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martes, 28 de junio de 2011

Leí

Foto: I.N., Portadas de mi plaquette de Cafè Central sobre Denise Desautels, 2011
Leí el texto que había escrito para presentar el libro de la poeta canadiense Denise Desautels, Tomba de Lou, traducido por Antoni Clapès y publicado por Eumo (Cafè Central, Jardins de Samarcanda). Fue en la librería Laie y estaba lleno de gente que escuchaba con atención silenciosa, excepto una mujer que tosía, y que le daba al aire algo doloroso con su rebeldía espasmódica. Durante la primera parte hubo un hombre que se había entregado a la conversación en la librería en voz bien alta, como un saboteur, y eso me distrajo un poco. Luego al fin se fue y entonces pude notar la vibración de esa escucha. Toni Clapés había sido tan generoso que mientras me presentaba yo sólo sufría de que no dedicara más tiempo a Denise Desautels. Lo cierto es que después la presentó muy bien, nos dio un contexto y leyó algunos fragmentos de su magnífico prólogo de Tomba de Lou, para trazar su trayectoria. Al final del acto, los dos leyeron el final del libro y fue emocionante. Y mientras yo leía el mío, veía que Denise me entendía (lo había leído antes en francés) y nos íbamos cruzando a veces las miradas porque yo quería decirle algunas de aquellas cosas directamente a ella, que no sólo es una poeta inteligente y llena de talento, sino que acoge y comprende con esos ojos azules. Antes, en el café Laie, Jordi Nopca entrevistó muy bien a Denise Desautels (ella le llamaba l'étudiant, lo veía tan joven), no sé si para Time Out o para Ara. D.D. explicó cómo había empezado a escribir para salir de toda la muerte que la rodeaba; a veces pensaba que si no hubiera escrito se habría vuelto loca. Citó autores también míos, incluso ese Premier homme de Camus que yo siempre cito aquí y allí, y fue desvelando sin saberlo los motivos de mi conexión con su texto, las coincidencias y las afinidades vitales y literarias. Denise lo sabía: al leerme me lo había dicho, que había algo en nuestra intersección. Así que ayer nos cruzamos más libros que nos suscitaban las lecturas mutuas. Ella me había regalado dos libros suyos. Yo quise regalarle sobre todo Paysages originels de Rolin, por el capítulo de Kawabata, pero no lo tenían. Tampoco estaba L'instant de ma mort de Blanchot, ni Apprendre à vivre enfin de Derrida. Le regalé un libro de Bachelard, y surgieron más coincidencias, o eso que llaman sincronías porque una amiga suya escritora había trabajado sobre él y Denise acababa de leerla.
Para mí ha sido importante haber escrito Denise Desautels. El jardí de les ànimes y estaba muy nerviosa antes de leerlo. La noche antes dormí mal, aunque diría que fue por el calor. Los días antes, mi inquietud se rodeó con antiguos pensamientos de muerte. Incluso oleadas de los interrogantes angustiosos que me habían asaltado en las madrugadas de marzo y abril. Y mágicamente, después de leerlo se desvaneció todo aquello, sentí sólo alivio, aunque una parte de mí seguía haciéndose eco de los dos o tres desplantes que recibí ayer, junto con el éxito. "Cuanto más éxito, más desplantes", vino a decirme la Otra Bel, que había aparecido con su elegancia franzkleiniana y su sagèsse. Y yo me acordé, como siempre, del comentario de un artista conceptual cuando le dieron el premio máximo y se deprimió: "Ahora todos me odiarán", decía, "tan bien que estaba yo en mi cómodo fracaso..." Tampoco yo me he autorizado a abandonar una posición de dificultad material, de relativa invisibilidad, en la que no sólo está la parte necesaria y libre del fracaso, sino también su parte angustiosa, con su fantasía de indigencia. También me felicitó Selma Ancira, muy conmovida, y ese brillo suyo fue todo un homenaje, y la psicoanalista Nelly Schneider y Víctor Sunyol, y la Belle Elaine, que alegraba la vista a mi derecha y quiso llevarse el texto, y la poeta y novelista Esther Zarraluki, y Dolors Udina, la reina de la traducció, y Robert Ferrer, de la Alliance Française de Sabadell, traductor al francés de mi texto, y la artista Louise Vigé, que exhibirá su instalación conjunta con D.D. en ese lugar el viernes. Vi a Eph también con esa sobriedad elegante suya, pero cuando quise saludarle ya no estaba; espero que le gustara. La plaquette está ya en Laie en catalán y en francés (vale 3 euros, aunque ayer se regalaba con Tomba de Lou) y esta semana estará también en La Central, y en el librero de la calle Berlinès y el día 1 se podrá leer en castellano en Frontera D. Fuimos a cenar y al volver iba leyendo L'homme qui dort (también me compré el Journal de Jules Renard, gracias sobre todo a JML y Osías Stuttman me regaló un libro suyo y quiso llamarme "poeta" en la dedicatoria) y al volver me encontré una recomendación de EVM que asocia asombrosamente en un vídeo Taxi Driver con el libro soñante de Perec!!! Es un remix muy interesante, parece que todo encaja!...
Esta mañana, mientras hacía algunas posturas de yoga tumbada en el suelo, he notado una vibración peluda y luego, la patte blanche de Rufus en la frente. Rufus está a dieta. Descubrí que le daba más de lo recomendado por el veterinario (me dicen que, cuando sea mayor, la columna no resistiría el peso de su rayada y aterciopelada barriga de visón) y he tenido que reducir drásticamente. No se queja tanto como pensé. A veces monta guardia en la puerta de la cocina, pero poco más.
Y G. se ha ido esta mañana a un festival portugués, y yo le echo ya de menos, aunque tal vez comamos juntos, cuando está, me quejo de sus costumbres domésticas, pero sé que añoraré tenerle por aquí esta semana, escucharle pensar en voz alta y verle abrazar a Rufus con esos gestos cómicos, y decirle también cosas que él puede siempre entender.
Por cierto, que seguimos con la batalla para salvar el azufaifo y nos dicen estamos en el momento de mayor peligro porque han venido a barrenar y agujerear, y esa salvajada cortaría las raíces de un árbol que ha vivido entre doscientos y quinientos años en ese jardín, que es el mayor ejemplar documentado en Europa de esa especie, pero que el ayuntamiento saliente y el distrito siempre quisieron destruir. No tienen bastante con haber destruido la plaça Joaquim Folguera, despojándola de la frondosidad, el aire, la quietud, la sombra y los pájaros de los 29 almeces que la hermoseaban junto con las antiguas farolas. No han tenido bastante destrozando la pobre Torre Sivilla (desdichada Vil·la Florida), ni la graciosa inclinación de los pinos centenarios de la plaça Narcisa Freixas, ni la esquina frondosa de Mandri con el paseo de la Bonanova, ni todas las casas que han dejado tirar en este pobre barrio, sustituyendo la tierra de los jardines interiores y los patios verdes por más cemento para aparcamientos obligados, este pobre barrio antes silencioso y fresco y ahora polvoriento, ruidoso, contaminado y ardiente de cemento. Quieren aprovechar los últimos días para seguir destruyendo y cobrando comisiones y por desgracia, ya no nos quedan los periodistas cultos y receptivos de antes en los diarios, los han sustituido becarios que no saben nada y en eso basan su arrogancia. Pero resistiremos.

domingo, 8 de mayo de 2011

Allí, no tan lejos

Foto: I.N. La paloma que murió en aquel jardín, 2011
Qué bien se estaba rodeada de bosquecillos y caminos frondosos, absorta en los gestos sutiles y silenciosos de los gatos abisinios, entre la pereza y el frenesí cazador, enfrascada en un libro -donde JE rastrea mundos que desaparecen y en medio de paisajes hechizados recuerda los sueños que le llevaron allí y reflexiona sobre lo real y lo injusto-, agasajada por la hospitalidad espontánea de mis anfitriones, que preparaban comidas exclusivamente veggies para mi dieta radical. En aquellos regios y quietos aposentos que me ofrecieron se me ocurrió un título posible, o tal vez un working title para mi novela, aún desnuda y desprotegida sin él, y sin embargo, sarinagara, tan llena de fuerza propia que parece interpelarme ya como libro independiente de mí. Antes de dormir escuchaba mis cintas de lluvia y cuencos tibetanos y por las mañanas me despertaba un auténtico festival de pájaros. Y luego volvía al trabajo de bruñido de un texto que parecía más y más persuasivo, al mismo tiempo ensoñado y crítico.
Y la segunda tarde, cuando acabó el trabajo, pude visitar un jardín de rosas antiguas, con un esplendor que me recordó a The Rose Garden y también, en otro orden de cosas, a aquellas rosas del jardín de la reina carrolliana que había que pintar. Me gustó andar en medio de los macizos de flores y dejar que me llegaran los efluvios distintos, en una dulce intoxicación rosácea. Pensaba en la economía de esas flores que, de noche, dejan de oler, ya que no vendrán los insectos a fecundarlas. En aquel jardín vi asomar un precioso caballo pinto por la ventana del cuarto de baño y también vi una paloma que había escogido aquella hierba para morir, en un gesto ritual de belleza japonesa, boca abajo, las alas abiertas, el pico clavado en tierra, entre el jardín azul y la piedra azteca escorpiniana. Allí escuché de unos majarajás arruinados y empobrecidos, los hijos de la casa tenían que sustituir a la antigua servidumbre y mostraron lo único que les quedaba de su antiguo esplendor: una daga persa que refulgía al salir de su funda. Y de otro majarajá que se había educado en Inglaterra, como un hombre culto, contemporáneo e interesante que a la vez participaba en las tradiciones y se maquillaba para los rituales en honor de Shiva, reflejo de la realidad de ese país donde todo lo antiguo se preserva y coexiste con lo más contemporáneo, en la vanguardia de las nuevas tecnologías. Allí me encontré con un espíritu afín que ha escrito de sueños, con quien comparto batallas para resistir la loca y equivocada dirección del mundo, y pudimos confirmar en lo real la efervescencia y entendimiento de las redes. También estaba una entusiasta y perceptiva lectora morena de nuestro Sinrazones del olvido. Y la editora que publicará pronto mi traducción de las espléndidas Crónicas de NY de Maeve Brennan, un libro con el que estuve persiguiendo editores durante años y que pronto verá la luz.
No me llevé el ordenador y aproveché para desconectar. Ni un solo momento se me ocurrió pedir a mis anfitriones si podía mirar mis mensajes. Fue como volver al pasado, cuando tres días fuera significaban de verdad un paréntesis y un aislamiento del mundo de siempre. Acabé la entrevista a Pasolini en el tren de ida, bajo la mirada intensa, casi furiosa, de un obsesivo viejo de ojos negros.
Dimos algún paseo. El campo estaba precioso, peinado, frondoso bajo el cielo opaco y de un compasivo gris, con esa luz discreta que realza todos los tonos del verde y hace brillar la tierra. El ciprés de la casa respiraba. Me llevaron a un recodo del río, cruzado por un puentecillo, un paisaje maravilloso que llamaban el Orinoco, pero mi cámara me traicionó.
He vuelto a un domingo silencioso y Rufus no sólo no me guardaba rencor, sino que se ha apretujado junto a mí, ronroneando. Me habría gustado contarle cómo viven los gatos abisinios de la casa donde he estado, así que mientras le acariciaba he intentado mandarle imágenes, incluso de la caza fallida de una delicada serpiente, que de momento logramos salvar, y de una salamanquesa que perdió la cola pero pudo huir por la pared de piedra antigua. No sé si le habrán llegado, Rufus no ha dado signos de recibirlas. Pero ha adoptado ese aire majestuoso, Rufus de Bengala, que me recuerda el privilegio que es gozar de sus favores. Han venido a verme dos niños muy guapos que le perseguían y se han ido enseguida, con sus cuentos nuevos, de la mano de mis radiantes ex suegros. Veremos si vuelve el mirlo que me visitaba. No sé si lo he dicho aquí: mi libro de la ciudad está ya en proceso de maqueta, veremos si llega a tiempo y todo sale comme prévu.
Les leí el primer capítulo de mi novela a mis dos anfitriones: me dijeron cosas muy buenas y estuvimos especulando sobre las posibles motivaciones de los distintos personajes, en una conversación inesperada. A mí me gustó leérselo porque hay algo que se activa con la voz, algo poderoso de la novela que se levanta al leerla y entonces puedo ver lo que yo quería o lo que quería el libro. Se desvanece el extravío barthesiano y se descubre algo hondo.

sábado, 11 de septiembre de 2010

Bajo el sol

Foto: I.N., Allá arriba, donde los gatos, 2010 Todo parece hablarme de M., de la vejez, de la pérdida de la conciencia, de la muerte. Creo que allí es donde mejor puede estar, en esa residencia de la casa modernista y el jardín, pero qué grande es el poder de lo simbólico, que lo arrastra todo como un volcán, con la memoria como lava en flujos ardientes y múltiples, inundando el mundo alrededor.
Dijo alguien que al visitarla, M. comentó lo bonito que era el techo y para mí esa fue una señal. Yo sabía que al menos, la belleza la ayudaría, a ella, que me transmitió sin querer, sin saberlo, su émerveillement hacia el paisaje, los pájaros, todo lo que era bonito... Cuando fui a verla, en su primer día allí, M. sólo quería que la dejáramos en paz, que nadie advirtiera su estado mental, ese cerebro lleno de desconexiones que le impide construir una frase, encontrar las palabras y los nombres. Y es que a M. siempre le importó más lo que los otros puedan pensar que lo real o lo que sienta ella misma. Esa mañana había escondido su bolso, de manera que nadie pudo dar con sus gafas y, además de su confusión, veía mal. No pudo recordar mi nombre, aunque sí identificó nuestro parentesco. Cuando le preguntaron si tenía hijos, dijo un número más grande del real y no recordó que sólo eran hijas. Cuando propusieron jugar a un juego: "¡Yo no!", dijo orgullosa, y se fue a sentar muy cerca de la tv (yo la entendí: pocas veces me atraen los juegos de grupo). Nada más dejarla sola un momento, ya se le sentaron dos hombres a los lados, luego tres, aunque había otros sitios vacíos. Sonreí interiormente imaginando una vida otra de M., como una nonagenaria que conozco, que ha tenido tres enamorados en su residencia: le duran poco, porque van muriendo, nonagenarios también, pero la cuidan y le regalan bombones y flores.
Le probé a M. una de las zapatillas chinas que le había llevado: era su número. Le pregunté si quería quedarse con zapatos o zapatillas, sonrió y dijo: "Los dos", y yo recordé la larga meditación en que sumía a mi padre enfermo cualquier disyuntiva, "¿querrás café?". Muy pocas cosas les acercan. Cuando mi padre perdió la capacidad de silbar (por un arreglo dental), sin saberlo, M. me dijo que de pronto había aprendido a silbar. Anteayer yo pensé que, aun en ese proceso de confusión, el lugar tan amplio y bonito y el jardín ayudarían a M. No había nada opresivo en el lugar, ningún olor, ninguna luz molesta, y la atmósfera social parecía más bien de un hotel des vieux, no de un lugar de reclusión. La belleza cura. G. llegó a casa rapado y radiante. Fuimos a buscar a Vera, la gata. La luz era magnífica allí arriba, pero ha sido un fracaso. ¿Por qué no hice caso de mi idea de que no me convenía tener dos? Nos la han dado enferma, con un fuerte virus gripal, no para de toser y estornudar y moquear, se limpia los mocos con una pata, con una gracia de niña de la calle y es idéntica a los gatos de Walt Disney en 101 dálmatas, una plaga, no para de maullar, estornudar y estropearlo todo, anda con las uñas, arañando, rompiendo, corriendo como un pequeño demonio y Rufus ya no quiere acercarse a nadie, sólo estar escondido, vigilándola, y de vez en cuando le pone una pata en el cuello para recordarle que él es el señor de la casa y ella, en todo caso, su hija pequeña. Ya sé que Rufus se acostumbrará, pero no es lo que yo querría. No es sólo porque sea pequeña; Gilda no fue nunca así, ni Jasper, ni Beni. Una vez conocí en París dos gatos que eran como ella, lo destruían todo, trepaban por mis medias, me perdieron las llaves de la maleta, todas las noches derribaban las montañas de libros y revistas de la sala, me desgarraron un camisón y una blusa, sólo en tres días que estuve allí. Vera no tolera que intentemos acariciar a Rufus, y a lo mejor es una gata maravillosa, pero no conectamos. Para mí, la convivencia es importante, también con los animales. Nos dijeron que, si no encajaba, podíamos devolverla y eso vamos a intentar. Lo malo es la fiesta (notre fête nationale o sólo la de los políticos?). Ayer G. y yo sentimos que caíamos enfermos, a mí me dolían todos los huesos, he dormido doce horas y me estoy tomando ese medicamento homeopático que me ha salvado de tantos gripazos. On verra bien...
Intento leer para reseñar la Calle de los Maleficios de Yonnet.

lunes, 30 de agosto de 2010

El reino de los gatos

Foto: I.N. Gato en la ventana, Alpes Haute Provence, 2010
G. y yo hemos ido esta mañana a la protectora del Tibidabo. Estábamos a punto de irnos a buscar una gatilla a una masía del Ordal, cuando él me ha propuesto mirar antes en la de aquí. Así que hemos enfilado el camino del tramvia blau y luego por lo pedregoso, para ser recibidos por una orquesta de ladridos impresionante y unas escaleras dignas de Escher: a mí, que llevo dos semanas sin poder utilizarlas, me han descorazonado. Pobres perros enjaulados que pedían ser rescatados... Pero cuando al fin hemos accedido a la parte superior, donde viven los gatos, yo maldecía haber olvidado mi cámara. Quelle merveille! Los gatos andan sueltos por el recinto de sus jardines escalonados, con una especie de bungalows abiertos con literas y camitas, corretean por escaleras y tejados, dormitan dentro y fuera y todo el territorio es el reino de los gatos.
¡Qué espectáculo! Gatos sinuosos, siempre escultóricos y estilizados como bailarines, gatos ovillados, somnolientos y ociosos o caracoleando en escalones y tejados, gatos acicalándose, gatos peleando, gatos despectivos y arrogantes, gatos zalameros y afectuosos, gatos hedonistas, sensuales, hoscos e inasequibles, gatos risueños, orondos, desperezándose y con el único deseo de ser acariciados...
Era muy difícil elegir. Todos los que me gustaban (atigrados o negros) eran salvajes, gatos que no pueden vivir en un piso, o de carácter difícil. Había una que me tenía convencida a pesar de las recomendaciones (yo pensaba: ¡Gilda también era tigresa! Y como dijo el veterinario: "Todo gato lleva un tigre dentro". Tampoco buscaba uno de esos gatos como ositos de peluche, que se dejan hacer todo), era guapa y atigrada y no paraba de acariciarme con esa lengua seca y áspera, abrasiva, de los gatos, hasta que de pronto me ha mordido y eso parecía un signo, dos dientecillos afilados en la mano (la marca ya desapareció).
G. pensaba en su tiempo, en sus exámenes de septiembre. Yo tenía que desbeber urgentemente. Y a la pobre directora le sonaba el móvil a cada minuto. ¡Una locura! Un viejuzo con muletas y un pie muy corto sobre un zapato gigante andaba peligrosamente por allí, buscando un gato determinado, siempre a punto de atropellar a varios gatos o de caer sobre ellos.
Había gatos negros, blanquinegros, romanos, rubios, pelirrojos, grises, tricolores, pero era tan complicado. Algunos salían huyendo, otros nos perseguían, otros nos miraban lastimeros, con esas mudas peticiones de ser secuestrados. Pero no siempre coincide el deseo ni las limitaciones: yo no tengo jardín y no conduzco, quería una sola gata pequeña y ya tuve un siamés y un gato rubio pelirrojo...
Cada vez que yo preguntaba: ¿Y éste? Me decía la responsable: "Éste es un salvajito... o Ésta es una salvajita..." O también: "Este gato siempre ha vivido en jardines, no puede vivir sin jardín" (Cómo le comprendo... En realidad, yo tampoco sé vivir sin jardín).
Al fin hemos elegido una gatita pequeña, gris y blanca, que nos seguía prudentemente, sin dejar de vigilar las zarpas de algunos gatazos. G. enseguida lo ha dicho: "Tú sigue, ella vendrá detrás..." No era la gata que yo imaginaba, y la belleza para mí es importante, pero no le faltaba gracia, aparte de esas patas huesudas y grandotas de bambi que tienen todos los cachorrillos. Lástima de cámara, ni siquiera la he retratado con el móvil. Era todo tan extraño... Tantos y tantos mininos y tantas escaleras... Y una zona de suelo peligrosamente deslizante... Y por otra parte, G. y yo nos hemos quedado prendados de un gatazo gordo, atigrado, enorme, que sonreía como el gato de Cheshire y sólo quería que le acariciáramos la barriga. "Éste es un amor", decían las dos cuidadoras.
"¿Y llevarnos los dos?", me ha preguntado G. Pero yo no sé si podría coger en brazos al gatazo... "A ése habrá que llevarle en carretilla", ha dicho L. al contárselo. ¡Y qué bien quedaría en una carretilla! Su majestad felina la convertiría en una lujosa carroza de cuento. Lo cierto es que, juntos, el gatazo y la pequeña gris y blanca serían una extraña pareja. Ahora nos toca esperar los 4 o 5 días de aislamiento, análisis y cura de la gata blanca y gris y que nos certifiquen que está lista para la adopción. "Si no nos dan a la blanca y gris, nos llevamos al gatazo", le he dicho a G. en un arrebato. Y ahora, Dans ma cervelle se promène...
Mi reseña de Maupassant en La Vanguardia Cultura/s

martes, 17 de agosto de 2010

Pensaba

Foto: I.N., Desde la terraza de mis amigos, al anochecer, 2010
... que a veces soy tan belemele que acabo por reírme de mí misma. Belemele es una palabra del pasado: de pequeña conocí a alguien que ponía la voz aflautada y decía: "No me seas belemele"; me gustaba porque no parecía significar nada (al menos como adjetivo, pues designa un poblado africano en Togo y es un nombre de mujer en Polonia). Sirve casi de comodín, como el adjetivo "ñeñe", inventado por una niña que conozco y que usan todos los adultos de su casa, y no tiene relación con ñoño, sino un significado sutil que sólo ellos conocen. Lo que quería decir es que, a veces, resucita mi viejo espíritu atormentado de la infancia y estoy a punto de caer en la desolación sólo porque un troll me dice que me he merecido estos golpes y un instante después no lograba acuclillarme para arreglar el cajón del congelador y la nevera pitaba y la pierna me ardía y no se ha deshinchado rápidamente como yo esperaba y andar renqueante por la calle me agota y tengo que renunciar a paseos y recados y tampoco puedo ir a mi gimnasio alemán. Pero en ese instante me llega un mensaje del novelista y poeta levantino, que ha visto mis fotos del accidente y me manda un breve e improvisado poema luminoso y palabras inteligentes, y casi compadezco a los pobres trolls y me río de mi aspecto de mapache y mi ánimo vuelve a elevarse, un poco como en aquel soneto mío favorito de Shakespeare que no sé si convencía a Lampedusa, el 29, que habla de esos momentos en desgracia con Fortuna, en que maldice su condición de paria, y de pronto se acuerda de su amante y entonces, su estado, como la alondra al romper el día, se alza de la oscura tierra y canta a las puertas del cielo y ya desdeña la suerte de los reyes.
Dice el poema improvisado de A.G:
La piedra ha querido arder sobre ti, y sólo ha prendido la claridad más profunda de tu rostro.
Y dice el soneto favorito de Shakespeare:
When, in disgrace with fortune and men's eyes, I all alone beweep my outcast state And trouble deaf heaven with my bootless cries And look upon myself and curse my fate, Wishing me like to one more rich in hope, Featured like him, like him with friends possess'd, Desiring this man's art and that man's scope, With what I most enjoy contented least; Yet in these thoughts myself almost despising, Haply I think on thee, and then my state, Like to the lark at break of day arising From sullen earth, sings hymns at heaven's gate; For thy sweet love remember'd such wealth brings That then I scorn to change my state with kings.
Y en Facebook hay un bullicio de amigos reales y virtuales que vienen a consolarme de mis males. Una de ellas, Eva H., espíritu libre y fogoso, al ver mis fotos, me dice: "Lo superarás, y cambiará el paisaje... Con esa mirada, vas a la metafísica, Bel, y adonde quieras..." y luego añade "tu última sonrisa es de Gioconda... Imagino lo que puede salir de tí después de esto... Son momentos difíciles de los que se sale más fuerte... y tú sabes..."
Yo sigo con ese Maupassant maravilloso, que había leído como En Sicilie y ahora leo como La vida errante, y reconozco mi Sicilia en la suya y descubro con asombro sus ideas modernas. Pero de esto ya hablaré en mi reseña... T. me ha traído un bastón para que ande sin tanto vaivén. Yo, que soñaba con una recuperación inmediata, rechacé el que me ofrecía mi amigo JCM, y luego me di cuenta de mi error. La mente sigue yendo más deprisa que las piernas! Antes no he llegado al periódico, ya estaba agotada sólo de comprar cuatro cosillas. Mañana tendré que pensar algo para el pan de mi desayuno, que yo compraba en Gràcia, al final de un recorrido a pie... También en Fb, a través de Xavier A., Imma M., a quien no conozco pero que parece culturalmente afín, ha citado a Calvino hablando de Pavese en un libro que yo leí hace demasiado tiempo y ahora acabo de rescatarlo de la estantería; está en mi mesa. Xavier A. ha ido hilando pensamientos con unas lecturas de Pavese que son una tentación. Yo sólo conozco el Pavese poeta y el del Oficio de vivir, conozco al Pavese del que habla Natalia Ginzburg, pero no conozco esas narraciones ni esa felicidad en la tristeza suya que describe Calvino. Así que se añade a mi atasco de libros, agravado por las novelas de algunos amigos, que esperan ahí en la mesa...
Hoy, además de otros fastos, era el aniversario de un amigo excéntrico desaparecido, Oriol D., que físicamente tenía un parecido asombroso con Gombrowicz, y al que sigo echando de menos. Me ha llamado justamente Mihoko S., que le conocía más que yo, autrement.
He hablado con alguien del pasado, que hoy parecía otro, más civilizado. Me ha llamado una amiga artista a la que veo menos de lo que quisiera y me hace ilusión que me siga leyendo. También he hablado con un poeta que ha estado enfermo y ya se está reponiendo. Me ha llamado la Belle Elaine, que está trabajando con cierto frenesí estas dos semanas y que me debe carta. Y he entrado en contacto con una asociación de acogida de gatos, para una adopción posible... Iré a verlos cuando vuelva G.
Pero lo que hoy me ha restaurado de verdad, de forma más duradera, ha sido la hora y media matinal de escritura de mi novela, inesperada y abrupta, pero real. Veremos mañana...

martes, 16 de junio de 2009

Essoufflée

Foto: I.N., Fachadas del Eixample, junio 2009
Ayer era un día agitado interna y exteriormente y cuando al fin fui a cerrar los ojos pensé: debería haberlo registrado, filmado, anotado, tal era la intensidad de mis sensaciones y pensamientos mientras corría de aquí para allá a distintas situaciones. Vi por última vez a la sacerdotisa del oráculo. Su lectura complementaria de mi sueño fue tremendamente sugestiva, yo pude contribuir. Ella tradujo mis palabras dibujando mi escena y salí de allí con una sensación tan reforzada, de comprensión de mi mismidad del momento que me parecía ir volando. Pese a todo, podía defenderme y solté un medio bufido a alguien que llamó, intentando (así me lo parecía) organizarme la vida. Estuve en una especie de encuentro pragmático que también tenía como tema la desmemoria, pero sin poesía, y yo expuse mi punto de vista. También me fui encontrando al grupo que defiende la arboleda de la plaça Joaquim Folguera, que ayer ya fueron a tv3 (colgaré el vídeo en Polis, en cuanto tenga otro momento). Me siento un tanto inspiradora de toda esa resistencia, aunque sea humildemente, por el ejemplo del azufaifo y porque recuerdo aquellos dos actos callejeros en la plaça Joaquim Folguera haber anunciado y protestado ya por ese plan de tala salvaje ante tanta gente del barrio. Esta vez yo sólo procuro darles visibilidad, a mi humilde medida, protestar en el blog y mandarlo a algunos periodistas, pero me alegra muchísimo que esas mujeres estén ahí, batallando. Isabel Lacruz está con ellas. Hay gente más joven y también algunas mujeres octogenarias, y hace ilusión verlas resistentes y dignas, con la mente más clara que mucha gente más joven, tal vez precisamente porque algo pescaron de la única época esperanzadora de este país. Ayer oí a una que hablaba frente a la cámara, a la sombra de los almeces que nos quieren arrancar: hablaba muy bien, seria y culta y humanista, con su indignación legítima y conciencia de nuestro derecho a que no nos arrebaten la frondosidad ni el patrimonio como están haciendo. Luego me pareció que se unía a ella la madre de un poeta, que vive cerca, y me alegré de que también fuese del grupo. Naturalmente algunos tontos ignorantes las han descalificado como "un grupo de pijos de sant gervasi" (confundidos por una etiqueta errónea), como si no perdiera toda la ciudad el oxígeno, la sombra, los pájaros, el patrimonio, como si sólo importase la esquina donde uno vive, como si no pudiéramos pasear por otros barrios y no fuese mejor atravesar una Lesseps con árboles que el espanto de ahora o coger el tren frente a una plaza aireada y fresca y con pájaros en lugar de ese festival de cemento ardiente que es Sants, como si no nos afectara siempre que andamos la contaminación, como si no afectase al clima y las lluvias, etc. Pero hay gente tan corta de vista, son una especie de mutantes que sólo piensan en que el parking y el metro estén a los pies de su casa, para no mover la barriga. No tienen memoria y al parecer, deben de respirar por branquias y llevan tapones de cera en los oídos y orejeras de burro para no salir de su sueño de hereuville, y creen que hablar de esto es perder el tiempo, ya que ellos se imaginan en Darfur... ¿Y por qué ese trazado implica perversamente no sólo talar y destruir la mejor plaza con arboleda urbana de la ciudad, según el jardinero Joan Bordas, con almeces perfectamente sanos y también septuagenarios o más, sino también destruir parte de los magníficos pinos de Ca n'Altimira, Mandri arriba, que donaron unas monjas a la ciudad para disfrute de los vecinos y no del cemento?
Pero volviendo a mi lunes agitado, atravesé la ciudad varias veces, una de ellas tuve que coger un taxi y el conductor era un joven rapado con piercing y ojos verdes, mejorando el paisaje, y curiosamente me habló de árboles y obras y ruido, dijo que había que irse de aquí, que lo estaban destruyendo todo los políticos, y surgió un fragmento de historia en un paisaje de guerra, antiguo, que no hubo tiempo de dilucidar.
Llegué a tiempo a la Casa Elizalde para ver En el camino de Esmirna de Pere Alberó, un itinerario por la historia de Europa y la persecución del helenismo. La idea surgió durante su anterior documental Una mirada sobre el prado que llora, donde Alberó seguía a Angeloupoulos por Macedonia y descubrió que toda la gente con la que hablaba tenía antepasados llegados desde Asia Menor, y el abandono forzoso de aquel lugar de la tierra, y el desarraigo de un millón de desplazados de principios del siglo pasado dibujaba parte del perverso siglo XX europeo y la forma en que los distintos estados occidentales se fueron apoderando y forcejeando con los restos del imperio otomano se escenificaba ante sus ojos en aquellas historias de familia. Así que Alberó viaja en este camino de Esmirna, y filma en un diario tentativo, pues a veces la hospitalidad de la gente, con la que habla en griego y que le invita a tomar un ouzo o a unirse a sus celebraciones no excluye la aversión a la cámara, o en todo caso, él reflexiona sobre lo que significa la interposición de una cámara sin un trabajo previo, por la posible falta de respeto que implica. Ese diario es a la vez de una poética visual que va mucho más allá de la voz en off, pues las imágenes se convierten en metáforas poderosas, como esa tortuga de la historia parece señalar el tiempo necesario que los pueblos necesitan para poder hablar de sus traumas. La belleza asombrosa de esos paisajes con sus magníficas ruinas griegas contrasta con la oscuridad física de personajes arrugados. Es verdad que su voz es necesaria, aunque sorprende de pronto con sus acentos y su entonación a veces dubitativa. Pero cuenta algunas historias -el mito de los peces- decisivas, se apoya en citas, expresa con naturalidad su posición frente al azar, frente a lo imprevisto en el documental (esa parte también me resultaba personalmente significativa, como su fascinación por ese tumultuoso siglo XX y esos desplazamientos, restos y herencias o por ese tema para mi obsesivo y muy contemporáneo que es la presencia del pasado en el presente) y redondea la historia. Se trataba de esas ciudades del Mediterráneo de las que yo hablaba en mi libro balcánico, que Massimo Cacciari definía como ciudades archipiélago, donde habían convivido todas las culturas y religiones en paz, en una tradición multicultural hasta que la manipulación política de algunos y la actitud de Europa occidental acabó con todo: Estambul, Esmirna, Tesalónica, Sofia, y también Sarajevo, cuya destrucción y la contemplación indiferente de la Europa de Maastricht me produjo a mí el estupor sin aliento que llevaría a mi libro. Se habló de la mirada subjetiva de Alberó, de su melancolía de las ruinas, y claramente también, del mismo modo que escogía esos paisajes sin degradación (exceptuando la propia Esmirna, presa del cemento) y esas marañas de árboles multicentenarios y las rígidas, carnosas amapolas y una luz oscura, también diría yo que parecía preferir a los personajes más estragados por el tiempo, como si mostraran en sus caras las cicatrices de la historia, como si esa crueldad política les hubiera arrebatado la belleza que sólo está en el paisaje (algo que me hizo pensar en este país nuestro, aunque aquí el paisaje sí es destruido y engullido por el cemento a diario). Pero no sólo había tristeza en la luz neblinosa que recordaba a una película ya no sólo de Angeloupoulos sino de Béla Tarr; había también una celebración gozosa de lo nostálgico, un dolor de la pérdida y la memoria que también era alegre bailando y lleno de todas las músicas.
Allí apareció una psicoanalista kleiniana de origen griego por vía materna, de una familia grande bourgeoise que perdió allí sus posesiones, nacida en la India y criada en Alejandría y más tarde en Bruselas, casada con un catalán. Y todas esas historias se fueron cruzando luego en una cervecería.
Y a mí, todas las distintas situaciones de ese lunes agitado parecían hablarme de las mismas cosas, incluso las casas y balcones que me hablan entre los árboles que quedan y que tengo que fotografiar o contemplar en una extraña mezcla de asombro maravillado y alegre y tristeza resistente, y parece inexplicable tanta coincidencia, como esos enamorados traicionados o abandonados que escuchan sin querer en la radio de un taxi boleros que les hablan de abandono y traición. La película de Pere Alberó me hizo pensar en Les plages d'Agnès de Varda, así me siento yo, precozmente, pero también leí un poco del último Gesualdo Bufalino (gracias a JC, gracias a un sembrado artículo de VM) y ya en el prólogo de ese Tommasso e il fotografo cieco decía que lo había escrito "fra una anestesia e l'altra, fra un by-pass e l'altro, per allegria", no irónica sino sinceramente, porque puede haber algo de fruición vital en esos momentos en que hacemos duelos por cosas y personas dejadas atrás, un poco al estilo del Derrida de Apprendre à vivre enfin, en que recogemos con afecto incluso nuestro dolor, imbricado en la alegre y autoparódica burla de nosotros mismos. Y en ese mismo momento había empezado yo una misteriosa conversación con un escritor levantino al que me propongo leer en cuanto pueda, al parecer lleno de ese humor desbordante y tal vez negro y también enfrentándose a algún que otro duelo, y él me describió una escena donde la borradura de la memoria y el estado vital de una mujer mayor y los cuidados forzosos de su abrumado hijo parecían salvados sólo por la presencia sigilosa y arrogante de tres o cuatro gatos.
Y es que el domingo había estado yo en la casa luminosa y alegre de Tigridia, donde la gata Cora imponía su sigilosa despedida, un día o dos antes de morir. Nosotras preparábamos el viaje a Sicilia, dos jóvenes deambulaban por la casa y en un estoicismo discreto y disciplinado, la pobre gata, con una pequeña sonda atada al lomo, los ojos cubiertos de una membrana opaca y deslucida y sin poder ya cerrar del todo la boca, recorría las estancias y subía y bajaba las escaleras para acceder a la terraza donde tenía su arena, iba descansando en sofás y butacas, subía y bajaba despacio, sin quejarse, sin maullar, conformada con el fin de su vida. Y esa escena me sobrecogió. Al volver a casa mi gata no ha parado de pedir caricias, juegos y atención, como si hubiera visto la escena y supiera de mis otros duelos y quisiera recordarme que un día también tendremos que despedirnos de ella.

domingo, 25 de noviembre de 2007

De la escena originaria y el deseo de escritura

Foto: Guillermo Aguirre, Nou llit de la Gilda, 2007

Espero que me perdonarán que tome dos expresiones robadas para utilizarlas a mi aire, desvirtuándolas, como hacen siempre los periodistas (a los que no hay que hacer mucho caso, según dice un artículo de Las Nubes).
A mí me gusta recordar la falsa escena originaria , acto primero de este espacio. La tarde en que mi ya londinense amiga Esther se empeñó en que yo hiciera un blog y yo me estuve resistiendo y forcejeando con el servidor y repitiendo: "¡No puedo!" y "Es imposible", dos frases habituales de mi padre (Cuando murió, alguien me pasó una carpeta de prensa con todas sus entrevistas y no pude evitar reírme al ver que en varias de ellas salía al menos la más impersonal de las dos. "'Es imposible', dijo Núñez..." Aún me pregunto si esa imposibilidad reiterada que siempre le escuché a mi padre estará asociada a mi atracción por las historias imposibles, en muchos ámbitos, y por los resquicios de sorpresa positiva y generosa que implican. Cuando algo es imposible de entrada, y empieza con un no, hay una corriente libre que domina y todo lo que se genere será un regalo inesperado...). Pese a mi rechazo, acabé consiguiéndolo técnicamente, pero todo el tiempo, durante los primeros meses amenazaba a la pobre Esther con abandonar, y aunque ella no ganaba ni perdía nada, simplemente le entristecía que no lo intentase porque estaba convencida de que yo debía tener un blog, y me hablaba todo el tiempo del blog de un escritor inglés gay y transgresor, que contestaba los comentarios, y cuando yo le decía que nadie leería el mío, me recomendaba que tuviese paciencia... (una virtud que yo nunca he tenido). Y de vez en cuando ella mariposea por aquí y me dice: ¿te acuerdas?
Hice el blog para apoyar a mi pobre libro, que nunca tuvo distribución de verdad y quedó limitado a unas cuantas librerías de esta ciudad, y aunque mis amigos madrileños, isleños y de algunos otros lugares del país lograron hacérselo llegar, la presencia era muy limitada. Así que al principio, éste era un blog de opiniones y artículos de prensa ajenos, y sólo la selección de las imágenes era mía. También lo hice para recomponerme en google, ya que la nueva Vanguardia digital había borrado todos nuestros artículos de la red y de pronto era como si nunca hubiera escrito nada, como si no existiese.
Y luego, poco a poco, guiada sin saberlo por el sueño escrito en El cec de l'Odissea, el bloqueig i un somni d'editors, fui descubriendo este extraño género libre, donde puedo hacer lo que quiero, con la sensación de un titiritero o de saltar de pequeña en una cama elástica, una especie de casa virtual y al mismo tiempo una revisitación de las postales que tanto me gustaba mandar y recibir hace años, en la época del correo terrestre.
En realidad, yo tardé mucho en saber algo de mis lectores. Pensaba que los únicos visitantes eran aquellos que dejaban comentarios, es decir, un puñado de bloggers otros que de esa forma me invitaban a ir a sus blogs/casas. Pero empezaba a encontrarme gente, conocida y desconocida, que decía leer mi blog. Una vez me presentaron a una poeta que me preguntó qué tal tenía el diente. Yo no entendía nada, pero ella había leído que en mi viaje de vuelta de Pristina se me había roto uno en el avión. Luego me llegaban emails: "Bel, he leído que tienes gripe. ¿Quieres que te traiga algo?" Hasta que un día puse el contador y me di cuenta de que entraba una media de 200 a 250 diarios y sentí una ráfaga de felicidad. Tal vez, de esos 250 de entonces (hace tiempo que no compruebo), algunos sólo mirasen las fotos o leyesen las negritas, como si fueran artículos de gossip. Tal vez algunos entrasen por error. Tal vez yo misma entrase en el cómputo. Pero aún eliminando todos esos, a mí me parecía mucha gente leyéndome y la idea me producía un efecto balsámico y excitante al mismo tiempo. Un poco como la radio, donde uno habla en la invisibilidad, imaginando, sin saber quién le escucha (no como la televisión, tan extrañamente obvia). Aún ahora, cada vez que descubro que cuento con otro lector inteligente, vuelve la ráfaga. Y en alguna ocasión, hasta me ha parecido que algunos personajes que me leían se guardaban mucho de decírmelo.
Lo cierto es que yo había propuesto una columna en La Vanguardia sobre la ciudad, que nunca fue aceptada. Incluso me había dibujado a mí misma sentada en lo alto de una columna dórica, o mejor corintia. Quería escribir escenas de mis trayectos, hablar de los vendedores que no querían vender, de la antigua cárcel, de los cementerios, de los transeúntes ruidosos, de tantas conversaciones oídas y escenas observadas en la calle, que siempre generan pensamiento especulativo. Quería hablar de lo que me apeteciera. Y este blog ha sido una manera. Naturalmente, tiene algunos inconvenientes que, como en el catecismo, se encierran en dos: no ser remunerado (¡eso me hace sentir culpable porque pierdo el tiempo!) y recibir visitas indeseadas.
Además, yo sólo escribo este blog para burlarme de mi bloqueo, de mi terror a la escritura, que no sabe convivir con mi deseo desaforado de escribir. Los relatos y las historias se apretujan en mi cabeza y pugnan por salir, pero cuando intento abordarlos, algunos desaparecen, se evaporan o rebelan insidiosamente, o bien me plantean nuevos problemas y una marea interna me lleva a abandonarlos con cualquier pretexto. Por eso, esta casa virtual donde escribir y ser leída me consuela mientras tanto. Y a veces pienso que, cuando pase la marabunta de estos días, en que no tengo tiempo ni de respirar, haré una selección de estas entradas y empezaré a proponérselas a algunos editores. Y si me lo publican, tal vez considere que ha llegado la hora de cerrarlo.
En cuanto a la foto, G le compró a Gilda por Internet una nueva cama muy confortable para su vida en el interior (en la terraza tiene dos más resistentes) y la gata, tras un misterioso proceso de inspección y gestos rituales, la ha adoptado felizmente. Cambia de postura con fruición. Duerme aún más profundamente, y cumple la que según una amiga inglesa es la función primordial de los gatos: dormir e irradiar vibraciones armoniosas y de relax a su entorno.

viernes, 22 de junio de 2007

Soñar, tal vez dormir



Una extraña oleada de insomnio de origen aparentemente físico (hormonal, y por lo tanto, poderoso y capaz de burlar y sortear los efectos de todas las hierbas) me tiene secuestrada desde hace ya más de una semana. Sueño que duermo, pero no lo logro realmente. Me despierto varias veces en la noche y aunque no tardo tanto en volver a las regiones de Morfeo, ya nunca es suficiente. De día, me mareo terriblemente al cambiar de posición, y aunque por las mañanas mis baterías parecen mágicamente cargadas, el cansancio me invade después de comer y ya no me abandona.

Mi amigo escritor serbio me recomienda que duerma con mi gata. Podría ser que sus vibraciones, esas ondas expansivas de ensoñación y sopor gatuno fueran contagiosas. Chissà.

O tal vez podría hacer caso a Paul Éluard:

et, comme aux temps anciens, tu
pourrais dormir dans la mer.

Podría dejar que me durmieran los poetas, echarme al sofá con un montón de libros que hablasen de dormir, taparme con ellos, dejarme envolver por sus palabras de bosques y mares donde se duerme, recuerdo fragmentos. T.S.Eliot escribía:

Whispers and small laughter between leaves and hurrying feet

Under sleep, where all the waters meet.

Más de una vez he pensado que yo usaba los libros así, como el tío Gilito se revolcaba en su dinero, quitándose el albornoz y zambulléndose como en una piscina, tal vez lo mío sea similar...

sábado, 24 de marzo de 2007

Cuento de madrugada

Foto: un gato de Andy Warhol
Anoche me despertó un sonido insólito. Parecían las uñas de un animal pequeño, como cuando a la gata le crecen las suyas y se la oye andar como a los perros, pero aquí en versión reducida, el tic-tic más continuo de un bicho más pequeño. Como una araña con zapatos de claqué. Parece una tontería, pero en la hondura de la noche y arrancada sin transición de un profundo sueño donde predominaba el azul, me asustó muchísimo. Le pregunté a D. si lo había oído.
Estaba segura que me diría que no, nunca nadie detecta lo mismo a esas horas insomnes, como en el poema de Alexander Kushner en que un hombre oye llorar a alguien en medio de la noche y la mujer que está a su lado en la cama le dice que no es nada, que se duerma. Como cuando, muchos años atrás, en Cadaqués, nos despertó un leve temblor de tierra y yo volví al sueño inmediatamente, pero J. se quedó despierto y militante, escuchando la radio, casi escandalizado de que yo pudiera volver a dormirme tras algo así.
Por eso me sorprendió la respuesta de D.
"Sí", dijo, y parecía casi inquieto. "¿Qué era?"
Me pregunté si lo decía por seguirme la corriente, para que no le sacara de su sueño plácido y agotado de siempre, de esa fisicidad que a veces envidio porque apenas tiene umbral del sueño. Despierto parece lleno de energía, pero si se queda quieto, D. puede dormirse sin acabar una frase. Extrañamente, al cabo de un momento, la voz de D. volvió a interrumpir mi escucha atenta y palpitante: una búsqueda quieta, cazadora, en la oscuridad, del bicho invisible que había agujereado mi somnolencia.
"¿No tienes un gato? (lo dijo poniendo el acento a la francesa, dijo gató, o gateaux, es decir, pastel... Iba a hacer una broma sobre darle un pastel al ratón, pero el agotamiento ayuda a economizar palabras). "Il faut qu'il travaille", murmuró entonces D., como dándose cuenta de que el sueño le devuelve a su lengua. "Tu sais que j'aime pas les chats", me dijo al oído, quizá para que no le oyese ningún animal, mais il faut bien qu'il travaille..."
"C'est une chatte", dije yo, acordándome de Colette y un poco ofendida por la sugerencia de explotación de la pobre Gilda, inducida por un descastado al que no le gustan los gatos. En realidad, pensé, su falta de empatía gatuna es una de las cosas que me cuestan de D., como si fuera una prueba de algo peor. ("Are you a cat person or a dog person?", me preguntó una vez una niña australiana para decidir si yo le gustaba...) Pensé en la fábula de Esopo, Venus y el gato, en que Venus recobra su viejo self y salta de la cama a por el ratón.
D. se ofreció a abrir la puerta de la terraza y Gilda salió encantada de su caseta perruna y entró, sin uñas, sigilosamente ("à pas de chat", como diría Cixous). Yo la cogí y le enseñé la zona del ruido. Pero Gilda sigue sus propias reglas. Parecía más interesada por la presencia de D. que por ninguna otra cosa. O tal vez, molesta por sus comentarios.
En vez de aprovechar para subirse a la cama, o entregarse apasionadamente a una de sus cacerías nocturnas, la chatte prefirió dormir cerca de la puerta de la habitación, plácida y vigilante al mismo tiempo, en la butaca que hay a la entrada, en una concesión generosa a mis temores.
Cuando D. se iba, y Gilda tomaba el sol matinal en su terracita, he pensado vagamente y con cierta pequeña aprensión que aparecería el ratón oculto. O la tarántula.