Foto pescada en Internet, sin firma, tranvía en las cocheras de la ciudad, tal vez en plena guerra
Anoche tenía un encuentro misterioso en las alturas. Un antiguo amigo a quien no había visto en veinticinco años me había citado en lo alto de la torre San Sebastián, allí donde antes se cogía el teleférico, quizás con la idea de que en aquella época, cuando la ciudad histórica estaba aún olvidada del mercado, Ciutat Vella era accesible y vacío de turistas, en el Born había almacenes de plátanos, café, grano y arroces, y nosotros nos sentábamos a leer o escribir en el silencio del Cafè de la Ópera o del Zurich, a los pies de esa torre estaban los modernistas Baños de San Sebastián y en lo alto había un barucho cutre pero subíamos al teleférico y contemplábamos las vistas solos, yo le dije: "Si ésta fuera otra ciudad de Europa, aquí habría un restaurante de moda". Ahora lo hay y un vigilante en la puerta impide que nadie sin reserva para cenar suba a ver las vistas espectaculares ni atraviese ese tránsito vertiginoso del ascensor con las olas del mar llegando a la orilla. Ahora lo hay, pero nada es como imaginábamos entonces.
Abajo, esa zona se ve completamente inhóspita, con ese estilo tercermundista que utiliza el ayuntamiento de Hereuville para dar paso al cemento y al dinero, obras con unas verjas hipercutres recubiertas de plásticos anaranjados y que sólo dificultan el acceso a los pobres transeúntes de la ciudad, sin ninguna consideración para ellos. Donde antes había arena y se divisaba ya el paisaje poético de la playa, han puesto además cemento y desde arriba parece una fea maqueta irreal. Pero el mar no han podido eliminarlo.
Nuestro encuentro fue como tenía que ser, resurgió enseguida la vieja afinidad, y todo, incluso las revelaciones inesperadas, me pareció encajar inteligentemente en la historia, de modo que lo más natural era reanudar nuestra conversación tras un largo paréntesis. Habíamos estudiado juntos, habíamos sido comunistas juntos, y juntos estábamos la mañana siguiente de la muerte del dictador que asfixió este país.
Y hablamos de la ciudad y de cómo las Ramblas habían sido nuestras, no imaginábamos entonces que lo perderíamos todo en esa pesadilla municipal de "la botiga més gran del món", enterradas deliberadamente las heridas sin curar y las marcas de lo ocurrido con gran desvergüenza histórica. Entonces imaginábamos que un día habría un memorial donde poner flores por los fusilados del Camp de la Bota y no que una construcción bochornosa se encargaría de asfixiar esa memoria. Pensábamos que el patrimonio arquitectónico y verde sería preservado, no podíamos sospechar que habría que luchar para que no cortasen los árboles ni los matasen con podas equivocadas y salvajes, ni que la institución que debía defenderlos se convertiría en un plantel de verdugos arboricidas.
Y hablamos de las pequeñas cosas que cada uno de nosotros hace para corregir simbólicamente esa tendencia perversa a la destrucción, a la burramia y el olvido. Aunque sólo sean microcorrecciones, aunque sólo sirvan para no enfermar, para encontrar sentido o para transmitir a otros que se puede reaccionar.
En cuanto al restaurante, nos pareció que la cena no estaba a la altura del precio o de las pretensiones, aunque eso no disminuye la generosidad ni la inspiración de mi amigo. Ponían la música tan alta como en una discoteca. Mi amigo pidió dos veces que bajasen el volumen. Han habilitado una checa helada y cutre para los fumadores, sin duda para avergonzarles y disuadirles de ese feo vicio (allí nadie resiste siquiera un cigarrillo entero), aunque estén obligados -gracias al gobierno de ZP- a consumir transgénicos y no limitar ni siquiera los pesticidas más peligrosos en la agricultura, y -gracias a nuestro ayuntamiento de hereuville-, a respirar en un aire altamente contaminado, soportar el ruido diurno de una ciudad desventrada por las obras y el tráfico.
Pero allí arriba (y en el vertiginoso ascensor) el espectáculo es maravilloso y emocionante: la ciudad iluminada, vibrante, extendiéndose por todas las paredes acristaladas, parecía recobrar sus raíces, su historia, y las luces nos hacían guiños de esperanza. Era como si la belleza de aquellas olas suaves y negras, con finas ondulaciones de espuma fosforescente, desmintiera y corrigiera todo lo equivocado. ¿O tal vez era nuestra conversación reanudada, que nos ofrecía una visión del tiempo llena de nuevos puzzles, de nuevos juegos de respuestas e interrogantes y claves para matizar lo vivido? Mi amigo sale en uno de mis cuentos, esos que, si todo va bien, aparecerán en este mismo año editorial. Ayer le dediqué un ejemplar de mi Crucigrama, y uno de La plaza del azufaifo, que había comprado para una lectora secreta de mi blog, y también El cec de l'Odissea, el bloqueig i un somni d'editors... Sólo le faltó traer Si un árbol cae para que le garabatease una dedicatoria, pero todo se andará...
3 comentarios:
a menudo me pregunto si existe para el habitante de la ciudad, para nosotros, la posibilidad de mirar a otro lado, frente a tanta fealdad impuesta, de posar la mirada en esos rincones que aún se han mantenido indemnes y aún tienen algún sentido, sin que sea un anhelo loco e imposible. Si la mirada no va acompañada en la intención, en nuestras vidas de algo de esa corrección simbólica de la que hablas, me parece muy difícil
A la segunda lectura creo haber entendido tu última frase (mi cabeza agujereada no permite más). Creo que quieres decir que, sin intentar corregir algo, aunque sea simbólicamente, esa mirada que busca lo que queda de belleza en la ciudad, no tendría sentido... ¿es así?
Resulta agotador el estar "corrigiendo simbólicamente" y continuamente los escenarios de la ciudad. Es difícil no topar con uno en que no haya condicionamientos. Ese del alto vólumen en un local es casi imposible no encontrárselo, con todo el público presente obligado a hablar a gritos.
A veces , como yo ayer me encontré en Gràcia en la Plaça del Poble Romaní, la "corrección" no es simbólica, sino material, aunque no deje de "significar lo que significa". Los vecinos han modificado el proyecto que incluía un pipi-can rídiculo, oculto tras una pista de petanca (los perros son como los árboles, puros objetos, por muchas campañas que hagan) cambiando con pintura la señalización que distinguía un espacio y otro, ¡y listos!. La atmósfera dominguera al mediodía era magnífica y por supuesto absolutamente civilizada.
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