jueves, 14 de junio de 2012

Francesc Arroyo me entrevista en su blog de El País


Foto: I.N. Balcón en Aragó, Rambla Catalunya, 2012
Isabel Núñez: memoria de la ciudad
Por: Francesc Arroyo | 13 de junio de 2012


Pregunta. Acaba de publicar usted Postales de Barcelona (Triangle editorial) un libro de no ficción en el que repasa su relación, como persona y escritora, con la ciudad, Barcelona.
Respuesta. Yo empecé escribiendo relatos pero la ciudad estaba siempre en ellos. Era casi un personaje. Lo que ocurre es que la estructura implacable del cuento hacía que, a veces, tuviera que suprimir cosas. Recuerdo un relato en el que estaba viendo la ciudad desde la casa de mi madre. Y veía Montjuïc. Un paisaje, el de cuando llegamos a Barcelona, totalmente distinto al que vería hoy: había casitas, la Colonia Castells, el barrio de Les Corts, el hospital de San Juan de Dios y la ciudad se acababa y los coches se iban. Una vista preciosa. Todo eso ha sido barrido. Incluso hicieron un edificio al lado. Lo escribí para un cuento, pero lo tuve que cortar porque no lo admitía.
P. De todas formas no es su primera incursión en el ensayo. Antes ha dedicado usted un libro a la lucha por salvar un árbol amenazado y otro a la guerra de los Balcanes
R. Fui a los Balcanes porque no entendía lo que pasaba. No entendía la guerra, no entendía lo que Europa estaba permitiendo que ocurriera. Como mi forma de aprender era leyendo ficción y poesía, decidí intentar comprender aquello a través de entrevistas con escritores. Recuerdo que alguien allí me comentó que aquella era la única guerra en la que casi todos los protagonistas eran escritores, con la excepción de algún mafioso. Pero había mucha gente que había escrito y publicado libros. Cuando les pregunté por qué los intelectuales estaban tan implicados en la guerra, me respondieron que ésa era una pregunta que sólo podía hacer alguien que llegara de un país no comunista. En los países comunistas los escritores eran “ingenieros de almas” y tenían la función de alimentar al Estado con ideología. Los que no lo hacían era considerados disidentes y vivían en precario, mientras que el resto tenía un estatus importante. Y esta gente, tras la caída del telón de acero, tenía que encontrar otra ideología y descubrió el nacionalismo, algo mítico y prohibido y fácil de alentar por el silencio que había habido tras la segunda guerra mundial. De forma que mi intento de comprender lo que pasaba en los Balcanes se convirtió en una forma de pensar sobre nuestra propia guerra civil y de pensar desde la literatura.
P. Postales es algo diferente, pero no tanto. Ahí la memoria que se rescata es la de la ciudad, Barcelona. Es literatura urbana.
R. Yo soy muy urbana. Pero, además, la ciudad es la materia de nuestra prosa. Por eso la amamos, aunque a también la odiemos porque no es lo que quisiéramos que fuese. Yo reconozco que soy una despotricona. En Barcelona hay mucha gente que defiende la ciudad y sólo quiere ver lo bueno, pero creo que cualquier escritor mínimamente reflexivo acaba por ver los problemas que hay y se sumerge en la tensión de amor odio. Hablo de escritores urbanos, aunque es difícil imaginar ya escritores que sólo hablen del campo. Es un libro de fragmentos. Sobre todo, no quería que fuese una guía de la ciudad. Se trataba de hacer una cosa subjetiva que empezara en cualquier lugar, sin estructura (a diferencia del cuento o la novela). No ficción, pero en la frontera del relato.
P. Lamenta usted la pérdida de la memoria de las ciudades.
R. Eso es algo que me da mucha rabia. En las ciudades europeas, en algunos pueblos, me tranquiliza y alivia ver las marcas de la historia. Se recuerda donde vivió alguien, donde alguien fue fusilado. El exponente máximo es Berlín, donde hay tanta memoria que hay quien dice que es un exceso. A mí me parece maravilloso. Una de las cosas que más me desconcertaban de España era el silencio. El silencio sobre la guerra civil y lo que vino después. No me gustó la transición porque esperaba que hubiera libertad para hablar, que se juzgara a la gente. No ocurrió. Había miedo y el miedo se convirtió en pasividad. Creo que muchos males vienen de ahí. Me chocaba mucho en los Balcanes que todo el mundo me hablara de la guerra civil española, incluso gente joven. Tenían conciencia de la historia de Europa. En otros países también. Vi una vez un documental holandés sobre la segunda guerra mundial que se titulaba Dos minutos de silencio. La autora entrevistaba a personajes con historias diversas, de ambos bandos, y terminaba con dos minutos de silencio. Yo pensé que ese tiempo de silencio que nosotros nunca hacemos aumenta nuestra ignorancia. Todas las ciudades se mercantilizan, pero conservan las marcas y aquí no. En lo que fue el Campo de la bota, donde tanta gente fue fusilada en la posguerra, se tendría que haber hecho un memorial. Se hizo el Fórum y se dejó sólo un pequeño recuerdo. Como si no hubiera pasado nada. Barcelona vive como si no hubiera habido anarquismo, como si no hubiera habido luchas sociales. El mismo silencio de la posguerra. Por eso me alivia ir a otras ciudades y ver que su memoria coexiste con el presente, incluidos los comercios. Es digno y mentalmente saludable. Aquí nos hemos acostumbrado a no hablar de lo importante, de modo que sólo se habla de tonterías y acaba dominando la banalidad. Creo que es por la memoria, por la falta de memoria. Álvaro Delarica decía que la expulsión de los judíos ha hecho que nos quedemos sin el pensamiento analítico que se da en otras partes. Tenemos esa especie de banalidad que, en el fondo, es el miedo heredado a través de generaciones.
P. Usted es de Figueres, punto de partida de una ruta de la memoria que va desde el Museo del Exilio (La Jonquera) a la tumba de Walter Benjamin (Portbou), y la de Machado (Colliure).
R. El Museo del Exilio es una maravilla. Estuve allí y fue muy emocionante. Claro, cuando yo vivía en Figueres no sabía nada del exilio. Creo que en Figueres son muy conscientes de lo que fue el exilio. Y eso que el alcalde es de CiU, pero debe de ser algo personal y apoya al museo de La Jonquera. Lo de Portbou con Benjamin es muy triste. Si estuviera en Francia, en Alemania, sería casi un lugar de peregrinación. En la que fuera pensión donde murió Benjamin no hay ni siquiera una placa. El memorial es muy pobre y la foto de Benjamin era del mismo tamaño que la del director. Terrible. Bueno es muy bonito el monumento de Dani Karavan junto al cementerio, pero como no se ha podido construir un gran museo que querían encargarle a Foster, creo, pues entonces nada: la falta de memoria.
P. Su evocación de Barcelona confronta lo que fue con la esperanza defraudada.
R. Hay quien ha visto nostalgia en esas postales. Yo sólo siento nostalgia de la juventud perdida, de lo que esperaba, de los sueños de los setenta, cuando pensábamos cómo sería la democracia: soñábamos con apropiarnos de la ciudad, con disponer de espacios públicos sin que la policía nos molestase... Y durante un tiempo parecía que lo conseguiríamos, luego se estropeó. Yo vivo en el presente, pero el pasado lo habita. Eso es lo dramático, porque sin el peso del pasado, el presente tendría una significación muy pura. Hay esos movimientos esotéricos que te dicen “vive el momento”. ¿Que significa? Es imposible vivir sólo el momento porque la visión de algo te transporta a otros tiempos y lugares. El pasado está siempre ahí, lo que ocurre es que cuando éramos jóvenes no nos dábamos cuenta.
P. Su paseo por la ciudad le hace darse cuenta de cómo el turista acaba con el viajero.
R. Viajar se ha hecho muy difícil. Cierto, todo el mundo viaja hoy, pero es distinto. Yo sólo viajo cuando tengo algo que hacer, de modo que pueda entrar en la realidad de lo que visito, nada de hacer el turista, el mirón. Mirar está bien, pero no se mira de la misma manera cuando estás de paso que cuando convives con la gente: viendo como compra o trabaja. Luego está que vayas a hacer un trabajo, dar una conferencia, hacer algo que te da un ángulo para la mirada. Barcelona tiene mucho turismo, gente que la visita durante siete días y se va maravillada sin haberse enterado de nada. El hecho es que los turistas se han convertido en una plaga. No se ha buscado un turismo cultural de calidad, se ha ido a lo reventado y el resultado es que hay zonas vetadas a los barceloneses. Hay sitios que ni te quieren si no eres turista dispuesto a consumir sangría y paella. Lo que ha pasado con la Rambla es muy triste. Es como un circo y lo último ha sido cambiar los kioscos de animales por unas casetas horrorosas como de feria de pueblo. Cortan plátanos de vez en cuando. Como no los quieren cuidar, esperan a que se pongan enfermos y los cortan. Es un paseo maravilloso y es tristísimo cómo ha quedado.
P. Uno de sus libros, La plaza del azufaifo, sale de la batalla ciudadana para evitar la muerte de un árbol a manos de una inmobiliaria. Entonces hubo quien criticó tanto esfuerzo por sólo un árbol.
R. Lo pequeño no excluye lo grande. Cuando yo defendía el azufaifo, mucha gente me decía que no era un asunto importante. Pero esa gente ¿estaba en Darfur? Hay que defender también lo próximo. Defender los árboles, la conservación de la ciudad, aunque sea algo pequeño comparado con las transformaciones sociales, no hay que dejarlo. Porque, al final, uno no hace nada. Hay que tener conciencia de los derechos. En otras ciudades, la hay. Recuerdo en París, una amiga llamó al ayuntamiento para quejarse del ruido excesivo de una obra. Y pararon la obra. Aquí te dicen que no hay límite de decibelios, que el límite es el horario. Y ni eso, porque piden un permiso y se les permite trabajar hasta en domingo. Yo me quejo. Llamo al ayuntamiento y me dicen que soy la única que se queja. Me ha sucedido montones de veces. La gente está muy acostumbrada a callar, a resignarse ante todo. Se quejan en privado. Yo creo que hay que ejercer los derechos cívicos, aunque sea sólo por salud mental. No podemos dejarnos maltratar. Al lado de mi casa han destruido una plaza maravillosa para hacer un metro que luego no han hecho. Si no hubiera protestado me sentiría aún peor de lo que me siento ahora que la evito porque me duele. Nos queda la resistencia: luchar por cosas pequeñas, firmar llamamientos, manifestarse contra todo lo que se considere injusto.
Isabel Núñez nació en Figueres (Girona) en 1957 y se trasladó a Barcelona con 5 años. Empezó a escribir muy pronto y, como no publicaba, lo compensaba escribiendo muchas cartas y postales a los amigos. Algo de ese estilo epistolar reaparece en Postales de Barcelona. Estudió Ciencias de la Educación, pero apenas terminar supo que no iba a dedicarse a ello. Realizó diversos trabajos editoriales, crítica literaria y traducciones. Hasta que empezó a publicar sus propios libros. El primero, Crucigrama, luego Algunos hombres y otras mujeres, ambos de relatos. Más tarde llegó La plaza del azufaifo, dedicado a narrar a lucha ciudadana para salvar un árbol amenazado. Asegura que la ciudad “perdida, arrebatada, imaginada, ha estado siempre” en sus relatos. En medio Si un árbol cae, sobre la guerra de los Balcanes. En todos ellos hay una constante: la reivindicación de la memoria personal y colectiva.

5 comentarios:

Betty dijo...

Maravillosas respuestas.
Besos
Betty

Belnu dijo...

Gracias, Betty!!! Besos también

Ephemeralthing dijo...

Le verbe lire ne supporte pas l´impératif. Aversion qu´il partage avec quelques autres: le verbe "aimer" … le verbe "rêver" … (Daniel Pennac)

Hará estos días cinco años que te leo en este blog, descubierto con la aparición de "La plaza del azufaifo" que tanto sirvió para que yo calmara cierta desazón acumulada. Creo que en estos cinco años apenas he dejado de leer ninguna entrada. Es un placer, Isabel.

Recordemos una de tus ideas favoritas: " la belleza cura".

Belnu dijo...

Muchísimas gracias, Eph!
Así sea

Belnu dijo...

Olvidaba decir: Mine pleasure!