En medio de la falta de tiempo y la agitación de estos días, en los que apenas logro encajar trabajo, escritura y actividad en torno al árbol, anoche tuve la suerte de ver, en el Teatre Lliure, una pieza interesantísima del Nuevo Teatro de Riga, dirigido por Alvis Hermanis y titulada Long Life. Lástima no haber llevado mi cámara para reproducir aquí una de las escenografías más potentes que he visto en mucho tiempo, por la ambientación de una miseria barroca y organizada, llena de objetos aprovechados por los recursos y la imaginación de una laboriosa pobreza y una obstinación vital en la vejez. Se trata de un día en la vida de cinco ciudadanos habitantes de una komunalka, una casa compartida, muy viejos (la revelación de la juventud de los actores, en el saludo final, forma parte del efecto general de teatralidad y de sueño), concentrados cada uno en sus esforzados gestos cotidianos llenos de ideas enrevesadas y de dificultades motrices y de realidad miserable, cada uno sin parar de hacer, sin ver a los otros más que cuando trastabillan y caen o entran en el reducidísimo campo visual de personajes abstraídos y cabizbajos en su extrema concentración, o bien ensoñados como el que se ocupa de la música. Y aún, en esos rituales de lavado, continuo vestido y desvestido, pintura de velas, fotografías, elaboración de alcohol casero, flirteos y diversas comidas y entradas y salidas, hay ocasión para una celebración. Que quede claro que es una obra divertida, hilarante y al mismo tiempo de una poética melancolía, de una burlona ternura y afecto por esos personajes trémulos, pobres pero nunca vencidos.
La escenografía, los personajes, el humor eslavo, brutal y para mí cercano al mismo tiempo, el alcohol casero, muchas cosas me recordaron a mi visita a San Petersburgo, a los mercadillos de alcohólicos, las komunalkas, y a la pasión por ese mundo caído y lleno de literatura del amigo que me albergó allí, pero también, como he dicho, a esas ingeniosas películas de nuestra posguerra (con una capacidad crítica y una autoburla que nunca más ha tenido el cine español) y como señalaron mis amigos, al neorrealismo italiano.
En el fondo, entre los cientos de objetos pequeños y grandes y el mobiliario complejo que destaca sobre los papeles de pared tan rusos, las fotografías de mandatarios europeos o las noticias hablando de Irak y de Al Qaeda recuerdan cómo funciona el mundo, cómo unos pocos poderosos nos gobiernan y qué distinta es la vida refugiada de los pobres.
En el Lliure, la escenógrafa Monika Pormale ha ideado un pasillo estrecho por donde el público entra de diez en diez, un pasaje oscuro de ropa tendida (y mojada), cajas polvorientas y objetos apilados que favorecen la ambientación previa, la entrada directa en la cotidianidad de esos personajes. Además, la sala está empequeñecida y se admite poco público, favoreciendo esa intimidad desnuda con la pobreza. El hecho de que no haya palabras no desmerece ni aburre. Los actores son espléndidos en una interpretación minuciosa, de gestos cargados de una senilidad energética, de lucha contra su físico, de ronquidos, quejas y caídas constantes. Y de alegre excentricidad y delirante locura sin palabras. Como ese personaje empeñado en subirse a los armarios para pintar el techo, colgar un cuadro o rizando el rizo, retratarse frente al cuadro, vestido para la ocasión y encaramado peligrosamente al mueble. O las pruebas de los micrófonos del músico. O su forma de sujetar al que trepa con el pie del micrófono. La escena está tan llena de actividad y produce tal mezcla de hilaridad y melancolía que es imposible cansarse. Es una reflexión sobre la vejez, la pobreza y la vida urbana, pero también es una poderosa meditación sobre el mundo y la historia.
11 comentarios:
en un abrir y cerrar de ojos nos cuelgas dos posts...qué puedo decir, salvo congratulaciones por la plaquette y preguntar(me)si ese retrato de la vejez hecho por jóvenes no será un anuncio de lo que se nos viene: eurotanasia rápida para los que no den un perfil joven, triunfador y sonriente a lo Chausson.
Gracias, Cacho, vivo sin vivir en mí, ya sabes, sin sueño, sin tiempo, sin razón.. pero esa reflexión sobre la vejez no es perversa, no te equivoques, está llena de ternura y sirve para que los jóvenes sean también viejos...
A pesar de ser básica para comprender qué compartimos y podemos llamar humano, la observación de los gestos cotidianos es una asignatura que siempre desatendemos. Me tengo que dosificar estas experiencias por el peligro que entraña cualquier repaso de perdedores, marginados, obsesos... Sin lucha triunfal y poesía me apago.
Pero si es la obra más poética que he visto en años! Debe de ser que me explico muy mal, que he perdido facultades, que ya no sé escribir, que era lo que mejor sabía hacer...
sé que es algo enrevesada la relación que hago, pero me ha recordado en algo a Tío Vania..
mis disculpas por anticipado
impromptu.
No es tan enrevesada porque la obra tenía mucho de chejoviana, claramente eran hijos de chéjov, aún sin palabras!
Tío Vania me descoloca una semana. Determinadas dosis de condición humana me resultan a veces inoportunas. Su contundente poder comunicativo no se explica sin la verdadera poesía que no hay por qué negarles. Pero mi aprensión no la mitiga un luminoso atardecer en el exilio. Mi recurrente necesidad de evasión y mentira no es cosa de rusos o latvios.
Claro, lo comprendo, a mí la mentira no me consuela como años atrás, me consuela más intentar entender las cosas, analizarlas. No digo que no tenga mis propios canales de evasión, pero no están en lo que se entiende por tal, sino acaso en ciertas relaciones que me sirven para olvidar que no escribo todo lo que quisiera. Esa sería ya mi única droga. O la sensación de que todo se detenga por la noche, esos paréntesis que parecen eternos y que dejan agotamiento al día siguiente. No hay manera de robar tiempo, siempre hay que pagarlo. La verdad es que no me gustan demasiado las comedias y lo amargo y trágico-cómico me sirve para procesarlo. Pero sí necesito que haya humor, ironía para no asfixiarme.
quería matizar mi comentario anterior, me gustan (muchísimo) las comedias bufas, críticas y corrosivas, poéticas e hilarantes, pero no soporto la edulcoración, el producto tontilight, la estupidez sustituyendo a lo real. me encanta que me cuenten historias, mientras me hagan pensar, me cambien o amplíen un poco mi percepción de las cosas. Hay días que ciertas obras duelen más que otros, y yo también elijo por mi ánimo, pero la edulcoración me pone tan furiosa que casi prefiero ese dulce dolor donde se incluye una epifanía intelectual.
Mi exploración de conocimientos, más tenaz que la de sentimientos, llega a un punto en que no continúa sin apoyarse en la ficción, la pura belleza y el humor. En ese punto el quejío latvio me mata por mucha ternura y gracia que sirvan de guarnición. No criticaría ni la forma ni el fondo de la obra. Es sólo asunto mío, inconfesado antes y a superar algún día, que los gestos cotidianos de los mayores me asusten.
En efecto, todos tenemos territorios yuyus, incluso tarzán
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