Foto: I.N., Un lugar de mi memoria, Barcelona, 2009
Estuve con alguien que intentaba convencerme de que yo no existía. Según él yo era los otros y todas mis ideas eran ajenas. Según él, yo no sabía nada antes de conocerle. No digo que no fuéramos felices, aun en medio de aquel malentendido, pero fue un alivio reencontrarme con mis viejos libros al separarnos.
Yo no comprendía sus palabras. Sabía que si tenía algo era precisamente mi mundo, mi particular percepción de las cosas, que había construido en mi infancia y por tanto, se basaba en la memoria. Imaginaba que me convertiría en uno de esos escritores que VM describía -temo que con aburrimiento-, excluyéndose del grupo, los obsesionados por su infancia. De pequeña, mi vida cotidiana tuvo el ritmo de la administración del castigo que recibía, perpetrado con el perfeccionismo maniático de mi tía Rottenmeyer y con la gozosa y lógica complicidad de mis hermanas: era bueno tener a alguien con quien desahogarse impunemente y ese alguien era yo. Me habían declarado culpable de un accidente ocurrido cuando yo era un germen que crecía en la barriga de mi madre; había llegado en mal momento, mi madre se había despistado por culpa del embarazo y la desgracia le había ocurrido a mi hermana. Yo debía asumir la culpa -insoportable para mis padres- y pagar por todos.
Ya lo he contado aquí.
En ese mundo claustrofóbico y violento, yo vivía de la belleza del paisaje. Tenía la sensación casi mística de que el universo me mandaba señales, de que los pájaros cantaban para mí, ya que nadie más parecía oírlos.
Luego, en esa ambivalencia que ha sido siempre un interesante desafío a mi comprensión, mi carcelera, mi Némesis, me enseñó a leer y sólo quise vivir en ese mundo, donde había una justicia implacable para los malvados, y seres afines capaces de describir mi realidad en forma de madrastras y hermanastras, y los que sufrían como yo huían volando a lomos de una golondrina o aterrizaban en un palacio de cristal o se convertían en cisne, todo con una crueldad bíblica y lleno de la misma belleza de los símbolos que a mí me había salvado.
Al llegar a Barcelona, en el colegio había una iglesia abarrocada donde el coro y el órgano, e incluso mi propia voz en los intervalos leyendo en voz alta para todos: "En un principio era el Verbo, y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros" me producía una emoción inexplicable. Sólo cuando nos cambiaron a la capilla de abajo, fea, nueva y sin historia ni órgano ni coro, me di cuenta de que mi emoción estaba conectada sobre todo a la música. Que la música podía ser una conexión a cierta espiritualidad o una forma de acceder a la belleza que me conmovía como las visitas de los pájaros. Pero había algo misterioso en aquel espacio de la iglesia de arriba, incluso sin música. Volví a encontrar la misma sensación a los 14 años, en un viaje a Menorca con el colegio, cuando visitamos alguna taula o un talaiot, en medio del campo verdísimo de primavera, cuando la isla era un lugar solitario y silencioso. "Donde hay dolor hay un suelo sagrado", escribió Wilde. Hay lugares, ya sean monumentos megalíticos o templos de cualquier religión, donde la gente ha llorado y ha rezado y creído y todo eso deja un poso, una vibración que recoge la piedra. Yo he percibido esa vibración misteriosa en algunos templos, pero no en todos, ni mucho menos. También la he percibido en la voz. Esto resurgió el otro día, a raíz de un intercambio al dorso de este blog, con un profesor vasco de literatura que citó a mi querido T.S.Eliot y me hizo rescatarlo una vez más de la estantería: "You are here to kneel / Where prayer has been valid..." Al comentarlo con el hombre que llamaba, me dijo: "No, estás confundida. Era mi padre quien decía eso de los templos y tú, que tienes mala memoria, has adaptado su idea y crees que es tuya."
Extrañamente, en el mismo momento me estaba contando que para él, que no recordaba nada de su infancia, había sido chocante vivir con alguien como yo, obsesionada por la memoria (aunque esa memoria fuese selectiva y recortada, forzosamente). Ciertamente su padre es un personaje -vasco, religioso, librepensador, crítico y apasionado en sus ideas, con su propia vivencia de memoria histórica- a quien yo considero, y le he citado a veces en este blog, puesto que mi escritura se construye a base de citas y para mí -aunque el hombre que llamaba no pueda entenderlo- es una experiencia gozosa recordar de dónde viene cada cosa. Pero mi experiencia con los templos no es una frase copiada de su padre, sino una cadena de recuerdos. Según parece creer el hombre que llamaba, mis recuerdos son falsos como aquellos que les injertaban con chips a los replicantes de Philip K. Dick. Sin duda su vértigo de vacuidad, su bloqueo mnémico le hace creer que es un replicante y para consolarse, quiere convencerme de que yo también lo soy, y de que sólo él sabe y puede decir quiénes son los terráqueos auténticos. Escribo todo esto sumida en mi extraño silencio, con los dos oídos tapados ya por completo. En Facebook, dos escritores me han recomendado que deje de escribir ("No escribas con los sentidos tapados!", bromea uno. "Mejor no escribas más", dice el otro, con peor intención). Hay gente que no tiene bastante con no leernos, necesita que dejemos de escribir. El segundo consejo sólo tiene un sentido irracional, que es el de su deseo. Según su lógica, los sordos no podrían escribir ni los ciegos tocar un instrumento o componer, ni habrían existido Beethoven o Goya. Me han recordado a aquel famoso psiquiatra que trató a Edith Wharton, a Virginia Woolf y a Charlote Perkins y les prohibía que escribieran porque, según decía, era malo para sus nervios (¿para los nervios de quién?).
Lo mío no es exactamente silencio: es como si el sentido del oído se hubiera dado la vuelta, como un calcetín, una inmensa oreja vuelta hacia dentro, con sus laberintos apoyados en la piel, como aquel personaje de cuento que ponía la oreja en la tierra para escuchar el crecimiento de la hierba o el deambular de las hormigas. Mi vecino dijo un día que le gustaba dormir con tapones en los oídos porque sentía como si estuviera de vuelta en el vientre materno. Yo me siento vuelta a mi propia interioridad. Me dicen que hablo demasiado bajo, y es porque todos mis sonidos se oyen mucho más intensos. Respiración, latidos, voz. Mientras, todo lo demás parece alejarse y yo imagino el universo de los sordos. Mal que le pese al (segundo) comentarista del Facebook, escribo bien en este silencio ruidoso, silencio con oleaje, campana de cristal que me aleja del mundo, sólo un poco. Oigo los truenos muy lejos, no oigo a ningún vecino ni el ascensor, el teléfono ya no es imperioso ni hace falta cogerlo; todos los timbres parecen sonar en otro mundo.