Crónicas de una pluma olvidada
Un libro rescata los artículos de la escritora Maeve Brennan en 'The New Yorker'
ROCÍO PONCE, MADRID 01/10/2011
Holly Golightly, pero con cerebro. Así era Maeve Brennan (19171993). No hay certeza absoluta de que el personaje de Truman Capote en Desayuno con diamantes estuviera inspirado en la excéntrica periodista y escritora de la revista The New Yorker, pero hay muchos indicios que apuntan en esa dirección. De Maeve Brennan nadie se acuerda, pero muchos han podido conocerla o al menos una parte sin saberlo gracias a esta reconocida novela.
Brennan y Capote se conocían, trabajaron juntos en varias publicaciones como Harper's Bazaar y la propia The New Yorker. Holly Golightly comparte muchas de sus principales características las que precisamente la han hecho convertirse en un icono literario y cinematográfico con Maeve Brennan: amor por los gatos, por las grandes gafas, la moda, el alcohol y el tabaco. También las dos parecían reacias al amor y acabaron locamente enamoradas.
Ambas se distinguían por su buen gusto al vestir, vivían solas, se peinaban con recogidos altos y eran consideradas como mujeres adelantadas a su tiempo. Un par de modernas con pantalones en los cincuenta, ese tipo de chicas que conseguían captar la atención del resto, con o sin intención de obtenerla. Parecían dos neoyorquinas más, sabían dónde ponían los mejores martinis y las tiendas con los objetos más exclusivos. Y aunque ninguna de las dos había nacido en la ciudad de los rascacielos, ambas estaban locas por ella.
Según la escritora Isabel Núñez, Capote creó a Golightly "quitándole el cerebro de Maeve y dejándola con su parte más frívola". Angela Bourke, biógrafa de Brennan, apoya esta teoría: "El personaje le debe bastante (a la periodista)". Incluso hay planos de la película de Blake Edwards, por ejemplo, uno de Audrey Hepburn junto a una tienda, que tiene un parecido indiscutible con algunas instantáneas de Brennan.
Destino o casualidad. Isabel Núñez cree que fue una conjunción de ambas la que hizo que hace diez años se topara con el libro que recogía las crónicas de Nueva York de Maeve Brennan. Ella buceaba por las ocho millas de libros de la librería Strand en la Gran Manzana buscando un regalo para una amiga. La periodista irlandesa, "olvidada" por editoriales y medios, se convirtió en la inspiración de la escritora catalana para un ciclo de conferencias que rescataba a escritoras y fotógrafas. De esa admiración también nació un libro, Sinrazones del olvido (Icaria), escrito por Núñez junto a Lydia Oliva.
Una editorial para Brennan
Durante todo ese tiempo, Isabel Núñez paseó las crónicas de Brennan por editoriales españolas sin resultado. "Les gustaba, pero no se decidían. Incluso alguno me dijo que si los anglosajones no la reeditaban por algo sería", explicó a Público. "En España cuesta encontrar quien te escuche cuando vienes con algo que no es muy reconocido", dijo Núñez, que opina que a las editoriales les falta ser "más atrevidas y tener más criterio".
Núñez estaba convencida de que los artículos que Brennan publicó bajo el seudónimo de The Longwinded Lady (La mujer prolija o densa) en la sección The Talk of the Town del The New Yorker entre 1953 y 1968 volverían a ver la luz. Y así fue. Crónicas de Nueva York (Ediciones Alfabia) ya puede comprarse en las librerías, con traducción y prólogo de la propia Isabel Núñez.
Si algo llama la atención de las crónicas de Brennan es su acusado olfato para encontrar aquello que pasa por alto en Nueva York. Una ciudad que atrapa con sus grandes edificios, sus rincones cinematográficos, sus luces incansables, su actividad frenética y su insomnio constante. Para la periodista, Nueva York era la gente que la vive, la pasea, la trabaja. Sus crónicas acababan convirtiéndose en pequeños relatos sobre personas (una pareja de enamorados, un hombre de un bar...) y sobre las pequeñas historias que le podían ocurrir a ella o a cualquiera que se le cruzase. Los suyos eran siempre protagonistas inconscientes. Tres personas irritantes que ensucian la atmósfera de una librería, encontrarse un billete, qué ocurre cuando se te rompe un tacón en la calle o qué responder cuando te ceden el asiento en el metro.
Sus relatos, atemporales, demuestran una forma de mirar el mundo que tan pronto se muestra divertida como irónica o reflexiva. Imaginen a una joven Brennan pendiente de cada detalle de una pareja que pasea por la Sexta Avenida. Camina, ávida, con la siempre presente rosa en su solapa izquierda, los labios pintados de carmín rojo y un elegante abrigo negro. Cuando hubiera perdido de vista a la pareja entraría en un bar donde, sola y sin prejuicios, se sentaría a escribir frenéticamente. "Ella escribía en bares y restaurantes", recuerda Núñez. También se caracterizaba por pasarse horas en su casa perfeccionando sus relatos: "Era una maniática de la prosa".
Maeve Brennan nació en Dublín en 1917 en una familia católica marcada por la persecución política que vivía su padre. Situación que cambió drásticamente cuando en 1934 le nombraron primer embajador de Irlanda en Estados Unidos y la familia se trasladó a Washington. Maeve estudió Literatura y Biblioteconomía, y cuando su familia volvió a Irlanda ella aprovechó para mudarse a Nueva York. Estaba empezando su vida.
Sus primeros pasos como periodista los dio en la revista de moda Harper's Bazaar, y en 1949 consiguió un puesto fijo en The New Yorker. Ahí conoció a Clair McKelway, un redactor conocido por su afición a la bebida y su errático comportamiento, con el que se casó en 1954 y del que se divorció solo cuatro años después.
Los sesenta los vivió sola y escribiendo esporádicamente por culpa de los brotes psicóticos que comenzó a padecer. Brennan acabó viviendo en la calle y rechazando el techo y la comida que The New Yorker le ofrecía. "Solo aceptaba alojarse en el lavabo de señoras de la revista e increpaba a quienes entraban", recuerda Núñez. En su cuento El terror sagrado, una señora irlandesa se comportaba de igual manera. La periodista, inconscientemente, terminó convirtiéndose en un personaje de sí misma.
Tras rechazar ser hospitalizada, acabó viviendo como una mendiga más. Murió en 1993 en un asilo, sin recordar que una vez había sido una brillante periodista y escritora. Durante las dos últimas décadas de su vida no escribió ni una palabra. "Esa precoz desaparición de la escena literaria y social consolidó su olvido",
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