Foto: I.N. Sant Martí d'Empúries, 2012
Quise airearme de mi malestar (el contacto con la sombra de los personajes de mi infancia aún tiene el poder de enfermarme) y salí de casa para ver El caballo de Turín de Béla Tarr en los cines Girona. Aunque conocía un poco el cine de Béla Tarr, no sabía yo hasta qué punto iba a encontrarme con la desolación y la desesperanza en esa película oscura y quieta, ni cómo me dolería en ese momento. Y sin embargo, la belleza de esas imágenes pictóricas e intensas me subyugó impidiendo que ni un solo momento se me cerraran los ojos a pesar de mi agotamiento. Tras la alusión con esa voz baja, profunda y östeuropea del narrador, a ese momento en que Nietzsche es testigo de la violencia de un cochero que azota a su caballo y el corpulento y mostachudo Nietzsche se acerca vigorosamente impidiendo que la crueldad continúe, abraza al caballo llorando y vuelve a casa donde dice su última frase, "Mutter, ich bin dumm" (Madre, soy un estúpido) y enloquece, sigue ese arranque maravilloso del caballo que galopa arrastrando el carro: nunca había visto hasta tal punto el esfuerzo terrible del animal al acarrear su carga, ni sentido tan de cerca en unas imágenes el cuerpo del caballo y su sensibilidad y su pelo, porque Tarr parece acariciar lo que observa su cámara y sólo en ese plano ya está contenida toda la tristeza y la humanidad de la historia y toda su proximidad al caballo. Y después, la soledad de una tierra desnuda y yerma recorrida por el viento, la expresión loca del cochero, que a veces parece un enfebrecido Zeus y que mira a su hija con un violento deseo mientras ella le viste y desviste todos los días en un ritual idéntico y reducido, siempre en un despiadado silencio, desayunan aguardiente, comen una patata cocida con las manos (una patata que detestan como Chalámov llegó a detestarlas en Kolymá, y que acaban siempre dejando), y a veces miran por la ventana y el viento no deja nunca de rugir salvo que a veces se superpone la música repetitiva y exasperante (Mihály Vig, me dicen), y sólo dos veces una visita inesperada (la de un visionario que anuncia lo que vendrá, la de unos gitanos que preceden la sequía del pozo) interrumpe la tediosa e implacable repetición hasta que todo empieza a anunciar una especie de final, una especie de apocalipsis, una especie de muerte de todo, que empieza anunciándose por pequeños signos y que los arrastra a una negritud aún más desesperanzada sin haberles arrancado apenas dos o tres palabras. Pero las imágenes, la cara de la hija mirando por la ventana vista desde fuera, la sencillez de la piedra, los bancos de madera, los baúles, el carro, la tristeza del caballo (recordaba a la nana de Lorca, el caballo fue a la fuente pero no quiso beber), la aridez de la falta de palabras, esa falta que duele en todos los gestos, que parecen reflejar la desesperanza del mundo.
Una de las amigas con quien vi la película había visto el día anterior Madre e hijo de Sokurov y aún venía cargada de su luminosidad esperanzada. La otra estaba sorprendida de que alguien le hubiera recomendado El caballo de Turín sin darle ni una sola pista de lo que iba a encontrar. Yo pensé en la Serbia profunda de este verano, pensé en Kolimá, pensé en Agota Kristof. Pensé en el caballo de Treskavica de Aleksandar Hemon que justamente he citado en mi libro Mis postales de Barcelona. Ese gesto del caballo suicida que contiene en sí mismo toda la carga de la guerra y que conmueve a alguien a quien la muerte de los demás ha dejado de conmover hace tiempo.
Pero ahora empiezo a entender. Es una película dura de ver, y sin embargo, al día siguiente la belleza de ese arranque del caballo prevalece y esa multiplicidad de ángulos para contar la misma cosa y ese simbolismo del huracán y el deseo violento y la sumisión y el silencio entre padre e hija se han convertido ya en una especie de fábula poética, casi épica, de los orígenes del mundo y de su final.
Y como comentaba alguien en facebook, Tarr ha declarado que es su última película ("el trabajo está hecho", dice), y le creamos o no, parece un testamento terrible. Yo espero que Tarr hará otra película. Pero siento deseos de volver a ver la escena primera del caballo, tan hipnótica con su carga de tristeza casi metafísica y a la vez tan carnal, la vería indefinidamente y casi podría asociarla a La tormenta de nieve de Tolstói, rescatarla de su desesperanza con los pensamientos del escritor ruso, olvidar que Nietzsche no volvió a hablar.
Y como comentaba alguien en facebook, Tarr ha declarado que es su última película ("el trabajo está hecho", dice), y le creamos o no, parece un testamento terrible. Yo espero que Tarr hará otra película. Pero siento deseos de volver a ver la escena primera del caballo, tan hipnótica con su carga de tristeza casi metafísica y a la vez tan carnal, la vería indefinidamente y casi podría asociarla a La tormenta de nieve de Tolstói, rescatarla de su desesperanza con los pensamientos del escritor ruso, olvidar que Nietzsche no volvió a hablar.
Hablamos un momento en la puerta del cine y nos volvimos cada una a su casa y pasé una noche agitada. Pero esta mañana, con el sol inundándolo todo y un mensaje alegre de una amiga traductora orientalista y francófona que me recordaba las cosas buenas que pese a todo me rodean, me sumí en la preparación de mi curso, y leer apasionadamente a Hannah Arendt y a Mary McCarthy me ayudó a volver allí donde quería estar. G ha ido apareciendo y desapareciendo como el gato de Cheshire y Rufus me ha acompañado en el sofá, enterrando la cara en mi brazo con algún suspiro, o acomodándose en el almohadón junto al ordenador cuando me sentaba aquí. Mientras planchaba he visto Philosophie en Arte TV y se preguntaban sobre la muerte y su presencia constante en la vida. El otro día escuché una entrevista de la maravillosa Laure Adler a Sokurov en su programa Hors du champs de France Culture y se la pasé a la Belle Elaine. Vi una maravilla de reflexiones de Nicole Brenez sobre el cineasta (suicida) ruso Boris Barnet que JLG había puesto en facebook.
Ojalá esta semana se resuelva alguno de los asuntos que lo hacen todo tan difícil. Porque la pregunta aquella, ese ¿por qué? metafísico sigue rondándome cuando me despierto en plena noche y con él se arremolinan otros interrogantes (¿hasta cuándo? ¿podré resistir? y otra vez ¿qué sentido?).
4 comentarios:
Hola una pregunta ¿conoces la obra de Helena Valenti? es que estoy leyendo las cartas de Ferrater y no he leído nada de ella, tiene cuatro libros.
De cine me apetece ver "las malas hierbas" de Resnais.
Saludos
NO, Francis, no he leído a la misteriosa Helena Valentí, lo pensé cuando vi aquel documental de Ferrater!
Ya me contarás
También yo quiero ver esas malas hierbas!!!
La música de El caballo de Turín es de Mihály Vig, el compositor "oficial" de Bela Tarr.
Gracias, Rubén, ahora lo corrijo, fue por pereza de buscar y prisas...
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