Foto: Manel Torres, retrato de Joaquima, delante del azufaifo de Arimón, hace 50 añosYo disiento de los que dicen que hay que preservar sólo algunos edificios catalogados, sólo algunos árboles singulares y monumentales. Para mí las ciudades son lugares donde la historia se deposita en estratos y no comprendo esa arrogancia de los arquitectos y urbanistas, convencidos de que sus intervenciones y obras, incluso los bloques de pisos mediocres, construidos con materiales forzosamente más baratos que la piedra, el mármol, el hierro y la madera de antes, tienen más sentido que todo lo anterior y se sienten con derecho a derruirlo todo. Me gusta esa otra imagen del azufaifo.
Puedo comprender que haya que sacrificar algunas cosas, pero como excepción, no como regla. A mí me gustaba más la ciudad de mi infancia, aunque no fuera nuestra, sino de la policía (y eso no lo añoro). No es que no reconozca algunos logros de la Barcelona de Maragall, las fachadas y esgrafiados limpios, el mar azul en lugar de aquella negra balsa de petróleo, algunas mansiones privadas recuperadas y hechas públicas, las primeras restauraciones de Ciutat Vella, la recuperación del mar para La Mina y el Besòs...
Pero después, he visto caer edificios como muelas arrancadas, casitas con jardines, no sólo mansiones y palacios, edificios bonitos y dignos o casitas populares con aire casi rural, para ser sustituidos por mala arquitectura y densa fealdad que se extiende como les ganglions de misère de Camus. Y en esas sustituciones también se borraba la historia de la ciudad, convirtiéndola en una gran galería comercial, muda de signos inteligentes.
Contemplo una panorámica del Sant Gervasi de antes de la guerra, con el Putxet lleno de bosques de pinos frondosos, que nos han enseñado dos amables señores republicanos y progresistas de Sant Gervasi, Torres y Bosch. Me gustaba más que ahora el tren de Sarrià con su estación al aire libre en lugar de esa verde pesadilla de baldosas kitsch, o las aceras llenas de hojas del passeig de la Bonanova, o la frescura de los árboles al pasar frente a la antigua Escola de Puericultura abandonada (ahora convertida en bonsai Vil·la Florida, con su fea reforma), o la quietud de la plaza Lesseps, o la sensación de que se podía pasear por la ciudad y pensar (la figura ya imposible del flaneûr) o la visión manchesteriana del Poblenou y su patrimonio industrial del XIX y principios del XX, o aquellos márgenes pre-Rondas o el final de la ciudad donde viví. Yo quería seguir viendo el país republicano que no conocí y sus restos. Recordar una Barcelona menos compradora y autocomplaciente, la Barcelona revolucionaria o la Barcelona social, crítica, resistente, que ya no existe. Desde casa de mi madre en la Diagonal veía el antiguo Hospital de san juan de dios y en el patio había un rótulo rojo y negro que curiosamente nadie se había molestado en quitar: "Hospital del proletariado, CNT/FAI", decía, y yo lo contemplaba con los prismáticos desde mi balcón, con una emoción adolescente y roja. Cuando llegué a esta casa, el patio de manzana estaba lleno de jardines semiabandonados y casitas. Ahora no queda nada, sólo nuevos edificios feos con patios de cemento o baldosas (queda, sí, el jardín de suelo de pizarra, con un ciprés gigante: hoy he visto posarse un pájaro enorme y gris, con cola larga, como un buen augurio). Tan impersonales como la gente ignorante que los habita. Por eso prefiero a los octogenarios, que vivieron en ese otro mundo.
Necesito el paisaje del pasado para refugiarme, la historia me reconforta, ante los barrios nuevos siento un extrañamiento, me veo a la intemperie, oteando, como quien busca la protección y la sombra de los árboles o como los peces que boquean fuera del agua. Una amiga mía huía de las casas viejas porque según ella tenían fantasmas. A mí me tranquilizan esos fantasmas, imagino que estarán plácidos en su sitio en lugar de ver sus huesos y su dignidad falseados y borrados, como los fusilados en el Camp de la Bota bajo la mentira del Fòrum. Sigo creyendo que la historia, vista o rastreada en las calles, en la silueta de las casas y en los nombres, da significados necesarios para orientarse. La memoria está también en esa arquitectura y ese paisaje que nuestros urbanistas desdeñan y entregan a las constructoras. Mañana pondré los links. Ahora me voy a acabar los Cuentos de Odessa de Isaak Babel, esas historias de judíos rusos, donde las crueldades y la dureza de todo se mezclan y atropellan con el asombro de su mirada y la excentricidad y locura de sus personajes, son cuentos al galope, en una especie de cabalgata histórica de pequeñas trayectorias y mi admiración hipnotizada me lleva a doblar páginas y marcar o anotar frases que son epifanías.
Mañana el azufaifo en tv3 a las 10am.