domingo, 8 de enero de 2012

Pequeñas epifanías


Foto: I.N., Villa Urania, de noche, 2012
Anteayer fui a ver Le Havre, de Aki Kaurismaki. Entré en el cine con un humor lúgubre y salí transfigurada, reconciliada con el mundo o al menos con la ficción que podría representarlo. Es una fábula moral y un poeta brioso que no vive muy lejos del Botánico madrileño me había dicho que le recordaba a mi libro La plaza del azufaifo. Precisamente porque habla de la ética o de la bondad (una palabra que a mí no me convence por culpa de mi mala experiencia con el catolicismo, pues las peores personas con las que me he encontrado en mi vida, las más interesadas, las menos generosas, las más mezquinas, eran muy católicas), pero Kaurismaki habla de una bondad laica, de una ética, de algo que me hizo pensar en el Amor mundi de Hannah Arendt, a la que estoy leyendo para mi curso, una preocupación por el mundo que dejaría en segundo lugar al propio self. Kaurismaki lo hace con una suave ironía para evitar  caer en el sentimentalismo, con una economía que le salva, evitando el lagrimeo, utilizando códigos del cine realista francés, para contar su cuento de navidad, casi desprovisto de la negrura que tiene a veces (excepto quizás en ese principio), y todo en estado de gracia. Los personajes rozan la genialidad y sus miradas se ocupan de decir lo que hace falta; los actores son estupendos y tiene gracia que el único personaje malo sea precisamente J-P.Leaud, a quien todo sale mal, al revés de lo que suele ocurrir en lo real, donde los de la fuerza oscura y el kali yuga se están llevando todos los triunfos y ya empieza a ser asfixiante) y la atmósfera (las casas, o ese bar donde unos tipos excéntricos y marginales mantienen siempre apasionadas discusiones sobre si los patos de Alsacia son más gordos o la salsa de mejillones se hace así...), el policía me recordó un poco al de Casablanca, la escena entre la paciente y el médico, en que este último promete hablar comme un ministre es memorable, esa mujer inventiva y amorosa que recuerda al cuento imposible ("Lo que hace mi marido bien hecho está"), la amiga rubia que regenta el bar con la expresión de haberlo vivido todo, la cansada y vital boulangère, los fruteros, la cara esculpida e inteligente del protagonista, la escena en que leen a la enferma un fragmento magnífico de los cuentos de Kafka donde se habla de que los locos no se cansan y en ese momento, esa frase adquiere una significación luminosa, algo como que otra percepción de las cosas permitiría a algunos vivir de otra manera. Yo salí feliz, contagiada de ese encantamiento. Tal vez es que yo necesitaba urgentemente que alguien me contara que aún existe otro mundo dentro de éste, como en las palabras de Galeano, aunque fuese de forma inocente.
La noche antes había salido a dar un paseo sin acordarme de la cabalgata y por suerte pude tomar un camino alternativo. Hacía viento. Por la tarde, estaba escribiendo y notaba una luz escarlata a mi izquierda, cubriéndome, y al alzar los ojos, el cielo estaba rojo y avisé a G. y le hice fotos ("Sol rogent, pluja o vent", dijeron algunos, y en efecto, esa noche hubo un auténtico vendaval y entre sueños me preguntaba si G. habría cogido la moto, pero a las 7 me dijo que vendría más tarde, que dormiría un poco en casa de alguien) y cuando le mandé las fotos a un amigo músico, que está pasando una temporada en Londres, me dijo que allí no había cielo, sólo una grisaille, pero yo sigo añorando estar allí y en otras ciudades europeas. En ese paseo, ya con nocturnidad anticabalgata, fotografié la Villa Urania y el poeta brioso dijo que parecía un cuadro de Velázquez, La tarde, que no parece de Velázquez, pero está lleno de misterio y encantamiento. También tuve unas conversaciones skypianas con mi amiga londinense, con su orquesta de risas y su batalla perenne contra la melancolía y los sueños. 
Y antes había estado en Palo Alto con M, que extendió sus libros de mapas de Barcelona por la mesa y me demostró la dificultad de distinguir entre su humor irónico y su conocimiento verdadero de la historia de esta ciudad y esa noche me mandó los tres primeros mapas, preciosos, para ese prólogo ilustrado de mi libro de Barcelona, que saldrá en Sant Jordi. Estuvimos comiendo en la cantina con dos amigos y paseamos junto al estanque de los peces de colores rodeados de mirlos y petirrojos (ya no migran, me contó M, porque no hace frío) y todos nos hacíamos fotos unos a otros con los teléfonos y yo me escondía y luego M intervino mi cara semioculta con un doble perfil picassiano-garriri y esa noche me retiré contenta a mis aposentos con una sensación generosa, pero el día siguiente me trajo una serie de detalles mezquinos y noticias de tarifas microscópicas, vacas flaquísimas y facturas distorsionadas y yo iba andando por la calle para ahuyentar mi desolación.
Hoy también me he despertado de un humor melancólico y casi desesperado. "Voy a revolcarme un rato en mi desesperación", le decía Flaubert a George Sand en una carta. Sus cartas me han consolado estos días. Los dos ofreciéndose préstamos uno al otro en momentos distintos. Ella explicándole a Flaubert las razones por las cuales sus libros provocan no sólo escándalo sino también odio y condenas que hoy asombran. Luego he pasado a las de Hannah Arendt y Mary McCarthy y otra vez leo las acusaciones que sufrió Hannah Arendt, la polémica a su Eichmann en Jerusalem, las escasas defensas -me gustó que entre las defensas estuviera Al Álvarez, aunque no encontré su artículo de The Statesman. Tengo que mirar si estará en ese libro suyo recopilatorio... Las discusiones y la amistad apasionada entre esas dos mujeres tan brillantes, cada una a su manera y también sus discusiones sobre los hombres, sobre las relaciones, sobre la literatura, la filosofía y el mundo. La preparación de mi curso me salva. Espero que se hayan apuntado suficientes alumnos para que sigamos adelante. Pero hoy he ido con Tigridia e Inés al Caixafòrum (como en mi novela), a ver la colección Clark, los Ballets rusos de Diaghilev y Nijinski, y de paso una pequeña muestra sobre Sagnier, ese arquitecto conservador que construyó un colegio del que me expulsaron y que también sale en mi novela y la casa del Tibidabo donde me hicieron fotos unos alumnos de Eina cuando yo tenía 16. Acostumbrada a los museos americanos, he fotografiado tres cuadros sin saber que no se podía y un vigilante me ha dado tres golpes bastante duros y osados en el hombro, como si quisiera despertarme de un sueño profundo en pleno incendio, para decirme: "¡Señora! ¡Que no se pueden echar fotos!" A pesar de sus maneras y de los comentarios estúpidos que una mujer de aspecto ricachón y convencional le dirigía a su pobre niña, la pintura siempre restaura. En medio de esos Renoir de colores apastelados, había algunos maravillosos y menos conocidos, como un autorretrato nervioso e irritable. Y dos magníficos Toulouse Lautrec. Y Daumier, y Manet... Pensando en mi novela, me he acordado de Bonnard, era Bonnard el pintor que llevaba sus pinceles en el bolsillo para retocar sus cuadros en museos y galerías... Hemos visto unas imágenes maravillosas del Oiseau de feu de Diaghilev, y el vestuario y las escenografías. Aunque estaba todo lleno de gente, como moscas buscando la luz...
Ayer, también mustia con mi brazo doliente (me ha vuelto el dolor, por lo visto, nadie me dijo que cuando estas lesiones tienen un origen postural, siempre pueden volver, y para evitarlo, no hay que dejar de tomar los complementos que yo sí dejé; y ahora, ruinosa, sin recursos para las sesiones seguidas de acupuntura, sin poder descansar como me recomiendan, ¿cómo seguir traduciendo, cómo mantenerme a flote?), acudí a una cita con tres mujeres. Una, joven apasionada y reflexiva como aquel personaje de un cuento de Clarice Lispector, "Misterio en Sao Cristobao", se iba a Chile a hacer un stage y quería que alguien le echase las cartas y acepté hacerlo yo misma como regalo (Giuseppe les dijo que mi lectura sería más literaria que cualquier otra, y que pondría algo en la palabra... Y es que yo aprendí esa técnica hará unos treinta años, en casa de un periodista radiofónico musical con un lado tan esotérico que nadie lo conocía y una escena parecida sale en mi novela. Y algunos amigos transoceánicos me piden tiradas a distancia y les mando la foto con la interpretación. Después de todo, es una forma de pensar como otra y el inconsciente se encarga de proyectar las imágenes, como en un sueño). Quedamos en la terraza del Gallery, con su madre, una activista cultural que había sido hospitalaria conmigo en Saragosse, y una librera valerosa amiga suya y con los ojos de un azul de aguamarina. El espíritu de ese encuentro me reanimó. Remató la librera que, tras unas frases sobre la suerte que parecían hablar de mí sin ella saberlo, contó que había vivido en Guatemala en una cabaña hecha con tablones y que al ver que podía vivir sin apenas nada, estas adversidades de ahora no podían ya angustiarla. Volví a la sensación de Le Havre. Si uno es capaz de encontrar espíritus afines, nada podrá hacernos daño de verdad. Y fueron animándose y acabé echándoles las cartas a las tres (uno sólo tiene aquello que da) e imaginando que podría tal vez echar las cartas en un café de alguien amigo para ganar un argent de poche sin tener que dañarme el brazo, especie de Madame Zorah reconvertida... Mis amigos me animan porque según ellos siempre se cumplen esos augurios... Y en el fondo era como imaginar otra vida dentro de ésta, como cuando un americano dueño de un hotelito en las islas me propuso que cantase allí con su hijo pianista...
También me llegaron los mensajes de una pintora y su poeta, refugiados en el sur, diciéndome de mi escritura, que pocos se atreven a llegar hasta el hueso y que eso tiene un valor...
Luego está G., que estos días vive entre sus series y los libros que devora con una voracidad recobrada y a veces tenemos nuestras conversaciones. Hay algo en G. que me alegra aunque no se apasione suficiente con su carrera y es que le veo tan lleno de insight y de recursos que estoy segura de que un día se decidirá a ponerlo todo como el pájaro de fuego de Diaghilev... G. se hizo unas fotos con la corona del roscón de reyes que me encantaron, pero no estoy autorizada a publicarlas. Le regalé libros, como siempre, y ya les ha hincado el diente. Se han terminado las vacaciones. Aún llegan restos de la intoxicación de felicitaciones como droga para resistir un año que nos vaticinan aciago. Procuro saltarme los periódicos, que siguen convencidos de que alarmar y angustiar aumentará las ventas, o que tal vez así la gente dejará de informarse o quién sabe a qué estúpido plan responde esa política. Ayer le contaba a G. de las disquisiciones de Hannah Arendt, Mary McCarthy (y de las ideas de Kant) sobre la estupidez, el no-pensar y un wicked heart, de si la causa de la mezquindad y del mal era la estupidez, la falta de inteligencia, la incapacidad de establecer conexiones y de pensar o esa era sólo la consecuencia. Qué alivio refugiarse en esas ideas, qué hospitalidad encuentro en esas cartas. Además, mientras leo no me duele el brazo y Rufus, mi Rufus alocado y afectuoso, se pega a mi cuerpo en el sofá o me contempla ronroneante como ese gato de Maeve Brennan cuyo mejor talento era un ronroneo profundo y musical, que le tenía orgulloso. Pero Rufus tiene otros talentos...

2 comentarios:

nomesploraria dijo...

A mí sí me gusta la palabra bondad.

Espero Sant Jordi con ansiedad.

Belnu dijo...

Lo entiendo, Nmp, pero yo tengo mis razones, que un día te contaré! Ah, así el libro tendrá una razón para darse más prisa!