Me he pasado el fin de semana escribiendo, y eso no significa escribir mucho, sino corregir, volver atrás, borrar, avanzar algo, y también, en este caso, salir a la calle a pescar alguna imagen para ese mismo libro. Y la felicidad de la escritura compensaba a ratos la desesperación por el dolor renovado del brazo y la desesperanza que implica haber retrocedido en ese proceso misterioso. Me preguntaba si tendría razón el mago madrileño y mi brazo se estaría rebelando para que dejase de traducir y me pusiera a escribir esa novela que aún no he osado, pero que sigue acosándome con su carga dolorosa, como todo lo que en mi interior se apretuja para salir y pide ser escrito, pero que en otros momentos es como si hubiera desaparecido. El inconsciente es tan poderoso... ese amo implacable al que servimos los escritores, del que hablaba Natalia Ginzburg en Il mio mestiere.
También leía, en cierto momento me confundí (las portadas de Saymon son parecidas, aunque Hotel Dorado es demasiado grueso para llevarlo por ahí, sobre todo con mi pobre brazo) y me llevé de paseo un libro que me atrapó, no por su título, que no me atraía, sino por la historia que contaba, su tono sombrío y desapegado, östeuropeo, su narradora tan viva, tan creíble, la falta de pretensiones ni ampulosidad de tono y la buena escritura del silesio Christoph Hein. Vale la pena.
Yo estaba recuperándome de otro dolor más viejo. El viernes por la tarde acompañé a mi madre a la seguridad social para conseguir un volante. De entrada nos dieron mal la información, por pura falta de consideración, de modo que tuvimos que ir corriendo de un cap a otro bajo el calor ardiente y ella llegó agotada. Luego, el médico fue tan despectivo, tan hostil y antiempático, tan inhumano hablando de ella y de su estado con sumo desdén (¿cómo sabe que un día no le ocurrirá lo mismo a él?), como si ella no estuviera delante, como si a nadie le importara, y yo sólo me reprimí para que hiciese el maldito volante (que permitirá su análisis en una institución especializada en alzheimer y senilidad), y estuve a punto de decirle al final: "Me pregunto por qué estudió usted esa carrera, no está dotado para tratar con seres vivos" o algo por el estilo, pero pensé que igual volvíamos a necesitarlo y también pensé que tal vez eso dramatizaría aún más las cosas a ojos de mi madre. Dijo el médico "No es sólo la memoria, esas absurdas construcciones mentales, esa torpe argumentación, esos transtornos de conducta..." y lo dijo con una risa sucia y sarcástica y sólo se basaba en que ella se confundiera con la medicación. Ella parecía frágil y pequeña allí sentada.
A eso se añadía el estado de confusión mental real de mi madre, su incapacidad de recordar. Por el camino, yo le señalaba los árboles que veíamos porque ¿de qué más podemos hablar ya? Antes yo recurría a su afición esotérica, o a su pasión dietética naturista, o a las novelas que me pedía prestadas para leer. Ahora nada de eso es posible, no puede leer, ni echar las cartas como hacía, con sus interpretaciones siempre optimistas, ni recordar lo que sabía, y tampoco puedo hablarle y citar nombres ni calles porque no recuerda nada ni a nadie. Cuando tenía su terraza visitada por pájaros y lagartijas, me hablaba de esos animales y de sus conversaciones con ellos, que es lo que más le interesaba en este mundo, pero ahora sólo tiene un balcón y no ve lagartijas ni puede ya hablar con ellas, ni parecen visitarla pájaros en busca de ayuda (aunque el año pasado aún tuvo una paloma herida y la alimentó con arroz hasta que se repuso). Sólo quedaban los árboles y vimos algunos que mitigaban con su sombra y su humildad majestuosa la fealdad construida en ese pobre barrio de Les Corts, que aún conserva callecitas y plazas antiguas y armoniosas, pero está atravesado de horrible cemento mafioso.
Una vez más tuve que pensar en la voluntad histórica de mi madre de no saber, de mirar hacia otra parte, de ignorar lo que estaba ocurriendo delante de ella, incluyendo la violencia. Y luego, su tendencia a no ver se mantuvo en sus propios asuntos, toda la vida, exponiéndose y sin evitar nunca lo peor. El miedo a enfrentarse al horror crea un horror mucho mayor y más arbitrario. Todo eso de lo que yo intenté siempre alejarme y diferenciarme está ahí, en su olvido ya fisiológico y la vulnerabilidad a la que eso la ha llevado, que agrava la vejez. "Suerte que tiene perro", pensé, agradeciendo mentalmente a quien tuvo la buena idea de regalárselo.
Luego, un fragmento poderoso de literatura aún en bruto me llegó de un escritor valenciano que registra un dolor parecido, casi con el sonido de una flecha al clavarse, lacerante, latiente, pese al humor, y me hizo pensar en lo que escribí y lo que aún no he escrito sobre ese final paterno y ahora materno, que es completamente distinto pero tiene algo que ver...
He mandado ya el email de convocatoria a mi lectura de textos de guerra en el Refugi 307, pero en mi precipitación olvidé comprobar antes y ahora sé que hay una entrada de 10 euros y un email y un teléfono para reservarlas. Y esta mañana he visto a mi editor de las plaquettes, con quien siempre es un placer hablar (aunque yo siento a veces que en realidad quisiera preguntar y escuchar más, hablar menos; y él me ha contado de Sicilia, y del horror construido por la mafia, la autopista de Agrigento y la costa, todo lo que que contrasta con la belleza barroca), me ha traído ejemplares rojos de Els meandres de la traducció y la primera prueba de mi texto sobre Collobert (por cierto, me alegró ver la excelente traducción de Clapés-Sunyol del collobertiano Allò doncs recomendado y a la vista en La Central de la calle Mallorca)
Así que volví a casa y sólo la conversación con L. sobre un ciclo de conferencias me devolvió el ánimo perdido, y luego estuve viendo una entrevista a Santiago Carrillo que no era precisamente lo que necesitaba, pero me interesó. Decía que sólo había llorado una vez en la vida, cuando su padre junto con otros socialistas abandonó la resistencia en una aceptación prematura de la derrota para pactar la entrada de las tropas franquistas. Para él fue el peor momento de su vida. Parecía recordar con precisión (qué diferencia con la desmemoria de mi madre) y el retrato le mostraba con su dureza de siempre (¿de verdad no habría llorado ninguna otra muerte?); se defendía, como dicen, como un gato panza arriba (aquí me imagino a Gilda en una pose común, aparentemente entregada pero peligrosa por sus zarpas!).
Y por eso preferí pasar el fin de semana escribiendo y esquivando la vida social... Hoy me he levantado con el brazo mucho mejor, aunque temo decirlo por si no dura...
4 comentarios:
insisto: deberías ver a mi amiga peruano-ibicenca. Está punto de abandonar la isla para volverse a su país, aunque no lo reconoce.
Será una pérdida de la que muy pocos nos enteraremos, como la de Lee Dong Chon, oscurecido en su maestría por la mediocridad tóxica de sujetos como el que atendió a tu madre.
Y se va sin pasar por Bcn? Pareces más convincente aún con ese retrato hollywoodiano... Sí, ese matasanos
La actitud del médico que atendió a tu madre me ha llenado de rabia contenida y de dolor, al ver los niveles de bajeza de alguien que dice que su profesión es curar y procurar alivio al sufrimiento. ¿ como podemos ser tan crueles?. Ante "personajes" de esta calaña me da que pensar que tenemos bastante de error de la naturaleza. Lloro a menudo sin aparente sentido o quizás con todo el sentido del mundo.
Sí, a mí me alivió mucho descubrir el ensayo 'Connaissance et oblitération de la douleur dans l'histoire de la médecine' dentro del seminario de Françoise Héritier "De la violence" porque después de ver con qué ensañamiento maltrataron a mi padre hasta que pasó a la más humana unidad de terminales en el hospital Vall Hebron, era como si lo hubiera soñado, y no, es muy común y generalizado. Para defenderse o protegerse, se sitúan al otro lado y se deshumanizan, y es de juzgado de guardia. Recuerdo un domingo después de abrirle y volver a cerrar porque no había nada que hacer, el dolor que sufría era terrible, le daban sólo nolotil, pero ni siquiera se lo daban. Yo iba a buscar a las enfermeras que, cansinas, me decían Ahora va, y seguían su interesante charla: "Y yo le dije...ja ja" Las increpé, les pregunté si no les daba vergüenza ser tan indiferentes al sufrimiento ajeno. Mi padre me decía, en bajo: "Déjalo, que es peor". Me fui por los pasillos hasta encontrar un médico de guardia y furiosa, le dije que era una vergüenza, que mi padre estaba en postoperatorio, que se moría de dolor y que nadie hacía nada.El médico accedió. Así empezaron a darle morfina. Es sólo una muestra de tantas
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