Foto: I.N., Una estatua que espera decapitada a ser devorada por la naturaleza, Islington, Londres, 2012
Mi amigo se había despertado con un humor que recordaba al principio de Moby Dick. Tal vez fuese el cielo, o el aire helado o quién sabe qué. No quería venir a ver la colección Cortauld ni tampoco probar suerte con los retratos de Lucien Freud (aunque tenía razón: al parecer, las colas eran importantes). Después de traducir un rato los Cuentos irlandeses de Maeve Brennan (sorprendente conversación entre el ex obispo viejísimo llegado de África y la protagonista, MB nunca deja de asombrarme) y esperar a que vinieran unos transportistas, hemos seguido la recomendación de alguien, pero tal vez erróneamente y hemos ido a parar a un canal de Hackney más industrioso y marginal de lo que esperábamos, eso sí, lleno de patos y cisnes mutantes, y yo tenía que contenerme para no gritarles: ¡No! cuando les veía agacharse a beber. En cierto momento hemos visto, en el fondo, una especie de suicidio contemporáneo, una versión globalizada del pequeño soldado de plomo y su bailarina de Andersen: un carro de supermercado abrazado a una vespa roja bajo las aguas turbias del canal. Después de pasear largamente hemos seguido hacia el norte, entre Hackney e Islington, hasta un cementerio que han decidido devolver a la naturaleza, de modo que las tumbas son engullidas por el verdín, las enredaderas y los matojos, y las raíces de los árboles las levantan, ladean e inclinan, hasta el punto que parecen apoyarse unas en otras, como si los muertos murmurasen entre sí y estuvieran llenos de secretos. El lugar era ideal para el encuentro de unos espías. Por cierto que nos hemos cruzado dos veces con un joven misterioso. Además, en el norte de Londres, la nieve no se había fundido, los caminos estaban peligrosamente helados y había que echarse a los lados para pisar la nieve crujiente, que se mezclaba con la piedra reverdecida. Por allí descansaba una sufragista inglesa, entre muchos otros. Algunas inscripciones eran de una excentricidad considerable, como el panteón de doce viudas calvinistas.
Al fin, agotados y helados, hemos vuelto al So-Ho para comer en un restaurante chino maravilloso y delicado, completamente reconstituyente. Lástima que al lado se sentaba una mujer furibunda, que me ha hecho recordar la pregunta de Jean Rhys de por qué algunas personas nos odian nada más vernos. Sin embargo, la mujer furiosa detestaba a mi amigo, no a mí, por alguna extraña razón inimaginable. Después de esa magnífica comida reparadora, yo tenía que buscar un regalo para G. y otro para la amiga que se ha quedado con Rufus los días en que G. se marchaba, y mientras buscábamos y encontrábamos, hemos aterrizado en una tienda de música absolutamente maravillosa, otro de esos reductos del humanismo donde la gente que está de acuerdo con que los autores tengan derechos va a comprar discos y a buscar rarezas (incluso de vinilo), y mi amigo me ha enseñado algunas compositoras desconocidas y en la sección de ofertas hemos encontrado algunos tesoros. He salido de allí con una Passio de Arvo Part, un Winterreise de Schubert, una Music for Voices de Elizabeth Maconchy (un regalo) y mi amigo ha salido con un cargamento: Simfonías completas de Chaikovsky con Muti, Le chant de Sanaa de H. al-Aljami & A. Ushaysh, la Missa Dominicalis de Gabrieli, el Capriccio y De Natura Sonoris II de Penderecki, la Symphony of Psalms de Stravinsky con Lili Boulanger, Private Gardens de Kaija Saariaho y Chico & The Gipsies (Bomboleo, Marina, Baila Me...). Enfrente había una tienda de partituras que también suele frecuentar mi amigo.
He vuelto transfigurada y una sinfonía de Tchaikovsky me envuelve como un manto; a no ser que me tienten unos amigos de por aquí, me quedaré traduciendo. Esta mañana el frío era tremendo, pero por la tarde parecía domesticado. He encontrado una bonita pieza para G., ojalá le guste. No quisiera volver nunca a mi ciudad, pero mi tiempo se acaba. Yo recogería a Rufus y haría venir a G. y que me visitaran mis amigos... No quisiera vivir en el país donde vivo, donde la extrema derecha domina el poder judicial y los banqueros más corruptos se sientan en el gobierno, donde además, el desierto cultural se extiende y la burramia flota en el aire y todo se encarece mientras nos asfixian y roban y siguen destruyendo la arquitectura histórica y cortando los árboles. No quiero volver a un país donde sólo me entienden unos pocos amigos y a la gente le importa sólo que los rótulos estén escritos en catalán y que el Barça gane los partidos, dejar crecer su barriga y aparcar el coche en el parking. No quiero volver a un país donde es una rareza defender los árboles o quejarse de los precios o del estruendo de las obras diurnas. Echo de menos ciertas afinidades al salir a la calle y un paisaje humano como el de aquí. Estos días en Londres he podido soñar y restaurarme; ojalá me inspiren para encontrar mi solución al jeroglífico.
Está empezando a nevar.
Está empezando a nevar.
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