Fotos: Abajo: fotograma de Fanny & Alexander. Arriba: I.N. Ositos caídos.
Consultar la cartelera en los periódicos es pesado y difícil y me produce una especie de sopor. Antes me gustaba el formato de La Vanguardia, los estrenos iban primero, la letra era grande, era fácil de leer y buscar. Pero entonces lo cambiaron para imitar a la de El País, que ya había empeorado terriblemente, reduciendo tanto la letra que hacía falta lupa. En esas carteleras, si lo miras por cines (al fin y al cabo, yo sólo visito tres o cuatro cines, aunque recuerdo con nostalgia el Ars, el Savoy, el Cataluña y tantos otros desaparecidos, donde vi películas que cambiaron mi percepción del mundo), luego da pereza ir a ver la ficha de cada película. En esas condiciones, volver a ver Fanny & Alexander de Bergman en el Casablanca me tentaba más que escudriñar otras posibilidades desconocidas. Aunque no conté con las horribles fiestas de Gràcia, que estremecen las calles con rugidos espantosos y música basura y al salir del cine, y yo me sentía como el viejo Salinger en la única foto donde intenta detener a los fotógrafos con una expresión de terror.
Pero la película sigue siendo maravillosa. Esa visión de la infancia... Decía Coetzee en Boyhood que aunque la enciclopedia defina la infancia asociándola a la alegría inocente, nada de lo que experimenta el narrador en el colegio o en su casa le convence de que la infancia sea otra cosa que "a time of gritting the teeth and enduring", tiempo de apretar los dientes y resistir. En Fanny & Alexander la contemplación de un mundo adulto donde conviven la sensualidad, la excentricidad, la celebración de la vida con una presencia continua de la muerte, la imaginación y el miedo, lo esotérico y el amor, y en medio de la religión vivida en el terror, como instrumento de dominio, están esos seres libres (como la abuela, como su amante judío, mis dos personajes favoritos) e infieles, esa alegre promiscuidad y al mismo tiempo, la complejidad donde incluso los personajes más positivos tienen su rincón de locura más o menos encerrada, controlada o bien utilizada en un entramado cotidiano, junto con las visiones de los espíritus y el germen del cine bergmaniano, y el teatro como metáfora de la vida ritualizada, los distintos papeles y el vacío de no saber cuál de ellos es uno mismo, todo comprimido en un universo de niño, que la mirada del protagonista sabe expresar en su perplejidad silenciosa y en su inmensa curiosidad investigadora.
Antes, mi hijo había venido a coger algunas cosas para su viaje a Portugal, a un festival que ya conoce del año pasado. Buscaba un saco de dormir (ingenioso fardo que se vuelve diminuto una vez cerrado) y no lo encontraba. El saco apareció, pero cuando abrí el armario del altillo para ayudarle, cayeron, en una especie de lluvia seca, unos cuantos peluches, que viven apretujados y ocultos, en su cómodo escondite, alegre y nostálgico. Ja els guardarem, dijo G. Y yo los acomodé allí mismo, por esa absurda inclinación a no maltratar a todo lo que represente una figura, en el caos total de la habitación de G, un pedazo de su infancia caída del armario.
En Boyhood, que es un librito magnífico sobre la infancia del que aquí se ha hablado poco, hay dos o tres pasajes que se me han quedado grabados y uno de ellos explica los sentimientos ambivalentes hacia la madre, las raíces de la misoginia en los celos edípicos, mejor que ningún otro autor. La familia del narrador ha dejado Johannesburgo y se ha ido a vivir al campo y la madre no sabe conducir y se siente aislada. Decide aprender a ir en bicicleta, pero su marido, el padre del narrador, y todos los amigos hombres, se burlan de ella y ridiculizan su intento. El narrador defiende a su madre, pero un día la ve, se la cruza cuando él vuelve a casa. Ella se aleja en bici y parece tan libre y feliz con el pelo y la ropa al viento, que él no puede resistir sus celos. A partir de aquel día, aún sabiéndolo y sintiéndose fatal por hacerlo, se une a los comentarios ofensivos y jocosos del. padre y los otros. Hasta que su madre renuncia a la bici y se resigna a su aislamiento.
Pero volviendo a los peluches caídos del armario, y al hermano supuestamente loco y peligroso, huérfano gay y con poderes esotéricos que vive encerrado y contento en la habitación secreta de la película, pensaba inevitablemente en esos compartimentos de la mente que encierran voces más o menos adormecidas, más o menos peligrosas de la infancia (oh, ya sé que hay vida más allá de la infancia, yo soy un ejemplo de cómo puede subvertirse y al mismo tiempo, de que algunas heridas que nunca se curan -il pouvait enfin dormir et revenir à l'enfance dont il n'avait jamais guéri", escribía Camus, pero la infancia tiene siempre las claves de todo), y que pueden abrirse y cerrarse movidos por gestos exteriores. Como en aquel sueño mío del costurero chino, con su llave general y sus cajoncitos etiquetados caóticamente o con un orden complejo, asimétrico y profundo.
6 comentarios:
Los rincones helados de las familias de Bergman se podían sortear siguiendo la luz. El remedio y la esperanza se vislumbraban a veces en un simple gesto de afecto. Aunque sin las indicaciones del maestro el mundo se nos volverá necesariamente más plano, intuir los campos de fresas incentiva a seguir buscando -y tropezando-.
Allí estaba todo, esa era la clave. Otros tuvimos menos suerte, pero los humanos inventamos caminos de salida incluso donde no los hay, los míos fueron la lectura y el paisaje.
Mi querida Isabel:
Tiene vd. razón: la infancia acaba cuando se empiezan a maltratar los peluches. Y nosotros, como soliviantados ecologistas, acudimos en su rescate, porque es la memoria lo que está en juego… Hablando del Rey de Roma: el sábado me acordé de vd. Estaba leyendo un artículo sobre Marcel Duchamp y su afición por el ajedrez y en el mismo salió a colación el bar Melitón, en Cadaqués. Igual no lo recuerda, pero en alguno de mis viejos post hizo vd. mención a ese episodio. ¡Quién me lo iba a decir! Sólo por estas casualidades ya me merece la pena haber entrado en este mundo de los blogs. Mis bares, Duchamp, Cadaqués, un amigo de vd. y una misteriosa dama francesa que saluda con una inclinación leve de cabeza. Todo esto me aparece ahora unido por un hilo invisible…
Un saludo
En efecto, en efecto! El hilo invisible está ahí, no lo dude usted. Lo que ocurre es que son hilos finísimos, delicados y resistentes, como los de las telarañas, y a veces sólo se ven después de la lluvia. Yo intento, por esas cosas raras de la escritura, buscar a un ciudadano americano que vivió aquí hace ya muchos años y resulta casi imposible, pero si diera con el hilo adecuado...
cierto lo de la infancia y
cierto lo de las carteleras,
y enhorabuena por la invitación a las lecturas.
Gracias, Impromptu! Veo que tú tampoco eres de esos pocos que sólo hablan de una infancia muy feliz, y yo siempre me pregunto si será verdad o si perdieron la memoria... En fin, sé que las hay peores que la mía y también mejores...
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