Volví de madrugada, tarde, en esa pesadilla de los aeropuertos en agosto, compañías de falso-bajo coste que tratan a los pasajeros como ganado y se sorprenden de las reclamaciones. Soñé que escribía mucho en el blog, soñé las fotos, los comentarios, y me desperté en un barrio desierto, sin ni un solo coche ni vecino, sólo pájaros, pero faltaba un componente muy claro para darme cuenta de que ya no estaba en Ibiza: los grillos.
La banda sonora que me ha acompañado estos días, esa sensación tan inmediata del verano, que todos los días se apaga a un hora precisa, repentinamente, como si hubieran ensayado el fin del concierto. Y envuelta en la tierra roja, campos de algarrobos e higueras, bosques de pinos retorcidos que llegan a las playas, olivos de troncos expandidos, duplicados en anchura, majestuosas sabinas, y según el taxista que me llevó al aeropuerto, algunos azufaifos (uno pequeño en su jardín). Pensé en el comentario de un músico sobre nuestro azufaifo, que coincidía con una vieja impresión mía, y es que la belleza de aquellos campos rojos y de sus árboles tiene siempre esa mezla: humilde y majestuoso.
El viejo payés que me había alquilado la casa hace dos o tres veranos me reconoció en el camino y enseguida me regaló un montón de higos. A sus ochenta y dos sigue en plena forma, levantándose a las cinco para cuidar sus campos ("a mi m'agrada treballar"), con su cultura preecológica, y su lenguaje maravilloso (su hijo cuarentón es ignorante y fofo, no habla como él, ni está en forma, ni trabaja en el campo sino alquilando las casas a los precios desorbitados de allí, un reflejo de la transformación del país, ignorancia adinerada en lugar de oficios bien hechos e ilustración; ese abuelo campesino, de ojos azules, recuerda los tiempos de la República, su hijo nunca debe de haberlo escuchado), un eivissenc lleno de palabras insospechadas, que en aquel verano venía a traernos fruta y mi hijo y yo le preguntábamos para escuchar su lenguaje, lleno de su pasión por la naturaleza. Los higos eran deliciosos, aún calientes del sol.
También iba a comprar verduras y frutas a una mujer de mirada estrábica que tiene una cabaña de chamizo frente a sus huertos, en un camino asfaltado entre pueblos, y todo lo que vende es incomparablemente mejor que lo que se encuentra en Barcelona ("perquè sa terra és bona", dice ella). Una vez le pedí acelgas para hacer una coca de verduras a los de la casa: "Bledes?" me dijo, "no les porto perquè ningú no les vol..." Al día siguiente me trajo tantas acelgas que yo no sabía dónde ponerlas, tuve que llenar la cocina de hojas verdes y tronchos blancos. Y en la tienda de chamizo, de pronto todo el mundo quería comprarlas, y ella se reía, mirando a ese punto misterioso de los estrábicos. "Ara tots volen bledes..." Pero este verano no tenía... "Enguany sa coca la pot fer de pebreres", me sugirió. Y seguí su consejo.
No hacía tiempo. El primer día me fui en bicicleta a un embarcadero lejanísimo, que yo recordaba más cerca, pero cuando salía del agua en mi primer baño, el cielo se oscureció y empezó a gotear. Emprendí el camino de vuelta, y a mitad de la cuesta, la lluvia era ya tormenta y el vestido se me pegaba al cuerpo como un bañador mojado. Me detuve en un margen, al pie de otra higuera, y comí los primeros higos. El agua caía a raudales pero yo miraba a mi alrededor, tanta belleza y la tierra roja y el campo tan oloroso (como en JRJ: "Era mayo y el campo estaba lleno de vida y de pasión...") y sólo podía sonreír interiormente.
He trabajado sin conexión, he andado kilómetros, he recobrado mi antigua afición ciclista, pero la casa estaba llena de gente que impedía mi vida soñada de anacoreta. Y aún así, qué paseos y qué sensación maravillosa de lectura y vacaciones. En otro embarcadero solitario, leí un librito maravilloso de Natalia Ginzburg, el ensayo Serena Cruz o la vera giustizia que me emocionó por afinidad ideológica, por su forma clara y apasionada y por su discurso filosófico que comparto, por su percepción en los años ochenta y su denuncia de lo que predominaría en nuestros tiempos, mucho más que entonces, la ley (el cumplimiento absurdo, irracional, extremista de ciertas leyes) sobre la justicia. Y como ella dice al final del libro, frente al dura lex, sed lex, "ma piú importante della giustizia non esiste niente." Sobreviví a la brutal y al mismo tiempo luminosa colección de relatos de Adam Haslett, You Are Not a Stranger Here, donde la locura, la depresión y los inútiles tratamientos químicos de esos rincones de dolor (frase que robo a mi madre) están en casi todos los personajes, no escapan a ningún cuento, y a veces los arrastran a los peores hoyos, otras producen extraños encuentros y otras sólo una insoportable y melancólica renuncia vital. Dice Jonathan Franzen que nos sentimos más fuertes tras la lectura de esos relatos de Haslett; no sé si me siento más fuerte, pero sí que he sobrevivido.
Y entre la hamaca y un extremo solitario de playa, sobre montañas de algas secas, leí un libro de Mario Rigoni Stern, El sargento en la nieve, bien publicado por Pre-Textos, porque así lo encontré (aunque procuraré buscar más libros de Rigoni en italiano), y me sorprendió. Rigoni se había apuntado a una escuela militar de alpinismo sin sospechar que vendría una guerra y se encontró en el frente ruso y más tarde en un campo de concentración alemán. No hay en este libro ideología partidista. Sólo son chicos de pueblos italianos que luchan contra la osadía y el coraje de los rusos, y la naturaleza, la locura y el delirio de la guerra, y la amistad y la memoria y el dolor están en cada gesto, en las municiones, la nieve, en los sueños de todos y también en su retirada, y en tantas muertes. La escritura es precisa y llena de fulguraciones, de pensamientos acerados, de puro descubrimiento de lo humano, incluso de nostalgia por aquel paisaje ruso y su naturaleza despiadada. Además, me llevé los Cuartetos de Wang Wei, de quien ya he hablado aquí, y una relectura pendiente de Bruno Schulz, Las tiendas de color canela, con esa rara exuberancia del autor, entre la fascinación y la crítica dolorida del padre y la función de la imaginación y los sueños en el mundo de la niñez.
8 comentarios:
soy el primero en darle la bienvenida, madame zbelnu.
no divulgue demasiado su experiencia de bici y vestido empapado porque pacha o space podrían convertirla en otra fiesta del verano.
ah los higos de ebussus, comidos debajo del árbol, frutos pecaminosos, "lawrencianos"!!!
quizá ibiza gane en estas visitas fugaces, donde sus miserias se esconden tras los grillos cantores y la espléndida belleza todavía presente...
Sí, sí, es que hay reductos de campo donde aún no se nota el horror constructivo ni la degradación ni la burramia del ganado que se ha enseñoreado de la isla... "Ustedes no hablan, hacen ruido!" esa frase de un filósofo un día en la tv la repetiría cada vez más.
Buen regreso, Isabel.
Yo me voy a tu tierra estos días. Pasaré por la calle del azufaifo.
Avísame y tomaremos un café, no digo al pie del azufaifo, pero cerca...
en el campo veneciano también se adelantaron este año los higos que ya caían maduros, depertando de la siesta a los gatos! benvinguda Zbel(la), se me ocurre que regresas como la reina madre de occidente, con los grillos enredados en el cabello a este barrio silencioso
Reina madre? Pobre Occidente si tuviera que depender de mi protección... Sólo la imagen de los grillos me parece posible en mi atolondramiento, pero gracias...
Si hay algo peor que un tonto, es un tonto rico (lo digo por el hijo del payés)
El tipo que alquila las casas vecinas en Menorca, se pasea por la isla con un Ferrari a toda velocidad, se tiñe el pelo y es estúpido.
Bien por tus paseos y tus lecturas.
Es casi lo único que he hecho este verano: leer y pasear (bueno y perseguir aufranys por los acantilados)
Aufranys! Quin nom més bonic. Ja m'ensenyaràs les fotos, no sé com són...
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