Foto: Inés Batlló (¿o Dan X?), Un árbol con ojos; Tigridia y yo en el bosque de cedros de Lourmarin, 2008
Ayer por la tarde, tras enviar mi reseña de La regla del juego a La Vanguardia (arduo forcejeo para encajar lo que quería decir en un espacio tan exiguo, en este caso era imposible) e introducir unas últimas correcciones en mi cuento último (del que finalmente estoy contenta, me ha dejado un poso que me gusta, como el penúltimo... en cambio hay dos que aún me hacen dudar, no porque les falte intensidad sino claridad), mientras pensaba vagamente en la posibilidad de otro, decidí dar un paseo por la ciudad vacía. Por el camino conecté con E., que está pasando sus vacaciones en la ciudad (y cuestionándose la dureza de la vida en Londres, llena de otros alicientes que aquí no podría encontrar, pero dura al fin), estuve tomando té con ella en la ventosa terraza de la casa de su hermano y luego bajamos en una peregrinación improvisada por Ciutat Vella, el Raval, atravesar el circo ramblero, llegar al Born y de nuevo al Raval, donde los skaters ya se habían retirado y sólo los pakistaníes parecían misteriosamente animados, fuera del aire helado de los bares, donde gente desconocida se hablaba o besaba o bebía. Yo me sentía como si hubiera dormido los cien años de Rip Van Winckle (creo que la Bella Durmiente no sintió esa extrañeza, o el cuento no lo decía), ¿pero quién no se ha sentido de pronto como si hubieran pasado cien años en una noche de intensa ensoñación, como si nada de lo que había en su ciudad, en su barrio, estuviera en pie, y nadie recordara ni supiera de qué habla cuando pregunta (y el que vuelve se siente cien años más viejo). Me sentía ajena, casi extraterrestre. En las calles del Raval hacía mucho calor, no corría el aire y luego, al salir a la Gran Via volvía a circular brisa. Me puse a pensar que habían construido tapando los pasillos de ventilación necesarios en las ciudades. El suelo ardía y habían regado (a este barrio mío degradado y mediocre pero que fue bonito y frondoso nunca llegan los de la limpieza y nunca he visto que mojaran el suelo, pero la gente también tira la basura a aceras y calzada, no puedo comprender por qué, tal vez simplemente les gusta vivir entre la basura y convertir el paisaje urbano en un puro vertedero, muy acorde con la nueva construcción de fealdad) y al andar, el agua encharcada salpicaba las sandalias y los pies, con su desagradable tibieza llena de bacilos. E. había encontrado una noticia dramática e histórica en un periódico viejo, y leía Au rebours en inglés, en una edición preciosa, aunque fuese en la lengua equivocada, y con un interesante perfil biográfico de Huysmans (Mallarmé y él fueron albaceas testamentarios de Villiers de l'Isle Adam). Yo aún tengo recuerdos intensos de Des Esseintes (inspirado en aquel Montesquiou que utilizaron Proust, Huysmans y Baudelaire), pero E. me mostró un pasaje donde dice que la visión de una persona desagradable hería a Des Esseintes y le costaba días recuperarse. E. me contó sus últimas vicisitudes y yo le conté las mías. Dos días atrás le había ocurrido una de esas cosas mágicas e imprevistas que sólo se producen muy de vez en cuando, justo en el momento en que alguien las ha olvidado. Andaba como una bailarina sobre unos zapatos imposibles para mí, y como Betty Boop necesitó descansar unos minutos en un último bar porque los pies le ardían, yo ya había vuelto al sueño y era casi un espectro de mí misma y el camarero italiano parecía incapaz de controlar su furia.
Ayer por la tarde, tras enviar mi reseña de La regla del juego a La Vanguardia (arduo forcejeo para encajar lo que quería decir en un espacio tan exiguo, en este caso era imposible) e introducir unas últimas correcciones en mi cuento último (del que finalmente estoy contenta, me ha dejado un poso que me gusta, como el penúltimo... en cambio hay dos que aún me hacen dudar, no porque les falte intensidad sino claridad), mientras pensaba vagamente en la posibilidad de otro, decidí dar un paseo por la ciudad vacía. Por el camino conecté con E., que está pasando sus vacaciones en la ciudad (y cuestionándose la dureza de la vida en Londres, llena de otros alicientes que aquí no podría encontrar, pero dura al fin), estuve tomando té con ella en la ventosa terraza de la casa de su hermano y luego bajamos en una peregrinación improvisada por Ciutat Vella, el Raval, atravesar el circo ramblero, llegar al Born y de nuevo al Raval, donde los skaters ya se habían retirado y sólo los pakistaníes parecían misteriosamente animados, fuera del aire helado de los bares, donde gente desconocida se hablaba o besaba o bebía. Yo me sentía como si hubiera dormido los cien años de Rip Van Winckle (creo que la Bella Durmiente no sintió esa extrañeza, o el cuento no lo decía), ¿pero quién no se ha sentido de pronto como si hubieran pasado cien años en una noche de intensa ensoñación, como si nada de lo que había en su ciudad, en su barrio, estuviera en pie, y nadie recordara ni supiera de qué habla cuando pregunta (y el que vuelve se siente cien años más viejo). Me sentía ajena, casi extraterrestre. En las calles del Raval hacía mucho calor, no corría el aire y luego, al salir a la Gran Via volvía a circular brisa. Me puse a pensar que habían construido tapando los pasillos de ventilación necesarios en las ciudades. El suelo ardía y habían regado (a este barrio mío degradado y mediocre pero que fue bonito y frondoso nunca llegan los de la limpieza y nunca he visto que mojaran el suelo, pero la gente también tira la basura a aceras y calzada, no puedo comprender por qué, tal vez simplemente les gusta vivir entre la basura y convertir el paisaje urbano en un puro vertedero, muy acorde con la nueva construcción de fealdad) y al andar, el agua encharcada salpicaba las sandalias y los pies, con su desagradable tibieza llena de bacilos. E. había encontrado una noticia dramática e histórica en un periódico viejo, y leía Au rebours en inglés, en una edición preciosa, aunque fuese en la lengua equivocada, y con un interesante perfil biográfico de Huysmans (Mallarmé y él fueron albaceas testamentarios de Villiers de l'Isle Adam). Yo aún tengo recuerdos intensos de Des Esseintes (inspirado en aquel Montesquiou que utilizaron Proust, Huysmans y Baudelaire), pero E. me mostró un pasaje donde dice que la visión de una persona desagradable hería a Des Esseintes y le costaba días recuperarse. E. me contó sus últimas vicisitudes y yo le conté las mías. Dos días atrás le había ocurrido una de esas cosas mágicas e imprevistas que sólo se producen muy de vez en cuando, justo en el momento en que alguien las ha olvidado. Andaba como una bailarina sobre unos zapatos imposibles para mí, y como Betty Boop necesitó descansar unos minutos en un último bar porque los pies le ardían, yo ya había vuelto al sueño y era casi un espectro de mí misma y el camarero italiano parecía incapaz de controlar su furia.
Al llegar a casa me puse a leer un cuento vigoroso de W. Somerset Maugham donde los personajes estaban llenos de detalles contradictorios y tan agudos que no podrían nunca ser imaginarios. Había una pareja detestable, religiosa, ella con un timbre de voz tan desagradable que me hizo pensar en una profesora-tutora que tuvo G. en el instituto.
W. Somerset Maugham es un maestro. Si retomase ese cuento dentro de un mes, esos personajes y su conversación en un barco revivirían en un momento en mi mente y no tendría que volver atrás. Como los de Henry James.
Hoy me han dicho que debería haber visto la versión de Carta de una mujer desconocida, de Xu Jinglei, en el CaixaFòrum y quien me lo dice es alguien con criterio. A mí no me gustó la de Ophüls (ni a él, que la encuentra algo "ensucrada", a pesar de la mirada de Joan Fontaine), aunque lo cierto es que el tema me molestaba ya en el libro de Zweig. Ese estereotipo de la mujer enamorada que no es correspondida o es abandonada me impacienta y puestos a la imposibilidad en lo amoroso, prefiero el Zweig de 24 horas de la vida de una mujer (esa mujer que se fuga por pura pasión y las discusiones igualmente apasionadas que suscita su conducta en los demás huéspedes del hotel, llenas de implicaciones psicológicas de cada uno, de sus fantasías, de sus justificaciones vitalkes y del espíritu aleteante de esa época europea convulsa pero efervescente). Me cuesta entender la insistencia en esa coreografía simple, tal vez porque yo nunca la he entendido ni sufrido. Nunca comprendí cómo uno decide encapricharse y obsesionarse por alguien que no le desea. Para mí, sin reciprocidad no existe el deseo (no sé si es una suerte verlo así o es pura lógica; mi sensación es que los que sufren esas penas se han sumido voluntariamente en una especie de capricho infantil, como esos niños que piden algo imposible y lloran y patean sin poder gestionar su frustración, y ningún sustitutivo les consuela). A mi modo de ver, sólo habría lugar a ese sufrimiento cuando el otro desea y pese a todo decide reprimir su deseo. Entiendo que eso produzca mal humor o incluso cierta melancolía, pero de ahí a la obsesión... Por otra parte, reconozco que mis obsesiones vitales me limitan a veces: me gustó In the Mood for Love (Fa yeung nin wa) por la manera de contar, la narrativa de aquellas imágenes... ¡pero no soportaba la no-acción! Y por lo que me dice ese lector, creo que la versión china y femenina sí me gustaría. Dice Roland Barthes que la espera es femenina y que al esperar al otro, el hombre se feminiza. Esa transformación también me parece interesante.
Tras un intercambio inesperadamente desagradable, me he ido a comer un lenguado delicioso y he vuelto paseando por lugares donde aún quedan árboles (será que Parcs i Jardins no los ha descubierto! Cualquier día irán a talarlos para poner el bicing, como hace poco en Rector Ubach, o con cualquier excusa), y rezando a los dioses griegos para que no los descubran. Se estaba tan bien en esa sombra...
Si a alguien le interesa escuchar el diálogo que mantuvimos Teresa Morandi y yo en torno a la escritura en el Ateneu (Diálogos en el jardín), el psicoanálisis y la memoria histórica, se puede escuchar en el Espai Freud. "Sin escritura no hay memoria". Al principio hay un par de minutos vacíos, luego yo leo mi texto, Teresa lee el suyo y después viene la conversación.
6 comentarios:
yo ayer vi otra de esas pelis chinas, que igual que la que comentas de la carta a una desconocida, me daba pereza por esa capa azucarada que suele cubrir las grandes producciones chinas últimamente, pero me gustó, y me acordé de ti, puesto que gira alrededor de la justicia, El último viaje del juez Feng,
hoy he pasado por paseo de gracia con diagonal para devolver unos libros, la calle tomada por andamios de obras, el aire plomizo y los turistas algo perdidos
a mi tambien me da miedo a veces que no nos dejen sitio para ser, para estar, que no quede lugar donde se nos reconozca por lo que somos y no por esas fichas absurdas estandarizadas a las que muchos no llegamos nunca a saber responder
sigo pensando que te gustaría ver esa ciudad-basurero de la película de pixar Wall-e
Así que el viaje del juez Feng valía la pena, recuerdo que la miramos en un programa del festival de cine asiático, dudando. L. también estaba en passeig de gràcia y me ha hecho una descripción más negra que la tuya, según ella no quedaba un nativo, sólo turistas de medio pelo y ninguna tienda normal, sólo de las de lujo, y no ha podido soportarlo.
Sí, esos archivos y formularios... Esa peli tendré que esperarla en dvd...
es verdad eso de las tiendas de lujo! era un ambiente despersonalizado, pero hasta los propios turistas se veían perdidos y desamparados!
buena época para ver Ballard, creo yo, tendrá cierto efecto de hiper-realidad
Sí, Ballard era ciencia ficción y se convirtió en hiperrealismo...
el árbol con ojos!
Sí, eso pensamos nosotros, ¡lo parecía!
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