuentra algo que proponerme o simplemente acepta la fuerza de las cosas- también en inglés, y volví a la parálisis y a las tentativas de búsqueda de financiación.
Más tarde, cuando me dirigía Muntaner abajo a varios recados, surgió otro posible approach para esa difícil novela y anoté en una agenda algunas frases, de pie en la acera. Pensando en la infelicidad de la infancia me crucé con dos niñas. Una llevaba dos pastelillos en las manos y le daba bocaditos a la otra, que no tenía nada. Y esa niña que llevaba las manos libres y sólo recibía los donativos de su amiga parecía lanzar destellos con su sonrisa de felicidad, iluminando la calle con sus pasos energéticos e ilusionados. Me pregunté entonces si existiría una infancia feliz (aceptando una cohabitación de esa joie con las oscuridades del Edipo, los forcejeos imposibles, los celos, la novela familiar, la frustración de los aprendizajes, de la socialización, del compartir, de perder, una felicidad sarinagara...) y recordé algunas escenas alegres y llenas de la vitalidad de un G. pequeño, teatral y payaso, jugando sin fin. Al aterrizar en casa, apareció G. un momento y le pregunté: "¿Recuerdas tu infancia como algo feliz?" Desconfiado, me preguntó si lo decía porque ahora le veía sombrío, ¿o por qué, ahora de pronto, esa pregunta? Le dije la verdad, que pensaba en mi novela y me había preguntado si existía una infancia que pudiera recordarse como algo alegre en conjunto, y me volvían escenas de la suya pero quería saber cómo las recordaba él. Me dijo que sí, que para él había sido feliz, que precisamente, observando cómo jugaban unos pequeños en el que fuera su colegio, al pasar, había sentido deseos de volver a aquel entonces, a jugar. G. se fue, yo olvidé darle su Simon's cat (que compré el otro día en esa librería de Marià Cubí que tanto me gusta, Gàbia de paper, junto con un Zweig, cuando ya estaba cerrada) y me dirigí a una cena con ese escritor entusiasta, poeta y novelista, que ha novelado el 13 de la Rue del Percebe y ha convertido la Barceloneta tierna y vil de los sesenta en materia literaria de su Hotel Dorado. Al atravesar la estrella del metro de Catalunya vi una reunión de homeless. Eran una mujer y tres hombres que departían animadamente sentados en el suelo; ella llevaba mitones negros como los míos. En el restaurante, muy cerca de nuestra mesita había una viejita diminuta, digna damita sin techo pero impoluta (on se rétrécit en vieillir, se me ocurrió en francés) que se caía de sueño en su silla y a mí me preocupaba. ¿No tendrán una butaca mejor para ella?, le dije a mi amigo, y él se reía de mí y me decía que yo no acabaría indigente. Mi amigo habló generosamente de mi libertad y mis agallas y de que esta sociedad hace pagar esas cosas. Pero yo no he sido nunca D'Artagnan y mis opciones me parecen a veces producto del azar... o de mi ética del buen persianero. Es cierto que hay un cierto goce en lo libre, a pesar de todas las limitaciones. Y de pronto cambió la suerte de la viejita; antes de que pudiera decírselo al propietario, se había vaciado una mesa de cuatro y le habían hecho un sitio allí, en una butaca con brazos, y ahora podía derrumbarse con mucha más comodidad y holgura. Yo me sentí feliz, pero entonces fue mi amigo quien fue presa de un malaise, por una combinación demasiado cargada de acontecimientos en estos días suyos, una pérdida con sentido y un ritmo trepidante de las cosas. Así que tuvimos que concluir. Yo volví andando hacia el metro, contenta de poder andar sobre la Tierra, pasé junto a un precioso magnolio que se yergue frente a la muralla (al menos a ti no podrán talarte para hacer un parking, le dije mentalmente), cerca del lugar donde Parcs i Jardins ha decidido ocultar los relieves romanos históricos plantando palmeritas (talan los árboles centenarios y cubren la historia con pretextos), contra la opinión del MUHBA, atravesé la catedral y al bajar, en la estrella subterránea de Catalunya ya no estaban los tres indigentes de antes, sino uno solo, en peores condiciones, echado en el suelo junto a un charco, con un brazo que se le movía convulso, la boca abierta y dos agentes de la Guardia Urbana en actitud de espera. Acabé pasando por la frescura solitaria del jardín del azufaifo. Anteayer fui a una inauguración en la galería Bassas donde Enric Casasses leía unos poemas en prosa y algunos en verso para apoyar a una pintora, Pilar Estabanell. Yo iba sumida en pensamientos negros, tal vez por una tristeza estúpidamente hormonal, que veía como tristeza del mundo, sin perspectivas ni futuro para mí tampoco. Pregunté por la calle Betlem, pero en Gràcia ya nadie sabe las calles, no hay tiendas antiguas y todo el mundo es extranjero. Al fin llegué mágicamente y había unos grabados que me gustaron y aquello estaba lleno de viejos conocidos con los que bromeamos sobre la ley antitabaco y el apocalipsis y el hoyo de la crisis. El día antes, en Colectania, me había encontrado a mi amigo fotógrafo, que siempre se ríe imaginando lo peor: "Nos juntaremos todos, haremos comedores populares..." Le dije a Casasses que había ido por una frase suya que aparecía en la invitación sobre pintar -o escribir- con miedo ("ho has fet amb por i sense por", decía), le dije que estaba aterrada y que no sabía cómo lograr escribir con miedo. "S'ha de provar tot", me contestó con una de sus sonrisas. Sus poemas me gustaron mucho. Algunos eran sólo apuntes -aforísticos, dijo mi vecino, y era verdad- irónico-poéticos de la contemporaneidad y del mundo y los personajes literarios y la pintura y la vieja naturaleza. "La voluntat és una eina molt bona, però no té mànec", dijo una vez (cito groseramente, de mala memoria). Le escuché de cerca, a pesar de las carcajadas de alguien detrás de mí, que pugnaba por devorar sus palabras como una cueva. Al acabar me dijo EC: "Ja ha passat la por", y hablamos de que media hora antes él también sufre ese miedo escénico. Y me contaron él y M, de ese lugar lleno de árboles gigantes, al otro lado de la frontera, donde ahora habita la tercera hermana, y yo sigo pensando en visitarla un día. Y como siempre, no le hice a EC la pregunta que desde hace un tiempo tengo pendiente, aplazada una y otra vez. Gracias a Francis me di cuenta de que tal vez ahora pudiera enfrentarme a algunos poemas de Beckett sin sufrir, y me hice con ese librito precioso de Minuit. je suis ce cours de sable qui glisse
entre le galet et la dune
la pluie d'été pleut sur ma vie
sur moi sur ma vie qui me fuit me poursuit
et finira le jour de son commencement
O también
que ferais-je sans ce monde sans visage sans questions...
O aún
rentrer
à la nuit
au logis
allumer
éteindre voir
la nuit voir
collé à la vitre
le visage
Y esa mirlitonnade, casi una oración, que citaba Francis y que me acosa, como decía Gil de Biedma que le acosaban los poemas ajenos, nunca los propios: nuit qui fais tant
implorer l'aube
nuit de grâce
tombe
Yo volvía en el metro acabando Rimbaud le fils de Pierre Michon, y el final está lleno de todo su fulgor, a pesar de esa misoginia ciega que escribe como si las mujeres no escribieran, no leyeran, sólo existieran como objetos amorosos de los poetas, en esa venganza una y mil veces repetida contra sus madres, contra esa horrible madre de Rimbaud (pero me gusta lo que dice de esas Heavenly Powers): "Qu'est-ce qui relance sans fin la littérature? Qu'est-ce qui fait écrire les hommes? Les autres hommes, leur mère, les étoiles, ou les vieilles choses enormes, Dieu, la langue? Les puissances le savent. Les puissances de l'air sont ce peu de vent à travers les feuillages. La nuit tourne. La lune se lève, il n'y a personne contre cette meule. Rimbaud dans le grenier parmi des feuillets s'est tourné contre le mur et dort comme un plomb."
Y el viento se ha llevado la grisaille y ha traído un día radiante de sol, aunque el aullido sigue ahí (con la muerte de Salinger y sus enigmas y la estela que nos dejó y esos dos libros suyos que me cambiaron, y recordando que cuando G acabó de leer a los 10 años El guardián... me dijo: "Dame otro como éste", pero no existía), y sus golpes de hierro siniestros, que dibujan un paisaje imaginario de fábricas del Este, sin esperanza, como en una película helada de Bela Tárr. No sé si lograré reunir coraje, o esa voluntad sin mandos para nuevas probaturas novelísticas, y que no me venza el tramposo desaliento. No sé si saldré del hoyo o me reuniré con los indigentes de la estrella subterránea. Non possiamo saperlo. Y me voy ya, con mis repentinas prisas.
Mañana domingo se repite en TV2 el programa Página 2 donde recomiendan fugazmente mi libro.