Yo creo que fue en la época de esa foto cuando descubrí leyendo la Commedia ese lugar del infierno, la laguna Estigia, un pantano gris de agua negra y barro, donde el narrador "vidi gente fangosa in quel pantano", ¡condenados por tristes! Fue una revolución interna: ¡el baudelairiano spleen, la melancolía, vistos como un pecado! Y yo podía ser uno de aquellos que cantaban en el limo, como demuestra la foto.
"Tristi fummo
nell' aere dolce che dal sol s'allegra,
portando dentro accidioso fummo:
or ci attristiam nella belleta negra".
Y deseé no convertirme en uno de aquellos que languidecían fangosos en la charca negra por haber estado tristes aun bajo el brillo del sol. Aunque al final había algo esperanzador en la escena porque la palabra de aquellos tristes fundía el limo. O al menos, eso entendía Ángel Crespo, pues en la versión original parecía decir lo contrario. Y unos años después logré darme cuenta de que incluso cuando volvía a la charca negra lo pasaba medio bien. O que había llegado a aficionarme tanto a vivir que incluso en los malos momentos o en la memoria encontraba ingredientes que cocinar, de los que podía reírme, que intentar comprender lo que iba ocurriendo dentro y fuera de mí compensaba el antiguo sufrimiento, gracias al deseo y la alquimia de la escritura. Y que aún en las épocas más viejas y oscuras, yo nunca había cerrado los ojos, nunca había dejado de observar, maravillada, de descubrir, extasiada, de preguntarme, aun dolorida.
Todo esto se me aparece sólo porque hace un día plomizo y opaco, o como estela de ayer. Yo no resistiría vivir en un país frío, un país gris, como casi todos donde las cosas funcionan. Mientras, mi brazo sigue rebelde contra la presión de la traducción. Pero yo dije que hoy hablaría de la novela de JPA y quiero intentarlo, aunque sin tiempo ninguno. Dice Alberto Manguel que los buenos libros son aquellos que hacen sentir al lector que han sido escritos para él. Yo sentí exactamente eso en las primeras páginas de Los príncipes valientes. O mejor dicho, sentí que hablaba de mí, puesto que esa vibración gozosa y melangée en la que el narrador y su amigo, mientras viven, sienten que están leyendo, y mientras leen, sienten que la vida está ahí, que la vida es eso, esa conexión mágica en la que han desaparecido las fronteras entre vida y literatura o que uno las cruza vertiginosamente todos los días de su infancia también es una sensación mía. Y aunque para mí, sus personajes televisivos son casi desconocidos, porque yo llegué antes al mundo y abandoné antes la televisión (y no recuerdo apenas a ese Colombo que él analiza con tanto brillo), todo se integra bien en el nervio de su novela, llena de médula y de autenticidad. Hay páginas, su relación con las mujeres, o mejor dicho, la mirada que él pone en ellas, en esa madre proletaria y niña republicana que le lee el Quijote y añade sus propias palabras, o esas niñas que fingen no hacerle caso en el ascensor o por la calle y la fascinación que le despiertan, y tantos días de peladuras de habas que caen en la basura como faldas de terciopelo verde, mezclándose con las palabras y su escucha, esa autenticidad burlona y tierna y siempre inteligente con que mira el Besòs, o al padre proletario que vuelve del trabajo... Hay algo suave y a la vez fulgurante, como un crepitar de llamas en una enorme pira donde cada ingrediente es examinado con cuidado burlón antes de arrojarse al fuego, con una palpitación maravillosa, o una fruición vital de esa mirada que puedo reconocer, la forma de resucitar la memoria para explicársela y reentenderla y redibujarla. Y esos príncipes valientes me han hecho pensar en los príncipes y princesas proletarios de los que hablaba una vez Manuel Delgado, de cómo se iluminan los personajes en la ciudad descarnada, de cómo el narrador y su otro yo, su compinche, celebran la vida y los mitos -literarios, televisivos o de cómic- que se entretejen poderosamente para ayudarle a comprender o a contarlo. Y de cómo, más allá del escenario brutal de los años sesenta en los suburbios de Barcelona, los vestigios de la miseria de posguerra, los mutilados, las fábricas, el movimiento obrero, la inmigración llegada de una vida rural pobre pero tal vez más reflexiva o menos despiadada, encajados a la fuerza en esos feos barrios del extrarradio, sólo importan la mente y los sueños del niño fabulador y su mirada, y ese narrador encontrará no sólo en su infancia recobrada y en la amistad y en el fin de esa amistad y en los mitos con los que ha podido explicarse su mundo, la pasión y el motor de su escritura. Quien me la recomendó me habló de una novela favorita mía, Le premier homme de Camus, y es cierto que algo de eso hay (revenir à l'enfance dont il n'avait jamais guéri, à ce secret de lumière et de pauvreté chaleureuse qui l'avait aidé à vivre et à tout vaincre), en la mirada a la madre o la atmósfera proletaria, menos brutal y menos trágica vitalmente aquí que en Camus, pero con una luminosidad y una pasión de juego similares; y es inevitable pensar en Proust, en un cierto Julien Sorel o incluso en Marsé, pero todos ellos se unirían a las lecturas, a los personajes míticos que circulan a toda velocidad en el desfile onírico literario de estas páginas.
2 comentarios:
No lo he leido, pero parece la novela de los perdedores y emigrantes de la posguerra, pero que mantienen las esperanzas, no para ellos pero si para sus hijos. Unos hijos que volveran a levantarse, pero de otra forma. La biografia de las familias Montillas.
Pero no es eso, Civisliberum porque aquí la historia o la sociología sólo son paisaje, lo importante es la lectura y la escritura, y la vida que le dan al narrador. Aquí lo más importante es la literatura.
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