domingo, 29 de abril de 2007

Una película tailandesa

Ayer, apoyándome en impulsos ajenos y en ese festival insólito que es el BAFF, fui a ver Sang Sattawat, Síndromes y un siglo (2006). Fuimos unos cuantos, pero no cabíamos en la misma fila y dos nos sentamos atrás. Vi la película luchando contra la somnolencia que me ataca a traición últimamente, oprimida por una vecina de butaca que se echaba encima de mí y emitía unos ruidos primitivos (algo como ¡Buuu!) cada vez que algo le sorprendía, lo cual era constante, y a veces me tocaba el brazo, sobresaltándome.
Lo que vi me dejó como una de esas olas terribles del Atlántico a finales de verano, que te sacuden y te borran y te tiran en la arena con fuerza, casi haciéndote olvidarlo todo. Al salir, puse la mano en el tronco de un magnífico plátano de la Gran Vía, para reponerme mientras los otros desataban sus bicicletas. Apichatpong Weerasethakul (tal es el nombre del director, del que los demás habían visto Enfermedad tropical) ofrece sus imágenes como hilos de historias que nunca resuelve, esquiva toda resolución, crea atmósferas y moments of being sugerentes, penetrantes, intensos, llena la película de esos personajes que hablan de sus otras vidas y se distancian de "esto" por la vía oriental o prueban lo alternativo o sueñan con lo opuesto mientras soportan el horror industrial, contaminado, esclavo, la blancura aséptica y el reverso de fibra y materiales tóxicos de un hospital, y el mundo entero es ese gran hospital, con un cubo lleno de piernas postizas, la doctora que se emborracha, la chica que besa a su partner laboriosamente, como si estuviera limpiando o desempeñando un oficio manual, y luego le ofrece irse a un lugar tan horrible como Atmósfera Cero, un lugar espantoso que vislumbramos en unas fotos de gigante industria y construcción, y añade que está cerca del mar (y una imagina un mar de residuos, un mar rojizo y maloliente, o nuclear, lleno de mutantes), pero su mirada, al comprender que él no va a ir, da lugar a un silencio que palpita entre los dos y nosotros. O el monje budista que quiere ser dj, conectado al dentista cantante country, o la médica que reparte whisky junto a las piernas postizas y su tentativa de terapia de visualización fallida, o el enamorado sufriente y declarante al que a modo de respuesta le cuentan otra historia anterior.O la repetición con variaciones, en un montaje deconstruido y abierto de la película. O el salto final, tan irónico y festivo, tras la dureza del blanco.
Dos momentos breves me dormí y creí debatirme en la estrechez promiscua y claustrofóbica del avión de la Austrian Airlines, o abrí la boca creyéndome otra vez en manos del amable dentista argentino. Pero fueron, creo, milésimas de segundo.
Luego, en un barecillo oculto tras la cerrada Paloma (ese ayuntamiento que cierra para eliminar los ruidos festivos, pero incrementa todos los días la impunidad por ruidos de obras, ruidos de tráfico, ruidos de ambulancias y bomberos sin control de decibelios, ruidos inhumanos y espantosa música de fondo para arrebatarnos el derecho al silencio), pudimos hablar de la película y yo me fui recomponiendo como la rama de árbol que tiembla cuando un gordo pajarraco levanta el vuelo y sentí una extraña alegría de haberla visto. Y ahora, en esta mañana de bochorno gris, pero felizmente silenciosa de domingo, creo que una parte de esa alegría está asociada a la escenificación de mi mundo, con su -dramática y patética- ambivalencia, con sus imposibilidades de anudar, de rematar, de terminar, con su multiplicidad de posibilidades y sueños y desesperaciones, con su tremenda antigüedad, tan contemporánea.

jueves, 26 de abril de 2007

El sillón del dentista

Mi aterrizaje forzoso al llegar a Barcelona desde Pristina supuso una misteriosa rotura de diente. Hay algo triste y saturnino en el sillón del dentista, algo antisensual, antivital (aunque diría que para ellos, la cosa es distinta), que en este país implica además dispendios importantes.
Con la boca abierta y ese rugido y estruendo de obras ahí dentro, yo me he dormido inexplicablemente, a ratos, tal vez por mi perenne falta de sueño, y sólo me despertaba la voz (argentina y amable) del buen artesano dental de Buenos Aires: "Abrimos", "Cerramos", "Mordemos", decía, implicándose en la segunda persona, para no ser tan imperativo o consolarme como si él también sufriera.
Al salir, en el escaparate de una tienda de electricidad, seguía dormido un guapo gato pelirrojo. La boca y media nariz dormida y esa tristeza dental seguían conmigo. "Si hay que comer..." había dicho el dentista. ¿Comer? ¿Cómo desear comer con el polvo de las obras? Tampoco besar. Eso sí, me han llamado y he descubierto que aún podía hablar...
Ayer, un amigo trajo a casa a un escritor cubano, y entre el jamón y esos tomates maravillosos que compra mi amigo por un precio digno del caviar, hablamos de literatura, de escribir a ciegas (yo le cité a Carver citando a Flannery O'Connor, porque pensé que le gustaría su lado rústico-salvaje, ya que él tiene una abuela completamente agreste...) Luego nos dedicamos los libros y él me dijo que le había parecido detectar una voz de novelista en mis cuentos... Me animó a escribir la novela (ese engendro que intento con gran lentitud, "yo lo llamo libro", como dijo Aleksandar Hemon). Se lo conté a V., hablando de mis dificultades e imposibles y ella me dijo: Pero tu im-posibilidad está llena de posibles derridianos y cixoudianos!!, sí, es verdad, yo escucho también novela en tus palabras, porque tú lo vas anudando todo y todo parece tener una continuidad, una conexión y acabar formando una estructura invisible que sostiene algo que está ahí, así es como parece construirse tu propio relato, tiene razón ese escritor cubano, -bien que llegó- lánzate a la novela, desde el im-posible!
(En cuanto a la foto, no encontraba nada de dentistas, así que servirá este autorretrato con máscara anti-gripe-del-pollo, una enfermedad con bonito nombre en italiano, "la influenza del pollo")

lunes, 23 de abril de 2007

Sant Jordi



Como tenía que seguir el rito arrastrada por mi hijo, que me invitó a que le comprase un libro y esta vez no podía hacerlo secretamente el día antes, le he comprado un Kazuo Ishiguro que tal vez le gustará, y un Henry James que yo misma le había regalado años ha y que cambiaré mañana. Yo he caído por el bien editado segundo volumen de las Completas de Walter Benjamin. Siguiendo con el rito de visitar las librerías favoritas, he ido a ver al librero de la calle Berlinés para llevarme un par de Lacanes porque su pensamiento a veces me inspira. En La Central me he encontrado a la amiga italiana que me introdujo a la Ginzburg regalándome La strada che va in città y le he contado lo mucho que me acompañó Le Piccole Virtú en Kosovo y lo bien que estaba pasándolo ya al empezar Caro Michele, y ella ha comprado Lessico Famigliare en castellano para regalárselo a algún famoso Jordi.
Hace mucho tiempo, yo tenía 18 años y me estaba curando de una gripe cuando supe que en la facultad, en mi ausencia, me habían elegido para representar a Sant Jordi en la primera fiesta de la primavera después de muerto Franco. Como estaba enferma, nunca supe por qué me habían elegido. Tal vez fue porque en los grabados, el santo a caballo tenía rizos rubios. O por mi activo rojerío activista de entonces, siempre luchando contra dragones metafóricos de pasividad y sumisión generalizadas. El resto de la clase formaba un dragón inmenso. Me llamaron para decirme que tenía que improvisar un casco y un escudo para el día siguiente y que no podía negarme. Me acompañó mi ex cuñado y aún recuerdo la expresión atónita del droguero mientras yo me probaba una especie de palangana (o bacinilla!) pequeña para pintarla con spray plateado. No sé cómo lo hicimos al final, pero el disfraz y mi impersonation tuvieron curiosamente un gran éxito, y aunque yo nunca tuve las fotos, todo el mundo conservó copias y muchísimos años después, algún ex profesor o alumno, al verme, aún me llamaban "sant jordi".

domingo, 22 de abril de 2007

Vuelta de Pristina

La foto es de la antigua mezquita, uno de los pocos vestigios de la arquitectura otomana que perdonó el régimen de Tito. La visité bajo una lluvia fina y persistente, y nada más llegar, empezó a cantar el muecín, como si me estuviera esperando. Sólo había dos pares de zapatos fuera. "La religión es un capricho moderno en Kosovo", me dijo un escritor albanés que vive en Barcelona, y es cierto.
El barrio de los bazares de Pristina es como un Estambul afeado, pero conserva su estructura y algo de su atmósfera, junto con algún vestigio.
El resto de la ciudad es un caos: en los últimos años, después de la guerra, la corrupción ha permitido que se construyera sin permiso, sin planificación. Y en medio del mar de cemento, de pronto, entrando por el patio de un gran edificio aparecen callejones ocultos de casitas ajardinadas.
En pocos días he entrevistado a escritores, editores y artistas, que me han contado muchas historias. Es difícil explicar la emoción de explorar un lugar así, feo, polvoriento y agitado, pero existe y es intensa. Una amiga madrileña, cuando trabajaba para la ONU en Pekín y me decía "Pekín es como el barrio del Pilar, pero muy emocionante".
Los edificios cubiertos de parabólicas, que llenan balcones y ventanas. Los coches ocupando todas las aceras. Las terrazas llenas de gente que fuma y toma café con vaso de agua al lado. Las calles llenas de palabras escritas en albanés, que me llaman como jeroglíficos: Stomatolska Ordinaja (dentista) escrito en serbio. O Avokat.
En mi última mañana allí, iba filmando por la calle, distraída, y aceleré el paso para atravesar una calle, sin oír que me daban el alto. Pensando que intentaba escaparme, tres policías de Naciones Unidas, una mujer y dos hombres, los tres de gran formato, vinieron a por mí y me cogieron de los brazos, con lo cual me llevé un buen susto. La mujer policía me preguntó quién era y qué hacía en Pristina, me pidió los documentos, me dijo, ya más amablemente, que esa calle está llena de cámaras y que su trabajo incluye controlar quién filma. Me preguntó por qué no me había acreditado en la ONU (y es que me daba tanta pereza que no lo hice, pensando que no me haría falta). Anotó mis datos, no respondió a la pregunta de si no se podía filmar libremente, y al final me dejaron marchar.
La vuelta ha sido una pesadilla, además de los controles de aeropuertos, me he prometido no volar nunca más con Austrian Airlines: todavía no se me ha quitado el pestazo de la comida, de comedor de orfanato: en lugar de los agradables bocadillos de queso de Lufthansa, en Austrian Airlines dan sólo carne y huele tan mal que parece altamente tóxica. Para los vegetarianos no tienen nada, pero lo peor es tener que estar allí encerrada con ese olor nauseabundo. En el aeropuerto de Viena, yo pensaba en Bernhard y en toda su fobia por los vieneses y austriacos, mientras fumaba en uno de los numerosos cafés. Al menos allí, pagando, se puede fumar.

lunes, 16 de abril de 2007

Calor, memoria y viajes

Creo que el repentino calor es el responsable del sopor que me ha invadido, justo en el momento de concentrarme y hacer una complicada maleta. La calle está sucia y llena de coches y esta temperatura me hace pensar en el verano.
Esta foto es del verano pasado, en Ibiza, y el pájaro chino que aparece era muy parlanchín y no hablaba como los loros, sino exactamente como los humanos, o más bien, como su dueño, provocando el desconcierto de toda la casa. Uno de sus comentarios preferidos era: Vaya, vaya... Lo decía con un tono tan convincente que producía el impulso irresistible de acercarse a averiguar qué estaba viendo.
Hoy no puedo escribir más, ni mejor. Tampoco puedo asegurar que lo haga desde Kosovo. Confieso que soy uno de esos "viaggiatori maledestri" de los que habla Natalia Ginzburg, esos viajeros que creen que se van a dejar algo, que van a perder la maleta en el camino, que difícilmente se toman las cosas con calma, aunque viajen continuamente.
Recuerdo uno de los últimos viajes que hice con mi hijo, cuando aún aceptaba viajar conmigo, a Estambul. Nos peleábamos todo el tiempo. Él estaba obsesionado con la mirada de los mostachudos hombres turcos, pensaba que iban a secuestrarme y sólo quería ir por rutas turísticas y pretendía cenar a las 7 y retirarnos pronto al hotel. Y yo sólo quería buscar sitios recónditos, sin turistas, y demorarnos en Nevizade, visitar los baños viejos o los anticuarios que toman té en banquetas bajas de Beyoglou, con mucha quincalla, extrañas cerámicas y zapatos imposibles, pero él no estaba dispuesto a dejarme escapar. Y por otra parte, lo pasábamos extrañamente bien juntos y a los dos nos gusta acordarnos de nuestros viajes. "No sé per què m'agrada viatjar amb tu", le dije un día, al llegar al Pera Palas y tirarnos a leer cada uno en su cama. Y él me contestó: "A mi em passa el mateix."

sábado, 14 de abril de 2007

Afinidades electivas

Foto: Linda Danz, From Our Room, 2005
Por un momento pensé que la vieillesse (esa de si la jeuneusse savait, si la vieillesse pouvait) caería sobre mí como una losa, a pesar del humor y de mi contentamiento con el avance de las cosas. Pero durante el día, la sensación gozosa y cálida fue apoderándose del aire que respiraba. Ya tarde, al volver a casa, saqué los no-regalos de la bolsa, puse un poco de mi nueva música celestial, el Te Deum de una misa de Bruckner (que me devolvió instantáneamente a una de las casas que mi padre alquilaba en Cadaqués, la de Chermayeff), contemplé algunas de las hierbas ocultas y humildes que la mirada oriental de Manel Armengol ha retratado en su Herbarium, leí cuatro o cinco poemas, afilados, decisivos, extrañamente cercanos, de Blaga Dimitrova, luego el principio del Diario para la prometida del triestino Ítalo Svevo y la introducción que le sitúa en la historia y el mal du siècle, acaricié el papel de arroz del cuaderno chino preguntándome si podría escribir con pluma, guardé mi nuevo cuaderno de notas con el material del viaje, puse el chocolate en la cocina y la música balcánica en un lugar visible, afilé el lápiz. “Esto no es un regalo”, iban diciendo uno a uno, al llegar, excusándose por mi petición de que no me regalaran nada (“un pensiero”, dijo Anna M.).
Pensé en los amigos que habían dejado lo que fuera para venir, pese a la lluvia, a improvisar conmigo la celebración de un año o una década más en la Tierra, y también en todos los que habían llamado y escrito y en los que habrían venido de haberles avisado. Ellos son mis interlocutores, que siguen dispuestos a reanudar conmigo una conversación prolongada en el tiempo.
Hubo un momento en que yo hablaba de Li Bai y su espíritu libre y Manel empezó una frase, dijo algo como “Hay que ser muy libre…” no sé cómo acababa, tal vez dijo “Hay que ser muy libre para andar por el mundo”, o “para entenderlo”, pero de pronto, en esa frase tan simple, que puede parecer un tópico, se me reveló una clave para mi viaje, y mi ansiedad quedó de pronto atrás ante la sensación puntiaguda, áspera, incierta, a veces incómoda pero feliz de seguir buscando en mi proyecto, intentando restituir algo, corregir algo, cambiar aunque fuera simbólicamente el mundo.
Hubo muchas más conversaciones, la última subiendo la cuesta de Muntaner y trazando itinerarios personales en síntesis difíciles como si saltáramos las esquinas a grandes zancadas, con las botas de siete leguas, poniendo en palabras el dolor, el desconcierto y la risa.
Es cierto que la primera parte de mi vida fue antihospitalaria. La pesadilla de la violencia y la desigualdad enmascaradas como normalidad, integradas en un bonito paisaje y en una complicidad nunca reconocida, la ausencia ya no sólo de afecto, sino también de ética o de equidad se instalaron en mí, y yo misma dudé y forcejeé conmigo durante años porque no tenía derecho a estar en el mundo. Nada de eso se puede cambiar, aunque sí la percepción, en la pregunta repentinamente inteligente de mi madre: “¿Y a mí, dónde me colocas?”
Los cambios, incluso los felices, suelen producirse de una manera lenta e imperceptible, por detrás de las cosas, pero cuando llegan a la conciencia tienen la fuerte evidencia de los descubrimientos. Estos días, unas frases de tranquilo reconocimiento de mi hijo, la confirmación de que las viejas relaciones elegidas (incluso las más políticas) han dejado un poso de afecto y afinidad, y de que sigo contando con esos interlocutores elegidos para seguir pensando me fuerzan a darme cuenta de que me he hecho un lugar en este mundo y de que me gusta ese lugar, jardín caótico, desordenado y lleno de glorietas y caminos frondosos, mi propio jardín, con sus brotes, sus plantas enfermas y sus desolladuras, sus fuentes y sus sombras donde guarecerse.

viernes, 13 de abril de 2007

Cumpleaños

La ilustración que Alma y Ed me mandan por mi cumpleaños. Creo que aparecen ellos en el retrato, el caballo que habla, la muñeca (o munieca), con atmósfera festiva... Aunque he desaconsejado los regalos porque no invitar me volvería culpable, me han llegado poemas, rosas virtuales, una canción... Veremos si el cielo se decide a dejar de llover...

jueves, 12 de abril de 2007

Torbellino

Foto: Creo que este autorretrato con la cabeza agachada, como intentando entrar en la imagen, se ajusta bastante a las circunstancias, y la foto de mi niñez justo detrás, como un augurio de la fecha...
Hace días que tengo olvidado el blog y es que creo que me he olvidado también de mí misma y de todo lo demás, sumida en un extraño torbellino que lo devora todo y que me impide encontrar un espacio para cada cosa. Exceptuando algunas páginas de A punto de partir, de Li Bai, que cada vez me gusta más leer y releer, y de la infancia desolada de Natalia Ginzburg, que me devuelve a la mía, no sé si logro nada más. Mañana cumpliré años y la fiesta me pilla tan a trasmano que no he podido organizar una fiesta como habría querido. Pese a todo he tenido un regalo espiritual -ah, les émotions- (inesperado e indescriptible aquí, pero no por eso menos feliz) que me ha compensado de mi estado de confusión mental (y hoy llegará mi regalo material, igual de inesperado y con la estela de felicidad de la gratitud (Oscar Wilde definió ese sentimiento mejor que nadie, inspirado en el gesto de Robbie Ross quien, al ver a Wilde saliendo del juicio por escándalo, mientras la multitud le abuchea, se quita el sombrero ante él, osado y generoso. Por menos que eso muchos han ganado el cielo, escribió Wilde, que se dice feliz de necesitar toda una vida para agradecérselo). En ese maremágnum de caos y gratitud, el martes me voy a Kosovo, si mi inconsciente no me traiciona una vez más y no pierdo aviones, billetes ni cámaras, y si logro rescatar a mi pobre self de este torbellino. Para reavivar el fuego llega un disco viejo de Jacques Brel, que compré en un momento de debilidad y fantasmas del pasado, mientras decidía que, frente a mis amigos contemporáneos de gran cultura musical, para mí siguen contando las fantasías de la infancia y la pura sensualidad a la hora de escuchar música.

domingo, 8 de abril de 2007

Li Bai y la ciudad vacía


Foto: Andrea Resmini, China, 2006.
Ayer, después de tres días grises y otros tantos de lluvia inusual, salió el sol. Había un silencio maravilloso en mi barrio, cada vez más difícil en esta ciudad, yo estaba decidida a no salir, pero interrumpí la escritura de una memoria de mi proyecto balcánico (otra solicitud de beca) para dar un paseo, a s'hora baixa, como dicen los isleños, o la poqueta nit, como contó una vez Pasqual Maragall que decía su abuela (confieso mi nostalgia de la presencia de un político letrado -a pesar de sus errores y de que nunca fui votante de su partido-, que se fijaba en las palabras no sólo para distorsionarlas, vaciarlas de sentido y mentir). Yo iba a visitar brevemente a alguien que vive a las puertas de Gràcia, donde todavía no se nota el hormigueo constante de ese barrio. Al volver fue cuando más pude disfrutar de mi paseo, que a mí me pareció stevensoniano. No había apenas nadie en la calle, apenas algún coche. Descubrí un pequeño parque que no conocía, una de esas antiguas casas (¡de veraneo!) donadas a la ciudad como contrapartida al horror inmobiliario, que parecía limitado por la falta de coches, la Casa Sagnier. Un mirlo estuvo cantando ostentosamente para mí en exclusiva, hasta que llegó un señor con su perro y el mirlo se fue. Por un momento, la quietud silenciosa excepto por la vibración del aire me recordó a la atmósfera de Blow Up y casi esperaba presenciar algo misterioso y cortazariano. También me senté un momento muy por encima de la destrozada estación de Padua, frente a un ciprés escandalosamente fálico por su curvatura, que me hizo pensar cómicamente en la falta lacaniana. Allí, otro mirlo me dedicó un pequeño concierto. Luego, al volver, leí uno de los pequeños poemas de Li Bai que me trajo V:

ACOMPAÑO A MI ESPOSA, QUE PARTE AL MONTE LU EN BUSCA DE LA MONJA TAOÍSTA LI TENGKONG II

ALABADA seas, descendiente de ministros,
que aprendes el Curso y amas la inmortalidad.
Tus pálidas manos alzan brumas azuladas,
la falda de gasa arrastra neblinas purpúreas.
Cuando hayas partido hacia las cumbres de Pingfeng,
con fusta de jade irás a lomos del faisán.

sábado, 7 de abril de 2007

Las desaparecidas

Foto: Anna Maria Ortese
Una traductora a la que aún no conozco, pero con la que comparto la afición lectora a Natalia Ginzburg, me recomienda a Anna Maria Ortese, narradora y poeta napolitana, a la que confieso no haber leído. Busco un poco y veo que tiene una extensa obra y que la crítica la considera una de los grandes en Italia. ¿Y ese silencio? Al parecer, en vida sostuvo una posición crítica e independiente que le valió la enemistad de todos. Siguen reeditándola editores italianos de prestigio, recibió premios y veo que en La Central y en Laie se encuentran cuentos y novelas suyas en italiano. La búsqueda y el rescate de las olvidadas siempre es un valor añadido para mí, si lo que encuentro me gusta. De hecho por ahí va una conferencia que, si las circunstancias no se oponen, daremos Lydia Oliva y yo sobre escritoras y fotógrafas olvidadas en 2008.

jueves, 5 de abril de 2007

Manto de palabras


Arthur Rackham: La Cenicienta
Carlota O. me avisa de que en La Contra de hoy, un neurólogo inusual comparte mi idea de cubrirse con un manto de palabras.
Aunque yo recelo de los neurólogos y psiquiatras, que suelen reducir el alma humana a un conjunto de impulsos eléctricos e intentan adormecer sus malaises históricos con pura química, Cyrulnik, tal vez por su historia familiar (toda su familia murió en los campos de concentración y él, prófugo, vivió en casas de acogida), que le humanizó e iluminó en el sentido que señalaba Pater (Who never ate his bread in sorrow, who never spent the midnight hours, weeping and waiting for the morrow, he knows you not, Heavenly Powers; una idea que nos sirve a los ateos y humanistas, creyentes en el arte, o como decía Cixous “Tout ce qui est plus grand que moi, en bien ou en mal, peut être nommé dieu”), y dice algunas cosas que comparto.
Cyrulnik habla de la resiliencia (suena a resina, a algo cerúleo, ¿será ese otro significante aquí?), la capacidad de transformarse a pesar de lo sufrido. Dice que utiliza la palabra alma "en el mismo sentido que Freud. Somos materia y representaciones no materiales, somos carne y alma…"
"Cada uno de nosotros se construye una película de sí mismo con imágenes y palabras... con los recuerdos y con la imagen que el otro tiene de ti…" "...Podemos intervenir y modificar la idea que tenemos de nosotros mismos. Hay herramientas para no ser un esclavo del pasado..." "La indiferencia es la muerte psíquica y el sufrimiento es la vida. Mientras sufrimos podemos seguir soñando con algo mejor…"
Sólo se puede vivir revestido de un manto de palabras.”
La visión de Cyrulnik, la película de Elisabeth Roudinesco Lacan, réinventer la psychanalyse, la comida plácida en una casa luminosa, de amigos casi familiares, la lectura en el metro, y sobre todo, una breve pero intensa conversación con mi hijo son los elementos restauradores que entretejen mi manto de palabras de hoy, contra la (sí, ya sé, necesaria, pero melancólica nevertheless) lluvia.
Y con todo, el discurso de Cyrulnik, al lado del discurso de Lacan en la película -mucho más literario, lleno de matices y de preguntas abiertas-, me parece reductivo y básico, un poco como comparar el discurso americano, didáctico y aniñado, con el francés, siempre más elaborado y complejo.

lunes, 2 de abril de 2007

El lenguaje es una piel

Ilustración: mi bola de palabras
En el blog de Millán aparece una campaña en favor de la escritura, El abrazo del texto, que me ha recordado a un fragmento maravilloso de Barthes "Le langage est une peau: je frotte mon langage contre l'autre. C'est comme si j'avais des mots en guise de doigts, ou des doigts au bout de mes mots. Mon langage tremble de désir..."
Las palabras en la punta de los dedos para acariciar o doler, raspar, pinchar y lamer, abrazos de palabras, muros de palabras, frases que empujan y atraen, lenguaje que repele, que se estremece, lenguaje que vibra, que tiembla de deseo o de risa, lluvias de palabras componiendo esa sensación de textura pronunciada, verbal e inscrita en el cuerpo.
Alguien, en esta noche de lluvia furiosa, me ha hecho pensar en una escena de Nowhere Man de Aleksandar Hemon en que el pobre desarraigado Jozef tiene un arrebato de desesperación, y en ese momento, una gran mano invisible aparece para consolarle murmurándole palabras en su lengua materna. Yo me acordé muchas veces de esa mano cuando viajaba por los Balcanes, y así se lo dije a Hemon en un café de París (cerca de la rue de la Huchette de la que hablaba Cortázar, muchos años antes, diciendo algo como "Sí, pero quién nos curará de ese fuego sordo, de ese fuego sin color que recorre al anochecer la rue de la Huchette...").
Plus tard...
Cuando empecé este post no sabía hasta qué punto significaría. Hubo una dilación, una separación, un adormecimiento de los sentidos, y sólo horas después, al despertarme, lo he sabido. Hoy soy l'écorchée au vif, así que he puesto encima mi propia bola de palabras, para dibujar lo que tiene que salir, aunque duela, de mi encuentro necesario de ayer con mi pasado más remoto, con el principio de todo, algo que he grabado en dos cintas de vídeocamara, ¿y qué hacer con ello? sólo escribirlo, encontrar la manera, el tono. Y pese a todo, en este extraño estado shambala, sin piel, vestida de palabras como la niña de Rackham que barría un jardín con un traje de periódicos, hay cierta intensa felicidad también, con el sabor de la sangre o como dar a luz o sumergirse en el núcleo palpitante doloroso e hilarante a la vez, ridículo y gracioso y agridulce de lo vital, el túnel de paredes carnosas, los márgenes de la locura en la más pura racionalidad analítica, las palabras que restauran, que restablecen, que restituyen, que permiten seguir viviendo con todo ello. Abrir las costuras, examinar con pinzas, como diseccionando un pobre caracol en el laboratorio de ciencias, airear las heridas, desinfectarlas, dejar que cicatricen de nuevo rescatando la pizca de gasa que quedó dentro la otra vez y lo emponzoñó todo, curarlas con el bálsamo neutro y poético de las palabras. That's it...

Isabel viendo llover en Macondo

Foto: I.N., Baskarsija, Sarajevo
Siempre que veo llover desde mi mesa de trabajo, me acuerdo de ese título de García Márquez, aunque de la historia sólo me queda un rastro vago sinestésico, y la sensación del encantamiento que entonces me producía su escritura, recién descubierta, y del momento en que leí ese relato, incluso lo asocio a una habitación de la casa de mis padres que se mezcla con una habitación de la historia. Es parte de la magia de algunos libros, que se quedan entretejidos con un momento de la vida. ¿O tal vez sólo ocurre cuando se es muy joven?
Llueve y llueve y también llueven mensajes en la lista de traductores, que se consultan múltiples dudas unos a otros, y yo traduzco juicios a criminales de guerra balcánicos, haciendo de tripas corazón y admirando a jueces como Florence Mumba, y sigo organizando poco a poco mi viaje a Kosovo. A trompicones. Con cada una de las tres cabezas del pozo del cuento de Grimm actuando por su cuenta, lo cual multiplica los riesgos e imprevistos. Ayer leí a un periodista de The Guardian, Simon Tisdall, advirtiendo que si los rusos vetan la independencia de Kosovo, podría haber una nueva guerra. Pero mi asesor de El País opina que los rusos no vetarán, y en cualquier caso, los problemas no empezarían a verse hasta mediados de mayo, y no en Pristina, donde apenas hay serbios. Así que mi riesgo principal siguen siendo las maniobras inesperadas de las tres cabezas del pozo.