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sábado, 2 de mayo de 2009

Otra película japonesa en el Baff

Foto: I.N., Árbol en el puerto de Vigo, 2009
Still Walking (Aruitemo, aruitemo), una historia de familia, con todos los demonios familiares mostrados en diálogos bien construidos, con sutileza y humor, sin ahorrar las muestras de insidiosa y pequeña crueldad y la injusticia, pero con personajes complejos, que enseñan siempre también sus lados comprensibles o simpáticos, su condición multifacética, sus desesperaciones, las razones de su violencia, de forma que todo tiene la ambivalencia del mundo real (esa misma ambivalencia familiar que me costó tanto comprender de pequeña, porque era distinta de los cuentos donde los malos eran sólo malos y, como decía Kierkegaard del Viejo Testamento: "ahí se odia y se ama de veras, se mata al enemigo y se maldice a su descendencia por todas las generaciones; ahí se peca") sin que nada se resuelva, para acabar mostrando que la influencia paterna es más fuerte cuanto más se niegan las cosas. Y otra vez la presencia de la naturaleza como textura de las cosas vivas (inotchi!), las mariposas representando el fantasma del hermano muerto, que sigue ahí actuando como un molesto convidado de piedra y doliendo a todos. O las mariposas representando la influencia familiar (tal vez propiciada por la negación) sin crítica, sin transición, tras haberse opuesto. Sólo me molestaba una música de guitarra que se oía en cuanto salían afuera, y que parecía impostada, al menos a mis oídos occidentales. Y qué gusto estar un rato en esas casas japonesas, viéndoles comer y preparar comidas y ritualizar las cosas cotidianas mientras negaban o bromeaban sobre lo que ocurre. Y el personaje del niño que miente libremente cuando no le interesa mostrar algo suyo. Una de las actrices (You, la protagonista de Nobody Knows! o Dare mo Shiranai) me interesa siempre y su personaje -la hermana mayor- era aquí muy sugerente: crítica y afectuosamente burlona, podía afirmar sus deseos sin quejarse, a diferencia del hermano, que estaba preso del fantasma y de la actitud de los padres. Y el sonido de la lengua japonesa, esa entonación y esas pocas palabras reconocibles por la pura repetición y los subtítulos. Era inevitable pensar en el cine de Ozu y su belleza, en aquellas películas suyas de familias y separaciones y padres que reciben arrodillados y que sirven el té y que envuelven las cosas en sus rituales.
Mientras, me había puesto yo a leer dos libros que tenía a mitad, desde hace tiempo, otro Zweig, La lucha contra el demonio (Hölderlin, Kleist, Nietzsche), del que había leído sólo la parte de Hölderlin, y ahora ha sido la introducción de Kleist (El perseguido). Naturalmente, siendo Zweig tan psicoanalítico, se trata de los demonios interiores, y empieza diciendo que apenas hubo una dirección europea hacia la que no hubiera viajado Kleist, proyectándose como una flecha o como una piedra, detenido por espía (tanta peregrinación despertaba sospechas), herido en una batalla y siempre en movimiento, huyendo de su demonio interior, huyendo o acercándose al abismo, y en esa lucha con su daimon interno lo único que sabía hacer era correr por la tierra hasta destruirse. Habla luego de su aspecto físico y su problema de comunicación hablada, que impedía a la mayoría darse cuenta de quién era, asomarse algo a su espíritu y a su ardiente genio.
Y el otro es Lectura y locura, de Chesterton, que de momento no me ha atrapado como Zweig.
A mediodía he ido a comer a un restaurante gallego con L., atravesando la ciudad vacía y luminosa después de la lluvia, y hacía calor. Después del cine he ido a tomar algo con V., A. y T. y era una ciudad ensordecida por los gritos del fútbol, que concentraba a la gente en los bares como una especie de festival veraniego y nos seguíamos asombrando de esa emoción colectiva. Luego he subido andando un rato y hablando con T., y Diagonal arriba parecía haberse calmado el panorama (aunque ahora se oyen aún bocinas de coches que pasan). Como la memoria es extraña me he acordado a media mañana de dos fragmentos de mi sueño de anoche, sobre todo uno que me hizo despertarme en plena desolación por mi futuro material, tras la escena tan indiscutible del sueño. Seguramente el aire luminoso ha barrido la melancolía mientras andaba. Las conversaciones son distintas al andar, pero también hay algo en ese gesto de avanzar a pie en solitario que ayuda a los pensamientos. Cuántas veces me he encontrado encallada en un cuento y he salido a dar un paseo y he encontrado la solución. Recuerdo una vez que tuve que pararme en un banco de la Rambla Catalunya porque al fin había entendido lo que le faltaba a un cuento. Tenía escrito el principio y el final, teóricamente estaba escrito todo, pero le faltaba el nervio central, la médula ósea, qué sé yo, y andando me di cuenta y en ese momento parecía imposible no haberlo visto antes. Parecía tan lógico y claro. Así que anoté la clave en un cuadernillo y después me fui para arriba a toda prisa a escribirlo de verdad. Era un cuento sobre la paternidad, aunque entonces yo no lo sabía; un cuento que no entendió mi interlocutor despiadado del momento, pero al discutirlo me di cuenta de lo que para mí significaba y así pude rematarlo. Por cierto que la palabra andar no se usa en Barcelona, todo el mundo dice caminar por influencia del catalán, y a mí me gusta mucho más esa sonoridad despojada y humilde del andar.
Sigo sin escribir, sin traducir, y no sé si mañana me quedará tiempo de concentrarme o si todo se disolverá en la visita al azufaifo y otra película del BAFF. O en un largo paseo (aruitemo, aruitemo)

sábado, 3 de mayo de 2008

Una extraña semana


Foto: I.N., Suelo del claustro, catedral de Girona, 2008
Sé que tengo un tanto abandonado este espacio y tampoco puedo justificarme esa ausencia de una forma convincente. En parte, son los cuentos. He acabado uno y he empezado otro, sintiendo ya la presión de otros dos que pugnan por salir, como los conejitos que vomitaba aquel pobre personaje del cuento de Cortázar en un apartamento invadido. Por la calle, sumida en mis pensamientos de esa forma especial en que circulan andando, cualquier cosa me interpela, me sacude, me dice: esto también podrías escribirlo. Es como si de pronto se hubiera derribado el muro... aunque también sé que ese muro puede volver a levantarse muy deprisa, en una noche, mientras duermo. Por cierto que anoche, después del Baff, les leí un cuento a V. y A. en el bar Flamand, y los dos me convencieron, con sus miradas y comentarios inteligentes, de que podía darlo por bueno.
Con todo, mis resistencias siguen ahí y no he dejado de perder (o ganar) el tiempo.
Este año no he tenido suerte con el Baff. Hay dos películas indiscutiblemente buenas que no veré, puesto que algunos amigos tienen copia (Shara de la magnífica Naomí Kawase, de quien tuve la suerte de ver El bosque del duelo, o la interesante, distinta y también japonesa After Life, que tengo en mi poder). He visto cosas interesantes, pero muy irregulares, o bien sin estructura, o sin montaje. He luchado contra el sueño en casi todas las sesiones, aunque eso no era culpa del cine, sino de mi perenne falta de sueño. La otra tarde fui a ver una filipina, Foster Child, que una amiga mía definió como "obra maestra". El cine estaba casi vacío y el aire acondicionado a toda potencia, y por desgracia, yo había olvidado la manta ligera que suelo llevarme al cine. Estuve debatiéndome contra el sueño y el frío sin ver ni un indicio de lo que podía haber maravillado a mi amiga, cinéfila y con criterio. Sólo la primera escena, un plano de tejados de un mundo de barracas en el barro me asombró. Intentaba en vano abrigarme con mi chaqueta, que parecía menguada. Al fin me pregunté qué hacía allí y salí. Fuera también se había levantado un aire frío y yo, aterida esperando al bus, me sentía presa de la desazón de la película, la miseria, las barracas, las niñas embarazadas, los niños abandonados. Pero no me hagan caso. Tal vez no esté yo receptiva en este momento. Y pese a todo, tengo dos citas para seguir intentándolo hoy y mañana.
También quedaba la estela de mi conferencia en La Pedrera. Alguien me ha pedido que hable aquí de su contenido, y lo haré en algún momento. Dentro de unos días, en la web de Funambulista colgarán fragmentos del audio de la antología, que llegará a las librerías la semana que viene. Si en esos fragmentos de la web se incluye algo mío, avisaré desde aquí. A mí me encanta escuchar a los autores leyendo sus textos, ¿no es verdad que la voz vehicula mucho más significado a cada palabra escogida? Y otra razón para hacerse con ese libro son las piezas y el humor de cada uno de los distintos autores, que componen una atmósfera particular de este país y sus males, en este momento, como un diagnóstico compuesto de muchos matices distintos.
Aún no sé qué contaré en la mesa redonda de bloggers que celebraremos el día 14 en el Ateneu, con un título surgido del comentario que alguien me hizo y que cité en otra mesa redonda (Del bloqueo al blogueo, aunque en la página de ACEC pone "Del bloqueo al blog"). Tengo que pensar, y microrreseñar a Carl Spitteler y otras dos novelas para La Vanguardia, y seguir forcejeando con mis cuentos, y preparar la conferencia sobre Natalia Ginzburg y la mesa del Espai Freud... Todo se andará. Si no me sale, daré un paseo: como decía, andando es como pienso mejor cuando algo se encalla.
Y por encima de todo, esta luz, estación favorita mía, sensación tan física del casi verano, que me da ganas de huir y me trae recuerdos que se agolpan... El azufaifo está precioso, completamente verde y en estos días sin coches, lleno de pájaros que cantan y lo acarician. A pesar de la basura que le tiran los vándalos y constructores, del abandono municipal, de la urgencia de la poda de ramas muertas. Ayer lo vi brillando y balanceándose levemente y lo pensé: hace ya casi un año desde que lo condenaron, desde que empecé mis protestas, y en ese año se ha salvado, como Sherezade, contando historias (de dríades).

domingo, 29 de abril de 2007

Una película tailandesa

Ayer, apoyándome en impulsos ajenos y en ese festival insólito que es el BAFF, fui a ver Sang Sattawat, Síndromes y un siglo (2006). Fuimos unos cuantos, pero no cabíamos en la misma fila y dos nos sentamos atrás. Vi la película luchando contra la somnolencia que me ataca a traición últimamente, oprimida por una vecina de butaca que se echaba encima de mí y emitía unos ruidos primitivos (algo como ¡Buuu!) cada vez que algo le sorprendía, lo cual era constante, y a veces me tocaba el brazo, sobresaltándome.
Lo que vi me dejó como una de esas olas terribles del Atlántico a finales de verano, que te sacuden y te borran y te tiran en la arena con fuerza, casi haciéndote olvidarlo todo. Al salir, puse la mano en el tronco de un magnífico plátano de la Gran Vía, para reponerme mientras los otros desataban sus bicicletas. Apichatpong Weerasethakul (tal es el nombre del director, del que los demás habían visto Enfermedad tropical) ofrece sus imágenes como hilos de historias que nunca resuelve, esquiva toda resolución, crea atmósferas y moments of being sugerentes, penetrantes, intensos, llena la película de esos personajes que hablan de sus otras vidas y se distancian de "esto" por la vía oriental o prueban lo alternativo o sueñan con lo opuesto mientras soportan el horror industrial, contaminado, esclavo, la blancura aséptica y el reverso de fibra y materiales tóxicos de un hospital, y el mundo entero es ese gran hospital, con un cubo lleno de piernas postizas, la doctora que se emborracha, la chica que besa a su partner laboriosamente, como si estuviera limpiando o desempeñando un oficio manual, y luego le ofrece irse a un lugar tan horrible como Atmósfera Cero, un lugar espantoso que vislumbramos en unas fotos de gigante industria y construcción, y añade que está cerca del mar (y una imagina un mar de residuos, un mar rojizo y maloliente, o nuclear, lleno de mutantes), pero su mirada, al comprender que él no va a ir, da lugar a un silencio que palpita entre los dos y nosotros. O el monje budista que quiere ser dj, conectado al dentista cantante country, o la médica que reparte whisky junto a las piernas postizas y su tentativa de terapia de visualización fallida, o el enamorado sufriente y declarante al que a modo de respuesta le cuentan otra historia anterior.O la repetición con variaciones, en un montaje deconstruido y abierto de la película. O el salto final, tan irónico y festivo, tras la dureza del blanco.
Dos momentos breves me dormí y creí debatirme en la estrechez promiscua y claustrofóbica del avión de la Austrian Airlines, o abrí la boca creyéndome otra vez en manos del amable dentista argentino. Pero fueron, creo, milésimas de segundo.
Luego, en un barecillo oculto tras la cerrada Paloma (ese ayuntamiento que cierra para eliminar los ruidos festivos, pero incrementa todos los días la impunidad por ruidos de obras, ruidos de tráfico, ruidos de ambulancias y bomberos sin control de decibelios, ruidos inhumanos y espantosa música de fondo para arrebatarnos el derecho al silencio), pudimos hablar de la película y yo me fui recomponiendo como la rama de árbol que tiembla cuando un gordo pajarraco levanta el vuelo y sentí una extraña alegría de haberla visto. Y ahora, en esta mañana de bochorno gris, pero felizmente silenciosa de domingo, creo que una parte de esa alegría está asociada a la escenificación de mi mundo, con su -dramática y patética- ambivalencia, con sus imposibilidades de anudar, de rematar, de terminar, con su multiplicidad de posibilidades y sueños y desesperaciones, con su tremenda antigüedad, tan contemporánea.