Bajé en camilla, con una bata de quirófano azul ultramar (mejor que el mezquino verde de siempre), descalza, transportada por un camillero fortachón, con gruesa cadena dorada al cuello, que me hablaba muy alto y contaba anécdotas en el ascensor. Todo era tan extraño. Atravesamos una compuerta que parecía de aquellos submarinos de Viaje al fondo del mar. Al otro lado me esperaba todo el equipo del quirófano, con sus gorros, y yo les veía en alto, mareada, como los bebés deben de vernos desde sus cunas, pero el camillero me detuvo para traerme la manta prometida antes de pasar al otro lado. Yo tenía los pies fríos y pensaba en los dibujos de Kentridge de camillas, monitores y tubos. Me consolaba pensando que lo escribiría. Pero faltaban unas pruebas que yo no había llevado. El anestesista ruso, que era corpulento y no sonreía, dijo que él no podía actuar sin los análisis, y me abandonaron en un pasillo con cortina verde. Hacía mucho frío, el suero seguía entrando y yo no podía huir ni desbeber. A veces, la cortina estaba demasiado abierta y yo quedaba expuesta al horrible trasiego y las visiones de otros cuerpos y veía un quirófano donde todos se arracimaban. Otras veces cerraban la cortina del todo y sólo oía conversaciones asombrosamente banales mientras intentaba llamar en vano para que alguien me ayudara. Hablaron de una mujer a la que todos odiaban, pero a veces bajaban la voz, así que supuse que era alguien del hospital. La mujer de la que hablaban, a la que llamaban víbora y epítetos similares, estaba en un congreso en Washington y se había casado con alguien rico; decían que iba a desplumarle y luego le dejaría. Además, les parecía fea y con exceso de peso. Todos parecían sentir la misma rabia. Decían que era experta en pinchar y desmoronar a quien fuera. Cuando las voces masculinas hacían bromas machistas a su costa las voces femeninas también se reían. No había piedad ni consideración para ella. Nadie hablaba de ese poder suyo para desmoronar a alguien, en qué consistía, pero indirectamente se lo reconocían.
Cuando oía movimientos acercándose, llamaba, pero no me oían. Al fin se abrió la cortina y entró una enfermera compasiva, que aceptó traerme uno de esos instrumentos para desbeber. Cuando vas en camilla te conviertes en un cuerpo y toda esa gente, que ha aprendido a disociar para no contagiarse del sufrimiento de los otros, no te percibe como a un humano, ni se pregunta, te acepta sólo como un cuerpo, parte del mobiliario de ese no-lugar, o como objeto de su trabajo, pero sin consideración ni empatía. Y ese frío especial de los quirófanos. La espera parecía interminable; como faltaban mis pruebas -alguien había ido a avisar a mi habitación para que fueran a buscarlas a mi casa; yo no podía llamar a nadie, sólo decirle al enfermero que las encontrarían en tal lugar-, habían pasado delante a otra paciente antes al mismo quirófano. El anestesista ruso hablaba todo el tiempo en ruso por su móvil en el pasillo, pero tal vez no fuese exactamente ruso porque nunca dijo "jarashó". Y con todo, sonaba rushki.
Nadie me decía nada, pero me pareció que alguien llevaba el sobre de mis pruebas... ¿sería? Al fin el anestesista se acercó, colocó el sobre en mi camilla y me dijo, casi sonriendo: "Todo está en orden". Y sin embargo, la espera continuaba: oí decir que estaban limpiando el quirófano. Fueron dos horas y media, aunque yo no podía contar el tiempo: en mis monitores no había reloj. Por fin vinieron a buscarme, los mismos que me habían recibido en la compuerta misteriosa, y me llevaron al quirófano. Entrar horizontalmente y de espaldas a una habitación no es una experiencia agradable: ves las caras como en gran angular asomando y hablándote y la sensación de pesadilla es muy intensa. Me trasladaron a la camilla de operaciones, me conectaron a monitores, me adhirieron esas tres pequeñas ventosas en el pecho para el electro y un aparato que medía la tensión. Por el bullicio, el quirófano parecía una discoteca. Había mucha gente y todos se movían y hablaban extrañamente a voz en grito. Pero el anestesista ruso se acercó, me pinchó, enseguida noté un calor en la garganta, subió el sabor del fármaco y entonces me dormí sin transición, sin ese largo umbral del sueño al que estoy acostumbrada. Cuando me desperté, me llevaban a reanimación. Era un lugar triste, de iluminación siniestra, que me hizo pensar en mi padre, poco antes de su muerte, cuando le visité, con bata de quirófano, a un lugar así, y me pidió suavemente que le rascara en un hombro.
El dolor era muy fuerte, casi irresistible. Había otros cuerpos cerca, creo que el más próximo era un hombre, pero no llegué a verle. Pensé en el poema de Emily Dickinson y me pregunté si el musgo cubriría nuestros labios, borraría nuestros nombres. ¿Teníamos nombres? En el cartelillo de la muñeca, el mío quedaba asociado al de la cirujana. A los demás yacientes vinieron a verles sus médicos, les oía decirles que todo había ido bien. Mientras, yo seguía sin noticias. Le pregunté a una enfermera que andaba por allí, me dijo que no estaba autorizada a responderme. Al cabo de no sé cuánto tiempo le dije que me dolía. Me respondió que si me daba más morfina tendría que quedarme una hora más allí. Pero yo quería saber. Le dije que prefería ir a la habitación en cuanto fuera posible. Y al fin me liberaron. Un camillero amable me hizo atravesar la compuerta del submarino, me llevó al ascensor y llegamos al decorado humano de las habitaciones. Allí volví a ver a mis amigas seráficas y ellas me dijeron lo que esperaba saber: todo había salido bien.
14 comentarios:
Que bueno si no lo hubieras pasado mal, pero entonces no podrías contarlo. Es esta sensibilidad especial que tu tienes.., no se si será un don o una desgracia. Supongo que a veces una cosa, a veces la otra. ¿Estás mejor?.
Si esto fuera un laberinto la salida naturalmente sería ese bosque. Yo me he pasado toda la noche buscándola, en sueños.
Sí, sí, el bosque sería la salida de todo. Te juro que pensé en los Muir Woods cuando estaba en ese pasillo helado... Gracias por tus palabras. Yo lo vivo como una opción feliz: como dijo Lobo Antunes, en cuanto empiezo a sufrir, pienso ¿y esto, podré utilizarlo en un cuento, una novela (el blog)?
Isabel,
me gusta cómo lo relatas.
El mundo de los quirófanos, de los hospitales en general, se puede vivir y narrar de múltiples formas. Al menos a mí me ha pasado así. Una es esta que aquí nos traes. No muy buena experiencia, pero con final feliz pues todo salió bien.
Ánimo.
Me gusta cómo has contado la asepsia de los espacios y el tratamiento por el cual nos convertimos en masas de carne, esa especie de desubicación a la que a uno le someten, desubicación de la propia condición humana.
Espero que, al menos, la operación haya sido un éxito.
Besos
Luis
Gracias, Mar
Gracias, Luis, yo también lo espero, en realidad hay que esperar aún para tener esa certeza
Pues la resupesta a eso que te preguntabas, si podrías utilizarlo es que sí, que lo has utilizado muy bien! Es un relato tan exacto y preciso... y el final será feliz, estoy segura.
Gracias, Bel M, muchas gracias! Son las dos cosas más importantes! :-)
Resulta tranquilizadora esa frase final: "todo ha salido bien". Espero que sea de verdad así. Te he leído a la carrera, esperando esa frase. Ahora vuelvo a leerlo todo con más calma y coincido con el resto de comentarios. Me gusta ese detallismo, esa minuciosidad en las descripciones que me hace recordar aquello que Nabokov decía sobre los detalles, casi siempre más importantes que la narración en sí. Todo cobra vida a través de ellos. Así también en tu relato.
Un abrazo. Espero que te recuperes pronto.
Gracias, JML! En efecto, el diablo está en los detalles! También al vivir, lo que nos extraña, lo que nos deja perplejos siempre son los detalles. Como aquel marido de Carver que, abandonado por su mujer, sólo puede concenbtrarse en que la carta de despedida de ella parece escrita por una letra ajena...
En cuanto al final feliz, supongo que dentro de unos diez días lo sabré con certeza. Pero espero que sí...!
Yo también sentí que sólo era un cuerpo, y tuve miedo pero al mismo tiempo descubrí dentro de mi una valentía que desconocía.
Me prometi después de aquello disfrutar de otra manera de la vida pero hoy ya me he olvidado, también me hago esas promesas cuando voy en avión y tengo miedo.
En todo caso muchas gracias por haberlo contado. Te deseo pronta recuperación.
Ah, Emma, me alegro por ti. Yo no descubrí en mí ninguna fuerza ni valentía desconocidas. Lo que sí pienso, como siempre que he estado enferma, es que poder levantarse sin dolor, dormir sin dolor, andar y correr libremente es un motivo para sentirse feliz.
ironías de la vida humana: en los detalles aparece lo siniestro, también el milagro inesperado.
Ese majestuoso árbol caído, rodeado protectoramente por los suyos...preciosa foto. Quién muriera así, salvajemente, y no en una fría camilla ajena, entre tubos y pastillas.
Gracias por contar y gracias por la larga vida que te queda.
Gracias, Dante!!! Que los dioses griegos te oigan!
Es bonito que en ese bosque no se llevan los árboles caídos, sino que los cuidan porque ayudan a la transformación y a la vida del bosque! No como aquí...
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