Foto: I.N., Fachada en una calle de París, 2009
Anoche, el cambio de medicamento homeopático produjo un viraje espectacular y mi tos desapareció y cuando al fin me retiré a mis aposentos dormí profundamente. Esta mañana me he ido con Tigridia a andar por una playa ventosa y solitaria, el agua del mar brillaba tanto que sólo esa visión ya me ha transformado. Es verdad que un momento antes había comprobado cómo una turba de gente estúpida y analfabeta hacía caso omiso de las peticiones de silencio de un lugar protegido y dejaba gritar a los niños o hablaba en voz demasiado alta y apenas se veían los caballos salvajes y los ibis de otras veces. ¡Pero la playa! No había nadie y nosotras íbamos cerca de la orilla, aunque sin descalzarnos (yo por mis bacilos). Mi cámara se había quedado sin batería cuando intentaba retratar a uno de esos patos verdosos y aterciopelados...
Al volver, tras un rato de llamadas y sofá, he puesto una música que no escuchaba hacía tiempo (gracias, J) y me he sentido otra vez invadida de esas oleadas de rara felicidad, como si la música se tragara de pronto la rabia de escuchar al hombrecito de turno que viene a darme lecciones balcánicas o a demostrar su saber sobre soldaditos por haber escrito mi libro balcánico (¿cómo osé adentrarme en territorio viril, territorio vedado?), como si de pronto mi propia irritación me diera risa (y tras intercambiar mensajes absurdos L. y yo en una batalla contraria, a saber: cada una cree que le debe más favores a la otra, yo amenazándole con mandarle una foto de su platillo en la balanza, mucho más ligero de deudas que el mío), yo mezclaba fragmentos de recuerdos y pensamientos y le daba vueltas a la frase de un amigo que añoro al teléfono y me sentía sobre todo agradecida de su llamada y sus frases al cabo del tiempo, como Oscar Wilde con aquel hombre que se quitó el sombrero ante él mientras la multitud le abucheaba a su salida de la cárcel (antes de refugiarse en casa de Ada L.), y yo sonreía pensando en cosas que sólo ahora puedo entender aunque ocurrieron hace mucho, mucho tiempo, y aun mi melancolía de no poder explicárselas a alguien desaparecido es una melancolía con algo hilarante: tal vez al final sólo escribamos cosas de forma abstraída como si habláramos con nosotros mismos, como a veces Colette en Le pur et l'impur...
Y ahora voy a tener que leerme por encargo la novela de uno de esos autores que busca temas en los periódicos para escribir la canción del verano y ganarse bien la vida, y en esos instantes de hastío (¡con la cantidad de libros maravillosos que me esperan!) siempre me acuerdo de Los demasiados libros de G. Zaid y pienso en cuánta razón tenía y en que la crisis, aunque debería servir para que los editores publicaran menos libros mediocres, en realidad hace que algunos busquen sólo esos libros con los que imaginan que se harán ricos o que no necesitarán los imposibles préstamos bancarios (aunque hay grados muy distintos, en función de la dignidad, la imaginación y el espíritu de cada cual). Como también debería servir la crisis para enmendar errores, cuidar el medio ambiente, invertir en educación y no en cemento, corregir lo que nos ha llevado al hoyo, pero nuestros políticos sólo abundan en ese camino equivocado de la desdicha.
Voy a seguir escuchando esa música que por alguna razón misteriosa parece encenderme una luz interior o un producirme un cosquilleo o hacerme respirar de otra manera. No sé qué es, tal vez la poderosa memoria que cada vez pesa más en esta fase de mi vida, ¡envejezco!, pero hay un efecto inesperado y alegre en algunas músicas, aunque sean músicas imperdonables que mis amigos contemporáneos nunca entenderían...
Pero para enderezar simbólicamente alguna cosa, mañana lunes, vengan a escucharnos a Caja Madrid a las 19h, Plaça Catalunya 9, hablaremos de Dorothy Parker y Berenice Abbot...