Foto: I.N., Escaparate parisino, 2009
Unas mosquitas pequeñas, de primavera, vuelven a volar en un círculo pequeño de la terraza, en una danza que fascina a la gata Gilda, aunque al final el sol puede más y la gata cierra los ojos, en esa vida ensoñada suya que transcurre sobre todo en territorios oníricos y sensualidad perezosa sin obligación ni culpa.
Ayer salí de una casa de Diagonal Passeig de Sant Joan donde ululan unos monos que le dan al aire una nostalgia vagamente selvática. Tenía una misión en una extraña tienda esotérica más arriba de Lesseps y no había comido, pero aunque la sacrocraneal me había vaticinado que estaría cansada y somnolienta, no podía dejar de andar. Llevaba manoletinas y tal vez tuvieran las propiedades mágicas de las zapatillas rojas de Andersen y me convirtieran en Moira Shearer, el caso fue que recorrí el Passeig de Sant Joan hasta arriba mirando los plátanos, que extendían sus hojas como faldas de bailarina de muselina verde agitándose levemente a la luz. Pasé seguramente junto a la casa de la abuela proustiana que tanto condicionó a su nieto artista conceptual, y recordé otros habitantes literarios de esa calle, y pensé en la foto antigua en que Passeig de Sant Joan es un espeso bosque. Aún quedan algunas casas bonitas y esos árboles, que crecieron a pesar de la tierra compactada y cementosa, delgados pero abriéndose como manos lánguidas y nervudas retorcidas hacia el cielo, ¡manos flamencas! De vez en cuando (Indústria, Sant Antoni Maria Claret), a la izquierda o la derecha, una esquina de ese feísmo que tanto gusta a nuestros arquitectos y al ayuntamiento y que me causaba un estremecimiento interior. Pero yo iba buscando la belleza y la verdad, como dice un librero amigo citando a no sé quién, o como Walser en sus paseos montañosos, sobre todo porque cada vez más siento que la fealdad me enferma y cuanta más belleza me rodee más protegida me siento (pero es tan difícil en esta ciudad, donde el ayuntamiento se puso hace años al lado del feísmo más brutal y absoluto y no para de avanzar, destruyendo con saña los rincones luminosos). Las zapatillas mágicas me llevaron hasta el final y luego por Torrent de les Flors arriba, donde los asaltos de la fealdad se iban haciendo más y más visibles, pero yo me obstinaba en mirar casitas de una belleza proletaria y con aires de la vieja Barcelona anarquista, o esa plaza donde Rovira i Trias se sienta oscuramente en el centro, o los cds que giran al sol para espantar a las palomas en algunos balcones, o una extraña columna de ladrillo retorcido que parece sostener un porche.
Cuanto más crecía lo feo más improbable era que me parase a comer algo, porque la fealdad va unida a los bares grasientos, como en Sants, y expulsan vaharadas disuasorias junto con sus pizarras de menús. Atravesé la vilamatiana Travessera del Mal y quise entrar al monasterio de Sant Josep de la Muntanya, a ver aquella capilla llena de ex-votos, pero no sé si ya no existe o estaba cerrada. Había tres mujeres sentadas al sol. Vi el edificio bonito y singular donde vive la italiana-barcelonesa AM, dominando la ciudad, atravesé callecitas insospechadas y al fin llegué a la brutal fealdad de Hospital Militar, sin querer mirar el horror que lleva el apellido del pobre Ferdinand. Calle arriba habían masacrado los árboles, a modo de poda-escabechina, típica del Parcs i Jardins de la escuela mayoliana. Todo olía a grasa y a contaminación. Había siniestras grúas en los únicos jardines que quedan y que se veían desde la casita blanca, las orgullosas palmeras de unas monjas, seguramente vendidas ya a algún mafioso del cemento. Y luego llegué hasta el principio de la calle Putxet sorteando obras y calles masacradas de fealdad, como Escipió, donde han ido derruyendo toda la belleza, vergonzosamente.
Una señora mayor, muy amable, lleva días trayéndome el correo que una cartera nueva ha decidido dejar en su casa, sólo porque esa señora vive en el mismo número de otra calle cercana, y por suerte para mí, mi tocaya numérica tiene buena voluntad. Así me ha llegado un libro de Colette, otro de Ramon Dachs, una carta de Random (nunca mejor dicho)... Llamé a correos para quejarme porque ya van tres días en que la cartera decide no mirar el nombre de la calle sino sólo el número, por una razón misteriosa que sólo ella conoce. Me dijeron que vendría a verme, para hablar conmigo, pero no ha venido. Le dije al funcionario que no tengo nada que hablar con ella, sólo quiero que me traiga las cartas a mi casa. "Habrá que ver si son nuestras", espetó entonces el funcionario. Con sellos y matasellos de correos, ¿de quién podrían ser? Correos es así. En verano pasamos un mes sin correo porque, según me dijeron en la oficina cuando llamé, un vecino había dado orden de que no lo trajeran durante las obras. ¿Qué vecino? ¿Y cómo podía decidir un vecino por todos? ¿Era eso regular? De no haber llamado yo para preguntar las cartas de todo el edificio se habrían quedado allí o habrían sido devueltas al remitente for ever and ever. Y es que en este país la gente es pasiva y se conforma con todo.
Intento escribir lo imposible de escribir, una conferencia sobre una autora experimental que se opone a mi narratividad con fiereza dolorosa y que me interpela brutalmente con su texto (no sólo por su suicidio temprano, que me recuerda a FW), me sacude como aquellas olas de la playa de Las Furnas (antes del Prestige, ay), que hacían reír a los delfines, pero arrojaban violentamente a la orilla a cualquier intrépido bañista con el pelo para arriba, la piel coloreada por la erosión de la arena y un golpe despiadado.
Pero yo recorro ya ese camino como si fuese en bicicleta por una de aquellas carreteritas de mi infancia, llenas de las luces y sombras de los árboles, que formaban cúpulas verdosas, todos esos árboles que talaron por una ley perversa, pero que en Francia siguen maravillándome (sin duda por ese trastorno ocular mío que un reseñista, de esos orgullosos de su españolidad que se enfurecen por cualquier crítica comparativa, me atribuyó y que según él me impide ver basuras en el suelo en Europa o me hace imaginar carreteras arbóreas en Francia). Dice un poema mínimo de Ramon Dachs, de un librito bastante oriental
camins arbrats
amb perspectives
per on fugir
Ayer se cayó un montoncito de libros y apareció uno de poemas de Bertini y los releí. La suerte de la poesía es esa condensación que permite leer tanto en tan poco tiempo... Muchos volvieron a sorprenderme, pero me quedé con
árbol navideño:
andaré por la que fue mi casa con cuidadosos
pasos de silencio
para no despertar a los que vivan dentro
faltarán mis dibujos, mis gatos, mis humores
pero habrá algún lugar donde todavía yo
palpite
un rincón cualquiera donde
¡ay de mí!
todavía no haya muerto.
Les dejo con él porque el tiempo vuela. Aunque, como decía ayer un editor muy activo en Facebook
"One post a day keeps the doctor away!"