Heme aquí de nuevo refugiada en esta casa ajena, tan bonita y ordenada, huyendo del ruido de mi pobre casa... Al llegar tenía frío y mi anfitrión me ha indicado por teléfono: "ves a mi habitación, abre mi armario y encontrarás unos jerséis de cachemir..." Pero antes de encontrarlos, el orden y la pulcritud del armario me han hecho ruborizarme internamente, pensando en el horrible desorden imposible de mis armarios. Aquí no hay nada superfluo, todo lo que guarda ese armario sirve y está inmaculado...
G ha aparecido enseguida, como una plaga. Yo me las prometía tan felices trabajando sola en este silencio, pero él ha decidido venir a estudiar la civilización micénica y minoica... Y nuestras batallas por el lavabo o por las mutuas interrupciones se han trasladado aquí, a casa de su padre, entre risas. La verdad es que no nos hemos molestado apenas.
Luego, JC me ha invitado a comer en el Ferrum, en tiempo récord, un tronco de merluza con diminutas alcachofas, un buen vino que me ha intoxicado agradablemente y la conversación especial de JC, que al acabar la comida se iba pitando a Mataró, al hospital donde hace la reeducación para su rodilla intervenida. Me cuenta que es un lugar onírico y silencioso, una especie de lenta coreografía del dolor que él quisiera filmar, ¿cómo lo ha llamado? ¿Poesía del gesto? Un lugar de doloroso, esforzado silencio donde los asiduos, de una gran diversidad de edades, heridas y backgrounds, se esfuerzan en gestualidades muy distintas y especializadas, uno mueve la muñeca, otro hace girar un pie, y avanzan poco a poco, día a día, en ese espacio luminoso donde todo podría corregirse.
Antes de comer he tenido que pasar por el estudio gráfico de la diseñadora del libro de Isozaki, a buscar unas fotocopias, he llegado casi corriendo, atravesando una zona de recuerdos sin pensar, y luego he cogido un taxi, algo que no hago nunca, que me ha llevado volando al otro extremo de la ciudad. Por el camino iba leyendo las Conversaciones con Thomas Bernhard y me iba riendo sola. Bernhard, tras insultar y expresar esa rabia suya vehemente contra la estupidez humana y profesionalizada que tanto me consuela, contaba cómo al morir su abuelo le habían metido en un periódico, donde el encargado de las crónicas judiciales estaba enfermo y él le sustituyó, extasiado de que las tonterías que escribía de noche salieran publicadas por la mañana... pero lo que él quería era tener una tienda de ultramarinos. Y era tal su genialidad y me gusta tanto su foto de la portada que la sensación de felicidad y humor me desbordaba... Y ha llegado JC con su libro italiano de memorias de Erri de Luca...
Pero al volver, incluso aquí, en el patio de la casa silenciosa de mi ex, han empezado unas obras y se ha roto el silencio. Yo quería hablar aquí... de la calle. La otra noche, al volver a casa en los FFCC, había unos rusos sentados relativamente cerca. Reconozco que cuando oigo hablar ruso (y otras lenguas eslavas) siento una fascinación incontrolada y me vuelvo como la protagonista de Un pez llamado Wanda o de Belle du seigneur. Los escuchaba. "Jarashó", dijeron, una palabra que conozco. Uno de los tres me miró y yo, puesto que era guapo, le devolví la mirada. No veo por qué debería apartar la vista, pensé. Pero tal vez desconozco ciertos códigos. Llegó mi parada y me fui a la puerta. Y de pronto, el ruso guapo vino hasta allí y me dijo (tal vez era lo único que sabía, en inglés) directamente: "Do you want to fuck with me?" Yo lo miré atónita y le contesté: "Yes, in another life", y abandoné el tren. Era verdad. No me habría importado, en otra vida. Pero no en la mía. No podemos vivir sin prejuicios, me dije. Eran tres y tal vez los otros dos se ocuparan de desvalijar la casa. O tal vez no. ¿Cómo saberlo? Desconozco sus códigos. Sin hablar y por su ropa o sus gestos, no podía saber si se trataba de un estudiante, un desvalijador de una banda peligrosa, un desesperado o un joven de moral intachable. Sólo supe concluir sobre su belleza, la vaharada alcohólica y la atmósfera sexual.
Al día siguiente, hacia mediodía, cogí el mismo tren de Sarrià hacia Catalunya para encontrarme con Yelena. A mi lado se sentó alguien con casquillos de música, yo seguí leyendo el periódico, hasta que me preguntó dónde debía bajarse para ir a Rambla Catalunya. Era un chico moreno, pequeño y delgado de aire hindú. Le pregunté el número, le dije que bajase en la siguiente estación, Provença. "Eres española?", me preguntó. Y al decirle que sí, respondió. "Yo de India" y me tendió la mano con gran vigor. Eso me hizo gracia. (Recordé aquellos tipos que se sentaban frente a mí en los trenes de madera hindúes y me sometían a una especie de formulario prolijo y naïf: "Where do you come from? What is the name of the Prime Minister of your country? Do you eat meat in your country?") ¿De qué parte de la India? le pregunté. Era del Punjab. Le dije que no conocía el norte, que sólo había estado en el sur y... "¿Por qué no me das tu teléfono?", me propuso entonces. "Yo tengo mucho tiempo libre", añadió (no le dije que yo no...). "Podría contarte cosas de India y darte direcciones..." "Mejor que me des tú el tuyo", repuse, y me lo anotó en el periódico antes de bajar. Se llamaba Lakhi. Luego se lo conté a Berta, que es gerente de un restaurante con camareros de todas partes del mundo y se queja de que en la Seguridad Social, con esas visitas tan breves, los médicos no se arriesgan y le dan la baja a todo aquel que lo pide, y concluyó: "¡Mucho tiempo libre! ¡Pues claro, habrá cogido la baja!"
Unas semanas atrás, otro chico eslavo me abordó en los FFCC. Hablaba un castellano sin acento, como sólo ellos logran, pero con léxico limitado. Iba con otro y me preguntó qué significaba una palabra; en el supermercado le habían regalado una crema y quería saber para qué servía. Hablaban una lengua que yo no pude situar, y no pude evitar preguntarle: "¿Pero no sois rusos, verdad?" "¡¡¡¡Rusos, noooo!!!" respondió él. "¡De Georgia!" Me disculpé. Entonces llegó el tren y procuré sentarme a distancia. Su compañero, que tenía bastante mal aspecto, se quedó dormido, pero él no me quitaba ojo. Cuando fui hacia la puerta (¿será una costumbre por allí?) vino a reunirse conmigo y me preguntó, en su castellano inmaculado: "¿Puedo ir contigo?" Le dije que no, y ya entonces me fui pensando en todas esas interpelaciones callejeras sin salida, castigo a mi curiosidad, que contrastan con la pasiva y fea uniformidad del personal de esta ciudad.
Por cierto que antes he citado un libro de Albert Cohen y no puedo evitar decir aquí que alguien me recomendó inexplicablemente Le livre de ma mère de ese autor y me horrorizó la relación misógina con esa madre sacrificada de la que él se avergonzaba y luego idealizaba precisamente por esa absoluta entrega tan obscena y con tanto desprecio de su ser. En cambio, la pieza de Simone de Beauvoir sobre la enfermedad y muerte de su madre, muy contenida y cerebral, me entusiasmó, tanto como aquella otra en la que Paul Auster retrata a su avaro padre (no sé si era en The Red Notebook o The Invention of Solitude), o como aquellos pasajes magistrales de Brideshead Revisited de Evelyn Waugh donde aparece aquel aún más frío y avaro padre del narrador.
Y una pregunta al aire: ¿quién me deja grabadas músicas tristísimas en el contestador? Esta vez parecía una ópera de Puccini, la otra vez era una canción más contemporánea sobre la soledad. Tal vez alguien se confunde y el mensaje no llega a su destino, y si no es así, quien crea que voy a reconocerle y recordarle con ese método se equivoca. O quizás es un alma generosa, que reparte música al azar. One never knows, diría mi amigo O., pero está muerto.