
Foto: Manel Armengol, Torroella, 1993 (sèrie Vent)
Ayer por la mañana fui a Caixafòrum. El Espai Freud organizaba un pase de la interesante película Una cierta verdad, documental de Abel García-Roure, rodada en el hospital del Parc Taulí de Sabadell, con la implicación del psiquiatra y psicoanalista Josep Moya y su equipo. Es una película sobre la psicosis, y hablan algunos enfermos, sobre todo uno, que aun en medio de su delirio, de esa escisión del lenguaje y de esos otros mundos que les acosan, en su caso con vocabulario paracientífico y técnico, planteaba preguntas inquietantes o que en cualquier caso no son fáciles de contestar.
Era inevitable pensar en Foucault (y en lo que Morey dijo en su conferencia del Espai Freud) y en la represión de la locura, en la identidad del "loco" como alguien que no encaja, que no puede someterse o avenirse a razones, en los problemas sociales que llevan a encerrarlo, en su condena sin fecha, en su insumisión... O interrogarse de cómo puede ser que en algunos lugares de África esos enfermos vivan aún entre los demás, sin medicar, acogidos de alguna manera, como en la antigüedad. O de los psicóticos que, como algún matemático, han logrado canalizar y reconducir ese delirio hacia un lugar posible. O de los tabúes y la estigmatización social de la enfermedad mental.
También sorprende y alivia que en ese centro los psiquiatras y psicoanalistas hablen de ellos como sujetos y los traten como a tales, les escuchen (en la medida de lo posible, hasta el punto que la sanidad pública del país lo permite) en lugar de esa actitud dopadora-represiva-policial de la psiquiatría neurocientífica actual, donde los médicos parecen a veces simples vendedores de los laboratorios, que tapan la boca a los pacientes.
Una de sus preguntas cuestiona las limitaciones de la medicación, pero cuando lo planteé al iniciarse el debate, me contestaron como si yo hubiera objetado a la necesidad de que esos enfermos se mediquen (y no era el caso). De hecho, yo sólo me pregunto hasta qué punto tiene recursos el profesional de la salud mental para encontrar una medicación a la medida del paciente, es decir, que le evite los "apagones", el sufrimiento o las peores crisis que generan violencia, etc., pero que no provoque tantos efectos secundarios, esos efectos que le impiden recordar las cosas, hablar bien, moverse, que le estigmatizan como enfermo mental -ya que son visibles-, etc. Recordaba una entrevista con un premio Nobel de Medicina, en La Contra, que denunciaba que los laboratorios farmacéuticos no están interesados en medicamentos que curen del todo, o que no tengan efectos secundarios, porque resultan menos rentables, me preguntaba si en el caso de la salud mental hay remedio contra eso, si hay maneras o si los enfermos están prisioneros y sometidos también en ese sentido.
Pero sobre todo, al preguntar, yo no sólo intentaba romper el hielo para que otros hablasen, sino que estaba también luchando contra la tristeza que me había producido la película. Esa soledad tan aguda de los enfermos mentales, esas voces que los habitan y con las que no pueden dialogar (había una mujer que lloraba y se decía perseguida por otra que la habitaba; un chico de 17 o 18 con los cascos y la capucha puestos para protegerse del mundo, que se negaba a hablar ni a tomarse la medicación, y me hacía pensar si nadie había podido reanudar esa conexión, si habrían tardado tanto en pedir ayuda, si ese chico no podría reaccionar con más tiempo de escucha, si la mentalidad de este país, tan reacia a pedir ayuda para lo mental, lo hacía más difícil...) esas imágenes me hicieron conectar con un miedo antiguo de mi adolescencia y me trajeron el recuerdo de la gente que a mi alrededor sucumbió a la locura y la muerte. También pensé en la división dudosa de gente que vive en el mundo sin muchos problemas pero tiene esa misma estructura mental.
Hubo un paciente, que vive independiente, con trabajo y familia, que contó cómo en un momento determinado, el sentido de las palabras se le escapaba y para intentar fijarlo hizo una especie de diccionario, con entradas aparentemente convencionales y una división entre dos mundos, donde luego se sumaban otros sentidos o que luego tenía que matizar o relacionar con flechas y dibujos. Para los que desconocemos el funcionamiento de esos procesos era dolorosamente interesante y hasta cierto punto cercano a otros problemas de lenguaje o a sensaciones fugaces de cosas que hemos leído. Más duro era oír cómo otro paciente, mucho más medicado (con más efectos secundarios) y triste, hablaba de sus "apagones", momentos cuya duración ignoraba y en los que dejaba de tener conciencia de sí mismo.
A mí me consuela mucho la idea de que en este país haya algún centro en la sanidad pública con una orientación así, humanista y psicoanalítica dentro de los límites materiales. Una cierta escucha para esa cierta verdad. Y el documental es riguroso, discreto y realista y tiene su poética propia. (La película se estrenará dentro de poco en los cines).
Me fui andando por la Gran Via, mirando los árboles y pensando: al menos quedarán éstos (y alarmándome porque tal vez estoy ya dando por perdida la Diagonal, como Joaquim Folguera) y en casa de L. me fui pacificando (como el tráfico) contemplando libros de fotos antiguas de la ciudad, para mi libro. Luego estuve en la mani, tal como cuento en Polis, hubo un momento alegre dentro de la tristeza social y la desesperanza del mundo y nos reímos V., L. y yo allí vociferando consignas liberadoras o escuchando la lengua sonora, energética y misteriosa del palestino recién llegado de Gaza (el traductor sintetizaba muchísimo) y después me refugié en la lectura y las conversaciones de sofá y teléfono (ese intercambio de vacíos, que decía Manuel Delgado), volví a Isabelle Eberhardt... Luego, viendo una película de Joris Ivens sobre la guerra civil española, con la voz de Hemingway, me sorprendió que en la banda sonora, mientras se veían imágenes (y se hablaba de) de Castilla y de Madrid, se oían sólo sardanas y canciones reivindicativas catalanas, desde el Som i serem hasta Els segadors, junto al Himno de Riego. No sé quién les vendió que eso era "música popular española", pero tenía gracia. He visto que en el Macba le han incluido en un ciclo de cine.
Esta mañana, antes de irme al Mercat de Sant Antoni en busca de esas imágenes que no encuentro, leía a Alejandra Pizarnik: "... cuando leo y escribo con ganas, mi vida no me parece pobre. Todo lo contrario. Lo que me hace sentir pobre e idiota es compartir el ritmo de la llamada "gente normal", como ahora, por ejemplo, en que los otros nadan, navegan, toman el sol, hablan de cosas intrascendentes, comen y beben con gusto... Otra cosa que me dolió fue encontrarme con Marguerite Duras, feliz con sus cuatro baños diarios en el mar... (...) Y yo siempre tan lejana, tan al borde del abismo, sintiendo un dolor agudo cuando me baño en el mar, sufriendo bajo los rayos del sol, quieriendo morir de tristeza cuando juego con los niños de X., sintiendo con todas mis fuerzas que no puedo vivir, que estoy tensa y deshecha, un despojo humano...". Yo me situaba entre los dos puntos, podría disfrutar de la felicidad de esos baños de Duras, pero me siento muy mal cada vez que voy a un acontecimiento donde se reúne el mundillo editorial de BCN, y la resaca me dura siempre unos días, como el encuentro con Jacques le Fataliste.
Ayer picoteaba en la interesante correspondencia entre Sales y Rodoreda, él ironizando sobre si congelarían a Franco para que fuese eterno (faltaban días para su muerte) y diciendo de Gimferrer "com tots els joves és poeta, i com tots els poetes, és gandul". Cuesta imaginar a ese joven poeta perezoso que no acababa la traducción.