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miércoles, 25 de marzo de 2009

Las moscas

Foto: I.N., Escaparate parisino, 2009
Unas mosquitas pequeñas, de primavera, vuelven a volar en un círculo pequeño de la terraza, en una danza que fascina a la gata Gilda, aunque al final el sol puede más y la gata cierra los ojos, en esa vida ensoñada suya que transcurre sobre todo en territorios oníricos y sensualidad perezosa sin obligación ni culpa.
Ayer salí de una casa de Diagonal Passeig de Sant Joan donde ululan unos monos que le dan al aire una nostalgia vagamente selvática. Tenía una misión en una extraña tienda esotérica más arriba de Lesseps y no había comido, pero aunque la sacrocraneal me había vaticinado que estaría cansada y somnolienta, no podía dejar de andar. Llevaba manoletinas y tal vez tuvieran las propiedades mágicas de las zapatillas rojas de Andersen y me convirtieran en Moira Shearer, el caso fue que recorrí el Passeig de Sant Joan hasta arriba mirando los plátanos, que extendían sus hojas como faldas de bailarina de muselina verde agitándose levemente a la luz. Pasé seguramente junto a la casa de la abuela proustiana que tanto condicionó a su nieto artista conceptual, y recordé otros habitantes literarios de esa calle, y pensé en la foto antigua en que Passeig de Sant Joan es un espeso bosque. Aún quedan algunas casas bonitas y esos árboles, que crecieron a pesar de la tierra compactada y cementosa, delgados pero abriéndose como manos lánguidas y nervudas retorcidas hacia el cielo, ¡manos flamencas! De vez en cuando (Indústria, Sant Antoni Maria Claret), a la izquierda o la derecha, una esquina de ese feísmo que tanto gusta a nuestros arquitectos y al ayuntamiento y que me causaba un estremecimiento interior. Pero yo iba buscando la belleza y la verdad, como dice un librero amigo citando a no sé quién, o como Walser en sus paseos montañosos, sobre todo porque cada vez más siento que la fealdad me enferma y cuanta más belleza me rodee más protegida me siento (pero es tan difícil en esta ciudad, donde el ayuntamiento se puso hace años al lado del feísmo más brutal y absoluto y no para de avanzar, destruyendo con saña los rincones luminosos). Las zapatillas mágicas me llevaron hasta el final y luego por Torrent de les Flors arriba, donde los asaltos de la fealdad se iban haciendo más y más visibles, pero yo me obstinaba en mirar casitas de una belleza proletaria y con aires de la vieja Barcelona anarquista, o esa plaza donde Rovira i Trias se sienta oscuramente en el centro, o los cds que giran al sol para espantar a las palomas en algunos balcones, o una extraña columna de ladrillo retorcido que parece sostener un porche.
Cuanto más crecía lo feo más improbable era que me parase a comer algo, porque la fealdad va unida a los bares grasientos, como en Sants, y expulsan vaharadas disuasorias junto con sus pizarras de menús. Atravesé la vilamatiana Travessera del Mal y quise entrar al monasterio de Sant Josep de la Muntanya, a ver aquella capilla llena de ex-votos, pero no sé si ya no existe o estaba cerrada. Había tres mujeres sentadas al sol. Vi el edificio bonito y singular donde vive la italiana-barcelonesa AM, dominando la ciudad, atravesé callecitas insospechadas y al fin llegué a la brutal fealdad de Hospital Militar, sin querer mirar el horror que lleva el apellido del pobre Ferdinand. Calle arriba habían masacrado los árboles, a modo de poda-escabechina, típica del Parcs i Jardins de la escuela mayoliana. Todo olía a grasa y a contaminación. Había siniestras grúas en los únicos jardines que quedan y que se veían desde la casita blanca, las orgullosas palmeras de unas monjas, seguramente vendidas ya a algún mafioso del cemento. Y luego llegué hasta el principio de la calle Putxet sorteando obras y calles masacradas de fealdad, como Escipió, donde han ido derruyendo toda la belleza, vergonzosamente. Una señora mayor, muy amable, lleva días trayéndome el correo que una cartera nueva ha decidido dejar en su casa, sólo porque esa señora vive en el mismo número de otra calle cercana, y por suerte para mí, mi tocaya numérica tiene buena voluntad. Así me ha llegado un libro de Colette, otro de Ramon Dachs, una carta de Random (nunca mejor dicho)... Llamé a correos para quejarme porque ya van tres días en que la cartera decide no mirar el nombre de la calle sino sólo el número, por una razón misteriosa que sólo ella conoce. Me dijeron que vendría a verme, para hablar conmigo, pero no ha venido. Le dije al funcionario que no tengo nada que hablar con ella, sólo quiero que me traiga las cartas a mi casa. "Habrá que ver si son nuestras", espetó entonces el funcionario. Con sellos y matasellos de correos, ¿de quién podrían ser? Correos es así. En verano pasamos un mes sin correo porque, según me dijeron en la oficina cuando llamé, un vecino había dado orden de que no lo trajeran durante las obras. ¿Qué vecino? ¿Y cómo podía decidir un vecino por todos? ¿Era eso regular? De no haber llamado yo para preguntar las cartas de todo el edificio se habrían quedado allí o habrían sido devueltas al remitente for ever and ever. Y es que en este país la gente es pasiva y se conforma con todo.
Intento escribir lo imposible de escribir, una conferencia sobre una autora experimental que se opone a mi narratividad con fiereza dolorosa y que me interpela brutalmente con su texto (no sólo por su suicidio temprano, que me recuerda a FW), me sacude como aquellas olas de la playa de Las Furnas (antes del Prestige, ay), que hacían reír a los delfines, pero arrojaban violentamente a la orilla a cualquier intrépido bañista con el pelo para arriba, la piel coloreada por la erosión de la arena y un golpe despiadado.
Pero yo recorro ya ese camino como si fuese en bicicleta por una de aquellas carreteritas de mi infancia, llenas de las luces y sombras de los árboles, que formaban cúpulas verdosas, todos esos árboles que talaron por una ley perversa, pero que en Francia siguen maravillándome (sin duda por ese trastorno ocular mío que un reseñista, de esos orgullosos de su españolidad que se enfurecen por cualquier crítica comparativa, me atribuyó y que según él me impide ver basuras en el suelo en Europa o me hace imaginar carreteras arbóreas en Francia). Dice un poema mínimo de Ramon Dachs, de un librito bastante oriental
camins arbrats
amb perspectives
per on fugir
Ayer se cayó un montoncito de libros y apareció uno de poemas de Bertini y los releí. La suerte de la poesía es esa condensación que permite leer tanto en tan poco tiempo... Muchos volvieron a sorprenderme, pero me quedé con
árbol navideño:
andaré por la que fue mi casa con cuidadosos
pasos de silencio
para no despertar a los que vivan dentro
faltarán mis dibujos, mis gatos, mis humores
pero habrá algún lugar donde todavía yo
palpite
un rincón cualquiera donde
¡ay de mí!
todavía no haya muerto.
Les dejo con él porque el tiempo vuela. Aunque, como decía ayer un editor muy activo en Facebook
"One post a day keeps the doctor away!"

martes, 2 de septiembre de 2008

Correos y surrealismo

Foto: Inés Batlló. Oruga en Mas du Pellier, la Provence, 2008
Me estaba acordando de un ensayo de Jonathan Franzen en How To Be Alone donde contaba la odisea de una oficina de Correos corrupta en no sé qué ciudad norteamericana donde nunca llegaban las cartas y las protestas seguían un itinerario extraño y las incidencias eran dignas de la prosa más paródica, tal vez rusa. No es casual que lo recuerde. En este mes de agosto, durante una semana estuvo estropeado el interfono de mi edificio o más bien la luz de la escalera, y parecía imposible que lo arreglaran. La cuestión es que dejamos de recibir el correo. En cambio, el repartidor de bancos y facturas no dejó de llegar. Llamé a Correos y tras pasarme de un número a otro y negar cada uno lo que decía el anterior ("Es que en agosto contratan gente que no sabe nada", concluyó el último, algo más razonable... Si sólo fuera en agosto, pensé yo). Me dijeron que podíamos recoger el correo en una oficina de República Argentina, pero cuando me personé allí, en el horario indicado, la oficina estaba cerrada al público. Esta mañana, la propietaria del estanco que hay frente al edificio me ha contado que el cartero le dijo que tenían "la orden de no repartir correo en nuestro edificio" y que "la pila de cartas crece y crece y nadie va a recogerlo", excepto un señor que sí recogió algunas cartas suyas. He vuelto a llamar, pero en la oficina de República Argentina no cogen el teléfono. He llamado a la de Balmes, pero me dicen que no es responsabilidad suya, que ellos son de admisiones, y que a esa oficina hay que llamar o ir a las 7 de la mañana, porque más tarde no están para atender al público. Así que mañana probaré a las 7, pero no tengo grandes esperanzas. Imagino que deben de haber devuelto todos los paquetes de libros encargados. Imagino cartas urgentes que llegarán obsoletas, como aquel Lucky Luke contre Phil de Fer, tan vigente por estos lares. Un tipo iba a buscar oro y le decía a su novia que le esperase. Enseguida le mandaba una carta comunicándole que ya era rico y que se reuniese con él, pero el cartero iba a caballo, era atacado por los indios, saqueado por bandidos, enfermaba de sed y tras todas esas y otras vicisitudes, llegaba al fin a su destino, pero la mujer estaba ya casada y tenía tres hijos. En fin, espero que no tuviéramos cartas de embargo ni cosas similares. En cualquier caso, el cartero viene todos los años a por el aguinaldo (un detalle que siempre me recuerda al franquismo) con una postal muy fea donde aparece un cartero dibujado que sin embargo no se le parece. Todo esto naturalmente roza la ilegalidad. Hay contratos y papeles legales que pueden ser urgentes. Todo ciudadano tiene derecho a recibir el correo en su domicilio y nadie puede dar por otros "la orden" de que no lo repartan. ¿Pero a quién le importa? Vivimos en estados de políticos forajidos, que trabajan con las mafias de la construcción, cobran nuestros impuestos y deciden sin contar con nosotros, cortan los árboles y no los sustituyen, abandonan la educación pública y apuestan sólo por la privada (ayer leí que sólo dos países de la UE tienen úna educación pública más abandonada que la nuestra). Las compañías también son forajidas, nos cobran y no nos sirven, nos cortan suministros sin rebajar el coste, mi madre lleva meses intentando recuperar su línea de telefónica. Está mal de salud y es mayor y le cuesta manejar un móvil, pero en telefónica no la atienden. El Estado no obliga a las compañías a reinvertir sus beneficios en mejorar redes ni asistencia. Las eléctricas no se molestan en revisar las centrales nucleares, que peligran como los materiales radiactivos en Rusia. Cada uno que se pone al teléfono le dice una mentira distinta, pero el teléfono sigue sin línea. La gente se resigna y sigue pagando. ¿Y a quién le importa?
¡Vayan a Polis! Luego sigo con los links