Foto: I.N., Gato en Cadaqués, 2010
Vi, gracias a Stalker, una película japonesa, Mujeres frente al espejo, de Yoshida Kiju (o Yoshishige Yoshida). El director japonés dijo una vez que en cine trata de expresar lo que no entiende; como en la escritura, la interrogación y la extrañeza son las claves, aunque algunos no lo comprendan. Me pareció una película muy freudiana sobre los recuerdos reffoulés, hablaba del amor como refugio contra la soledad y la tristeza del mundo, la guerra y la bomba de Hiroshima siempre como tema de fondo, y la necesaria libertad de las mujeres en esa necesidad de vida amorosa que sostiene frente al dolor o al vacío de memoria o la culpa, a pesar del conservadurismo de la sociedad japonesa del momento. Habla de la memoria (histórica) y del silencio, de esos non-dits que ejercen un efecto tan poderoso y devastador en la infancia (La novela familiar del niño). De la transmisión de la culpa o la transmisión del trauma. Hay momentos asombrosos, escenas teatrales, imágenes de una delicadeza oriental capaz de expresar mucho más que los momentos narrativos más clásicos y diurnos: esas conversaciones entre las mujeres sin mirarse, mirando al frente o a las sombras proyectadas tras el shoji, el rojo del crepúsculo que parece hablar de los lazos de sangre, de la sangre que no se atreven a analizar por miedo a romper el vínculo, la separación dolorosa del padre irradiado que miraba a la niña a través del shoji para no contaminarla. La viuda que se calló siempre, la ambivalencia de ese momento en que quiso que su hija muriera y su búsqueda culpable durante años de esa hija amnésica, que no puede soportar la intensidad de su recuerdo. Y esos recuerdos tristes que pese a todo acompañan mejor que el vacío de la amnesia. Y la relación entre la abuela y la nieta y la culpa de la madre amnésica que cree haber matado a su bebé y la búsqueda de otros padres y el soldado americano irradiado que sobrevive y el intérprete japonés que no sobrevivió. He dormido cuatro horas y de madrugada me invadía la desesperación, por el dolor del cuerpo. A las 7 me he levantado con la pierna algo mejor, y eso me ha animado. Si mejora, aunque sea despacio, todo irá bien.
Para celebrar la mañana ha vuelto a llamarme ese falso abogado-teleoperador que pregunta por alguien que no está, le digo que es ilegal que me llame y él me dice que les demande si quiero, ellos seguirán llamándome ad aeternum preguntando por alguien que no vive aquí, con la idea de que yo sea la que acabe por localizarle o por pagar sus supuestas deudas.
Luego me ha llamado alguien del pasado sin capacidad de empatía; alguien apto para entrar en política o en una gran corporación, medios que exigen, como decía un interesante documental del que me habló una amiga inglesa, una mentalidad psicópata, completamente indiferente a los demás. No me ha preguntado cómo estaba, pero al aludir yo a mi condición accidentada, ha dicho, con el tono irritado y burlón de quien identifica cualquier malestar ajeno con puro victimismo, "No será para tanto" y he recordado entonces qué gran sensibilidad tenía para escucharse a sí mismo, para pedir atención por sus enfermedades imaginarias, mientras que el dolor de los demás le parecía una tontería, la muerte de mi padre era "sólo ley de vida", la noticia de una enfermedad crónica de otro, un golpe físico o emocional ajeno, todo le parecía un pretexto autocompasivo, algo sin importancia. "La muerte de los padres, qué tontería, a mí no me afectará la de los míos", dijo hace más de una década.
Un ingeniero me manda mensajes insultantes firmados con nombre y apellidos, comentando la fealdad de mis fotos o diciéndome que soy como una grúa, que los pies que muestro en la foto son horribles, que no soy una persona, que mis lecturas y mis duelos son puro márketing. En algunos mensajes se vanagloria extrañamente de su riqueza (muestra su pobreza de espíritu); cuando yo hablaba de la enfermedad de mi gata me anunciaba que se convertiría en cucaracha, en otros me daba extraños consejos, ahora me dice que mis golpes son merecidos. No sé a qué se debe tanta rabia y enconamiento, pero es un fenómeno habitual, incluso vulgar. Las redes están llenas de gente que insulta. Lo asombroso es que alguien a quien tanto le disgusta mi mundo no pueda dejar de visitarme ni de insistir en expresarme su desagrado. À quoi bon? Yo comprendo que lo que gusta a unos desagrade a otros, pero no permito entrar al blog a gente que insulta; hay unas normas mínimas de cortesía en la red que deben respetarse. Los blogs son como casas o como cafés, donde se reserva el derecho de admisión. Ya hay bastante agresividad por ahí fuera para dejarla entrar aquí dentro. En Inglaterra, los trolls son una figura tipificada en el código penal y son identificados y multados inmediatamente. Eso ayuda.
Ayer recordé que ante las dudas que tenía sobre ir o no a ese lugar del accidente le había dicho a mi amigo serbio: ¿Por qué será que me cuesta más ir a Cadaqués que a Kosovo? Luego lo he comprendido. Volver a los lugares donde ocurrieron las cosas y donde se escenificó lo que no pudo ser, en un entorno de una belleza perdida... En Facebook, J.E. me dice que nunca ha querido volver a los lugares de la infancia, pero que ha reencontrado sus recuerdos en otros más lejanos. Hélène Cixous lo contó en el seminario que dio aquí: "Nunca volveré a Orán, pero me gusta venir a Barcelona -y a otras ciudades con palmeras- porque me recuerdan a Orán." También dice J.E. que el mundo se vuelve cada vez más feo y vulgar y que él ya no busca. Yo creo que sólo busco lugares donde refugiarme. Y por otra parte, este forcejeo mío entre la memoria y el olvido se debe sobre todo a la escritura, como mi caída, el golpe en la cabeza, la rodilla herida conectan también con la materia de esa escritura. Me escribe un amigo fotógrafo, de quien he puesto imágenes maravillosas en este blog, refugiado en la solitariedad de su campo, y si no anduviera renqueante, le visitaría para compartir paseos y conversaciones. Él ha encontrado un eco en mi entrada sobre la escritura y lo ha llevado a su espacio. Me escribió mi amigo serbio, recordándome su experiencia con la pierna rota y me recomendó que me llevara el ordenador al sofá, que "trabajara descansando". Me llamaron mis amigos hospitalarios y otra amiga a la que no pude ver en Cdq, para ver cómo andaba. Esa simpatía y ese humor de los amigos reconfortan y contrastan con las llamadas y mensajes otros. Más tarde hablé con G, que sigue en el sur. Discutimos absurdamente por la escenografía de un recuerdo y pese a todo me gustó oírle. Le conté cómo me dolía todo y me dijo que siempre ocurría así, "yo lo sé porque me he dado muchos golpes", dijo. Entendió muy bien la desolación mía de volver a casa dolorida y renqueante y notar enseguida la ausencia de la pequeña Gilda. G. comentó que ese dolor no se acaba. A veces nada parece curarse. Una amiga me contó cómo había llorado y llorado por su perro cuando murió y cómo ahora que su nuevo perro se ha puesto enfermo se pregunta por qué tuvo otro (Porque nos dan mucho, decía un francés en Fb, y contaba que en su depresión, el único ruido que no le dolía era el ronroneo de su gato). Un escritor me dice que ha vuelto una y otra vez a mi entrada sobre la muerte de la gata. Por alguna extraña razón, ese post y la imagen de mi gata sin vida en el suelo le permiten repensar en su duelo por sus gatos perdidos. Y a mí me alivia que sea así. Me voy a poner en marcha lentamente para radiografiarme el hueso de la pierna. Y para seguir traduciendo y tal vez escribiendo. Hay un cielo plomizo, y un silencio tras el rugido de las obras...
Plus tard...
T. me ha recibido en la clínica, impresionada por mi aspecto, que escandaliza y atrae todas las miradas. Por la calle veo a la gente observarme y sacar sus conclusiones. Al verme la cara, el traumatólogo ha propuesto hacerme radiografía también del cráneo. Era un tipo particular, que hablaba muy bajito y con una mirada estrábica que parecía dirigirse ailleurs, así que debo de haberme perdido parte de sus interesantes observaciones. Según me ha dicho T, además de traumatólogo y fino intérprete del lenguaje abstruso de la radiología, es licenciado en filología inglesa. Él le ha mostrado a T. sus observaciones moviéndome y presionándome la pierna en todos los sentidos. Pero la conclusión ha sido buena, que es lo que importa: nada se ha roto, la rótula está bien, el cráneo también... Me advertido que si se me inflama me ponga frío, que tome antiinflamatorios y analgésicos (yo ya le he dicho que tomo árnica y belladona) y me ha dado un vendaje. Por desgracia, recomiendan reposo. Suerte que me va a llegar un Maupassant para reseñar en La Vanguardia.
Mientras leía a Cacciari en las distintas salas de espera de urgencias, y veía de reojo un edificio de Barba Corsini que nunca habría identificado como suyo, tras los naranjos y magnolios, me he acordado de las conversaciones que tuvimos en Cadaqués Pilar, Joan y yo, sobre La cabaña de Heidegger, sobre su enigma, esa ambivalencia entre la admiración y la crítica que provocó en Hannah Arendt, en Lévinas, en Derrida, en el propio Célan, que escribió un poema oscuro e intenso tras visitarle... Joan me decía que nunca había habido ninguna época en la que el pensamiento quedara más lejos de la práctica. Hablaba de la metafísica, de Aristóteles, de Habermas, de los pensadores pesimistas, de la metáfora de la lechuza (canta de noche, cuando ya ha pasado el día; la filosofía se refiere a lo pasado y no se encara con lo que vendrá), de Sloterdjik, Zizec, del exceso de ir hacia Dios de Lévinas (yo le hablé del A-dieu de Derrida a Lévinas), de Bergson y el libro que lee a sorbos lentos, sólo allí... Cacciari parte de Leopardi y habla de las palabras como "gotas de silencio a través del silencio", llega al lessness o sineidad beckettianos (un ser sin), de las palabras en Joyce, que no denotan sino que son el mundo, de las palabras como "rayos de tiniebla" (Juan de la Cruz), de esa desmesurada claridad de Musil y dice que "cuando la palabra (y el pensamiento, que es inseparable del lenguaje) intenta adecuarse a la alegría de esa claridad desveladora, termina por limitarse a re-velarla, lo que viene a decir, a oscurecerla... Es posible hablar de ese estado, pero sólo negándolo. Sólo puede añorarse tal felicidad, pues sólo relampaguea en el instante... En términos perfectamente witgensteinianos, esa felicidad puede darse, pero no puede ser dicha dentro de los límites del lenguaje."